lunes, 24 de febrero de 2020

No terminan las desventuras de Lázaro de Tormes


                                     De cómo vine a trabajar con un librero,
                                            y de lo mucho que de él aprendí

         Tenía yo en gran respeto a la letra impresa, y no sin razón, pues en letras impresas nos legó Dios a los hombres su Ley y su Evangelio y de esta misma manera llegan hasta nosotros las leyes que ordenan las cosas humanas, en las cuales son doctores los sacerdotes y los abogados, y a los libreros como auxiliares dignos todos. Buscaba yo en aquellos días con qué ocupar mi tiempo, que no es tarea fácil navegar el río de las horas sin algo en que agarrarse, y la manera de allegar a mi vida algún recurso que incrementase los flacos que yo tenía, cuando un amigo me habló de poder trabajar en la feria del libro de la ciudad, lo cual me venía como anillo al dedo y agua de mayo, que aquel era el mes de la feria, por las fechas de San Pedro Regalado, que es su patrono.
            Era el dueño de aquel stand que tuvimos por nuestra casa durante diez días un hombre grueso, de esos que harían temblar a las sillas y relamerse a los gusanos, si tal cosa pudiese suceder, de formas amables, que más estimulan la confianza de los simples que el recelo, y fue ocasión de aprender lo que allí aprendimos: que más temible es el diablo vestido de ángel que de diablo.
            Hicimos el trato, que era un tanto sobre lo que vendiéramos y el horario, que era de diez de la mañana a diez de la noche. Llegamos pronto a un acuerdo, por parecernos bien lo acordado y la persona con quien lo acordábamos, y lo sellamos con un apretón de manos, que es firma suficiente en aquella tierra entre hombres de bien y por tales los tres nos dimos.
            Comenzó la feria un día viernes y duró hasta el domingo de la semana siguiente, en los cuales días, mi amigo y yo, abrimos puntuales el stand a las 10 de la mañana y lo cerramos a las diez de la noche, excusando hacer cuenta de las horas que allí estábamos, porque la hacíamos de cuanto vendíamos y del porcentaje que habíamos acordado, que crecía con las que estaba abierta la caseta. Cada noche, cuando cerrábamos el stand, nos íbamos a cenar y gastábamos sin hacer duelo de lo que gastábamos, pensando en lo que habíamos ganado, porque en los diez días vendimos mucho, y es hábito de la juventud dar por andado el camino antes de haber dado los primeros pasos, y así nosotros dábamos lo que contábamos por ganado como si ya lo hubiéramos cobrado.
           Venía cada mañana el dueño, reponía los ejemplares de los libros vendidos, hacíamos cuentas, revisábamos los que quedaban, y añadíamos algunos más que él nos traía, fiado en la buena ventura del negocio.
         Llegó el domingo final de la feria, que era también el colmo de nuestra ventura, porque bien parecía que la hambre de lectura se había desparramado por la ciudad sin medida, y sentíamos que se hubiesen pasado los diez tan pronto. Apareció el amo, nos felicitó, hicimos cuenta de lo vendido y de lo ganado y quedamos para la mañana siguiente, para empaquetar los libros que habían quedado sin vender y cobrar nuestro dinero, que no nos podía dar en ese momento por estar los bancos cerrados. Nos pareció bien a mi amigo y a mí, y nos llevamos la llave con la que cada noche habíamos cerrado y cada mañana abierto aquella que había sido nuestra casa y considerada nuestra fortuna.
        Quedamos en ir pronto al stand a la mañana siguiente, por terminar nuestro trabajo y cobrar finalmente lo ganado, y así lo hicimos.
         Cuando llegamos la mañana del lunes, encontramos los libros ya recogidos y metidos en sus cajas y a dos operarios diligentes que cargaban los bultos en una furgoneta para llevárselos. Nos miramos, con tanta extrañeza como alivio, al ver que otros habían hecho el trabajo al que nos dolía habernos comprometido, por no mediar promesa de cobrarlo, pues no estaba en lo primeramente pactado.
      Llegó el que nos había contratado en su coche, un mercedes negro, que hasta aquel día no habíamos visto, salió de él con esfuerzo,  se puso su chaqueta negra, cogió su maletín negro, de piel, se colocó unas gafas oscuras y nos llamó, que nos acercáramos. Como era muy pronto, y los bancos aún no habían abierto, teníamos los dos suspendidas las ganas de cobrar y nada esperábamos aún. Abrió el maletín sobre el capó del coche, sacó dos sobres, uno para cada uno y nos los entregó. Abrimos los sobres y vimos que había mucho menos dinero del que habíamos hecho cuenta el día anterior. Junto con el dinero, había una hoja escrita a máquina y con muchos sellos en la firma donde se hacían las cuentas de lo que nos daba. Del dinero que habíamos ganado se descontaba tanto por seguros sociales, tanto por impuestos, tanto por deterioro de material y tanto por pérdida de libros que, según nos dijo, nos habíamos dejado robar, si no robado nosotros mismos, pues eran de mucho valor.
      Juramos nosotros no haberlos robado ni vendido, y que estaban en el stand la última noche cuando cerramos.
          Juró él con no menos fuerza que habían sido robados, y que no se encontraban en las cajas que aquellos estaban cargando, los cuales se juntaron a jurar con él. Pronto nos dimos cuenta mi amigo y yo que aquellos juramentos no eran en vano, sino en interés. Nos miramos, incrédulos de lo que nos pasaba, furiosos con quien nos robaba, impotentes para exigir el cumplimiento de lo pactado, de cobrar lo que considerábamos nuestro, airados y corridos, pues pronto vimos que nuestra ingenuidad había dado lugar al ladrón de seguir siéndolo.
         Mientras tanto, habían terminado de cargar la cajas, y todos, sin dar más razón, se fueron, y nos quedamos nosotros allí, sin saber qué hacer, con aquellos sobres menguados en las manos.
         Yo, que les vi partir, me fui corriendo detrás del mercedes y mi amigo se quedó allí, donde había estado la caseta, gritando: ¡Al ladrón, al ladrón!, y señalaba con su dedo al mercedes que salía de la plaza majestuosamente, pero nadie veía el robo porque iba muy bien empaquetado. En cambio, como me vieron a mi que corría y señalado por el mismo dedo que quería señalar al robador, entendieron que era yo la razón de sus gritos, y los que vendían cupones de los ciegos en las esquinas, que todo lo veían y otros que parecían cojos sin serlo, se lanzaron sobre mí, que nada entendía, y uno con una muleta me cazó por el pie como se cazan los conejos con las trampas, y como el animal di en el suelo. Allí fueron los golpes y las imprecaciones, hasta que llegó mi amigo y puso en claro la historia que, aunque a los aporreadores no les pareció muy cierta, calmó los ánimos, pues enseñó el sobre con el dinero, y yo el mío, y nos dejaron en paz y se dispersaron, no sin antes echarse unas risas a nuestra costa y tacharnos de ingenuos y confiados, y de estar verdes todavía para andar por el mundo
          Nos sentamos a los pies de la estatua que está en el centro de la plaza de la ciudad, que asemeja a un héroe y hombre justo, pues lleva en su izquierda un pendón recogido y apoya su derecha en un espadón que cuelga de su cintura, y allí, porque no nos quedaba dinero para entrar en bar ninguno, leímos la hoja del membrete y contamos y recontamos los pocos dineros que nos había pagado. Vimos que aquel listo había hecho una lista de libros caros, que comenzaba con una Santa Biblia de lujo y seguía con otros no más baratos de la editorial Blume, de los que estábamos ciertos que no faltaba ninguno, pues ninguno habíamos vendido, que quizá estaban allí solamente para poder usarlos en el descuento, y de otros que ni siquiera habían llegado a estar en el stand, con sus respectivos precios que, sumados al poco dinero que habíamos recibido, hacían un total como el que deberíamos haber cobrado por lo que habíamos vendido, al precio que habíamos ajustado.
         Nos dimos cuenta de que las cadenas de nuestra razón habían sido humo para sujetar la razón de su fuerza, pues tenía el dinero, los libros en sus cajas y dos jóvenes que los transportaban , los cuales, por sus palabras y gestos, nos dieron a entender que más prontos estaban a defender el interés de él que la razón nuestra.
      Hablamos entre nosotros, pensamos acudir a la justicia, en quien, como jóvenes, aún confiábamos y no tardamos en darnos cuenta de que no teníamos ningún documento con que respaldar la verdad de lo que pretendíamos defender, ni testigo que pudiese jurar en nuestro interés. Hablamos también con quienes estábamos seguros de querernos bien, y todos nos advirtieron de nuestra ingenuidad. Que pudiera ser que, en el caso de ganar, no alcanzara lo ganado para pagar a quien nos defendiese y justicia que cae sobre la cabeza de quien la reclama, aunque lo diga una sentencia, no lo es. También nos advirtieron de la no muy extraña posibilidad de perder, pues no sería la primera vez que un juez pusiese más confianza en las palabras falsas de un ladrón bien vestido que en las verdaderas que nosotros le dijésemos, con lo que acabaríamos como dice el dicho: sobre cornudos, apaleados.
    De aquí que se dice: "pleitos tengas y los ganes", porque en los pleitos, nos dijeron, todo es incertidumbre, si excusamos los honorarios de los abogados y el sueldo del juez, que son seguros.
      Determinamos que cayera sobre nuestras espaldas e ingenuidad el precio del engaño, y esperamos que aquellos impuestos y cotizaciones que nos había retenido fuesen tan verdaderos como el robo, pero aquella esperanza también fue vana. 
     De esta manera, tuvimos que sumar a lo ya perdido lo que nos fue descontado y no cotizado ni ingresado a nuestro nombre, con lo que resultó que las ganancias de aquellos diez días de mucho trabajo y no poca ilusión se quedaron en pagar lo que ya habíamos gastado.


sábado, 15 de febrero de 2020

Surf en un mar de dudas (1) (2)


                                

               Hay muchas formas de estar torcido y una sola de estar derecho.

Si miramos con atención los cuerpos que nos rodean (cuya visión es siempre más completa que la del nuestro) llegamos a la conclusión de que la bipedestación, esa aventura que el hombre comparte con los pollos, en el caso humano no acaba de ser una realidad. El hombre parece no terminar de encontrar su forma de estar de pie en el mundo, que no es la recta, sino la que pide la estructura ondulante de su columna vertebral ¡Es tan difícil encontrar unos pies armoniosos, al final de una piernas rectas, que soporten una columna flexible y finalice en una nuca suelta y unos ojos de mirada libre que, cuando se encuentran, con razón ocupan miles de páginas en la revistas que se dedican al culto del cuerpo!
Leyendo a Thérèsse Bertherat he tenido la sospecha de que esta mujer ha descubierto algo cuya importancia todavía no terminamos de entender y cuyas consecuencias estamos aún lejos de haber deducido. De ahí la frase en negrita, en la que trato de condensar este escrito que, además de ser una especie de carta de presentación, bien pudiera considerarse una especia de prólogo a su lectura... ¡Con perdón!
Porque a mí, a raíz de su lectura, se me ha ocurrido pensar en ese momento lejano en que el hombre descubrió que, para construir sus casas con solidez, el mejor apoyo era la verticalidad. Podemos imaginar que debió haber muchos procesos de ensayo-error, hasta que alguien descubrió que la mejor forma de que una pared se sustentase no era sujetarla con nada, sino hacerla vertical. De hecho, entre los animales no existen construcciones verticales. Nidos, cuevas, panales... la naturaleza desconoce la línea recta. En algún momento, alguien que estaba construyendo algo destinado a perdurar debió descubrir que la verticalidad ganaba en estabilidad, en sencillez y en economía de esfuerzo a cualquier otra forma de apoyo. En cualquier manual de historia podemos encontrar el dato: en Egipto, en el tercer milenio antes de Cristo aparece ya la plomada, el instrumento para construir esa verticalidad. Pero a mí me interesa recrear ese momento de iluminación en que alguien descubre la verticalidad y, presa de nerviosismo, trata de inventar el instrumento que se la puede asegurar. Primero intentaría fiarse de su vista, luego recurriría a un palo, más tarde... No lo sabemos. Hoy nos parece fácil, una cuerda y un trozo de plomo atado a una de sus puntas... Pero no estamos seguros de que ese primer hombre, quizá esa primera mujer, tuviese a mano una cuerda, un hilo o cualquier trozo de metal pesado... Dejemos a ese primer arquitecto prehistórico inquieto en su intento de sacar del pozo de su imaginación el instrumento que le aseguraría la verticalidad recién descubierta....
Volvamos a Thérèsse...
Esa intuición que recorre sus libros, “el cuerpo humano tiene una forma”, enlaza con el pensamiento y el arte más clásico y quizá no tenga demasiada originalidad. Lo realmente importante, al menos para mí, es su descubrimiento de que la forma está en el cuerpo, es decir en todos los cuerpos. A este respecto, me permito contar un hallazgo anterior al descubrimiento de los libros de Thérêsse. Fue en un libro de Konrad Lorenz, célebre etólogo y premio nobel de medicina de 1973. Cuenta Lorenz de una de sus grajillas que tenía un ala un poco más corta que la otra, lo cual le sorprendió, porque dice estar seguro de que la simetría de la parte izquierda y derecha de los seres vivos es una de las leyes más constantes de la naturaleza. Se murió la grajilla cuando le llegó su hora y él la diseccionó, midió sus huesos y vio que eran exactamente iguales en un ala que en la otra, lo cual siguió confirmándole en su primera convicción. Muchas veces, la forma está oculta bajo contracciones musculares tan fenomenales, tan profundas, tan disimuladas a la mirada, que nos hace creer que existe una deformidad esquelética donde sólo existe una poderosísima contracción muscular. Pero sería suficiente con observar que, donde existe un acortamiento, existe también una modificación de la tonicidad muscular para sacarnos del engaño. No existe una pierna más corta que otra, un ojo más pequeño que el otro, un brazo más corto que el otro... sin ir acompañados de una pérdida de la forma, más visible en la parte empequeñecida, pero presente también en la otra. Porque el esqueleto está formado por segmentos, y esos segmentos están destinados a unirse de una cierta manera (suturas, articulaciones...) “armoniosa”. Pero no siempre sucede así. Si la estructura fuese rígida, la vida tendría pocas posibilidades, pero es mitad rígida mitad flexible, lo cual le permite ciertos desajustes sin que lleguen a comprometer su funcionamiento A veces el proceso del parto, la imitación postural de los referentes parentales, caídas o golpes a los que no dimos importancia en la niñez, el bloqueo del diafragma (ese músculo olvidado) la necesidad de reprimir nuestra ira, nuestro miedo, nuestro llanto... hacen que esos segmentos formen un esqueleto uniéndose de cualquier manera funcionalmente viable, pero lejana de su “manera armoniosa” En esos casos, y la forma queda oculta bajo capas de músculos contraídos o superlaxos, y nuestro cuerpo se va sintiendo atrapado en sus movimientos y nuestra vida se nos va haciendo un dolor...
Que, además de descubrir que debajo de cualquier deformidad está la forma, la autora haya desarrollado un método para hacer que el cuerpo se vaya deshaciendo de sus contracciones (siempre coincidentes con hiperlaxismo en otros músculos quizá alejados de donde percibimos la contracción) y pueda aparecer tal cual es en cada uno, me parece su gran descubrimiento. A esto me refería cuando comparaba su descubrimiento con el descubrimiento de la plomada, y a esto me refería también cuando decía que estamos lejos de haber sacado todavía todas las consecuencias de su hallazgo. Porque podemos decir que donde hay una deformidad, pronto aparecerá un dolor, y más pronto que tarde una enfermedad. Y al revés: donde hay un dolor primero ha habido una contracción, quizá no percibida conscientemente, quizá percibida conscientemente pero sin recursos para deshacerse de ella, y ya no sentida. Quizá, donde hay una contracción exista también una emoción que no encuentra su cauce y que empobrece nuestra vida
Así la unidad psicosomática, no es tanto una deducción filosófica como una experiencia personal y la constatación evidente para una mirada precisa, entrenada para verla.
                A veces, pienso que los caminos para llegar a los sitios son siempre diversos, y que el mío, partiendo del dolor de la columna, que en un tiempo me impedía casi dormir y me devolvía agotado a casa cada día, ha sido éste. Otras veces, pienso que no hay otro camino, y tiendo a conceder a la “antigimnasia” una importancia fundamental que la “medicina sintomática” se niega a reconocer. Pero esa cuestión ha dejado de preocuparme. No soy un “apóstol” de la antigimnasia, sólo su discípulo y asiduo practicante.



                                           La máquina de la verdad

De vez en cuando, la ciencia descubre y explica aspectos de la realidad cuya capacidad fecundante desconoce hasta el afortunado científico que los formula, y cuya  trascendencia temporal nadie logra imaginar en el momento de su descubrimiento. Todavía no hemos terminado de sacar las consecuencias de la teoría de la gravitación universal de Newton, y mira que ha dado de sí. Todavía no hemos exprimido hasta lo mejor de sí la observación de Tales de Mileto de que existen cargas eléctricas en múltiples fenómenos naturales (El hombre tardó 2.400 años en inventar la luz eléctrica) Estamos dando los primeros pasos en la senda que abrió Einstein con la formulación de la teoría de la relatividad.
La noticia de ayer “se producen cambios detectables en el flujo cerebral cuando se miente o se piensa deshonestamente” se me aparece como la última consecuencia descubierta de aquella intuición de Tales de Mileto pues, sin duda, esos cambios en el cerebro se detectan por una modificación del flujo de esas cargas eléctricas que él descubrió.
Podríamos decir que conocíamos intuitivamente que la mentira y la deshonestidad dejan mal cuerpo y que dormimos mejor cuando somos veraces y honestos. Sin embargo, el hombre vive en la contradicción de que, muchas veces, la honestidad y la verdad, que según estas experiencias sosiegan nuestro ánimo, acarrean consecuencias negativas para quien decide vivir de acuerdo con ellas y que no siempre resulta del todo fácil discernir el origen del desasosiego y el sufrimiento. ¿Qué diferencia habrá entre el desasosiego de un justo condenado injustamente y el que sienta un injusto condenado legal y con justicia? ¿No se añadirá al condenado injustamente, además de la injusticia sentida, la incomprensión de la justicia y de la humanidad toda?¿Más aún, qué diferencia detectará la máquina entre el sentimiento de un justo condenado legal pero injustamente y el de un injusto que goce del reconocimiento público, y sea alabado y exaltado por la sociedad? ¿Llegará la sutileza de la máquina a discriminar el origen distante de estas distantes causas de los sentimientos?
Otra deriva de estos descubrimientos científicos es la idea misma de verdad y honestidad. ¿Puede uno sentirse verdadero y honesto y no serlo? A todos nos queda la duda, cuando alguien, de quien tenemos pruebas abrumadoras de que roba y miente, proclama a los cuatro vientos “mi conciencia está muy tranquila”, de si será verdad que su conciencia está muy tranquila o si, en el fondo, él sabe que ha robado y que esa misma proclama es una mentira. Nos gustaría saber si la máquina va a servir en estos casos. A la vista de lo que leemos en los periódicos cada día, parece como si el aprendizaje de la vida y sin duda la sabiduría política consistiese en aprender a engañar a la máquina, es decir a sentirse verdadero y honesto sin serlo. Porque lo fácil es descubrir que nuestro hijo nos miente cuando nos dice que no ha bebido pero va de pared a pared por el pasillo de la casa, o cuando nuestra hija nos dice que ha estado estudiando en casa de una amiga y se le ruborizan las mejillas; para eso no se necesita el concurso de la ciencia. ¿Será suficiente con sentirse honesto y verdadero para que la máquina confirme nuestros sentimientos? Si así fuera, la utilidad de este descubrimiento es escasa. ¿O habremos inventado una máquina que encienda una lucecita roja cada vez que un hombre, sometido a su control, se engañe a sí mismo antes de intentar hacer otro tanto con los demás?  Hay inventos que abren muchos mas interrogantes que los que cierran
Para mí, la verdadera utilidad del invento consistiría en detectar cuándo uno se miente a sí mismo. Sí, que uno mismo pudiera ir a la máquina de la verdad, como va a la balanza del cuarto de baño a pesarse, y someter a su aséptica sabiduría científica la veracidad de los pensamientos propios. Este mismo artículo podría hacer sonar en la máquina el pitido de la mentira y la deshonestidad: pues de ser honesto y verdadero debería estar acompañando a mi madre nonagenaria por el paseo soleado, pero he contratado a una inmigrante que lo hace por mí, porque a veces creo que con mis palabras puedo ayudar a confeccionar (evito deliberadamente el término construir) la realidad social de alguna manera más decente y eficiente. Si le dijese esto a mi madre, sé que ella me contestaría “tú lo que tienes es muchos humos en la cabeza”, pero tampoco sus palabras están a resguardo de sus intereses, aunque a veces logre inquietarme con ellas.  No sé que diría la máquina.

domingo, 9 de febrero de 2020

La guerra no termina nunca


La guerra no acaba nunca


          Las tropelías de mis conmilitones eran un argumento definitivo contra los vencedores de aquella guerra. El arrojo obediente y suicida con el que se había peleado derivó en cobardía y matonismo gratuito cuando finalizó la guerra.  Aquel sufrimiento, aquella repugnancia de mí mismo que yo sentía a veces, era el precio que tenía que pagar para ahorrar a mis padres, a mi hermano y a mi cuñada, incluso a su pequeño hijo, los mismos abusos que contemplaba diariamente con mis ojos. A veces pensaba que la vida de mi sobrinito podría contenerles, otras, viendo lo que veía diariamente, pensaba que, en el caso de que quisiesen que tomar venganza, les daría igual.
Después de la entrada triunfal en Madrid, mi compañía fue destinada a Asturias, a combatir a los maquis. Envalentonados por la victoria y seguros de que nadie les pediría cuentas de lo que hacían, aquellos pobres hombres se entregaban con codicia a los más absurdos rituales de amedrentamiento y a las burlas más procaces sobre los efectos que el miedo a sus despropósitos tenían en personas humildes e indefensas. El objeto de su venganza eran sobre todo las mujeres que habían sobrevivido al exterminio de la guerra en aquellos territorios conquistados. Una vez identificadas las mujeres y las hijas de “los fugaos”, las cogían en cualquier lugar, y con cualquier pretexto, las llevaban hasta la guarnición. Allí, ante aquellas criaturas indefensas, todo era valentía, atrevimiento y exaltación patriótica: les quitaban los vestidos y así, desnudas o semidesnudas, les hacían limpiarles las botas, lavarles la ropa, coserles un botón de la bragueta, mientras les decían palabras soeces, les insultaban y se excitaban sexualmente con la visión y la cercanía de sus cuerpos temblorosos y desnudos. Había algo que les impedía consumar su deseo, y entregarse al placer que la tensión del sexo excitado pedía, quizá el miedo a un pecado que los ojos del capellán no aprobaban, mientras consentía, indulgente, la exhibición de prepotencia y falsa gallardía ante aquellos seres asustados. En el catecismo no había ningún mandamiento que prohibiese abusar del débil, y así nadie se sentía culpable. Luego, si no lo habían hecho antes, les rapaban sus cabezas y las devolvían, pelonas y desnudas al pueblo, mientras se aliviaban de su excitación con otras monstruosidades. Todo sucedía en un bullicioso y exaltado ambiente de camaradería que ayudaba a desdibujar en la conciencia individual los perfiles de la crueldad. Los crímenes sucedían sin que nadie se sintiera criminal, sólo un poco gracioso, la complacencia de sentirse el más ingenioso de los presentes en una competencia por dilucidar a quién de ellos se le ocurría la mayor gamberrada, con ese punto de desvergüenza que impone la vitalidad juvenil y que resulta tan atractivo entre alguna gente joven, ciegos al dolor que provocan en quienes han convertido en el objeto de su diversión. La exaltación con la que vivían el momento les impedía ver más allá de sí mismos.
A veces simulaban ejecuciones de los familiares de los huidos y vengaban en ellos las penalidades y los fracasos que sufrían en su búsqueda. Un soldado vestido de oficial les leía los cargos, todos ellos disparatados e inverosímiles y a continuación la sentencia, y los conducía al lugar de ejecución cumpliendo todo el ritual de las verdaderas. Algún soldado cogía un crucifijo y se presentaba como el cura que les ofrecía confesión, y buscaban un nuevo motivo de escarnio tanto si el condenado accedía a confesarse como si repudiaba aquella ignorada e insolente representación de piedad. Luego simulaban con balas de fogueo lo que muchas veces hacían con las de verdad, o disparaban muy por encima de sus cabezas. Los oficiales lo sabían, pero consentían aquellas diversiones de sus cachorros, para ayudarles a pasar el tiempo sin guerra con la borrachera de carcajadas que les proporcionaba la simulación de ella.
 Yo mismo sufriría más tarde una de aquellas simulaciones, y sentiría en mí el pavor de quien se enfrenta a un fusilamiento sin encontrar piedad en los ojos de quienes te apuntan con las armas, y me enfrentaría a sus burlas por haber manchado los pantalones. Lo sufrí yo, pero libré a los míos de aquella humillación.
En las ejecuciones reales, el capellán dirigía a quienes iban a ser fusilados palabras piadosas, les exhortaba a la oración y al arrepentimiento y les prometía la vida eterna y el perdón de Dios si confesaban sus pecados. Al tiempo, les auguraba los peores tormentos eternos, la ira del mismo Dios, si renunciaban al perdón que él les ofrecía. Pero callaba ante los crímenes de sus despiadados verdugos. ¿No sentía piedad por las víctimas? ¿No iluminaban de ninguna manera aquellas palabras que salían de su boca los horrendos crímenes que se cometían casi a diario ante sus ojos? ¡Qué lejos me encontraba de todos ellos! El más grande dolor de mi vida había permanecido ajeno a la ficción de aquella convivencia de campaña. Lo de mi hermano no se podía decir. Tuve la suerte de que me tocase hacer la guerra lejos de la gente que me conocía y que lo hubiera podido contar.
Desde que sucedió lo de mi hermano, se había instado en mi cabeza una idea fatalista de la vida que me hacía vivir como si nada tuviera sentido, o más, como si el único sentido de cuanto vivíamos, de cuanto la vida nos traía, fuera hacer una burla de nuestros propósitos.
¿Cómo entender lo que nos había sucedido?
No podía sospechar el buen hombre que aquel domingo, tomándose un café de recuelo en la cocina, con su intento de ayudarnos, estaba dando la ocasión de que llegara aquella desgracia que nos rompió por la mitad. Otras veces, con más conformidad, pienso que hubiera sido igual, que visto lo que vino, más pronto o más tarde nos habría sucedido lo mismo.
 Vivía frente a nuestra casa y en las largas tardes de invierno se había acostumbrado a pasar sin llamar y entretener el tiempo bebiendo un vaso del buen vino que nunca faltó junto a mi padre, jugando a las cartas o comentando la actualidad que venía en el “Norte de Castilla” que le traía el coche de línea y que el recogía en la oficina de correos después de comer. A veces llevaba un libro y nos leía de él.
- Como no venís vosotros a verme, vengo yo a veros a vosotros- nos decía a veces, para justificar burlonamente su visita, pues sabía de sobra que apreciábamos su compañía.
La verdad es que, en nuestra casa no nos comíamos los santos, y que acudíamos a la iglesia con escasa asiduidad, lo que no parecía importarle mucho.
-Dios no necesita de las alabanzas y las procesiones de los hombres... ¡Qué tontería! ¿Qué podría añadir a Dios lo que los hombres podamos darle, si todo es de Él? - le explicó un día a mí padre, que se llevaba mal con los beatos.
-Dios lo que quiere son buenas personas, y yo creo que tú no andas lejos de serlo...
Aquellas palabras del sacerdote le tranquilizaban. A mi padre se le hacía insufrible la compañía de algunas personas que frecuentaban la iglesia, pero se sentía cómodo con el párroco.
-¿Por qué no pones un aserradero?
La conversación se había desparramado por las dificultades de nuestra vida, que parecían crecer con el paso del tiempo y no tener fin, a medida que los hijos íbamos creciendo y pasábamos de los pupitres de la escuela al cultivo de la tierra. La escasez de terrenos cultivables, la ingratitud del trabajo en el campo, el crecimiento de los hijos, la dureza de una vida que no encontraba otra salida a la escasez que redoblar los esfuerzos y vigilar el ahorro para un futuro que nos imaginábamos peor que el presente, y las privaciones...
-¿Y de donde saco yo dinero para comprar una sierra?
- Si sólo es cuestión de dinero... Dejó caer el buen sacerdote como si estuviese esperando algo más de nosotros.
- Todo es cuestión de dinero, don Andrés - añadió mi padre, con la convicción de que no había problema que no encontrase la solución en el dinero.
- A lo mejor... Dijo el sacerdote, Y dejó las palabras así suspendidas en el aire, como si dudase cómo continuar.
-          Pero en este caso, no tiene que ser por dinero. Continuó.
-          He estado mirando en Valladolid y por diez mil pesetas se puede poner un aserradero...
-        No tenemos diez mil pesetas... Jamás tendremos diez mil pesetas, don Andrés - sentenció mi padre, con absoluta seguridad en su infortunio.
Como otras tardes, antes de despedirse, leyó un relato de aquel libro del Tolstoi, cuya imagen patriarcal e imponente aparecía en la cubierta, y que él tenía en gran estima.
 Y así terminó de pasar aquella tarde, él intentando hacernos ver y nosotros emperrados en nuestra ceguera.
Al final ganó él, y a los pocos días hicimos el viaje a Valladolid, con diez mil pesetas escondidas entre los sacos de cebada cargados el carro y presos de las más encontradas emociones: a medias ilusionados, a medias atemorizados por el camino que estábamos emprendiendo. Salimos de casa muy de madrugada, de noche, iluminando el camino con la luz escasa que salía del farol colgado del toldo del carro. En ningún momento llegamos a imaginar siquiera el final al que llegaríamos. No podíamos sospechar en aquellos días la locura que estaba creciendo en cabezas lejanas y ajenas a nosotros y que terminaría madurando, explotando y arrastrándonos en su deflagración.
           Llegamos a la dirección que el sacerdote nos había dado, después de descargar la cebada en el depósito de cereales y  recibir algo de dinero, no sin antes preguntar un sinnúmero de veces por la calle que llevábamos escrita en un papel. Allí nos recibió alguien que nos esperaba y nos enseñó la máquina que debíamos cargar. Nos enseñó su aserradero, y vimos, boquiabiertos, trabajar con  rapidez y  precisión la maquinaria recién estrenada. La cinta sinfín fraccionaba los grandes troncos en trozos manejables para el tren de la sierra y los transformaba en tablas con una celeridad nueva para nuestros ojos. Por primera vez vimos el uso industrial de la electricidad, más allá de su utilidad para alumbrar la tristeza de nuestras casas. El zumbido de las cintas dentadas que despedazaban las maderas nos daba miedo, era como un aviso permanente de su peligro.
           En el aserradero, como no era cosa de detener las máquinas cada vez que uno tenía que hablar, todo el mundo se hablaba a gritos
          El hombre que nos vendía la sierra nos ofreció que mi hermano se quedase algunos días trabajando en el taller, para que aprendiese a instalar la máquina y al mismo tiempo el oficio de aserrador, y nos advirtió de su peligro.
        - La ventaja de estas máquinas es que no hay que darles de comer, el peligro, que estos dientes que no comen sí muerden, y lo mismo que cortan un tronco pueden tronzar a un hombre – dijo aquel hombre gritando por encima del ruido ensordecedor de las sierras.
        -A buen entendedor, pocas palabras - sentenció mi padre mirándonos.
Volvimos mi padre y yo con la máquina y se quedó mi hermano, que era mayor, hasta el domingo, para aprender el oficio.
        La llegada de la sierra revolucionó el pueblo. Tuvimos que pedir una instalación eléctrica especial para la sierra, pero aquel señor cura allanaba con su presencia montañas inaccesible para un simple mortal. Montamos la máquina en el corral de la casa, que quedaba a las afueras, sin importarnos ni el ruido de la sierra ni el polvo del serrín, sólo condicionados por la distancia al enchufe de la luz y por el espacio necesario para mover los troncos que debían ser serrados, pero espacio era lo que nos sobraba. Pronto, el aserradero se transformó, como la fragua, el molino o la casa del herrador, en lugar que atraían a los hombres los largos días de lluvia y en los que entre el ruido de la sierra o los martillazos sobre el yunque o las cabriolas del ganado iban y venían las noticias del pueblo. De repente, sin saber por qué, algunas tardes, una pandilla de chicos que daban vueltas por el pueblo, aterrizaban en el aserradero, suspendían por unos instantes sus correrías para observar asombrados aquellas tareas tan nuevas en el pueblo, llenas de misterios para sus ojos y de paciencia para su inquietud y con la misma rapidez con la que habían llegado desaparecían sin decir adiós. El aire, siempre cambiante a lo largo del día llevaba y traía el bramido de la sierra por las calles del pueblo, y las mujeres encerradas en las cocinas sabían de los caprichos del viento por las idas y venidas de aquel zumbido que alcanzaba a todo el valle.
Los del pueblo agradecían tener tan a mano un lugar que les ahorraba tantas horas de trabajo, el esforzado y tedioso uso de tronzadores y azuelas, o largos viajes incómodos, cargados con los troncos de los árboles, a los aserraderos de otros pueblos cercanos, pero que distaban más de diez kilómetros, Nosotros, que cobrábamos menos que los de otros pueblos, y que recibíamos encargos de pueblos cercanos más pequeños que el nuestro, comenzamos a ver que diez mil pesetas no eran un montón de billetes imposible de juntar.
Desconocíamos las montañas de envidia que se estaban levantando a nuestro alrededor. Envidia de la mala, la de quien es incapaz de compartir ninguna felicidad ajena, la del que sufre con el bien de su vecino mucho más que con el mal propio. Esa envidia cobarde que, sólo un poco más tarde, teñiría del indefinible color de la sangre derramada los campos y los ríos de España se adelantó un poco para nosotros y destrozó nuestra vida.
Mucho más tarde supimos que lo que nosotros sufrimos,  aquellos golpes en la puerta, aquellos modales chulescos, aquellos empujones por los pasillos, aquellas camisas cruzadas con correajes, aquellas polainas que ceñían sus piernas, aquellas palabras de amenaza, aquella seguridad de sentirse impunes, aquella ignorancia del fatal destino de alguien de tu propia sangre, no sólo los habíamos sufrido nosotros, sino que recorrieron los pueblos y las ciudades de España y dejaron un ejército de personas que no comprendía, un ejército de madres atribuladas que nunca jamás volvieron a conciliar el sueño tranquilo, muchos padres con un rencor y una impotencia que les cerraban los puños, muchos vecinos que bajaban los ojos al cruzarse por las calles, muchas sillas al lado de la mesa que permanecieron para siempre vacías, muchas camas que se desmontaron definitivamente... Pero aquel día no sabíamos todavía nada de esto, y lo que sucedió en nuestra casa nos pareció dejarnos solos en el mundo.
La acusación fue que éramos comunistas, sin necesidad de demostrarlo, porque alguien del pueblo, que nos conocía bien y que sabía que no lo éramos, nos había acusado de serlo, sin posibilidad de negarlo, porque los comunistas son unos cobardes y lo niegan siempre, saben lo que les espera; sin darnos la oportunidad de que alguien saliese en defensa nuestra, porque había otros comunistas igual de cobardes siempre dispuestos a jurar lo que fuese por salvar a los suyos.
Se llevaron a mi hermano, lo subieron a empujones al coche que había parado delante de la puerta de nuestra casa y nos quedamos temiendo lo peor.
Don Andrés, cuando se enteró, se acercó a casa, a saber qué había pasado, y nos prometió hacer lo posible para solucionar aquella situación, que no podía ser sino la consecuencia de un malentendido. La visita de aquel buen hombre nos trajo un algo de sosiego, pero no despejó nuestros temores. Corrió el tiempo y nadie supo darnos noticia de la suerte de mi hermano. Don Andrés averiguó que no llegó a las cocheras, el lugar donde en Valladolid se juntaba a quienes un poco más tarde se ejecutaría, y en ningún sitio quedó huella de los pasos que diera desde su salida de casa. Su rastro se perdió como se pierde definitivamente una llama que se apaga. 
            Volví a casa, cuando acabó la guerra, de donde me habían sacado a empellones y adonde más de una vez en aquellos años perdí la esperanza de regresar, a pesar de que en mis cartas esporádicas a la familia me esforzaba siempre en alimentar la de mis padres y la de mi cuñada, que se había quedado con su hijo a vivir con nosotros después de aquello.  Pensando en ellos hice la guerra a favor de gentes que odiaba y detuve mis pasos las veces que se me ofreció la oportunidad de desertar y pasarme a quienes consideraba de verdad los míos. Pero sabía de su espíritu vengativo, sabía que tomarían venganza en los míos de lo que yo hiciera y la vida ya nos había traído demasiado dolor. Cuando volví, encontré colgada en sus ojos la extrañeza de verme de vuelta, sano y a salvo, y en sus palabras, siempre dichas en voz baja, la comprensión del precio que todos habíamos tenido que pagar por seguir vivos. Cuando llegué a casa, vi que había desaparecido la sierra, y que el lugar que había ocupado el aserradero se había transformado en unas conejeras, sobre las que se había construido con adobes un gallinero en que se recogían las gallinas dócilmente al atardecer. El corral estaba lleno de animales. Se ocupaba de ellos sobre todo mi madre, que no paraba en todo el día y la que había sido mujer de mi hermano, que criaba a mi sobrino, el hijo que había nacido después de que se lo llevaran. Nosotros, cuando volvíamos del campo, traíamos la hierba que escardábamos, las remolachas que entresacábamos o las mielgas de las cunetas para alimentarlos. Aquellos animales nos ayudaron en las penurias de la posguerra y nos permitieron pasar aquellos días de escasez con cierta comodidad. A veces nos daba para vender a algún vecino algunos huevos o algunos conejos, pero lo hacíamos en secreto, pues hasta esto podía ser un motivo de acusación para quienes nos querían mal. El niño me miraba como si me viera por primera vez y yo lo cogía en brazos como si fuese mi hijo, porque como tal lo quería.
Pero aquella guerra parecía no terminar nunca. El cura de la Iglesia de arriba que, en su bondad, había sido la causa involuntaria de todos nuestros males, había fallecido, y con él se había ido el poco amparo que nos quedaba en el pueblo. Aunque todo había comenzado un día no muy lejano, la guerra había cavado un abismo entre cuanto la precedió y cuanto vino después, y ese abismo alejaba lo sucedido antes de ella como al principio de toda la historia.
Una tarde, sus vociferaciones, sus correajes, su soberbia, su envanecimiento, su crueldad volvieron a hacerse presentes en nuestra casa y durante unas horas, las que pasaron desde mi salida hasta mi vuelta, ya de noche, todo el dolor acumulado en aquellos años volvió a erguirse de nuevo en nuestra casa, un lugar del que, pese a las apariencias, no había abandonado nunca. Eran gente joven, no creo que hubiesen pisado el frente, pero hablaban de sí mismos como los salvadores de la patria, de la humanidad, incluso.
Todos habíamos vuelto de la guerra con la camisa azul de la Falange, el yugo y las flechas bordadas en rojo a la altura de donde se supone erróneamente que se encuentra el corazón, un órgano mucho más cercano a las vísceras de lo que la gente cree. Algunos hicieron de aquel uniforme orgullosa ostentación diaria, otros, traje ocasional y festivo, pero sólo yo lo guardé, aunque mi deseo hubiera sido quemarlo, y no volví a sacarlo más. Alguien del pueblo hizo saber en Valladolid mi poco apego a aquella vestimenta y dedujo otras traiciones que sólo bullían en mi cabeza, porque sabía que su sed de venganza no se detendría en mí y porque mi apego a la vida seguía siendo superior a mi desesperación.
Un día de la primavera siguiente volvieron a llamar a nuestra puerta con el mismo ímpetu y chulería que lo había hecho cuatro años antes, cuando se llevaron para siempre a mi hermano. Esta vez venían a por mí. Me llevaron al Ayuntamiento y me hicieron mil preguntas, a las que yo contesté con la verdad, que a ellos les parecía increíble y que yo no podía demostrarles sino con mi historia. Realmente podría haberles mentido, porque me di cuenta de que estaban en la inopia de cuanto había sucedido en el frente, pero no lo hice, aunque les parecía que mentía porque les resultaba increíble que hubiese estado presente en Badajoz, con el capitán Gutierrez, en  Guadalajara, con el General Montero, en el Ebro, integrado en el Cuerpo de Ejército del Maestrazgo, al mando del General Rafael García Valiño, y que hubiera entrado en Madrid el mismo día que lo hacía el Caudillo. Me preguntaron si era rojo y les dije que no. Me preguntaron si era falangista y les dije que sí.  Me preguntaron si me pondría la camisa azul y volví a decirles que no.
-¡Es un desafecto! –gritó el que mandaba – ¡un rojo maricón que no se atreve a decirnos la verdad, y que cree que nos la va  a dar!
-“Éste se pone la camisa azul, por mis cojones” - continuó -  “Vete a su casa y tráela” – le ordenó al que parecía más joven.
-“Te la vas a poner delante de mí y luego todos los domingos para ir a misa” –añadió acercándose a mi cara y apretando la pistola bajo mis costillas.
¿O qué crees, que no sabemos que tampoco vas a misa? Lo sabemos todo. Ándate con cuidado – Me amenazó con su mirada airada mientras se alejaba dando pasos teatrales hacia la puerta del despacho donde me interrogaban.
Yo no sabía qué iba a hacer cuando tuviese el uniforme allí delante, aunque mi intención era seguir negándome a obedecer sus caprichos. Tampoco sabía a qué tendría que enfrentarme si seguía con aquella obstinación. Volvió el más joven con la camisa azul, la desdobló, soltó los botones, la dejó encima de la mesa y salieron un momento del despacho.
-Cuando volvamos, quiero verte con ella puesta- me dijo el que mandaba, con la esperanza de que le obedeciese. Pero había dado ya muchos pasos en ese camino sin retorno que era no hacer caso a las bravuconadas de aquellos novatos, y cuando volvieron a entrar me encontraron tal como me habían dejado a su salida.
Mi persistencia en la negativa acabó por sacar de sus casillas a aquel hombre acostumbrado a que sus más ligeros deseos  fuesen interpretados como órdenes. Me subieron al coche en el que me habían traído hasta el ayuntamiento entre voces y empujones y salimos camino a Valladolid. La noticia de que el coche negro se había detenido en nuestra casa, y que me habían llevado al ayuntamiento rodó por las calles del pueblo como una carrasca seca empujada por un turbión y las gentes se habían resguardado detrás de los visillos de las ventanas para poder ver sin ser vistas Pensaba en mi madre, en mi hermano, en mi padre, en quien fue mujer de mi hermano, la que había empezado a querer en su hijo Paquito que sentía como mi propio hijo. Pensaba en la inutilidad de aquella traición a mí mismo que había supuesto luchar en el mismo bando de aquella gente que siempre vería en nosotros a un enemigo. Pensaba en cuándo acabaría aquel destino que había caído sobre nosotros como una maldición.
Al llegar a la altura de la “casa los pobres”, un caserón abandonado que queda al lado de la carretera a un kilómetro del pueblo, pararon el coche, me empujaron fuera y me condujeron hacia aquel lugar que frecuentemente ocupaban gentes que deambulaban por los caminos sin destino fijo. Había visto tantos simulacros de fusilamiento y tantos fusilamientos reales que no sabía cuál sería mi final. Estaba tranquilo, con los brazos caídos, pero tranquilo, con esa tranquilidad que nos entra en los momentos en que ya no podemos dudar, ni escapar, ni elegir. Me pusieron de cara a la pared. Se pusieron a la distancia reglamentaria, el que hacía de jefe dio las órdenes pertinentes y sonaron tres disparos a mi espalda. Tardé un momento en darme cuenta de que los disparos reales habían impactado en el suelo, lejos de mí y que ninguno de ellos me había dado, sin duda porque no me habían apuntado, pero el aflojamiento de los esfínteres que yo había contemplado tantas veces también lo sufrí yo y aguanté sus burlas y risotadas mientras me dejaban allí y volvían a subir al coche camino de Valladolid.
Volví a casa bien de noche, y encontré en ella algunos familiares que hacían compañía a los míos y se esforzaban inútilmente para consolarse mutuamente. Fui recibido con la incredulidad y la alegría de un resucitado, pues en cuanto llegó la noticia de que me habían subido a su coche y de que habíamos salido camino de Valladolid, perdieron toda esperanza, se entregaron a pensar lo peor y me imaginaron de cualquier modo menos vivo.
¿De dónde salía aquella inquina que nos perseguía en el pueblo?
Desde el principio, y después de haberlo hablado con D. Andrés, y de habernos dejado animar con sus palabras, que previó muchas cosas, menos las que nos iban a pasar y nos destrozaron la vida, decidimos cobrar todos los trabajos. Había gente con tierras que estaba acostumbrada a pagar a sus obreros con aquello que a ellos les sobraba, una hogaza de pan, unos chicharrones, lana de oveja, algún trozo de queso, unas patatas, garbanzos, media fanega de cebada para las gallinas. De vez en cuando se cobraban en las hijas que servían en su casa el escaso jornal que pagaban a sus padres. Pero nosotros, desde el principio decidimos que íbamos a cobrar en dinero, porque lo que podían darnos ya lo teníamos, pues con las pocas propiedades que seguíamos cultivando nos abastecíamos de cuanto necesitábamos para mantenernos y porque necesitábamos devolver al señor cura las diez mil pesetas que nos había prestado sin más interés que su amistad. Aquella decisión no gustó a todos. A los mismos, les gustó menos aún que gentes con carros llenos de troncos de pinos y chopos de los pueblos vecinos comenzasen a venir al aserradero, y que se fuesen agradecidas, con los carros llenos de tablas serradas más la leña de los desperdicios. Y cuando llegó el invierno y comenzamos a vender el serrín que habíamos almacenado en sacos quisieron quemarnos el aserradero. El médico, el farmacéutico, el veterinario, los maestros, el secretario del ayuntamiento, todas aquellas personas que no tenían en casa herramientas ni animales, que se veían en la necesidad de comprar todo y no tenían en su casa sitio para leñeras, habían traído unas estufas que funcionaban con serrín prensado, más limpio y barato que el carbón, y nos compraban el serrín gustosos. La envidia echó raíces en las entrañas de algunos, y se propusieron hacernos caer.        
   
Pero desde aquel día, como si el simulacro de fusilamiento hubiese sido un conjuro sobre todas las insidias que nos perseguían, nadie volvió a molestarnos. Hicimos nuestra vida al margen de la Iglesia y la Falange, y nos acompaña una fama de raros que justifica nuestra ausencia de muchos acontecimientos que concitan los fervores de la mayoría de la gente del pueblo alrededor de un madero tallado con forma de virgen, de santo o de Cristo, pero nos han dejado vivir en paz con nuestro dolor. He vivido muchos años, pero nada he encontrado que me haga olvidar aquellas desdichas de mis años mozos: la desaparición de mi hermano, mi participación en la guerra junto a mis enemigos, aquellos meses de un verano persiguiendo cruel e inútilmente a los maquis, la frialdad de las miradas de nuestros vecinos o la simple ignorancia de nuestra presencia en muchos casos, La vida con quien fue la mujer de mi hermano y los hijos que tuvimos han sido mi única alegría.
- Yo fui de los que ganamos la guerra. ¿Y qué gané yo? Vosotros no podéis entender nada de lo que nos ha pasado, estáis en otro mundo. Todavía es un poco pronto para saber si será mejor.