La guerra no acaba nunca
Las tropelías de mis conmilitones eran un argumento definitivo contra los vencedores de aquella guerra. El arrojo obediente y suicida con el que se había peleado derivó en cobardía y matonismo gratuito cuando finalizó la guerra. Aquel sufrimiento, aquella repugnancia de mí mismo que yo sentía a veces, era el precio que tenía que pagar para ahorrar a mis padres, a mi hermano y a mi cuñada, incluso a su pequeño hijo, los mismos abusos que contemplaba diariamente con mis ojos. A veces pensaba que la vida de mi sobrinito podría contenerles, otras, viendo lo que veía diariamente, pensaba que, en el caso de que quisiesen que tomar venganza, les daría igual.
Después de la entrada triunfal en Madrid, mi compañía fue destinada a Asturias, a combatir a los maquis. Envalentonados por la victoria y seguros de que nadie les pediría cuentas de lo que hacían, aquellos pobres hombres se entregaban con codicia a los más absurdos rituales de amedrentamiento y a las burlas más procaces sobre los efectos que el miedo a sus despropósitos tenían en personas humildes e indefensas. El objeto de su venganza eran sobre todo las mujeres que habían sobrevivido al exterminio de la guerra en aquellos territorios conquistados. Una vez identificadas las mujeres y las hijas de “los fugaos”, las cogían en cualquier lugar, y con cualquier pretexto, las llevaban hasta la guarnición. Allí, ante aquellas criaturas indefensas, todo era valentía, atrevimiento y exaltación patriótica: les quitaban los vestidos y así, desnudas o semidesnudas, les hacían limpiarles las botas, lavarles la ropa, coserles un botón de la bragueta, mientras les decían palabras soeces, les insultaban y se excitaban sexualmente con la visión y la cercanía de sus cuerpos temblorosos y desnudos. Había algo que les impedía consumar su deseo, y entregarse al placer que la tensión del sexo excitado pedía, quizá el miedo a un pecado que los ojos del capellán no aprobaban, mientras consentía, indulgente, la exhibición de prepotencia y falsa gallardía ante aquellos seres asustados. En el catecismo no había ningún mandamiento que prohibiese abusar del débil, y así nadie se sentía culpable. Luego, si no lo habían hecho antes, les rapaban sus cabezas y las devolvían, pelonas y desnudas al pueblo, mientras se aliviaban de su excitación con otras monstruosidades. Todo sucedía en un bullicioso y exaltado ambiente de camaradería que ayudaba a desdibujar en la conciencia individual los perfiles de la crueldad. Los crímenes sucedían sin que nadie se sintiera criminal, sólo un poco gracioso, la complacencia de sentirse el más ingenioso de los presentes en una competencia por dilucidar a quién de ellos se le ocurría la mayor gamberrada, con ese punto de desvergüenza que impone la vitalidad juvenil y que resulta tan atractivo entre alguna gente joven, ciegos al dolor que provocan en quienes han convertido en el objeto de su diversión. La exaltación con la que vivían el momento les impedía ver más allá de sí mismos.
A veces simulaban ejecuciones de los familiares de los huidos y vengaban en ellos las penalidades y los fracasos que sufrían en su búsqueda. Un soldado vestido de oficial les leía los cargos, todos ellos disparatados e inverosímiles y a continuación la sentencia, y los conducía al lugar de ejecución cumpliendo todo el ritual de las verdaderas. Algún soldado cogía un crucifijo y se presentaba como el cura que les ofrecía confesión, y buscaban un nuevo motivo de escarnio tanto si el condenado accedía a confesarse como si repudiaba aquella ignorada e insolente representación de piedad. Luego simulaban con balas de fogueo lo que muchas veces hacían con las de verdad, o disparaban muy por encima de sus cabezas. Los oficiales lo sabían, pero consentían aquellas diversiones de sus cachorros, para ayudarles a pasar el tiempo sin guerra con la borrachera de carcajadas que les proporcionaba la simulación de ella.
Yo mismo sufriría más tarde una de aquellas simulaciones, y sentiría en mí el pavor de quien se enfrenta a un fusilamiento sin encontrar piedad en los ojos de quienes te apuntan con las armas, y me enfrentaría a sus burlas por haber manchado los pantalones. Lo sufrí yo, pero libré a los míos de aquella humillación.
En las ejecuciones reales, el capellán dirigía a quienes iban a ser fusilados palabras piadosas, les exhortaba a la oración y al arrepentimiento y les prometía la vida eterna y el perdón de Dios si confesaban sus pecados. Al tiempo, les auguraba los peores tormentos eternos, la ira del mismo Dios, si renunciaban al perdón que él les ofrecía. Pero callaba ante los crímenes de sus despiadados verdugos. ¿No sentía piedad por las víctimas? ¿No iluminaban de ninguna manera aquellas palabras que salían de su boca los horrendos crímenes que se cometían casi a diario ante sus ojos? ¡Qué lejos me encontraba de todos ellos! El más grande dolor de mi vida había permanecido ajeno a la ficción de aquella convivencia de campaña. Lo de mi hermano no se podía decir. Tuve la suerte de que me tocase hacer la guerra lejos de la gente que me conocía y que lo hubiera podido contar.
Desde que sucedió lo de mi hermano, se había instado en mi cabeza una idea fatalista de la vida que me hacía vivir como si nada tuviera sentido, o más, como si el único sentido de cuanto vivíamos, de cuanto la vida nos traía, fuera hacer una burla de nuestros propósitos.
¿Cómo entender lo que nos había sucedido?
No podía sospechar el buen hombre que aquel domingo, tomándose un café de recuelo en la cocina, con su intento de ayudarnos, estaba dando la ocasión de que llegara aquella desgracia que nos rompió por la mitad. Otras veces, con más conformidad, pienso que hubiera sido igual, que visto lo que vino, más pronto o más tarde nos habría sucedido lo mismo.
Vivía frente a nuestra casa y en las largas tardes de invierno se había acostumbrado a pasar sin llamar y entretener el tiempo bebiendo un vaso del buen vino que nunca faltó junto a mi padre, jugando a las cartas o comentando la actualidad que venía en el “Norte de Castilla” que le traía el coche de línea y que el recogía en la oficina de correos después de comer. A veces llevaba un libro y nos leía de él.
- Como no venís vosotros a verme, vengo yo a veros a vosotros- nos decía a veces, para justificar burlonamente su visita, pues sabía de sobra que apreciábamos su compañía.
La verdad es que, en nuestra casa no nos comíamos los santos, y que acudíamos a la iglesia con escasa asiduidad, lo que no parecía importarle mucho.
-Dios no necesita de las alabanzas y las procesiones de los hombres... ¡Qué tontería! ¿Qué podría añadir a Dios lo que los hombres podamos darle, si todo es de Él? - le explicó un día a mí padre, que se llevaba mal con los beatos.
-Dios lo que quiere son buenas personas, y yo creo que tú no andas lejos de serlo...
Aquellas palabras del sacerdote le tranquilizaban. A mi padre se le hacía insufrible la compañía de algunas personas que frecuentaban la iglesia, pero se sentía cómodo con el párroco.
-¿Por qué no pones un aserradero?
La conversación se había desparramado por las dificultades de nuestra vida, que parecían crecer con el paso del tiempo y no tener fin, a medida que los hijos íbamos creciendo y pasábamos de los pupitres de la escuela al cultivo de la tierra. La escasez de terrenos cultivables, la ingratitud del trabajo en el campo, el crecimiento de los hijos, la dureza de una vida que no encontraba otra salida a la escasez que redoblar los esfuerzos y vigilar el ahorro para un futuro que nos imaginábamos peor que el presente, y las privaciones...
-¿Y de donde saco yo dinero para comprar una sierra?
- Si sólo es cuestión de dinero... Dejó caer el buen sacerdote como si estuviese esperando algo más de nosotros.
- Todo es cuestión de dinero, don Andrés - añadió mi padre, con la convicción de que no había problema que no encontrase la solución en el dinero.
- A lo mejor... Dijo el sacerdote, Y dejó las palabras así suspendidas en el aire, como si dudase cómo continuar.
- Pero en este caso, no tiene que ser por dinero. Continuó.
- He estado mirando en Valladolid y por diez mil pesetas se puede poner un aserradero...
- No tenemos diez mil pesetas... Jamás tendremos diez mil pesetas, don Andrés - sentenció mi padre, con absoluta seguridad en su infortunio.
Como otras tardes, antes de despedirse, leyó un relato de aquel libro del Tolstoi, cuya imagen patriarcal e imponente aparecía en la cubierta, y que él tenía en gran estima.
Y así terminó de pasar aquella tarde, él intentando hacernos ver y nosotros emperrados en nuestra ceguera.
Al final ganó él, y a los pocos días hicimos el viaje a Valladolid, con diez mil pesetas escondidas entre los sacos de cebada cargados el carro y presos de las más encontradas emociones: a medias ilusionados, a medias atemorizados por el camino que estábamos emprendiendo. Salimos de casa muy de madrugada, de noche, iluminando el camino con la luz escasa que salía del farol colgado del toldo del carro. En ningún momento llegamos a imaginar siquiera el final al que llegaríamos. No podíamos sospechar en aquellos días la locura que estaba creciendo en cabezas lejanas y ajenas a nosotros y que terminaría madurando, explotando y arrastrándonos en su deflagración.
Llegamos a la dirección que el sacerdote nos había dado, después de descargar la cebada en el depósito de cereales y recibir algo de dinero, no sin antes preguntar un sinnúmero de veces por la calle que llevábamos escrita en un papel. Allí nos recibió alguien que nos esperaba y nos enseñó la máquina que debíamos cargar. Nos enseñó su aserradero, y vimos, boquiabiertos, trabajar con rapidez y precisión la maquinaria recién estrenada. La cinta sinfín fraccionaba los grandes troncos en trozos manejables para el tren de la sierra y los transformaba en tablas con una celeridad nueva para nuestros ojos. Por primera vez vimos el uso industrial de la electricidad, más allá de su utilidad para alumbrar la tristeza de nuestras casas. El zumbido de las cintas dentadas que despedazaban las maderas nos daba miedo, era como un aviso permanente de su peligro.
En el aserradero, como no era cosa de detener las máquinas cada vez que uno tenía que hablar, todo el mundo se hablaba a gritos
El hombre que nos vendía la sierra nos ofreció que mi hermano se quedase algunos días trabajando en el taller, para que aprendiese a instalar la máquina y al mismo tiempo el oficio de aserrador, y nos advirtió de su peligro.
- La ventaja de estas máquinas es que no hay que darles de comer, el peligro, que estos dientes que no comen sí muerden, y lo mismo que cortan un tronco pueden tronzar a un hombre – dijo aquel hombre gritando por encima del ruido ensordecedor de las sierras.
-A buen entendedor, pocas palabras - sentenció mi padre mirándonos.
Volvimos mi padre y yo con la máquina y se quedó mi hermano, que era mayor, hasta el domingo, para aprender el oficio.
La llegada de la sierra revolucionó el pueblo. Tuvimos que pedir una instalación eléctrica especial para la sierra, pero aquel señor cura allanaba con su presencia montañas inaccesible para un simple mortal. Montamos la máquina en el corral de la casa, que quedaba a las afueras, sin importarnos ni el ruido de la sierra ni el polvo del serrín, sólo condicionados por la distancia al enchufe de la luz y por el espacio necesario para mover los troncos que debían ser serrados, pero espacio era lo que nos sobraba. Pronto, el aserradero se transformó, como la fragua, el molino o la casa del herrador, en lugar que atraían a los hombres los largos días de lluvia y en los que entre el ruido de la sierra o los martillazos sobre el yunque o las cabriolas del ganado iban y venían las noticias del pueblo. De repente, sin saber por qué, algunas tardes, una pandilla de chicos que daban vueltas por el pueblo, aterrizaban en el aserradero, suspendían por unos instantes sus correrías para observar asombrados aquellas tareas tan nuevas en el pueblo, llenas de misterios para sus ojos y de paciencia para su inquietud y con la misma rapidez con la que habían llegado desaparecían sin decir adiós. El aire, siempre cambiante a lo largo del día llevaba y traía el bramido de la sierra por las calles del pueblo, y las mujeres encerradas en las cocinas sabían de los caprichos del viento por las idas y venidas de aquel zumbido que alcanzaba a todo el valle.
Los del pueblo agradecían tener tan a mano un lugar que les ahorraba tantas horas de trabajo, el esforzado y tedioso uso de tronzadores y azuelas, o largos viajes incómodos, cargados con los troncos de los árboles, a los aserraderos de otros pueblos cercanos, pero que distaban más de diez kilómetros, Nosotros, que cobrábamos menos que los de otros pueblos, y que recibíamos encargos de pueblos cercanos más pequeños que el nuestro, comenzamos a ver que diez mil pesetas no eran un montón de billetes imposible de juntar.
Desconocíamos las montañas de envidia que se estaban levantando a nuestro alrededor. Envidia de la mala, la de quien es incapaz de compartir ninguna felicidad ajena, la del que sufre con el bien de su vecino mucho más que con el mal propio. Esa envidia cobarde que, sólo un poco más tarde, teñiría del indefinible color de la sangre derramada los campos y los ríos de España se adelantó un poco para nosotros y destrozó nuestra vida.
Mucho más tarde supimos que lo que nosotros sufrimos, aquellos golpes en la puerta, aquellos modales chulescos, aquellos empujones por los pasillos, aquellas camisas cruzadas con correajes, aquellas polainas que ceñían sus piernas, aquellas palabras de amenaza, aquella seguridad de sentirse impunes, aquella ignorancia del fatal destino de alguien de tu propia sangre, no sólo los habíamos sufrido nosotros, sino que recorrieron los pueblos y las ciudades de España y dejaron un ejército de personas que no comprendía, un ejército de madres atribuladas que nunca jamás volvieron a conciliar el sueño tranquilo, muchos padres con un rencor y una impotencia que les cerraban los puños, muchos vecinos que bajaban los ojos al cruzarse por las calles, muchas sillas al lado de la mesa que permanecieron para siempre vacías, muchas camas que se desmontaron definitivamente... Pero aquel día no sabíamos todavía nada de esto, y lo que sucedió en nuestra casa nos pareció dejarnos solos en el mundo.
La acusación fue que éramos comunistas, sin necesidad de demostrarlo, porque alguien del pueblo, que nos conocía bien y que sabía que no lo éramos, nos había acusado de serlo, sin posibilidad de negarlo, porque los comunistas son unos cobardes y lo niegan siempre, saben lo que les espera; sin darnos la oportunidad de que alguien saliese en defensa nuestra, porque había otros comunistas igual de cobardes siempre dispuestos a jurar lo que fuese por salvar a los suyos.
Se llevaron a mi hermano, lo subieron a empujones al coche que había parado delante de la puerta de nuestra casa y nos quedamos temiendo lo peor.
Don Andrés, cuando se enteró, se acercó a casa, a saber qué había pasado, y nos prometió hacer lo posible para solucionar aquella situación, que no podía ser sino la consecuencia de un malentendido. La visita de aquel buen hombre nos trajo un algo de sosiego, pero no despejó nuestros temores. Corrió el tiempo y nadie supo darnos noticia de la suerte de mi hermano. Don Andrés averiguó que no llegó a las cocheras, el lugar donde en Valladolid se juntaba a quienes un poco más tarde se ejecutaría, y en ningún sitio quedó huella de los pasos que diera desde su salida de casa. Su rastro se perdió como se pierde definitivamente una llama que se apaga.
Volví a casa, cuando acabó la guerra, de donde me habían sacado a empellones y adonde más de una vez en aquellos años perdí la esperanza de regresar, a pesar de que en mis cartas esporádicas a la familia me esforzaba siempre en alimentar la de mis padres y la de mi cuñada, que se había quedado con su hijo a vivir con nosotros después de aquello. Pensando en ellos hice la guerra a favor de gentes que odiaba y detuve mis pasos las veces que se me ofreció la oportunidad de desertar y pasarme a quienes consideraba de verdad los míos. Pero sabía de su espíritu vengativo, sabía que tomarían venganza en los míos de lo que yo hiciera y la vida ya nos había traído demasiado dolor. Cuando volví, encontré colgada en sus ojos la extrañeza de verme de vuelta, sano y a salvo, y en sus palabras, siempre dichas en voz baja, la comprensión del precio que todos habíamos tenido que pagar por seguir vivos. Cuando llegué a casa, vi que había desaparecido la sierra, y que el lugar que había ocupado el aserradero se había transformado en unas conejeras, sobre las que se había construido con adobes un gallinero en que se recogían las gallinas dócilmente al atardecer. El corral estaba lleno de animales. Se ocupaba de ellos sobre todo mi madre, que no paraba en todo el día y la que había sido mujer de mi hermano, que criaba a mi sobrino, el hijo que había nacido después de que se lo llevaran. Nosotros, cuando volvíamos del campo, traíamos la hierba que escardábamos, las remolachas que entresacábamos o las mielgas de las cunetas para alimentarlos. Aquellos animales nos ayudaron en las penurias de la posguerra y nos permitieron pasar aquellos días de escasez con cierta comodidad. A veces nos daba para vender a algún vecino algunos huevos o algunos conejos, pero lo hacíamos en secreto, pues hasta esto podía ser un motivo de acusación para quienes nos querían mal. El niño me miraba como si me viera por primera vez y yo lo cogía en brazos como si fuese mi hijo, porque como tal lo quería.
Pero aquella guerra parecía no terminar nunca. El cura de la Iglesia de arriba que, en su bondad, había sido la causa involuntaria de todos nuestros males, había fallecido, y con él se había ido el poco amparo que nos quedaba en el pueblo. Aunque todo había comenzado un día no muy lejano, la guerra había cavado un abismo entre cuanto la precedió y cuanto vino después, y ese abismo alejaba lo sucedido antes de ella como al principio de toda la historia.
Una tarde, sus vociferaciones, sus correajes, su soberbia, su envanecimiento, su crueldad volvieron a hacerse presentes en nuestra casa y durante unas horas, las que pasaron desde mi salida hasta mi vuelta, ya de noche, todo el dolor acumulado en aquellos años volvió a erguirse de nuevo en nuestra casa, un lugar del que, pese a las apariencias, no había abandonado nunca. Eran gente joven, no creo que hubiesen pisado el frente, pero hablaban de sí mismos como los salvadores de la patria, de la humanidad, incluso.
Todos habíamos vuelto de la guerra con la camisa azul de la Falange, el yugo y las flechas bordadas en rojo a la altura de donde se supone erróneamente que se encuentra el corazón, un órgano mucho más cercano a las vísceras de lo que la gente cree. Algunos hicieron de aquel uniforme orgullosa ostentación diaria, otros, traje ocasional y festivo, pero sólo yo lo guardé, aunque mi deseo hubiera sido quemarlo, y no volví a sacarlo más. Alguien del pueblo hizo saber en Valladolid mi poco apego a aquella vestimenta y dedujo otras traiciones que sólo bullían en mi cabeza, porque sabía que su sed de venganza no se detendría en mí y porque mi apego a la vida seguía siendo superior a mi desesperación.
Un día de la primavera siguiente volvieron a llamar a nuestra puerta con el mismo ímpetu y chulería que lo había hecho cuatro años antes, cuando se llevaron para siempre a mi hermano. Esta vez venían a por mí. Me llevaron al Ayuntamiento y me hicieron mil preguntas, a las que yo contesté con la verdad, que a ellos les parecía increíble y que yo no podía demostrarles sino con mi historia. Realmente podría haberles mentido, porque me di cuenta de que estaban en la inopia de cuanto había sucedido en el frente, pero no lo hice, aunque les parecía que mentía porque les resultaba increíble que hubiese estado presente en Badajoz, con el capitán Gutierrez, en Guadalajara, con el General Montero, en el Ebro, integrado en el Cuerpo de Ejército del Maestrazgo, al mando del General Rafael García Valiño, y que hubiera entrado en Madrid el mismo día que lo hacía el Caudillo. Me preguntaron si era rojo y les dije que no. Me preguntaron si era falangista y les dije que sí. Me preguntaron si me pondría la camisa azul y volví a decirles que no.
-¡Es un desafecto! –gritó el que mandaba – ¡un rojo maricón que no se atreve a decirnos la verdad, y que cree que nos la va a dar!
-“Éste se pone la camisa azul, por mis cojones” - continuó - “Vete a su casa y tráela” – le ordenó al que parecía más joven.
-“Te la vas a poner delante de mí y luego todos los domingos para ir a misa” –añadió acercándose a mi cara y apretando la pistola bajo mis costillas.
“¿O qué crees, que no sabemos que tampoco vas a misa? Lo sabemos todo. Ándate con cuidado – Me amenazó con su mirada airada mientras se alejaba dando pasos teatrales hacia la puerta del despacho donde me interrogaban.
Yo no sabía qué iba a hacer cuando tuviese el uniforme allí delante, aunque mi intención era seguir negándome a obedecer sus caprichos. Tampoco sabía a qué tendría que enfrentarme si seguía con aquella obstinación. Volvió el más joven con la camisa azul, la desdobló, soltó los botones, la dejó encima de la mesa y salieron un momento del despacho.
-Cuando volvamos, quiero verte con ella puesta- me dijo el que mandaba, con la esperanza de que le obedeciese. Pero había dado ya muchos pasos en ese camino sin retorno que era no hacer caso a las bravuconadas de aquellos novatos, y cuando volvieron a entrar me encontraron tal como me habían dejado a su salida.
Mi persistencia en la negativa acabó por sacar de sus casillas a aquel hombre acostumbrado a que sus más ligeros deseos fuesen interpretados como órdenes. Me subieron al coche en el que me habían traído hasta el ayuntamiento entre voces y empujones y salimos camino a Valladolid. La noticia de que el coche negro se había detenido en nuestra casa, y que me habían llevado al ayuntamiento rodó por las calles del pueblo como una carrasca seca empujada por un turbión y las gentes se habían resguardado detrás de los visillos de las ventanas para poder ver sin ser vistas Pensaba en mi madre, en mi hermano, en mi padre, en quien fue mujer de mi hermano, la que había empezado a querer en su hijo Paquito que sentía como mi propio hijo. Pensaba en la inutilidad de aquella traición a mí mismo que había supuesto luchar en el mismo bando de aquella gente que siempre vería en nosotros a un enemigo. Pensaba en cuándo acabaría aquel destino que había caído sobre nosotros como una maldición.
Al llegar a la altura de la “casa los pobres”, un caserón abandonado que queda al lado de la carretera a un kilómetro del pueblo, pararon el coche, me empujaron fuera y me condujeron hacia aquel lugar que frecuentemente ocupaban gentes que deambulaban por los caminos sin destino fijo. Había visto tantos simulacros de fusilamiento y tantos fusilamientos reales que no sabía cuál sería mi final. Estaba tranquilo, con los brazos caídos, pero tranquilo, con esa tranquilidad que nos entra en los momentos en que ya no podemos dudar, ni escapar, ni elegir. Me pusieron de cara a la pared. Se pusieron a la distancia reglamentaria, el que hacía de jefe dio las órdenes pertinentes y sonaron tres disparos a mi espalda. Tardé un momento en darme cuenta de que los disparos reales habían impactado en el suelo, lejos de mí y que ninguno de ellos me había dado, sin duda porque no me habían apuntado, pero el aflojamiento de los esfínteres que yo había contemplado tantas veces también lo sufrí yo y aguanté sus burlas y risotadas mientras me dejaban allí y volvían a subir al coche camino de Valladolid.
Volví a casa bien de noche, y encontré en ella algunos familiares que hacían compañía a los míos y se esforzaban inútilmente para consolarse mutuamente. Fui recibido con la incredulidad y la alegría de un resucitado, pues en cuanto llegó la noticia de que me habían subido a su coche y de que habíamos salido camino de Valladolid, perdieron toda esperanza, se entregaron a pensar lo peor y me imaginaron de cualquier modo menos vivo.
¿De dónde salía aquella inquina que nos perseguía en el pueblo?
Desde el principio, y después de haberlo hablado con D. Andrés, y de habernos dejado animar con sus palabras, que previó muchas cosas, menos las que nos iban a pasar y nos destrozaron la vida, decidimos cobrar todos los trabajos. Había gente con tierras que estaba acostumbrada a pagar a sus obreros con aquello que a ellos les sobraba, una hogaza de pan, unos chicharrones, lana de oveja, algún trozo de queso, unas patatas, garbanzos, media fanega de cebada para las gallinas. De vez en cuando se cobraban en las hijas que servían en su casa el escaso jornal que pagaban a sus padres. Pero nosotros, desde el principio decidimos que íbamos a cobrar en dinero, porque lo que podían darnos ya lo teníamos, pues con las pocas propiedades que seguíamos cultivando nos abastecíamos de cuanto necesitábamos para mantenernos y porque necesitábamos devolver al señor cura las diez mil pesetas que nos había prestado sin más interés que su amistad. Aquella decisión no gustó a todos. A los mismos, les gustó menos aún que gentes con carros llenos de troncos de pinos y chopos de los pueblos vecinos comenzasen a venir al aserradero, y que se fuesen agradecidas, con los carros llenos de tablas serradas más la leña de los desperdicios. Y cuando llegó el invierno y comenzamos a vender el serrín que habíamos almacenado en sacos quisieron quemarnos el aserradero. El médico, el farmacéutico, el veterinario, los maestros, el secretario del ayuntamiento, todas aquellas personas que no tenían en casa herramientas ni animales, que se veían en la necesidad de comprar todo y no tenían en su casa sitio para leñeras, habían traído unas estufas que funcionaban con serrín prensado, más limpio y barato que el carbón, y nos compraban el serrín gustosos. La envidia echó raíces en las entrañas de algunos, y se propusieron hacernos caer.
Pero desde aquel día, como si el simulacro de fusilamiento hubiese sido un conjuro sobre todas las insidias que nos perseguían, nadie volvió a molestarnos. Hicimos nuestra vida al margen de la Iglesia y la Falange, y nos acompaña una fama de raros que justifica nuestra ausencia de muchos acontecimientos que concitan los fervores de la mayoría de la gente del pueblo alrededor de un madero tallado con forma de virgen, de santo o de Cristo, pero nos han dejado vivir en paz con nuestro dolor. He vivido muchos años, pero nada he encontrado que me haga olvidar aquellas desdichas de mis años mozos: la desaparición de mi hermano, mi participación en la guerra junto a mis enemigos, aquellos meses de un verano persiguiendo cruel e inútilmente a los maquis, la frialdad de las miradas de nuestros vecinos o la simple ignorancia de nuestra presencia en muchos casos, La vida con quien fue la mujer de mi hermano y los hijos que tuvimos han sido mi única alegría.
- Yo fui de los que ganamos la guerra. ¿Y qué gané yo? Vosotros no podéis entender nada de lo que nos ha pasado, estáis en otro mundo. Todavía es un poco pronto para saber si será mejor.