Hay muchas formas de estar torcido y una sola de estar derecho.
Si miramos
con atención los cuerpos que nos rodean (cuya visión es siempre más completa
que la del nuestro) llegamos a la conclusión de que la bipedestación, esa
aventura que el hombre comparte con los pollos, en el caso humano no acaba de
ser una realidad. El hombre parece no terminar de encontrar su forma de estar
de pie en el mundo, que no es la recta, sino la que pide la estructura
ondulante de su columna vertebral ¡Es tan difícil encontrar unos pies
armoniosos, al final de una piernas rectas, que soporten una columna flexible y
finalice en una nuca suelta y unos ojos de mirada libre que, cuando se
encuentran, con razón ocupan miles de páginas en la revistas que se dedican al
culto del cuerpo!
Leyendo
a Thérèsse Bertherat he tenido la sospecha de que esta mujer ha descubierto algo
cuya importancia todavía no terminamos de entender y cuyas consecuencias
estamos aún lejos de haber deducido. De ahí la frase en negrita, en la que trato
de condensar este escrito que, además de ser una especie de carta de
presentación, bien pudiera considerarse una especia de prólogo a su lectura...
¡Con perdón!
Porque
a mí, a raíz de su lectura, se me ha ocurrido pensar en ese momento lejano en
que el hombre descubrió que, para construir sus casas con solidez, el mejor apoyo
era la verticalidad. Podemos imaginar que debió haber muchos procesos de
ensayo-error, hasta que alguien descubrió que la mejor forma de que una pared se
sustentase no era sujetarla con nada, sino hacerla vertical. De hecho, entre
los animales no existen construcciones verticales. Nidos, cuevas, panales... la
naturaleza desconoce la línea recta. En algún momento, alguien que estaba
construyendo algo destinado a perdurar debió descubrir que la verticalidad
ganaba en estabilidad, en sencillez y en economía de esfuerzo a cualquier otra
forma de apoyo. En cualquier manual de historia podemos encontrar el dato: en
Egipto, en el tercer milenio antes de Cristo aparece ya la plomada, el
instrumento para construir esa verticalidad. Pero a mí me interesa recrear ese
momento de iluminación en que alguien descubre la verticalidad y, presa de
nerviosismo, trata de inventar el instrumento que se la puede asegurar. Primero
intentaría fiarse de su vista, luego recurriría a un palo, más tarde... No lo
sabemos. Hoy nos parece fácil, una cuerda y un trozo de plomo atado a una de
sus puntas... Pero no estamos seguros de que ese primer hombre, quizá esa
primera mujer, tuviese a mano una cuerda, un hilo o cualquier trozo de metal
pesado... Dejemos a ese primer arquitecto prehistórico inquieto en su intento
de sacar del pozo de su imaginación el instrumento que le aseguraría la
verticalidad recién descubierta....
Volvamos a
Thérèsse...
Esa intuición que recorre sus libros, “el
cuerpo humano tiene una forma”, enlaza con el pensamiento y el arte más clásico
y quizá no tenga demasiada originalidad. Lo realmente importante, al menos para
mí, es su descubrimiento de que la forma
está en el cuerpo, es decir en todos los cuerpos. A este respecto, me permito
contar un hallazgo anterior al descubrimiento de los libros de Thérêsse. Fue en
un libro de Konrad Lorenz, célebre etólogo y premio nobel de medicina de 1973.
Cuenta Lorenz de una de sus grajillas que tenía un ala un poco más corta que la
otra, lo cual le sorprendió, porque dice estar seguro de que la simetría de la
parte izquierda y derecha de los seres vivos es una de las leyes más constantes
de la naturaleza. Se murió la grajilla cuando le llegó su hora y él la
diseccionó, midió sus huesos y vio que eran exactamente iguales en un ala que
en la otra, lo cual siguió confirmándole en su primera convicción. Muchas
veces, la forma está oculta bajo
contracciones musculares tan fenomenales, tan profundas, tan disimuladas a la
mirada, que nos hace creer que existe una deformidad esquelética donde sólo
existe una poderosísima contracción muscular. Pero sería suficiente con
observar que, donde existe un acortamiento, existe también una modificación de la
tonicidad muscular para sacarnos del engaño. No existe una pierna más corta que
otra, un ojo más pequeño que el otro, un brazo más corto que el otro... sin ir
acompañados de una pérdida de la forma, más visible en la parte empequeñecida,
pero presente también en la otra. Porque el esqueleto está formado por
segmentos, y esos segmentos están destinados a unirse de una cierta manera
(suturas, articulaciones...) “armoniosa”. Pero no siempre sucede así. Si la
estructura fuese rígida, la vida tendría pocas posibilidades, pero es mitad
rígida mitad flexible, lo cual le permite ciertos desajustes sin que lleguen a
comprometer su funcionamiento A veces el proceso del parto, la imitación
postural de los referentes parentales, caídas o golpes a los que no dimos
importancia en la niñez, el bloqueo del diafragma (ese músculo olvidado) la
necesidad de reprimir nuestra ira, nuestro miedo, nuestro llanto... hacen que esos
segmentos formen un esqueleto uniéndose de cualquier manera funcionalmente
viable, pero lejana de su “manera armoniosa” En esos casos, y la forma queda oculta
bajo capas de músculos contraídos o superlaxos, y nuestro cuerpo se va
sintiendo atrapado en sus movimientos y nuestra vida se nos va haciendo un
dolor...
Que,
además de descubrir que debajo de cualquier deformidad está la forma, la autora haya desarrollado un método para hacer que el cuerpo se vaya
deshaciendo de sus contracciones (siempre coincidentes con hiperlaxismo en
otros músculos quizá alejados de donde percibimos la contracción) y pueda
aparecer tal cual es en cada uno, me
parece su gran descubrimiento. A esto me refería cuando comparaba su
descubrimiento con el descubrimiento de la plomada, y a esto me refería también
cuando decía que estamos lejos de haber sacado todavía todas las consecuencias
de su hallazgo. Porque podemos decir que donde hay una deformidad, pronto
aparecerá un dolor, y más pronto que tarde una enfermedad. Y al revés: donde
hay un dolor primero ha habido una contracción, quizá no percibida
conscientemente, quizá percibida conscientemente pero sin recursos para
deshacerse de ella, y ya no sentida. Quizá, donde hay una contracción exista
también una emoción que no encuentra su cauce y que empobrece nuestra vida
Así
la unidad psicosomática, no es tanto una deducción filosófica como una
experiencia personal y la constatación evidente para una mirada precisa,
entrenada para verla.
A veces, pienso que
los caminos para llegar a los sitios son siempre diversos, y que el mío,
partiendo del dolor de la columna, que en un tiempo me impedía casi dormir y me
devolvía agotado a casa cada día, ha sido éste. Otras veces, pienso que no hay
otro camino, y tiendo a conceder a la “antigimnasia” una importancia
fundamental que la “medicina sintomática” se niega a reconocer. Pero esa
cuestión ha dejado de preocuparme. No soy un “apóstol” de la antigimnasia, sólo
su discípulo y asiduo practicante.La máquina de la verdad
De vez en cuando, la
ciencia descubre y explica aspectos de la realidad cuya capacidad fecundante
desconoce hasta el afortunado científico que los formula, y cuya trascendencia temporal nadie logra imaginar
en el momento de su descubrimiento. Todavía no hemos terminado de sacar las
consecuencias de la teoría de la gravitación universal de Newton, y mira que ha
dado de sí. Todavía no hemos exprimido hasta lo mejor de sí la observación de
Tales de Mileto de que existen cargas eléctricas en múltiples fenómenos
naturales (El hombre tardó 2.400 años en inventar la luz eléctrica) Estamos dando los primeros pasos en la senda que abrió Einstein con
la formulación de la teoría de la relatividad.
La noticia de ayer “se
producen cambios detectables en el flujo cerebral cuando se miente o se piensa
deshonestamente” se me aparece como la última consecuencia descubierta de
aquella intuición de Tales de Mileto pues, sin duda, esos cambios en el cerebro
se detectan por una modificación del flujo de esas cargas eléctricas que él
descubrió.
Podríamos
decir que conocíamos intuitivamente que la mentira y la deshonestidad dejan mal
cuerpo y que dormimos mejor cuando somos veraces y honestos. Sin embargo, el
hombre vive en la contradicción de que, muchas veces, la honestidad y la
verdad, que según estas experiencias sosiegan nuestro ánimo, acarrean consecuencias
negativas para quien decide vivir de acuerdo con ellas y que no siempre resulta
del todo fácil discernir el origen del desasosiego y el sufrimiento. ¿Qué
diferencia habrá entre el desasosiego de un justo condenado injustamente y el
que sienta un injusto condenado legal y con justicia? ¿No se añadirá al condenado
injustamente, además de la injusticia sentida, la incomprensión de la justicia y
de la humanidad toda?¿Más aún, qué diferencia detectará la máquina entre el
sentimiento de un justo condenado legal pero injustamente y el de un injusto
que goce del reconocimiento público, y sea alabado y exaltado por la sociedad?
¿Llegará la sutileza de la máquina a discriminar el origen distante de estas
distantes causas de los sentimientos?
Otra
deriva de estos descubrimientos científicos es la idea misma de verdad y
honestidad. ¿Puede uno sentirse verdadero y honesto y no serlo? A todos nos
queda la duda, cuando alguien, de quien tenemos pruebas abrumadoras de que roba
y miente, proclama a los cuatro vientos “mi conciencia está muy tranquila”, de si
será verdad que su conciencia está muy tranquila o si, en el fondo, él sabe que
ha robado y que esa misma proclama es una mentira. Nos gustaría saber si la
máquina va a servir en estos casos. A la vista de lo que leemos en los
periódicos cada día, parece como si el aprendizaje de la vida y sin duda la
sabiduría política consistiese en aprender a engañar a la máquina, es decir a
sentirse verdadero y honesto sin serlo. Porque lo fácil es descubrir que
nuestro hijo nos miente cuando nos dice que no ha bebido pero va de pared a
pared por el pasillo de la casa, o cuando nuestra hija nos dice que ha estado
estudiando en casa de una amiga y se le ruborizan las mejillas; para eso no se
necesita el concurso de la ciencia. ¿Será suficiente con sentirse honesto y
verdadero para que la máquina confirme nuestros sentimientos? Si así fuera, la
utilidad de este descubrimiento es escasa. ¿O habremos inventado una máquina
que encienda una lucecita roja cada vez que un hombre, sometido a su control,
se engañe a sí mismo antes de intentar hacer otro tanto con los demás? Hay inventos que abren muchos mas
interrogantes que los que cierran
Para mí, la
verdadera utilidad del invento consistiría en detectar cuándo uno se miente a
sí mismo. Sí, que uno mismo pudiera ir a la máquina de la verdad, como va a la
balanza del cuarto de baño a pesarse, y someter a su aséptica sabiduría
científica la veracidad de los pensamientos propios. Este mismo artículo podría
hacer sonar en la máquina el pitido de la mentira y la deshonestidad: pues de
ser honesto y verdadero debería estar acompañando a mi madre nonagenaria por el
paseo soleado, pero he contratado a una inmigrante que lo hace por mí, porque a
veces creo que con mis palabras puedo ayudar a confeccionar (evito deliberadamente
el término construir) la realidad social de alguna manera más decente y
eficiente. Si le dijese esto a mi madre, sé que ella me contestaría “tú lo que
tienes es muchos humos en la cabeza”, pero tampoco sus palabras están a
resguardo de sus intereses, aunque a veces logre inquietarme con ellas. No sé que diría la máquina.
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