lunes, 24 de febrero de 2020

No terminan las desventuras de Lázaro de Tormes


                                     De cómo vine a trabajar con un librero,
                                            y de lo mucho que de él aprendí

         Tenía yo en gran respeto a la letra impresa, y no sin razón, pues en letras impresas nos legó Dios a los hombres su Ley y su Evangelio y de esta misma manera llegan hasta nosotros las leyes que ordenan las cosas humanas, en las cuales son doctores los sacerdotes y los abogados, y a los libreros como auxiliares dignos todos. Buscaba yo en aquellos días con qué ocupar mi tiempo, que no es tarea fácil navegar el río de las horas sin algo en que agarrarse, y la manera de allegar a mi vida algún recurso que incrementase los flacos que yo tenía, cuando un amigo me habló de poder trabajar en la feria del libro de la ciudad, lo cual me venía como anillo al dedo y agua de mayo, que aquel era el mes de la feria, por las fechas de San Pedro Regalado, que es su patrono.
            Era el dueño de aquel stand que tuvimos por nuestra casa durante diez días un hombre grueso, de esos que harían temblar a las sillas y relamerse a los gusanos, si tal cosa pudiese suceder, de formas amables, que más estimulan la confianza de los simples que el recelo, y fue ocasión de aprender lo que allí aprendimos: que más temible es el diablo vestido de ángel que de diablo.
            Hicimos el trato, que era un tanto sobre lo que vendiéramos y el horario, que era de diez de la mañana a diez de la noche. Llegamos pronto a un acuerdo, por parecernos bien lo acordado y la persona con quien lo acordábamos, y lo sellamos con un apretón de manos, que es firma suficiente en aquella tierra entre hombres de bien y por tales los tres nos dimos.
            Comenzó la feria un día viernes y duró hasta el domingo de la semana siguiente, en los cuales días, mi amigo y yo, abrimos puntuales el stand a las 10 de la mañana y lo cerramos a las diez de la noche, excusando hacer cuenta de las horas que allí estábamos, porque la hacíamos de cuanto vendíamos y del porcentaje que habíamos acordado, que crecía con las que estaba abierta la caseta. Cada noche, cuando cerrábamos el stand, nos íbamos a cenar y gastábamos sin hacer duelo de lo que gastábamos, pensando en lo que habíamos ganado, porque en los diez días vendimos mucho, y es hábito de la juventud dar por andado el camino antes de haber dado los primeros pasos, y así nosotros dábamos lo que contábamos por ganado como si ya lo hubiéramos cobrado.
           Venía cada mañana el dueño, reponía los ejemplares de los libros vendidos, hacíamos cuentas, revisábamos los que quedaban, y añadíamos algunos más que él nos traía, fiado en la buena ventura del negocio.
         Llegó el domingo final de la feria, que era también el colmo de nuestra ventura, porque bien parecía que la hambre de lectura se había desparramado por la ciudad sin medida, y sentíamos que se hubiesen pasado los diez tan pronto. Apareció el amo, nos felicitó, hicimos cuenta de lo vendido y de lo ganado y quedamos para la mañana siguiente, para empaquetar los libros que habían quedado sin vender y cobrar nuestro dinero, que no nos podía dar en ese momento por estar los bancos cerrados. Nos pareció bien a mi amigo y a mí, y nos llevamos la llave con la que cada noche habíamos cerrado y cada mañana abierto aquella que había sido nuestra casa y considerada nuestra fortuna.
        Quedamos en ir pronto al stand a la mañana siguiente, por terminar nuestro trabajo y cobrar finalmente lo ganado, y así lo hicimos.
         Cuando llegamos la mañana del lunes, encontramos los libros ya recogidos y metidos en sus cajas y a dos operarios diligentes que cargaban los bultos en una furgoneta para llevárselos. Nos miramos, con tanta extrañeza como alivio, al ver que otros habían hecho el trabajo al que nos dolía habernos comprometido, por no mediar promesa de cobrarlo, pues no estaba en lo primeramente pactado.
      Llegó el que nos había contratado en su coche, un mercedes negro, que hasta aquel día no habíamos visto, salió de él con esfuerzo,  se puso su chaqueta negra, cogió su maletín negro, de piel, se colocó unas gafas oscuras y nos llamó, que nos acercáramos. Como era muy pronto, y los bancos aún no habían abierto, teníamos los dos suspendidas las ganas de cobrar y nada esperábamos aún. Abrió el maletín sobre el capó del coche, sacó dos sobres, uno para cada uno y nos los entregó. Abrimos los sobres y vimos que había mucho menos dinero del que habíamos hecho cuenta el día anterior. Junto con el dinero, había una hoja escrita a máquina y con muchos sellos en la firma donde se hacían las cuentas de lo que nos daba. Del dinero que habíamos ganado se descontaba tanto por seguros sociales, tanto por impuestos, tanto por deterioro de material y tanto por pérdida de libros que, según nos dijo, nos habíamos dejado robar, si no robado nosotros mismos, pues eran de mucho valor.
      Juramos nosotros no haberlos robado ni vendido, y que estaban en el stand la última noche cuando cerramos.
          Juró él con no menos fuerza que habían sido robados, y que no se encontraban en las cajas que aquellos estaban cargando, los cuales se juntaron a jurar con él. Pronto nos dimos cuenta mi amigo y yo que aquellos juramentos no eran en vano, sino en interés. Nos miramos, incrédulos de lo que nos pasaba, furiosos con quien nos robaba, impotentes para exigir el cumplimiento de lo pactado, de cobrar lo que considerábamos nuestro, airados y corridos, pues pronto vimos que nuestra ingenuidad había dado lugar al ladrón de seguir siéndolo.
         Mientras tanto, habían terminado de cargar la cajas, y todos, sin dar más razón, se fueron, y nos quedamos nosotros allí, sin saber qué hacer, con aquellos sobres menguados en las manos.
         Yo, que les vi partir, me fui corriendo detrás del mercedes y mi amigo se quedó allí, donde había estado la caseta, gritando: ¡Al ladrón, al ladrón!, y señalaba con su dedo al mercedes que salía de la plaza majestuosamente, pero nadie veía el robo porque iba muy bien empaquetado. En cambio, como me vieron a mi que corría y señalado por el mismo dedo que quería señalar al robador, entendieron que era yo la razón de sus gritos, y los que vendían cupones de los ciegos en las esquinas, que todo lo veían y otros que parecían cojos sin serlo, se lanzaron sobre mí, que nada entendía, y uno con una muleta me cazó por el pie como se cazan los conejos con las trampas, y como el animal di en el suelo. Allí fueron los golpes y las imprecaciones, hasta que llegó mi amigo y puso en claro la historia que, aunque a los aporreadores no les pareció muy cierta, calmó los ánimos, pues enseñó el sobre con el dinero, y yo el mío, y nos dejaron en paz y se dispersaron, no sin antes echarse unas risas a nuestra costa y tacharnos de ingenuos y confiados, y de estar verdes todavía para andar por el mundo
          Nos sentamos a los pies de la estatua que está en el centro de la plaza de la ciudad, que asemeja a un héroe y hombre justo, pues lleva en su izquierda un pendón recogido y apoya su derecha en un espadón que cuelga de su cintura, y allí, porque no nos quedaba dinero para entrar en bar ninguno, leímos la hoja del membrete y contamos y recontamos los pocos dineros que nos había pagado. Vimos que aquel listo había hecho una lista de libros caros, que comenzaba con una Santa Biblia de lujo y seguía con otros no más baratos de la editorial Blume, de los que estábamos ciertos que no faltaba ninguno, pues ninguno habíamos vendido, que quizá estaban allí solamente para poder usarlos en el descuento, y de otros que ni siquiera habían llegado a estar en el stand, con sus respectivos precios que, sumados al poco dinero que habíamos recibido, hacían un total como el que deberíamos haber cobrado por lo que habíamos vendido, al precio que habíamos ajustado.
         Nos dimos cuenta de que las cadenas de nuestra razón habían sido humo para sujetar la razón de su fuerza, pues tenía el dinero, los libros en sus cajas y dos jóvenes que los transportaban , los cuales, por sus palabras y gestos, nos dieron a entender que más prontos estaban a defender el interés de él que la razón nuestra.
      Hablamos entre nosotros, pensamos acudir a la justicia, en quien, como jóvenes, aún confiábamos y no tardamos en darnos cuenta de que no teníamos ningún documento con que respaldar la verdad de lo que pretendíamos defender, ni testigo que pudiese jurar en nuestro interés. Hablamos también con quienes estábamos seguros de querernos bien, y todos nos advirtieron de nuestra ingenuidad. Que pudiera ser que, en el caso de ganar, no alcanzara lo ganado para pagar a quien nos defendiese y justicia que cae sobre la cabeza de quien la reclama, aunque lo diga una sentencia, no lo es. También nos advirtieron de la no muy extraña posibilidad de perder, pues no sería la primera vez que un juez pusiese más confianza en las palabras falsas de un ladrón bien vestido que en las verdaderas que nosotros le dijésemos, con lo que acabaríamos como dice el dicho: sobre cornudos, apaleados.
    De aquí que se dice: "pleitos tengas y los ganes", porque en los pleitos, nos dijeron, todo es incertidumbre, si excusamos los honorarios de los abogados y el sueldo del juez, que son seguros.
      Determinamos que cayera sobre nuestras espaldas e ingenuidad el precio del engaño, y esperamos que aquellos impuestos y cotizaciones que nos había retenido fuesen tan verdaderos como el robo, pero aquella esperanza también fue vana. 
     De esta manera, tuvimos que sumar a lo ya perdido lo que nos fue descontado y no cotizado ni ingresado a nuestro nombre, con lo que resultó que las ganancias de aquellos diez días de mucho trabajo y no poca ilusión se quedaron en pagar lo que ya habíamos gastado.


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