lunes, 2 de marzo de 2020

Se rompen las costuras (I) (II) (III) (IV) (V) (VI) (VII) (VIII)


                               
                                     Se rompen las costuras
                                             
                                                          I
Se llamaba Alberto, como su padre, pero tenía la cara de su madre. Como ella, tenía un hoyuelo en la barbilla, del que pronto aprendió a sentirse orgulloso y, como a ella, el cabello oscuro y ligeramente ondulado y pegado al cráneo, le daba un cierto perfil de estatua griega. Alberto terminó el bachillerato siendo un hombre de principios y algo más serio de lo que le gustaría ser. A fuerza de clases de religión, de consejos de su tutor y alguna que otra lectura orientada se había construido en su cabeza un mundo muy ordenado por el que se paseaba con notable seguridad. Tenía ideas muy claras sobre la vida y sus aconteceres pero, cuando le llegó la edad de ponerse a vivir sin las andaderas en que se había sujetado hasta entonces, se vio enredado por todo aquello que sucedía y que él no había previsto; aquel futuro que él había imaginado, cuando se hizo presente, se comportó con él como si pretendiera tomar algún género de venganza contra el claro sistema de ideas tan bien construido en su cabeza.
Alberto pensaba ser un gran profesional y tener una familia numerosa, como la que habían tenido sus padres. Por supuesto, pensaba que su mujer se quedara en casa criando y cuidando de la familia, como había hecho su madre. También pensaba casarse por la Iglesia, concretamente en la basílica del colegio donde había estudiado con beca, en una ceremonia espléndida que oficiaría su tío, religioso del colegio, y que su matrimonio sería para toda la vida, como Dios manda. Por mera transposición familiar, estaba convencido de que el lugar donde mejor estaban las mujeres era en casa, cuidando de la familia, no expuestas al roce permanente con el mundo. ¡Qué hubiera sido de él sin su madre! Si pensaba su casa sin la presencia permanente de ella, se le agolpaban en la imaginación las camas sin hacer, la ropa sin lavar, el frigorífico vacío, el polvo cubriendo como una funda todos los objetos de la casa...Y aquellas fuentes de patatas fritas que su madre hacía como acompañamiento de todas las comidas, vacías. También pensaba él que, si un hombre permite que su mujer trabaje, debe ser vigilante.
-Lo que un marido tiene entre las piernas lo tienen también otros hombres y están dispuestos a dárselo a tu mujer al menor descuido – le había argumentado a Javier, un día en el que su hermano se atrevió a discutir aquellas ideas con las que él pretendía dirigir la vida de sus hermanos menores.
Todas las ideas sobre su vida futura y sobre cómo sería su mujer no eran una consecuencia a la que él hubiese llegado a partir de las relaciones con chicas de su edad, sino un producto de una educación pacata y de un ambiente familiar tradicional y lleno de estrecheces, pero él desconocía que las ideas también tienen su porqué y, por esa razón, estaba dispuesto a defenderlas y a discutir por ellas con quien fuese, porque, según él, ser como él pensaba que deberían ser las cosas era ser como Dios manda.
Sin embargo, cuando se enamoró, y se enamoró hasta los zancajos, lo hizo de una mujer que estudiaba derecho, como él, que deseó tener relaciones sexuales antes de saber si terminarían casándose o no, que no pensaba tanto en tener hijos como en poner los medios para no quedarse embarazada y que gozaba del placer sexual sin sentirse culpable.
Alberto fue el primer hombre de su familia que pudo estudiar en la universidad y el único de cinco hermanos que progresaba por el camino del título universitario. Aquella distinción le hacía hablar en la familia con un punto de seguridad que sus padres, humilde obrero él y hacendosa ama de casa ella, admiraban, pero que, vista desde fuera, sin la incondicional admiración paternal, sonaba algo soberbia e impostada. En realidad, en los años que él estudió, mucho antes de la extensión de la educación universitaria a las clases populares, la situación económica de sus padres no le habría permitido ni de hacer el bachillerato, pero puso remedio a aquella carencia el hecho de tener un tío materno religioso en la misma ciudad, lo cual le dio la oportunidad de estudiar en uno de los colegios prestigiosos de la congregación a la que el tío pertenecía.  veía la mano de Dios en todas las circunstancias favorables de su vida y se sentía agradecido hacia esa disposición divina de las cosas a su favor.
Logró finalizar el bachillerato sin repetir ningún curso y acceder a la Universidad para estudiar Derecho. Cuando comenzó a estudiar en la Universidad, tuvo que ir al oculista a graduarse la vista y se puso gafas. A la hora de elegir modelo, se inclinó por unas de montura de oro y cristales casi redondos, que usaban pocos estudiantes, pero sí alguno de aquellos que a él le parecían un modelo a seguir. Aquella nueva imagen suya le daba un toque de distinción apropiado para su nuevo estatus, una dignidad que le venía bien con sus estudios y parecían señalaban un camino. En casa, por supuesto, estuvieron de acuerdo.
Tenía cuatro hermanos menores que él, pero ellos, cuando terminaron los estudios de la enseñanza general básica, no se sintieron motivados para continuar la senda que él les había marcado y buscaron trabajos alimenticios. Para ello contaron también con la inestimable ayuda del tío religioso, que tenía muchos hilos de los que tirar.  llevaba mal aquella desidia de sus hermanos.
En aquellos años, en la Facultad de Derecho de Valencia se reunía posiblemente lo más dinámico y lo más reaccionario de la sociedad valenciana, junto con un gran grupo de despistados, que terminarían plegándose a uno u otro bando, dependiendo de un montón de factores, todavía impredecibles cuando comenzaban los estudios e inexplicables después de finalizarlos. Él llegó a la universidad dentro del grupo de chicos con los que había estudiado todo el bachillerato y fueron ellos los primeros compañeros y amigos que tuvo en el campus. Las multitudinarias aulas de los primeros cursos estaban compartidas por grupos numerosos de alumnos que madrugaban para coger sitio y tener mesa, o que se veían obligados a coger apuntes sentados en el suelo o en el alfeizar de las ventanas. Entre ellos, y bajo un mismo atuendo juvenil y casi indiferenciado, había  hijos e hijas de altos funcionarios del estado que comenzaban desde el primer día a memorizar sus temarios de jueces, abogados del estado o notarios, hijos de empresarios que afilaban el colmillo por las tardes en tareas de la empresa familiar y lo pulían por la mañana en las aulas universitarias, hijos de históricos despachos de abogados que saltaban de las aulas abarrotadas de la mañana a las bibliotecas familiares con muebles de roble y asientos de cuero y que acompañaban a papá en tareas que les iniciaban en la profesión, y les introducían en el mundo de las relaciones sociales, y había también un número creciente de hijos de obreros que alimentaban en su corazón una reivindicación histórica de justicia o una ambición similar de ascenso social, sin reparar en el camino que les llevaría a su meta. También acudían a la Facultad de Derecho mujeres sin interés en el Derecho. Algunas, iluminadas por algún buen profesor, descubrían en los estudios un mundo fascinante, que no habían sospechado y terminaban en profesiones que no habían pensado cuando llegaron hasta allí y otras, desde el primer día, calibraban entre todos aquellos hombres jóvenes la mejor pareja posible para asegurar su futuro.
Pasó los primeros años de universidad tomando apuntes, buscando novia y reuniéndose una vez a la semana con un grupo de exalumnos del colegio, a quienes el buen sacerdote daba charlas sobre doctrina cristiana y procuraba orientar en el difícil mundo en el que tenían que vivir. Como era un hombre voluntarioso, disciplinado y de ideas claras, los estudios no le costaban y como le resultaba difícil concentrarse en casa, rodeado del jaleo familiar, comenzó a frecuentar la biblioteca de la facultad. Aquella actividad le trajo nuevas relaciones más allá de las del grupo de exalumnos, que había sido hasta entonces su grupo natural, y comenzó a oír y conocer otras formas de ser y pensar muy alejadas de lo que había sido su ambiente familiar y educativo. Le costaba imaginar formas de vida distintas a las que había mamado en casa y en el colegio y no lograba situarse en aquella época de cambios tan radicales en la sociedad española. Discutía con aquellas nuevas amistades, y defendía con ardor ideas que había adquirido por ósmosis, en las que creía a pie juntillas, sin haberse tomado el trabajo de repensarlas. Cuando inició el tercer curso, animado por su facilidad para el estudio comenzó a pensar en una salida profesional acorde con sus buenas notas: quizá juez, abogado del estado, registrador de la propiedad, hasta notario. Las ideas sobre su futuro fueron pronto de dominio familiar, y en casa comenzaron a considerarlo como una promesa de futuro brillante. Su tío religioso se ofreció a presentarlo, a su debido tiempo, ante personas que podrían ayudarle a cumplir sus sueños, pero mientras llegaba ese momento, su tarea era el estudio. En el invierno del tercer año, comenzó a pensar que la relación con aquella chica tan simpática con la que coincidía en la cafetería de la biblioteca podía llegar a algo más, pero le retraía la nociva influencia que pudiera tener en la regularidad de su vida de estudios y la sospecha de que quizá su cercanía le alejase del camino que se había trazado. En realidad, nunca le había sido fácil el trato con las mujeres y el colegio en el que había estudiado, exclusivamente masculino, no le había ayudado nada. Cuando la imagen de ella comenzó a entreverarse entre los folios de los apuntes y adquiría más realidad que los artículos del Código Civil que trataba de leer y memorizar, pidió una charla personal con el religioso que los reunía semanalmente para hablar de sus inquietudes.
- Me gusta, padre - le dijo en un esfuerzo de sinceridad. Me gusta tanto que ya no puedo ponerme a estudiar sin pensar en ella: si vendrá o no vendrá esa tarde a la biblioteca, la hora de vernos en la cafetería, la hora de salir de la cafetería y acompañarla a casa, la hora de vernos en la clase al día siguiente...
El religioso era un cura moderno y como tal le aconsejó en aquella situación difícil.
- El amor es un sentimiento noble. Dios creó al hombre como hombre y como mujer y puso en el corazón de ambos un sentimiento tan fuerte por la compañía del otro que, cuando irrumpe en nuestra vida, lo vivimos como un estado embriagador. Es normal que te preocupes, pero debes afrontar esta nueva situación con confianza en ti y en la ayuda de Dios.
- Es que está comenzando a afectar a mi capacidad de concentrarme en los estudios.
- Habéis tenido algún tipo de acercamiento carnal– le preguntó el religioso.
- No, no, padre – contestó Alberto sonrojado, pues consideró que la pregunta pisaba un terreno al que todavía no le había dado permiso para entrar y sintió cómo el rubor afloraba a sus mejillas y sus manos se empapaban de sudor.
También sentía que le faltaban palabras para nombrar cuanto bullía en su cabeza; sus anhelos y sus temores eran tan nuevos, pertenecían a un mundo tan alejado de las conversaciones de aquel grupo de exalumnos, que no sabía cómo hablar de ellos.

                                                        
                                                          II

Marisa tenía un año más que Alberto. Había repetido algún curso de Bachillerato y había accedido a la Universidad al finalizar COU. Eligió estudiar Derecho por eliminación, y porque pensaba que le vendría bien para trabajar en la empresa de transportes que tenía su padre. Al contrario que a Alberto, a Marisa no le gustaba estudiar. Estudiaba, y aprobaba porque era lista, pero no se veía dedicada a memorizar temarios interminables ni le atraían las tareas de leguleyo. Ella se pensaba más como mujer de empresa, hacer lo que hacía su padre, pero con estudios, y sin tener que pagar a profesionales que le hiciesen lo que él no había llegado a aprender a hacer.
Su padre se había iniciado como transportista autónomo y había logrado tener una empresa de catorce camiones y veinte conductores que ahora recorrían las carreteras de Europa. Desde que se iniciaran las negociaciones de adhesión a la Comunidad Económica Europea, y se habían rebajado los aranceles, las empresas de transporte de mercancías habían crecido lo impensable, y el negocio iba muy bien. A Marisa le gustaba aquel chico tan serio, tan estudioso, tan caballeroso, tan cortado frente a las mujeres, tan ajeno al mundo de los hombres que trabajaban en la empresa de su padre, donde ella se veía casi asediada por las miradas ardientes de los transportistas y los del almacén, que la desnudaban cada vez que se cruzaba con ellos. Un día, o más precisamente una noche, porque en aquellos días de invierno las noches se echaban encima de la tarde sin dar tiempo para nada, cuando la acompañaba hasta la esquina en que sus caminos confluían, poco antes de que se bifurcasen hasta sus propios domicilios, Marísa sintió un estremecimiento de frío, y se agarró al brazo de Alberto como un movimiento instintivo para buscar su calor. Aquel acercamiento no se hubiera dado si antes ella no hubiese aceptado ya su contacto como una posibilidad abierta, y aquella aceptación de su contacto por parte de él no hubiese sido posible si antes él no hubiese soñado y deseado que aquel acercamiento se produjera algún día. Al despedirse, Marisa acercó sus labios a los de Alberto y le besó. El beso, su primer beso, lo incendió, como si de la boca de ella, en vez de un beso hubiese salido la brasa de un carbón incandescente, y en la despedida de aquella noche las manos de los dos parecían imantadas por el otro cuerpo y querer alargarse y doblar las esquinas con tal de no perder el contacto iniciado. Los dos sintieron que flotaban de camino a sus propias casas y, una vez en ellas, ambos tuvieron que disimular ante los suyos el entusiasmo que acaba de nacer bajo su piel.
El fin de semana quedaron para ir al cine.Alberto  no estaba acostumbrado a ir al cine. En casa veían cine en televisión, pero la economía familiar no estaba para tirar cohetes y lo que sucedía en las pantallas de los cines de la ciudad le resultaba bastante ajeno. A Marisa le gustaba el cine. Desde que pudieron aparentar que eran mayores, con el grupo de amigas del Instituto donde estudió el BUP, procuraban no perderse nada de lo que recomendase la “Cartelera Turia”, que era para ellas como la Biblia del cine en Valencia. Las películas les ofrecían una ventana a otro mundo posible, en él se veían mujeres que no se parecían en nada a las mujeres con las que vivían y que sentían más próximas a lo que ellas desearían ser. También se veían hombres imposibles con los que soñar. El miércoles, nada más salir la “Turia”, Marisa la compró, y se la llevó a la Biblioteca, junto con los apuntes que habían decidido estudiar aquel día. Cuando salieron a tomarse un café, para después continuar con los apuntes, sacó la cartelera e intentaron decidir la peli que irían a ver. La cosecha de películas de aquel año no era pequeña. Marisa había visto ya alguna de las que estrenaron primero, y tenía una opinión sobre todas las que aún no había visto.
- ¿Y tú cómo sabes de qué van, si no las has visto? - le preguntó con una inocencia que a ella le hizo reír.
- Porque me gusta el cine, y hablo con mis amigas, y unas hemos visto unas y otras, otras, y nos las contamos, y hablamos de ellas.
  De repente, Alberto se sintió un poco extraterrestre en aquella conversación. Le parecía que, siguiendo los pasos de Marisa estaba entrando en un mundo más adulto, más atractivo, un mundo que hasta ese momento parecía haberle esquivado y que ahora vislumbraba desde la orilla. Comenzó a sentir aquellas reuniones de los fines de semana en las que el sacerdote les aleccionaba sobre la doctrina cristiana como ajenas a su vida actual, le parecían aburridas y lejanas. Aquel sábado, al finalizar la reunión del grupo, al que se habían ido incorporando algunas chicas que eran novias de sus compañeros, y al que Marisa nunca quiso pertenecer, se fueron al cine, a ver la película que había decidido Marisa,  que renunció a la que de verdad tenía ganas de ver “Nueve semanas y media”, por temor a lo que pensase Alberto pues, hasta  los no aficionados al cine sabían que era un película muy caliente.
“Una habitación con vistas” era una película que no encerraba ninguna sospecha en su título y de la que toda la gente hablaba bien. En el cine, se dejaron llevar por el deseo de cercanía del otro, la oscuridad desató sus manos en caricias tiernas y sus bocas con besos discretos pero apasionados. La película que fueron a ver parecía estar hablando de ellos mismos.  La crítica de la Turia decía de ella: “Es la historia de una joven, Lucy Honeychurch, que despierta al mundo y que termina por asumir sus propios anhelos más íntimos, tras engañarse tanto a sí misma como a la sociedad que la rodea. Los planos de las estatuas que jalonan la Piazza della Signoria expresan esa turbación que Lucy empieza a sentir en su interior, y preconizan tanto el sentimiento de violencia que padece al confrontar sus deseos con el sistema de valores recibidos en su educación, como el enfrentamiento con el mundo exterior… La aceptación de sus anhelos tropieza con la opinión de su familia que condiciona los actos de Lucy. La elección del aria O mio bambino caro, de Puccini, parece sugerir que… una señorita como Dios manda debe pedir permiso a su querido papá para poder casarse. Algo que Lucy no puede aceptar y que le hará experimentar un proceso hacia la madurez, y tomar sus propias decisiones vitales.”
-Qué gracioso el nombre de la protagonista, le comentó Marisa a Alberto nada más salir del cine.
 - ¿Por?
 - Honeychurch. Se apellida Honeychurch. “Honey” es una manera muy frecuente entre los ingleses de llamarse los amantes entre sí y “church”, pues eso, iglesia. Parece que James Ivory ha querido resumir en su apellido toda la contradicción que vive el personaje
  Pero Alberto era ajeno a aquellas sutilezas cinematográficas, y no había alcanzado mucho más allá del argumento de la historia que había visto en la pantalla. Marisa disfrutaba descubriéndole el mundo del cine y sintiéndose admirada por él.
  - ¡Jo, tía, cuántas cosas sabes ! – le dijo , cuando ella terminó de explicarle lo que habían visto. 


                                                    III

 Alberto se descubrió un día siendo todo lo contrario de lo que en algún otro día no tan lejano se había propuesto ser, incluso se había imaginado ya ser. Había abandonado definitivamente su asistencia a las reuniones de los exalumnos con el sacerdote que había sido su tutor; había dejado de asistir a la misa dominical, primero con una cierta aprensión, como si esperase un castigo por la ruptura de aquella costumbre que tenía arraigada desde su infancia, más tarde sin aprensión alguna; había dejado de confesarse y comulgar, y hacía tiempo que apenas se veía con los antiguos compañeros del colegio. También había comenzado a acostarse con su novia antes de casarse, al principio con conciencia de un pecado que debía confesarse y con miedo al castigo divino, más tarde, como parecía que el castigo divino se hacía esperar, el remordimiento fue reemplazado por el miedo a que su novia se quedase embarazada y, poco después, comenzó a corroerle la duda de si no estaría haciendo Marisa con algún otro hombre lo que hacía con él.
Aquellos cambios en su vida no habían pasado desapercibidos para el entorno familiar y, cuando llegó el final de curso y suspendió algunas asignaturas del tercero de Derecho, su madre se apresuró a llamar a su hermano, el religioso, para que tuviera una charla con su hijo. 
-Hijo, desde que comenzaste a salir con Marisa todo va peor – le decía su madre
- ¿Y qué quieres? No puedo seguir como si fuera un alumno de bachillerato, como si no tuviera veintiún años.
- Pero es que ha sido como del cielo a la tierra. Has dejado de ir a misa los domingos, has abandonado las reuniones de los sábados con los compañeros del colegio, te vas a la biblioteca y tu padre y yo no sabemos si estás estudiando o estás con Marisa haciendo yo qué sé qué cosas, has suspendido dos asignaturas a final de curso... Y para colmo ya ni te vemos por casa, que parece que vives en un hotel, y no en una familia. No pareces el mismo del año pasado. Y todo ha sido desde que comenzaste a salir con Marisa...
 Por no disgustar más a su madre, le dijo a Marisa que tenía que acompañar a su madre al médico y aquel día, en vez de ir a la biblioteca, se fue a hablar con su tío, como le había pedido insistente ella
 -Tú madre está muy disgustada – le dijo para entrar en materia, apenas superado el momento de los saludos.
-Sí, ya sé -contestó con una respuesta escueta que anticipaba ya las dificultades de aquella conversación.
- ¿Os va bien? Con Marisa, me refiero -avanzó el tío como sin intención.
- Nos va -respondió él sin añadir más información. 
- Parece que no estás muy contento – añadió, intentando dar un paso más.
Alberto se encogió de hombros, como toda respuesta y su tío entendió que estaba en un callejón sin salida. Con reflejos profesionales, lejos de desistir en su pretensión, buscó un rodeo que no le asustase a su sobrino; como cuando, en el ascenso de una pendiente demasiado empinada, abandonamos el sendero recto e intentamos un camino más suave y a la vez más largo para llegar, al final, adonde pretendíamos, pero Alberto eludió todos los intentos.
No era fácil para él hablar a su tío de su relación con Marisa.
- Mira tío, Marisa y yo hacemos lo que hacen los hombres y las mujeres, y tenemos los problemas que tienen los hombres y las mujeres, y tú de esto no sabes nada. Déjalo.
- O sí -respondió su tío con una sonrisa que quería ser pícara. Pero te está afectando a los estudios – añadió- y tienes a tus padres preocupados.
 -Sí, me está afectando. Pero tengo compañeros que viven como vivimos nosotros y a ellos no les afecta. A veces pienso que, hasta llegar a la universidad, he vivido como si las mujeres no existiesen, o como si mi deseo de estar con ellas no existiese, y ahora que las he descubierto, lo que vivo con Marisa ha hecho que se me caiga el castillo que me había montado en mi imaginación, o que me habíais montado entre todos  
 - ¿Pero, entonces, has dejado de pensar en preparar las oposiciones?
 - Pues, en estos momentos, no sé lo que pienso. Lo que he visto es que hay muchas formas de vivir del Derecho sin ser notario o registrador...Ya sabes que el padre de Marisa tiene una empresa de transportes...
 - Sí, sí lo sé.
 - Pues se puede ser abogado de empresa, y te aseguro que no se gana menos dinero.
 - O sea, que has abandonado tu idea primitiva de preparar oposiciones.
 - No la he descartado, no, aunque ahora estoy viviendo como si la respuesta fuera que sí.
 Era difícil contar a su tío que cuando él pensaba preparar unas oposiciones  de alto funcionario, lo que en verdad buscaba era entrar en ámbitos que sentía como vedados para él: ascender de la escala social de los pintores de brocha gorda, como era su padre, a otra donde él imaginaba que se movían las mujeres hermosas y sofisticadas, los coches de lujo, las casas con piscina en las urbanizaciones que rodeaban la ciudad, los salones con piano y, una vez llegado allí, ser capaz de seducir con su posición a una mujer que le condujera por aquel laberinto. Pero todo aquello había quedado en agua de borrajas el día en que Marisa, una mujer como aquellas que a él le parecían inalcanzables, le ofreció irse, solos, al chalet que sus padres tenían en La Cañada y, allí, después de una tarde de besos y abrazos, terminaran haciendo el amor.
  El resultado de aquella experiencia había sido frustrante para los dos. Marisa no entendía el estado de enfurruñamiento de Alberto, que siguió a su primera experiencia sexual con una mujer. Él no estaba preparado para aquello, y lo que acababan de hacer le pareció un escalón más en el descenso por el que se estaba precipitando en el alejamiento de sus ideales. En algún resquicio de su cerebro seguía vivo el mundo de sus sueños, en el que los hombres tomaban la iniciativa de abordar a las mujeres, y ellas esperaban a estar casadas para entregarse a un hombre; en ese mismo mundo, las mujeres que se entregaban a un hombre antes de casarse eran unas frescas, o unas guarras, o unas putas, dependía de quien las nombrara. Las mujeres, en ese mundo suyo, llegaban vírgenes al matrimonio, y los hombres habían perdido su virginidad con alguna fresca con la que no pensaban casarse, o con alguna prostituta que los había estrenado. ¿Cómo podría mirar desde ahora a Marisa sin pensar que podía hacer con otros lo que acababa de hacer con él? Si Marisa había dejado de ser virgen ¿cómo podría estar seguro de que a partir de ahora no le iba a ser infiel? Aquellas ideas, que no podía ni alejar de su mente ni comentar con ella, le ensombrecieron el ánimo después de aquel encuentro que debía estar destinado a ser una experiencia fundamental en su vida de matrimonio. Marisa no entendía nada de aquel estado de enfado que pareció apoderarse de Alberto y él no podía expresar las razones que le turbaban su ánimo.
-Vámonos, venga – dijo él, levantándose con ímpetu de la cama y dando por terminado aquel encuentro.
- No tenemos prisa, le dijo Marisa aún desnuda, encima de la cama, mientras le cogía por la espalda e intentaba evitar que él terminara de vestirse.
- Déjame – le contestó él, e intentó deshacerse de ella con el movimiento brusco de su brazo, con un codazo cargado de agresividad.
 - Pero ¿ qué te pasa? - le dijo ella extrañada y cariñosa.
 - Nada. Que no lo teníamos que haber hecho – contestó él.
 - ¿Por qué? ¿No te apetecía? ¿Lo has pasado mal? Yo me lo he pasado fenomenal – añadió ella, en un intento de diluir la tensión con su alegría.
 - Sí me apetecía, pero no me lo he pasado bien. No es suficiente con que algo nos apetezca para terminar haciéndolo – contestó él con ánimo sombrío.
 - Marisa se calló, buscó entre las sábanas revueltas su ropa y comenzó a vestirse en silencio.
 La vuelta a la ciudad pareció el regreso de un funeral, y aquella tarde, Marisa sintió con sorpresa que algo frágil y muy lejano a su voluntad se estaba agrietando en su relación con Alberto. Era como si una pequeña nube, sin saber cómo, se hubiese instalado en un cielo limpio de un atardecer sangrante, o como si el hilo que une lo que hacemos con lo que queremos hacer acabara de romperse. 

                                                                 IV

Contra lo que  había sospechado aquella tarde, Marisa no solamente no pensaba en serle infiel, sino que se vio sorprendida por aquel sentimiento tan extraño que había sentido nacer en alguna parte de ella, desconocida hasta aquel día, algo que le parecía alejarla de él, e hizo un esfuerzo por apartar de su cabeza el recuerdo de aquella sensación tan rara, tan nueva para ella, Seguía queriéndolo y seguía deseando estar con él, y el mundo que había pensado, quizá solamente soñado, para los dos, seguía en pie. El apego que le tenía, que se había fraguado en interminables conversaciones en la biblioteca, en las que con un cierto sentido maternal y muchas risas se habían ido contando sus vidas tan distantes, era más fuerte que la frustrante primera tarde de amor. Estaba segura de que cuando Alberto aprendiera a disfrutar del sexo las cosas serían incluso mejor que antes, y estaba confiada en que aquel malestar sería pasajero y que él cambiaría. Sin embargo, Alberto se sentía mal consigo mismo, y ese malestar que sentía lo atribuía a su debilidad frente a Marisa. Adán y Eva, tal cual, pensaba, ella me ofreció la manzana y yo comí de ella. Aquella su primera experiencia amorosa fue el inicio de un período de infelicidad entre los dos.
            Que, a pesar de todo, en las mentes de ambos comenzase a fraguar la idea de casarse como una forma de conjurar, de superar aquel período de incomprensiones y discusiones, hizo que sus conversaciones dejasen de ocuparse de cuanto sentían, y se orientasen hacia una actividad en común que les aligeraba las tensiones. Tampoco se ponían de acuerdo en las decisiones que implicaba diseñar una vida futura juntos, pero en lo referido a estas cuestiones, Alberto, que no tenía ideas preconcebidas, porque en su casa no habían tenido que tomar decisiones estéticas, sino utilitarias, aceptaba lo que sugería Marisa y se conformaba. 
            En su casa no entendían que hubiesen decidido casarse el mismo año en que finalizarían los estudios de Derecho, antes de haberse situado como profesionales, pero los padres de ella no veían ningún problema en que lo hicieran, pues pensaban que los dos tendrían puesto en la empresa familiar. Aquel verano, mientras Alberto se fue a Londres a perfeccionar su inglés, Marisa se encargó de los preparativos de la boda y comenzó a bajar a los almacenes de la empresa y a trabajar con su padre. Se casarían el 31 de octubre, para aprovechar el puente de todos los santos, que aquel año caía en fin de semana. En la empresa se encontró Marisa que las miradas que le dirigían los empleados habían cambiado: ahora la miraban como su posible jefa. Sólo uno de los conductores, Carlos, seguía mirándola sin temor, como a una mujer joven, guapa, apetecible. Ella fingió no percatarse de ello, pero comenzó a sentir curiosidad por aquel hombre que parecía vivir sin remordimientos y sin miedos. La casualidad hizo que un día se encontraran solos en el almacén, y el deseo alimentado por separado rompió todas las prevenciones, y se entregaron el uno al otro sin buscar otro pretexto que el placer que adivinaban en el cuerpo deseable del otro. Durante unos días se encontró Marisa preparando la boda con un hombre al que ya no sabía si amaba, y gozando a escondidas del placer desinhibido que se procuraban entre los dos.
            Volvió Alberto de Londres, se celebró la boda como él había imaginado, en la basílica del colegio, oficiada por su tío, que se guardó los reproches con los que juzgaba a su sobrino e inventó palabras elogiosas hacia el compromiso que, como cristianos, aquel día hacían solemne. Y se fueron de luna de miel.
Ahora era Marisa quien no parecía estar contenta y rehuía cuanto podía el contacto con él. Alberto, en cambio, se sentía más seguro que nunca. Había aparcado definitivamente y al mismo tiempo sus planes de opositor y los temores que le inquietaban en su relación con ella, por fin estaban casados, y se aprestaba a transformarse en un empresario moderno, dinámico, preparado, triunfador. Los miedos sobre Marisa, que le habían atenazado e inquietado su ánimo, habían desaparecido, por fin, y la confianza en su mujer era absoluta. Su mundo era aún muy pequeño, desconocía que a veces nuestros sentimientos son intensos, seguros y equivocados.
            A la vuelta del viaje a Santo Domingo, donde habían permanecido casi dos semanas, Marisa le comunicó a Alberto que le parecía estar embarazada y él achacó a su nuevo estado las reticencias que había advertido en su mujer durante la luna de miel. Confirmó aquella nueva el predictor y la noticia, sorprendente, aunque esperada, alegró a toda la familia, menos al padre de Marisa, a quien le había llegado la información de cuanto había sucedido en el almacén durante el verano. Pero se calló, y se sumó al regocijo general.
            - Algo me olía yo -dijo la madre de Alberto. ¡Pues sí que habéis andado listos! – añadió poco después. Habían llegado a casa con una botella de cava y una tarta, y querían que la nueva fuese un motivo de alegría para todos. Marisa interpretó las palabras de su suegra como si llevasen un halo de sospecha y le pareció que sus ojos la miraban con dureza.
            - ¿Pero no te alegras, madre? - le preguntó Alberto, mientras acariciaba la tripa de Marisa, y señalaba con ese gesto el milagro de la vida que allí estaba comenzando.
            - Más tiempo os tendríais que haber dado, ahora que sois jóvenes. La crianza sujeta mucho, y estáis todavía muy verdes. ¡Con lo que habríais podido disfrutar a vuestra edad...!
            - No hagas caso a tu madre, hijo, - dijo el padre- que lo que le pasa es que le parece que es muy joven para ser abuela...
            Aquella salida provocó la risa en la familia y deshizo la tensión que parecía haberse acumulado dentro de la casa.



   V

            Su hijo nació a mitad de mayo, en la clínica Nueve de Octubre. Ella pidió que estuviese su madre con ella, y Alberto agradeció no tener que presenciar lo que sospechaba una sangría.
            - Yo veo sangre y me desmayo -dijo él, para excusar su presencia en el parto, mientras daba paseos nerviosos por los pasillos de la clínica y esperaba noticias.
             Salió la ginecóloga a decirle que todo había salido perfectamente, le felicitó por su recién estrenada paternidad, por el parto de su mujer y les señaló la habitación donde debían esperarlos a los dos.
            Los familiares que le acompañaban le felicitaron, contentos, y subieron todos a esperar la feliz llegada.
            Cuando llegó el niño, en los brazos de la enfermera, comenzaron los juegos de los parecidos y todos coincidieron en que el niño llevaba ya en la barbilla el hoyuelo del que su padre se sentía tan orgulloso. Se repitió el tópico de que las caras de los niños cambian mucho y que hasta pasada la primera semana no se ve nada, que cada familia ve mejor los rasgos propios... Pero, como estaba dormido…En los ojos está todo, dijo la madre de Alberto. El padre de Marisa protestó que su hija estaría cansada y que mejor que no se despertase el niño y acabó con aquella reunión en cuanto pudo.
A pesar de que tenían su propia casa, Marisa decidió que los primeros meses de su maternidad los pasarían en casa de sus padres.
-Por lo menos, hasta después del verano – le dijo a Alberto, y a él le pareció bien.
Era lo mejor para todos: para Marisa y el niño, porque ninguno de los padres tenía ni idea de las tareas de la crianza; para su madre, que los tenía allí, al lado y les ayudaba a salir de mil apuros; para Alberto, porque las responsabilidades que había asumido en la empresa le dejaban agotado, y para el padre de Marisa, que guardaba el temor de que algún día reventarían las costuras de aquella felicidad y quería estar cerca de ellos.
Marisa tuvo la capacidad de apartar de su mente todo lo que no fuese su hijo y decidió que el incierto futuro no le iba a arruinar aquel estado de felicidad que vivían juntos. No siempre lo conseguía, pero vigilaba que sus miedos sobre lo que llegaría algún día no le hurtasen su dicha de cada día. En su casa estaban ya acostumbrados a levantarse, la vida les había puesto a prueba y no se habían dejado vencer. Había pensado abordar su situación en los pocos días de vacaciones que se tomaría Alberto, a finales de agosto, y alcanzar alguna decisión antes de que se cumpliera el tiempo de volver a vivir en su casa. Cuando llegó el verano, se trasladó toda la familia al chalet de la Cañada. Allí disfrutaban de la piscina, de las noches, más frescas que las de Valencia. y de las comidas que hacía la abuela, que tenía una mano excelente. En uno de aquellos días, al acostarse, Alberto le dijo a Marisa, con cierto tono de reproche, que dejaron de hacer el amor desde antes de tener al niño, y que a él le parecía que ya tocaba, además de que los días de vacaciones eran sobre todo para disfrutar.
-No lo vamos a hacer más – le contestó con sequedad Marisa.
 Alberto se quedó de piedra, y como no entendía nada, quiso cerciorarse de que, lo dicho por Marisa, era lo mismo que creía haber oído él.
-Si, he dicho eso. Has oído bien. Creo que nos hemos equivocado, y quiero que nos separemos.
-Pero, a ver -se detuvo Alberto, sin saber cómo seguir. Aquí ha pasado algo y yo no me he enterado. No he hecho otra cosa que trabajar. He echado horas que ni se sabe, para poner orden en la empresa de tu padre. Las cosas nos van bien, hasta muy bien. ¿Y ahora vienes con qué te quieres separar? ¿Lo sabe tú padre? ¿Y el niño? ¿Qué vamos a hacer con el niño?
- Sí. Mi padre lo sabe. Me apoyará en lo que yo decida. Tú no eres el niño, no es tuyo.
- Por favor, Marisa. ¿Qué me dices? ¿Pero le has visto la cara? ¿De quién es, entonces?
            - No importa. Basta con que sepas que no es tuyo, y que no tienes por qué preocuparte de él. Yo me encargaré de él. Te aseguro que puedo y que voy a hacerlo bien.
            -No lo dudo. ¿Pero de quién es? ¿Cómo ha sido? –Alberto  no salía de su asombro, y las palabras de Marisa le habían dejado como como cuando un púgil cae en la lona noqueado. Le faltaba el aire.
            -Tuve un rollo cuando estuviste en Londres y me quedé embarazada. Lo supe justo dos días antes de la boda. Decidí seguir para adelante. No lo podía parar. Pensé que podríamos seguir como si no hubiese sucedido nada. Lo siento. No insistas con el nombre. Su padre también cree que es hijo tuyo y yo no le voy a desengañar. Pensé que no llegarías a saberlo nunca, pero no sospeché que era suficiente con que lo supiera yo.
            -No me importa que tuvieras un rollo. Yo te perdono. Lo pasado, pasado. Somos marido y mujer, hasta que la muerte nos separe. Saldremos juntos de este bache.
            -No, Alberto. No es un bache. Yo no quiero que me perdones, ni mucho menos vivir con alguien que me ha perdonado. No podría soportarlo. Acaba de ser aprobada la ley del divorcio y yo quiero separarme.
            Se le acababa de caer el mundo encima. Lo primero que se le pasó por la cabeza no fue el dolor del orgullo herido, de la confianza traicionada, sino el abismo de la pérdida. Acababa de perderlo todo. Adiós familia, trabajo, casa ¡Y volver a casa de sus padres…! Porque él no tenía nada, ni siquiera se había preocupado por tener un dinero propio. La casa era de sus suegros, y nunca pensó en administrar el sueldo generoso que cobraba: el conducto de entrada era siempre del mismo tamaño que el de salida y no veían la necesidad de ahorrar, porque el tiempo venidero no era una amenaza, sino una oportunidad; no sentía la angustia del día de mañana y el futuro era un lugar seguro. Ahora, el futuro era un desierto en su mente. No tenía límites ni tampoco caminos. Podría aceptar lo que decía quien todavía era su mujer y tragarse la cólera que comenzaba a sentir hacia ella, o podía rebelarse, sacar toda la rabia y hacer cualquier cosa. El niño seguía allí, en la pequeña cuna forrada con almohadones de ositos, dormido.
            -Necesito salir Marisa. Necesito pasear, tomar el aire, darme cabezazos contra las paredes…Qué sé yo.
            Se vistió y salió de la habitación sin encender las luces del pasillo, pero sin demasiado cuidado para no hacer ruido. ¡Aquella casa! -pensó ¡En aquella casa había empezado todo!
            Detrás de él, salió el padre de Marisa, que vigilaba el día en que las aguas se saldrían de su cauce.
            - ¡Alberto! – le llamó con voz queda. ¡Alberto! -volvió a llamarlo, mientras seguía sus pasos, seguro de que le había oído y que deseaba ignorarlo.
- ¡Alberto, coño! Deja de hacer tonterías y ven aquí -dijo, alzando algo más la voz,
          Alberto pensó en aquel hombre, que le había acogido como el mejor de los padres y, de repente, se dio cuenta de que guardaría en su pecho una angustia tan grande como su rabia. Siguió dando la vuelta a la piscina y cuando llegó donde le esperaba, se puso a dar puñetazos en las hamacas, patadas al seto de tuyas y a soltar juramentos que nunca habían salido de su boca.
            -Te vas a hacer daño. Déjalo. Vamos abajo y hablamos. Algo podremos hacer- le dijo con voz paternal, que era la única que Alberto le conocía.



          VI

            Allí, en la pequeña bodega que se había construido en el sótano del chalet, un lugar acogedor, que había insonorizado, y que se conservaba fresco, que llamaban bodega, pero que era más un merendero, se sentaron uno a cada lado de la mesa, y le dejó llorar. Cuando terminaron las lágrimas, volvió con aquella frase que resumía su posición ante la vida.
            -Algo podremos hacer – volvió a repetir, sin saber todavía qué.
            - Nada. No podemos hacer nada, porque ella no quiere. Me ha dicho que lo sabes todo. Lo de ella, lo del niño. Que dice que no es hijo mío. Pero si soy yo. Si tengo fotos de pequeño que se pueden confundir con las de él. Y dice que no. ¡Que nos hemos casado hasta que la muerte nos separe! Como mis padres, como vosotros…Hay cosas que no pueden ser.
            - Sois jóvenes los dos -comenzó a hablar, tratando de encontrar un punto de apoyo, un fulcro desde el que levantar otro discurso que les alejase de la voluntad de Marisa, que era una barra de un metal que no podrían doblegar.
             Alberto negaba con la cabeza, miraba al suelo y se mordía las uñas.
            -Sí, sois jóvenes. Tenéis toda la vida por delante. Os habéis equivocado. Podéis comenzar de nuevo y buscar vuestra felicidad.
            -Yo no me he equivocado. Yo sabía lo que quería. Yo me he casado porque quería vivir toda la vida con tu hija, y con vosotros, que sois mi familia. ¡Tenemos un hijo!
            -Ya. No tengo nada que reprocharte. A veces suceden estas cosas: dos personas excelentes y que no se entienden. Marisa sí sabe que se ha equivocado. Buscaba lo mejor, pero se ha equivocado. No fue capaz de suspender la boda. Haberlo dejado, y mira. A mí tampoco me alcanza la cabeza, pero sucede. No lo entiendo. Sabía que llegaría este día, y nunca supe cómo podríamos afrontarlo. Ya está.
            Por la mente de Alberto volvió a pasar la nada de su futuro, una nada que le resultaba aterradora.
-Voy a cumplir veinticuatro años y, en un momento, me he quedado sin familia, sin casa, sin trabajo. Hasta hace media hora lo tenía todo, o creía tenerlo, porque a la vista está que vivía engañado, y en pocos minutos lo acabo de perder. ¿No soy yo el tipo más desafortunado de esta ciudad?
- Seguro que no – le dijo el padre de Marisa cuando el silencio se prolongó. Tendréis que tomaros un tiempo para tomar decisiones. Te ayudaremos. Puedes irte a vivir a la casa, mientras encuentras algo. Porque Marisa se va a quedar con nosotros. Haremos la liquidación del contrato con la empresa y te ayudaremos. Si quieres, puedo presentarte a algún otro empresario de transportes. Ya conoces el negocio y lo has hecho muy bien. Yo también pierdo, Pero en esta casa estamos acostumbrados a levantarnos. Ya hemos pasado por lo peor.
Aquellas palabras llamaron la atención de Alberto .
- ¿Qué peor? -preguntó, intrigado.
- Hace ocho años perdimos a nuestro hijo, por una sobredosis. Era toxicómano. El final, que no pudimos evitar, fue ya un consuelo. No tenemos fotos por la casa, porque su madre no quiere tener presente todos los días aquel martirio. Solo esa en que está con su hermana, el día de su primera comunión, que ella dice que es un primo que se fue a América. Vivimos como si no hubiera sucedido. Marisa tenía dieciséis años. Perdió el curso y pasó unos meses muy malos. Seguimos viviendo, y la vida nos ha traído también momentos de felicidad. El niño se parece a su hermano Jorge mucho más que a ti. Mira, para que no podamos olvidarlo. La vida tiene estas cosas.
Había corrido la noche. Se había enfriado la bodega. El sueño y el cansancio acudieron a sus ojos. El ánimo de Alberto se había ido calmando en la conversación con Julián. Había dejado de sentirse la persona más desafortunada del mundo, aunque seguía sin ver una salida a su situación.  se sintió sin fuerzas para subir a la habitación, sugirió la posibilidad de quedarse a dormir allí, en el sofá, y a su suegro le pareció oportuno.
-Ahí, en el armario hay mantas. Por si las necesitas, que aquí, en la madrugada, refresca- le dijo, antes de subir pesadamente las escaleras y dirigirse a su dormitorio.
Cuando su suegro abrió la puerta de la bodega para salir, Alberto pareció escuchar los lloros de quien seguía pensado como su hijo. Miro el reloj. Era la hora temprana en que solía despertase para desayunar el primero. La imagen de Marisa, medio dormida dándole el pecho y la del niño amorrado a ella, le provocaron las lágrimas. Acaba de perderlo todo. Se durmió sin darse cuenta de que se dormía, como si cayese de repente en un abismo.
 Amanecería, como todos los días, pero hoy no sería ya un día más en su vida. Por la mañana, cuando se levantase, tendría que ver a quien era su mujer, a quien todavía veía como a su hijo, a quienes seguían siendo sus suegros, pero sabiendo que ya nada era lo que ante los ojos de los demás parecían ser. No sabía cómo enfrentar aquella situación de anormalidad sin que pareciese que estaba haciendo teatro, porque la verdad que sabían ya todos no tenía nada de normal. Se había dormido con esta sensación de desconcierto y tuvo un sueño extraño. En el sueño, una barca desarbolada, el velamen roto, el mástil y la vela mayor arrastrados por el agua, daba bandazos por entre unos peñascos, cerca de la costa. Rompían en su casco olas violentas, pero la nave avanzaba sin chocarse. Tenía el casco y la orza intactos y le daban estabilidad. Cuando se despertó, en esa confusión propia de los sueños, no sabía si él era el espectador de aquel trozo de película, o era la misma barca que sorteaba los temibles roquedales. Sintió el consuelo de la estabilidad con la que se zarandeaba el velero sobre las aguas y noto como una cierta confianza en sí mismo para afrontar lo que se le había venido encima.
Aquella mañana, le angustiaba volver a encontrarse con Marisa, volver a verla. ¿Quién era para él? -pensó. Sí, era su mujer, pero ya no lo era. Y volver a ver al niño. Dejaría de poder cogerlo con la confianza que hasta ahora lo cogía, y ya no podría jugar con él, y hacerle morisquetas, y decirle cosas tiernas, de esas que cuando no eres padre te da casi vergüenza oír en boca de otros que sí lo son ¿Cómo podría decir que no era hijo suyo? Tenía la misma cara que tuvo él. 

A lo mejor Marisa quiere separarse y se ha inventado esta excusa para quedarse con él -pensó. 

                                                                  VII

Tendría que contarlo en su casa, a sus padres, a sus hermanos, a su tío sacerdote, a los amigos – pensó para sí mismo. No era fácil entender a las mujeres, estaba claro.
Volvería a hablar con Marisa, antes de dar aquel paso, pensó cuando ascendía por las escaleras y se dirigía a la cocina a desayunar, como hacía cada día.
Encontró el desayuno preparado, como todos los días, y a la madre de Marisa ocupada en las tareas habituales.
-Buenos días -dijo, como de costumbre.
-Buenos días – contestó también su suegra.
Los dos temieron las palabras del otro tanto como las esperaron, pero la conversación no continuó; solo un silencio espeso en el que los ruidos domésticos parecían llenarlo todo.
Aquella mañana, sin embargo, las voces, que decían lo mismo de todos los días, les sonaron a ambos de manera distinta. En el transcurso de aquellas ocho horas había crecido un mundo que amenazaba todo lo que compartían. También rehuyeron mirarse: la vista de  Alberto se perdió entre los enseres de la cocina, porque no quería encontrarse con la de ella. y en lo que se traía entre manos. la de ella, que prefería no tener que afrontar la de él.
En la cabeza de Alberto creció un nuevo motivo de reproche hacia aquella familia a la que había apreciado tanto.
He estado ciego. Yo era el único que no lo sabía. Lo sabían todos ellos. Lo habrán hablado. Me habrán mirado como un lunático, mientras me mataba en la empresa. De repente se le fueron las ganas de desayunar. Se tomó un café. Se levantó y se fue hacia la habitación donde estaban Marisa y el niño.
La cocina se llenaba a aquella hora de vapores alimenticios, que se extendían por la casa y hacían como de despertador y de llamada. La abuela solía dejar la comida semipreparada antes de irse a tomar el sol en la piscina y, mientras desayunaban, a medida que iban levantándose, ella avanzaba en su tarea.
Pero no entró en la habitación. Se dio la vuelta y volvió a la cocina. Donde había llegado ya Julián, después de darse el acostumbrado baño mañanero y se disponía a desayunar.
Se saludaron, como todos los días. Hablaron del calor que se anunciaba ya desde por la mañana.  echó un vistazo al periódico Levante, que ella traía siempre cuando volvía de la panadería y dejaba encima de la mesa, como si fuera una parte más del desayuno, y comentaron las noticias de la primera página. Se repitieron los pronósticos para el día, el comentario sobre la primera página del periódico y algún más sobre los camiones que tendrían que entrar aquella mañana y sobre los que cargarían para salir. Llamaría a las diez al despacho, para vigilar los turnos y ya le diría. Si no habían llamado, es que todo iba con lo planificado. Ya se sabe: la falta de noticias suele ser la mejor noticia.
En la conversación entre ellos dos, parecía un día como otro cualquiera. Como si la noche no hubiese sido una pesadilla de la que acababan de salir todos con el amanecer. Faltaba Marisa y el niño. Dudaba si podría soportar el momento en que entraran. “Es que no tengo nada que hablar con Marisa”- se dijo- y cambió su intención primera, porque la necesidad de salir de aquella casa se le hacía cada momento más urgente.
-Creo que me voy a dar una vuelta por el almacén -anunció, de repente.
-Bueno -respondió el suegro, que adivinó los motivos de aquel cambio de planes y su decisión de ausentarse.
- Pero vienes a comer- añadió la madre.
- Pues no sé. A lo mejor me acerco a ver a mis padres y como con ellos.
- Como quieras. Dinos algo – añadió.
 Salió sin saber si volvería. Debía ir a casa y darles la noticia a sus padres, a sus hermanos, quizá a su tío el cura. Necesitaba pensar qué hacer y pedir ayuda. Aquel golpe había sido más grande que sus fuerzas, necesitaba poder hablar con alguien, desahogarse, sacar del cuerpo todos los demonios que las palabras de Marisa habían desatado en él. Cogió el coche y condujo despacio hasta el almacén.
El almacén seguía su ritmo semanal y los sábados eran días especiales. A pesar de que no lo esperaban, no encontró nada que le hiciese pensar que los empleados aprovechaban su ausencia para desmandarse. De pronto, le vino a la cabeza una idea envenenada. Quizá hay alguien aquí que ya lo sabe, y cuando me ve piensa “ahí va el cornudo. Se pensará que va a heredar la empresa”. Aquella idea le hizo darse la vuelta apenas pisó el cemento gris del almacén. Salió, volvió a coger el coche y se dirigió a casa de sus padres.
                                  
                                                                     VIII

No tenía un lugar adonde ir. No volvería a la que aquellos meses había sido su casa, ni podía todavía ir a casa de sus padres. ¿Qué les diría? Si era verdad lo que decía Marisa, en algún momento tendrían que saber lo que, adivinaba, que les partiría el corazón:  que aquel nieto que hacia sus delicias, no lo era. Pero no podía decírselo hoy. Ni siquiera él estaba seguro. Era la palabra de Marisa contra todas las opiniones de las dos familias, aquel hoyuelo en la barbilla, que venía de su madre, el color moreno de la piel que era el de su padre, las manos, que eran como las de él…No estaba seguro de lo que Marisa le había dicho. En el viaje de luna de miel habían hecho el amor, por fin como marido y mujer, y habían sido felices. Se esforzaba en recordar con precisión aquellos días en Santo Domingo y no le venía a la memoria nada en ella que le anunciase un disgusto con él, una infidelidad, un tener en la cabeza la imagen de otro mientras estaban juntos. Le desesperaba pensar que las personas podamos ser tan opacas: que podemos decir sí mientras pensamos y sentimos que no, que podamos sonreír mientras nos morimos de dolor, que podamos hablar para tapar con nuestras palabras nuestros verdaderos pensamientos, que nunca podamos estar seguros de qué hay detrás de lo que vemos, de lo que oímos, de lo que tocamos con nuestras propias manos. La imagen de aquella infidelidad confesada por quien seguía siendo su mujer, amenazó con ocupar toda su atención, hasta hacerle incapaz de conducir por el agitado tráfico de la ciudad. ¡Quién habría sido el desgraciado que se había metido en medio! Algo le decía que se conocían, que, quizá cuando lo viese a él, lo mirase con desprecio. ¡Y hasta que no cumpliese el año, no se le podía hacer al niño las pruebas de paternidad! Quedaban poco más de dos meses, una eternidad, en estos casos. No. Hoy les contaría que Marisa quería separarse y cuando estuviera seguro de que el niño no era hijo suyo ya se lo diría. Conducía el coche por la Gran Vía Marqués del Turia, pasó por delante del colegio donde había estudiado, allí estaba su tío. Hablaría con él antes de ir a casa. Paró frente a una cabina de teléfono, subió ligeramente las dos ruedas del coche sobre la acera, y marcó el número del convento, donde supuso que estaría aquella mañana
Tuvo éxito su llamada. Su tío no puedo disimular la extrañeza de aquella llamada en una mañana de domingo y pensó que su sobrino le tenía guardada alguna sorpresa. Podían verse cuando él quisiera. Buscó un lugar donde aparcar. Esperó a la puerta del convento, su tío le había dicho que bajaba a abrirle.
-¿Qué de bueno te trae por aquí, sobrino perdido? – le dijo, dándole un abrazo, alegre, de volver a verle.
El entusiasmo de su tío le hizo darse cuenta de su estado de tensión aquella mañana, incapaz de devolverle el abrazo que recibía. No encontraba dentro de él nada con qué responder al calor de aquel recibimiento, y cuando le soltó su tío, sintió que se le desbordaban las lágrimas.
-Nada bueno - acertó a decir, mientras buscaba un pañuelo para enjugárselas.
 -¿Qué ha pasado? – se alarmó, al oír los suspiros que  no podía reprimir.
 -Vamos a algún sitio y te cuento -dijo, interrumpido por el hipo que le provocó el intento de reprimir su emoción.
  - Ven, sube a mi despacho. ¿Pero qué ha pasado? ¿El niño? ¿Marisa? Dime algo, coño.                        - Marisa -dijo.
 -Ya me imagino -contestó el tío, acostumbrado a interpretar las lágrimas ajenas, pero sin sospechar hasta donde se había roto el mundo de Alberto aquella mañana, mientras subían en el ascensor hasta el cuarto piso, donde tenía su despecho
 -Ahora te cuento – le dijo, sin saber todavía hasta dónde le iba a contar.
 Y le contó todo
Como un jarrón familiar que se ha precipitado desde la repisa, por un movimiento descuidado, y se ha hecho pedazos, se lleva cuidadosamente, envuelto en un paño, hasta con las más pequeñas esquirlas, al taller de un restaurador y se espera de sus manos prodigiosas, la reconstrucción de lo que fue, Alberto depositó ante la mirada de su tío los trozos de aquella vida que había quedado hecha añicos con solo unas pocas palabras, ni siquiera muchas, unas palabras dichas en un tono nada dramático, como si hubiesen sido ya ensayadas o pensadas muchas veces, se dio cuenta ahora.
Cuando Alberto finalizó el relato, en medio de sollozos que no podía de tener, y alterado por un hipo que troceaba sus palabras, su tío se quedó en silencio. Se le acercó, le puso el brazo por encima del hombro y le dejó llorar. No sabía qué decirle. A su mente le venían en tropel todos aquellos reproches que se había tenido que callar ante el desvío de lo que él creía que debiera haber sido la verdadera trayectoria de su sobrino, pero se dio cuenta de que no era la hora de las críticas,  y los sermones. Pensó en la parábola del hijo prodigo, en su vuelta a los brazos del padre, en aquella experiencia tan dura en su vida, como una oportunidad para dar un giro en el camino que le llevase hacia una nueva sensatez, hacia una vida más auténtica, más cristiana, más acorde con las enseñanzas que había recibido en aquel colegio en el que había crecido, y del que se había apartado cuando comenzó a salirse de lo que él consideraba el camino recto. Dejó aquellas consideraciones para más adelante, tiempo tendría, y se ocupó de su porvenir más inmediato
¿Y qué vas a hacer? Sí, con tu matrimonio, con el trabajo, la vivienda, tú porvenir profesional…Tendrás que tomar decisiones.
Le contó su conversación con Julián, la ayuda que le había ofrecido, que podía seguir viviendo en la casa que les había dejado hasta que organizase de nuevo su vida, de poder ayudarle a buscar trabajo dentro del sector del transporte, de lo agradecido que se sentía con él, de lo que sospechaba que habría supuesto para el padre enterarse de aquella tragedia que les había sucedido, del hijo drogadicto que perdieron hacia seis años, y del que Marisa nunca había llegado a hablarle...
-Creo que, si no os vais a arreglar, y por lo que me cuentas lo veo realmente difícil, lo mejor será que rompas con todo lo que te une con ellos. Como te dice su padre, los dos sois jóvenes, podéis rehacer vuestras vidas.
-¿Y el sacramento del matrimonio? ¿Y el ser fieles hasta que la muerte nos separe? ¿Y todas las cosas que nos dijiste en la misa el día de la boda? ¿Y la ayuda de Dios para sobrellevar las duras pruebas que la vida en común nos tendría reservadas? ¿Era todo mentira?
    -Mira, Alberto, tiempo tendremos de hablar de todas estas cosas. Lo principal, hoy, es que te tranquilices. Que vayas a casa de tus padres y les cuentes que estáis teniendo problemas, sin darles muchas explicaciones, y que hables con Marisa. A lo mejor, al quedarse sola, ha pensado algo distinto y estáis a tiempo de reconciliaros. No seríais la primera pareja que tienen problemas y los supera. Si no tienes sitio donde ir y las cosas siguen igual entre vosotros, si quieres, puedes venir a dormir aquí, al convento. Me llamas.
    Salió Alberto de allí con más dudas, pero con algo más de fortaleza para soportarlas, de manera que el mundo, después de aquella charla, le parecía menos duro, y veía ahora su vida como la de otras tantas personas, con las que quizá se cruzase por la calle, a las que el tiempo les hubiera traído un golpe inesperado. Eran jóvenes. Tenían salud. Una familia a la que podía volver. Unos padres y hermanos en los que apoyarse. Era como si tuviese que comenzar a vivir, aunque ya nada sería lo mismo. Un no sé qué  ajado, lánguido, otoñal acompañaba a lo que veía, a lo que imaginaba, a lo que todavía no se atrevía a desear. 



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