Se rompen las costuras
I
Se llamaba Alberto, como su padre, pero tenía la cara de su madre. Como ella, tenía un hoyuelo en la barbilla, del que pronto aprendió a sentirse orgulloso y, como a ella, el cabello oscuro y ligeramente ondulado y pegado al cráneo, le daba un cierto perfil de estatua griega. Alberto terminó el bachillerato siendo un hombre de principios y algo más serio de lo que le gustaría ser. A fuerza de clases de religión, de consejos de su tutor y alguna que otra lectura orientada se había construido en su cabeza un mundo muy ordenado por el que se paseaba con notable seguridad. Tenía ideas muy claras sobre la vida y sus aconteceres pero, cuando le llegó la edad de ponerse a vivir sin las andaderas en que se había sujetado hasta entonces, se vio enredado por todo aquello que sucedía y que él no había previsto; aquel futuro que él había imaginado, cuando se hizo presente, se comportó con él como si pretendiera tomar algún género de venganza contra el claro sistema de ideas tan bien construido en su cabeza.
Alberto pensaba ser un gran
profesional y tener una familia numerosa, como la que habían tenido sus padres.
Por supuesto, pensaba que su mujer se quedara en casa criando y cuidando de la
familia, como había hecho su madre. También pensaba casarse por la Iglesia,
concretamente en la basílica del colegio donde había estudiado con beca, en una
ceremonia espléndida que oficiaría su tío, religioso del colegio, y que su
matrimonio sería para toda la vida, como Dios manda. Por mera transposición
familiar, estaba convencido de que el lugar donde mejor estaban las mujeres era
en casa, cuidando de la familia, no expuestas al roce permanente con el mundo.
¡Qué hubiera sido de él sin su madre! Si pensaba su casa sin la presencia
permanente de ella, se le agolpaban en la imaginación las camas sin hacer, la
ropa sin lavar, el frigorífico vacío, el polvo cubriendo como una funda todos
los objetos de la casa...Y aquellas fuentes de patatas fritas que su madre
hacía como acompañamiento de todas las comidas, vacías. También pensaba él que,
si un hombre permite que su mujer trabaje, debe ser vigilante.
-Lo que un marido tiene entre
las piernas lo tienen también otros hombres y están dispuestos a dárselo a tu
mujer al menor descuido – le había argumentado a Javier, un día en el que su
hermano se atrevió a discutir aquellas ideas con las que él pretendía dirigir
la vida de sus hermanos menores.
Todas las ideas sobre su vida
futura y sobre cómo sería su mujer no eran una consecuencia a la que él hubiese
llegado a partir de las relaciones con chicas de su edad, sino un producto de
una educación pacata y de un ambiente familiar tradicional y lleno de
estrecheces, pero él desconocía que las ideas también tienen su porqué y, por
esa razón, estaba dispuesto a defenderlas y a discutir por ellas con quien
fuese, porque, según él, ser como él pensaba que deberían ser las cosas era ser
como Dios manda.
Sin embargo, cuando se
enamoró, y se enamoró hasta los zancajos, lo hizo de una mujer que estudiaba
derecho, como él, que deseó tener relaciones sexuales antes de saber si
terminarían casándose o no, que no pensaba tanto en tener hijos como en poner
los medios para no quedarse embarazada y que gozaba del placer sexual sin
sentirse culpable.
Alberto fue el primer hombre de su familia que pudo
estudiar en la universidad y el único de cinco hermanos que progresaba por el
camino del título universitario. Aquella distinción le hacía hablar en la
familia con un punto de seguridad que sus padres, humilde obrero él y hacendosa
ama de casa ella, admiraban, pero que, vista desde fuera, sin la incondicional
admiración paternal, sonaba algo soberbia e impostada. En realidad, en los años
que él estudió, mucho antes de la extensión de la educación universitaria a las
clases populares, la situación económica de sus padres no le habría permitido
ni de hacer el bachillerato, pero puso remedio a aquella carencia el hecho de
tener un tío materno religioso en la misma ciudad, lo cual le dio la
oportunidad de estudiar en uno de los colegios prestigiosos de la congregación
a la que el tío pertenecía. veía la mano
de Dios en todas las circunstancias favorables de su vida y se sentía
agradecido hacia esa disposición divina de las cosas a su favor.
Logró finalizar el
bachillerato sin repetir ningún curso y acceder a la Universidad para estudiar
Derecho. Cuando comenzó a estudiar en la Universidad, tuvo que ir al oculista a
graduarse la vista y se puso gafas. A la hora de elegir modelo, se inclinó por
unas de montura de oro y cristales casi redondos, que usaban pocos estudiantes,
pero sí alguno de aquellos que a él le parecían un modelo a seguir. Aquella
nueva imagen suya le daba un toque de distinción apropiado para su nuevo
estatus, una dignidad que le venía bien con sus estudios y parecían señalaban
un camino. En casa, por supuesto, estuvieron de acuerdo.
Tenía cuatro hermanos menores
que él, pero ellos, cuando terminaron los estudios de la enseñanza general
básica, no se sintieron motivados para continuar la senda que él les había
marcado y buscaron trabajos alimenticios. Para ello contaron también con la
inestimable ayuda del tío religioso, que tenía muchos hilos de los que tirar. llevaba mal aquella desidia de sus hermanos.
En aquellos años, en la
Facultad de Derecho de Valencia se reunía posiblemente lo más dinámico y lo más
reaccionario de la sociedad valenciana, junto con un gran grupo de despistados,
que terminarían plegándose a uno u otro bando, dependiendo de un montón de
factores, todavía impredecibles cuando comenzaban los estudios e inexplicables
después de finalizarlos. Él llegó a la universidad dentro del grupo de chicos
con los que había estudiado todo el bachillerato y fueron ellos los primeros
compañeros y amigos que tuvo en el campus. Las multitudinarias aulas de los
primeros cursos estaban compartidas por grupos numerosos de alumnos que
madrugaban para coger sitio y tener mesa, o que se veían obligados a coger
apuntes sentados en el suelo o en el alfeizar de las ventanas. Entre ellos, y
bajo un mismo atuendo juvenil y casi indiferenciado, había hijos e hijas de altos funcionarios del
estado que comenzaban desde el primer día a memorizar sus temarios de jueces,
abogados del estado o notarios, hijos de empresarios que afilaban el colmillo
por las tardes en tareas de la empresa familiar y lo pulían por la mañana en
las aulas universitarias, hijos de históricos despachos de abogados que
saltaban de las aulas abarrotadas de la mañana a las bibliotecas familiares con
muebles de roble y asientos de cuero y que acompañaban a papá en tareas que les
iniciaban en la profesión, y les introducían en el mundo de las relaciones
sociales, y había también un número creciente de hijos de obreros que
alimentaban en su corazón una reivindicación histórica de justicia o una
ambición similar de ascenso social, sin reparar en el camino que les llevaría a
su meta. También acudían a la Facultad de Derecho mujeres sin interés en el
Derecho. Algunas, iluminadas por algún buen profesor, descubrían en los
estudios un mundo fascinante, que no habían sospechado y terminaban en
profesiones que no habían pensado cuando llegaron hasta allí y otras, desde el
primer día, calibraban entre todos aquellos hombres jóvenes la mejor pareja
posible para asegurar su futuro.
Pasó los primeros años de
universidad tomando apuntes, buscando novia y reuniéndose una vez a la semana
con un grupo de exalumnos del colegio, a quienes el buen sacerdote daba charlas
sobre doctrina cristiana y procuraba orientar en el difícil mundo en el que
tenían que vivir. Como era un hombre voluntarioso, disciplinado y de ideas
claras, los estudios no le costaban y como le resultaba difícil concentrarse en
casa, rodeado del jaleo familiar, comenzó a frecuentar la biblioteca de la
facultad. Aquella actividad le trajo nuevas relaciones más allá de las del
grupo de exalumnos, que había sido hasta entonces su grupo natural, y comenzó a
oír y conocer otras formas de ser y pensar muy alejadas de lo que había sido su
ambiente familiar y educativo. Le costaba imaginar formas de vida distintas a
las que había mamado en casa y en el colegio y no lograba situarse en aquella
época de cambios tan radicales en la sociedad española. Discutía con aquellas
nuevas amistades, y defendía con ardor ideas que había adquirido por ósmosis,
en las que creía a pie juntillas, sin haberse tomado el trabajo de repensarlas.
Cuando inició el tercer curso, animado por su facilidad para el estudio comenzó
a pensar en una salida profesional acorde con sus buenas notas: quizá juez,
abogado del estado, registrador de la propiedad, hasta notario. Las ideas sobre
su futuro fueron pronto de dominio familiar, y en casa comenzaron a
considerarlo como una promesa de futuro brillante. Su tío religioso se ofreció
a presentarlo, a su debido tiempo, ante personas que podrían ayudarle a cumplir
sus sueños, pero mientras llegaba ese momento, su tarea era el estudio. En el
invierno del tercer año, comenzó a pensar que la relación con aquella chica tan
simpática con la que coincidía en la cafetería de la biblioteca podía llegar a
algo más, pero le retraía la nociva influencia que pudiera tener en la
regularidad de su vida de estudios y la sospecha de que quizá su cercanía le
alejase del camino que se había trazado. En realidad, nunca le había sido fácil
el trato con las mujeres y el colegio en el que había estudiado, exclusivamente
masculino, no le había ayudado nada. Cuando la imagen de ella comenzó a
entreverarse entre los folios de los apuntes y adquiría más realidad que los
artículos del Código Civil que trataba de leer y memorizar, pidió una charla
personal con el religioso que los reunía semanalmente para hablar de sus
inquietudes.
- Me gusta, padre - le dijo en
un esfuerzo de sinceridad. Me gusta tanto que ya no puedo ponerme a estudiar
sin pensar en ella: si vendrá o no vendrá esa tarde a la biblioteca, la hora de
vernos en la cafetería, la hora de salir de la cafetería y acompañarla a casa,
la hora de vernos en la clase al día siguiente...
El religioso era un cura
moderno y como tal le aconsejó en aquella situación difícil.
- El amor es un sentimiento
noble. Dios creó al hombre como hombre y como mujer y puso en el corazón de
ambos un sentimiento tan fuerte por la compañía del otro que, cuando irrumpe en
nuestra vida, lo vivimos como un estado embriagador. Es normal que te
preocupes, pero debes afrontar esta nueva situación con confianza en ti y en la
ayuda de Dios.
- Es que está comenzando a
afectar a mi capacidad de concentrarme en los estudios.
- Habéis tenido algún tipo de
acercamiento carnal– le preguntó el religioso.
- No, no, padre – contestó Alberto sonrojado, pues consideró que la pregunta
pisaba un terreno al que todavía no le había dado permiso para entrar y sintió
cómo el rubor afloraba a sus mejillas y sus manos se empapaban de sudor.
También sentía que le faltaban palabras para nombrar
cuanto bullía en su cabeza; sus anhelos y sus temores eran tan nuevos,
pertenecían a un mundo tan alejado de las conversaciones de aquel grupo de
exalumnos, que no sabía cómo hablar de ellos.
II
III
Alberto se descubrió un día siendo todo lo contrario de lo que en algún otro día no tan lejano se había propuesto ser, incluso se había imaginado ya ser. Había abandonado definitivamente su asistencia a las reuniones de los exalumnos con el sacerdote que había sido su tutor; había dejado de asistir a la misa dominical, primero con una cierta aprensión, como si esperase un castigo por la ruptura de aquella costumbre que tenía arraigada desde su infancia, más tarde sin aprensión alguna; había dejado de confesarse y comulgar, y hacía tiempo que apenas se veía con los antiguos compañeros del colegio. También había comenzado a acostarse con su novia antes de casarse, al principio con conciencia de un pecado que debía confesarse y con miedo al castigo divino, más tarde, como parecía que el castigo divino se hacía esperar, el remordimiento fue reemplazado por el miedo a que su novia se quedase embarazada y, poco después, comenzó a corroerle la duda de si no estaría haciendo Marisa con algún otro hombre lo que hacía con él.
II
Marisa tenía un año más que Alberto. Había repetido algún
curso de Bachillerato y había accedido a la Universidad al finalizar COU.
Eligió estudiar Derecho por eliminación, y porque pensaba que le vendría bien
para trabajar en la empresa de transportes que tenía su padre. Al contrario que
a Alberto, a Marisa no le gustaba estudiar. Estudiaba, y aprobaba porque era
lista, pero no se veía dedicada a memorizar temarios interminables ni le
atraían las tareas de leguleyo. Ella se pensaba más como mujer de empresa,
hacer lo que hacía su padre, pero con estudios, y sin tener que pagar a
profesionales que le hiciesen lo que él no había llegado a aprender a hacer.
Su padre se había iniciado
como transportista autónomo y había logrado tener una empresa de catorce
camiones y veinte conductores que ahora recorrían las carreteras de Europa.
Desde que se iniciaran las negociaciones de adhesión a la Comunidad Económica
Europea, y se habían rebajado los aranceles, las empresas de transporte de
mercancías habían crecido lo impensable, y el negocio iba muy bien. A Marisa le
gustaba aquel chico tan serio, tan estudioso, tan caballeroso, tan cortado
frente a las mujeres, tan ajeno al mundo de los hombres que trabajaban en la
empresa de su padre, donde ella se veía casi asediada por las miradas ardientes
de los transportistas y los del almacén, que la desnudaban cada vez que se
cruzaba con ellos. Un día, o más precisamente una noche, porque en aquellos
días de invierno las noches se echaban encima de la tarde sin dar tiempo para
nada, cuando la acompañaba hasta la esquina en que sus caminos confluían, poco
antes de que se bifurcasen hasta sus propios domicilios, Marísa sintió un
estremecimiento de frío, y se agarró al brazo de Alberto como un movimiento
instintivo para buscar su calor. Aquel acercamiento no se hubiera dado si antes
ella no hubiese aceptado ya su contacto como una posibilidad abierta, y aquella
aceptación de su contacto por parte de él no hubiese sido posible si antes él
no hubiese soñado y deseado que aquel acercamiento se produjera algún día. Al despedirse,
Marisa acercó sus labios a los de Alberto y le besó. El beso, su primer beso,
lo incendió, como si de la boca de ella, en vez de un beso hubiese salido la
brasa de un carbón incandescente, y en la despedida de aquella noche las manos
de los dos parecían imantadas por el otro cuerpo y querer alargarse y doblar
las esquinas con tal de no perder el contacto iniciado. Los dos sintieron que
flotaban de camino a sus propias casas y, una vez en ellas, ambos tuvieron que
disimular ante los suyos el entusiasmo que acaba de nacer bajo su piel.
El fin de semana quedaron para
ir al cine.Alberto no estaba
acostumbrado a ir al cine. En casa veían cine en televisión, pero la economía
familiar no estaba para tirar cohetes y lo que sucedía en las pantallas de los
cines de la ciudad le resultaba bastante ajeno. A Marisa le gustaba el cine.
Desde que pudieron aparentar que eran mayores, con el grupo de amigas del
Instituto donde estudió el BUP, procuraban no perderse nada de lo que
recomendase la “Cartelera Turia”, que era para ellas como la Biblia del cine en
Valencia. Las películas les ofrecían una ventana a otro mundo posible, en él se
veían mujeres que no se parecían en nada a las mujeres con las que vivían y que
sentían más próximas a lo que ellas desearían ser. También se veían hombres
imposibles con los que soñar. El miércoles, nada más salir la “Turia”, Marisa
la compró, y se la llevó a la Biblioteca, junto con los apuntes que habían
decidido estudiar aquel día. Cuando salieron a tomarse un café, para después
continuar con los apuntes, sacó la cartelera e intentaron decidir la peli que
irían a ver. La cosecha de películas de aquel año no era pequeña. Marisa había
visto ya alguna de las que estrenaron primero, y tenía una opinión sobre todas
las que aún no había visto.
- ¿Y tú
cómo sabes de qué van, si no las has visto? - le preguntó con una inocencia que
a ella le hizo reír.
- Porque
me gusta el cine, y hablo con mis amigas, y unas hemos visto unas
y otras, otras, y nos las contamos, y hablamos de ellas.
De
repente, Alberto se sintió un poco extraterrestre en aquella conversación. Le
parecía que, siguiendo los pasos de Marisa estaba entrando en un mundo más
adulto, más atractivo, un mundo que hasta ese momento parecía haberle esquivado
y que ahora vislumbraba desde la orilla. Comenzó a sentir aquellas reuniones de
los fines de semana en las que el sacerdote les aleccionaba sobre la doctrina
cristiana como ajenas a su vida actual, le parecían aburridas y lejanas. Aquel
sábado, al finalizar la reunión del grupo, al que se habían ido incorporando
algunas chicas que eran novias de sus compañeros, y al que Marisa nunca quiso
pertenecer, se fueron al cine, a ver la película que había decidido
Marisa, que renunció a la que de verdad
tenía ganas de ver “Nueve semanas y media”, por temor a lo que pensase Alberto
pues, hasta los no aficionados al cine
sabían que era un película muy caliente.
“Una habitación con vistas”
era una película que no encerraba ninguna sospecha en su título y de la que
toda la gente hablaba bien. En el cine, se dejaron llevar por el deseo de
cercanía del otro, la oscuridad desató sus manos en caricias tiernas y sus
bocas con besos discretos pero apasionados. La película que fueron a ver
parecía estar hablando de ellos mismos.
La crítica de la Turia decía de ella: “Es la historia de una joven, Lucy
Honeychurch, que despierta al mundo y que termina por asumir sus propios
anhelos más íntimos, tras engañarse tanto a sí misma como a la sociedad que la
rodea. Los planos de las estatuas que jalonan la Piazza della
Signoria expresan esa turbación que Lucy empieza a sentir
en su interior, y preconizan tanto el sentimiento de violencia que
padece al confrontar sus deseos con el sistema de valores recibidos en su
educación, como el enfrentamiento con el mundo exterior… La aceptación de sus
anhelos tropieza con la opinión de su familia que condiciona los actos de Lucy.
La elección del aria O mio bambino caro, de
Puccini, parece sugerir que… una señorita como Dios manda debe pedir permiso a
su querido papá para poder casarse. Algo que Lucy no puede aceptar y que le
hará experimentar un proceso hacia la madurez, y tomar sus propias
decisiones vitales.”
-Qué
gracioso el nombre de la protagonista, le comentó Marisa a Alberto nada más
salir del cine.
- ¿Por?
-
Honeychurch. Se apellida Honeychurch. “Honey” es una manera muy frecuente entre
los ingleses de llamarse los amantes entre sí y “church”, pues eso, iglesia.
Parece que James Ivory ha querido resumir en su apellido toda la contradicción
que vive el personaje
Pero
Alberto era ajeno a aquellas sutilezas cinematográficas, y no había alcanzado
mucho más allá del argumento de la historia que había visto en la pantalla.
Marisa disfrutaba descubriéndole el mundo del cine y sintiéndose admirada por
él.
- ¡Jo,
tía, cuántas cosas sabes ! – le dijo , cuando ella terminó de explicarle lo que
habían visto. III
Alberto se descubrió un día siendo todo lo contrario de lo que en algún otro día no tan lejano se había propuesto ser, incluso se había imaginado ya ser. Había abandonado definitivamente su asistencia a las reuniones de los exalumnos con el sacerdote que había sido su tutor; había dejado de asistir a la misa dominical, primero con una cierta aprensión, como si esperase un castigo por la ruptura de aquella costumbre que tenía arraigada desde su infancia, más tarde sin aprensión alguna; había dejado de confesarse y comulgar, y hacía tiempo que apenas se veía con los antiguos compañeros del colegio. También había comenzado a acostarse con su novia antes de casarse, al principio con conciencia de un pecado que debía confesarse y con miedo al castigo divino, más tarde, como parecía que el castigo divino se hacía esperar, el remordimiento fue reemplazado por el miedo a que su novia se quedase embarazada y, poco después, comenzó a corroerle la duda de si no estaría haciendo Marisa con algún otro hombre lo que hacía con él.
Aquellos
cambios en su vida no habían pasado desapercibidos para el entorno familiar y,
cuando llegó el final de curso y suspendió algunas asignaturas del tercero de
Derecho, su madre se apresuró a llamar a su hermano, el religioso, para que
tuviera una charla con su hijo.
-Hijo,
desde que comenzaste a salir con Marisa todo va peor – le decía su madre
- ¿Y qué
quieres? No puedo seguir como si fuera un alumno de bachillerato, como si no
tuviera veintiún años.
- Pero
es que ha sido como del cielo a la tierra. Has dejado de ir a misa los
domingos, has abandonado las reuniones de los sábados con los compañeros del
colegio, te vas a la biblioteca y tu padre y yo no sabemos si estás estudiando
o estás con Marisa haciendo yo qué sé qué cosas, has suspendido dos asignaturas
a final de curso... Y para colmo ya ni te vemos por casa, que parece que vives
en un hotel, y no en una familia. No pareces el mismo del año pasado. Y
todo ha sido desde que comenzaste a salir con Marisa...
Por no
disgustar más a su madre, le dijo a Marisa que tenía que acompañar a su madre
al médico y aquel día, en vez de ir a la biblioteca, se fue a hablar con su
tío, como le había pedido insistente ella
-Tú
madre está muy disgustada – le dijo para entrar en materia, apenas superado el
momento de los saludos.
-Sí, ya
sé -contestó con una respuesta escueta que anticipaba ya las dificultades de
aquella conversación.
- ¿Os va
bien? Con Marisa, me refiero -avanzó el tío como sin intención.
- Nos va
-respondió él sin añadir más información.
- Parece
que no estás muy contento – añadió, intentando dar un paso más.
Alberto se encogió de hombros, como toda
respuesta y su tío entendió que estaba en un callejón sin salida. Con reflejos
profesionales, lejos de desistir en su pretensión, buscó un rodeo que no le
asustase a su sobrino; como cuando, en el ascenso de una pendiente demasiado
empinada, abandonamos el sendero recto e intentamos un camino más suave y a la
vez más largo para llegar, al final, adonde pretendíamos, pero Alberto eludió
todos los intentos.
No era
fácil para él hablar a su tío de su relación con Marisa.
- Mira tío, Marisa y yo hacemos lo que hacen los hombres y las mujeres, y tenemos los problemas que tienen los hombres y las mujeres, y tú de esto no sabes nada. Déjalo.
- Mira tío, Marisa y yo hacemos lo que hacen los hombres y las mujeres, y tenemos los problemas que tienen los hombres y las mujeres, y tú de esto no sabes nada. Déjalo.
- O sí
-respondió su tío con una sonrisa que quería ser pícara. Pero te está afectando
a los estudios – añadió- y tienes a tus padres preocupados.
-Sí, me
está afectando. Pero tengo compañeros que viven como vivimos nosotros y a ellos
no les afecta. A veces pienso que, hasta llegar a la universidad, he vivido
como si las mujeres no existiesen, o como si mi deseo de estar con ellas no
existiese, y ahora que las he descubierto, lo que vivo con Marisa ha
hecho que se me caiga el castillo que me había montado en mi imaginación, o que
me habíais montado entre todos
- ¿Pero,
entonces, has dejado de pensar en preparar las oposiciones?
- Pues,
en estos momentos, no sé lo que pienso. Lo que he visto es que hay muchas
formas de vivir del Derecho sin ser notario o registrador...Ya sabes que el
padre de Marisa tiene una empresa de transportes...
- Sí, sí
lo sé.
- Pues
se puede ser abogado de empresa, y te aseguro que no se gana menos dinero.
- O sea,
que has abandonado tu idea primitiva de preparar oposiciones.
- No la
he descartado, no, aunque ahora estoy viviendo como si la respuesta fuera que
sí.
Era difícil contar a su tío que cuando él
pensaba preparar unas oposiciones de
alto funcionario, lo que en verdad buscaba era entrar en ámbitos que sentía
como vedados para él: ascender de la escala social de los pintores de brocha
gorda, como era su padre, a otra donde él imaginaba que se movían las mujeres
hermosas y sofisticadas, los coches de lujo, las casas con piscina en las
urbanizaciones que rodeaban la ciudad, los salones con piano y, una vez llegado
allí, ser capaz de seducir con su posición a una mujer que le condujera por
aquel laberinto. Pero todo aquello había quedado en agua de borrajas el día en
que Marisa, una mujer como aquellas que a él le parecían inalcanzables, le
ofreció irse, solos, al chalet que sus padres tenían en La Cañada y, allí,
después de una tarde de besos y abrazos, terminaran haciendo el amor.
El
resultado de aquella experiencia había sido frustrante para los dos. Marisa no
entendía el estado de enfurruñamiento de Alberto, que siguió a su primera experiencia sexual con una mujer.
Él no estaba preparado para aquello, y lo que acababan de hacer le
pareció un escalón más en el descenso por el que se estaba precipitando en el
alejamiento de sus ideales. En algún resquicio de su cerebro seguía vivo el
mundo de sus sueños, en el que los hombres tomaban la iniciativa de abordar a
las mujeres, y ellas esperaban a estar casadas para entregarse a un
hombre; en ese mismo mundo, las mujeres que se entregaban a un hombre antes de
casarse eran unas frescas, o unas guarras, o unas putas, dependía de quien las
nombrara. Las mujeres, en ese mundo suyo, llegaban vírgenes al matrimonio, y
los hombres habían perdido su virginidad con alguna fresca con la que no
pensaban casarse, o con alguna prostituta que los había estrenado. ¿Cómo podría
mirar desde ahora a Marisa sin pensar que podía hacer con otros lo que acababa
de hacer con él? Si Marisa había dejado de ser virgen ¿cómo podría estar seguro
de que a partir de ahora no le iba a ser infiel? Aquellas ideas, que no podía
ni alejar de su mente ni comentar con ella, le ensombrecieron el ánimo después
de aquel encuentro que debía estar destinado a ser una experiencia fundamental
en su vida de matrimonio. Marisa no entendía nada de aquel estado de enfado que
pareció apoderarse de Alberto y él no podía expresar las razones que le
turbaban su ánimo.
-Vámonos,
venga – dijo él, levantándose con ímpetu de la cama y dando por terminado aquel
encuentro.
- No
tenemos prisa, le dijo Marisa aún desnuda, encima de la cama, mientras le cogía
por la espalda e intentaba evitar que él terminara de vestirse.
- Déjame
– le contestó él, e intentó deshacerse de ella con el movimiento brusco de su
brazo, con un codazo cargado de agresividad.
- Pero ¿
qué te pasa? - le dijo ella extrañada y cariñosa.
- Nada.
Que no lo teníamos que haber hecho – contestó él.
- ¿Por
qué? ¿No te apetecía? ¿Lo has pasado mal? Yo me lo he pasado fenomenal – añadió
ella, en un intento de diluir la tensión con su alegría.
- Sí me
apetecía, pero no me lo he pasado bien. No es suficiente con que algo nos
apetezca para terminar haciéndolo – contestó él con ánimo sombrío.
- Marisa
se calló, buscó entre las sábanas revueltas su ropa y comenzó a vestirse en
silencio.
La
vuelta a la ciudad pareció el regreso de un funeral, y aquella tarde,
Marisa sintió con sorpresa que algo frágil y muy lejano a su voluntad se estaba
agrietando en su relación con Alberto. Era como si una pequeña nube, sin saber
cómo, se hubiese instalado en un cielo limpio de un atardecer sangrante, o como
si el hilo que une lo que hacemos con lo que queremos hacer acabara de
romperse.
IV
Contra lo que había sospechado aquella tarde, Marisa no
solamente no pensaba en serle infiel, sino que se vio sorprendida por aquel
sentimiento tan extraño que había sentido nacer en alguna parte de ella, desconocida
hasta aquel día, algo que le parecía alejarla de él, e hizo un esfuerzo por
apartar de su cabeza el recuerdo de aquella sensación tan rara, tan nueva para
ella, Seguía queriéndolo y seguía deseando estar con él, y el mundo que había
pensado, quizá solamente soñado, para los dos, seguía en pie. El apego que le
tenía, que se había fraguado en interminables conversaciones en la biblioteca,
en las que con un cierto sentido maternal y muchas risas se habían ido contando
sus vidas tan distantes, era más fuerte que la frustrante primera tarde de
amor. Estaba segura de que cuando Alberto aprendiera a disfrutar del sexo las
cosas serían incluso mejor que antes, y estaba confiada en que aquel malestar
sería pasajero y que él cambiaría. Sin embargo, Alberto se sentía mal consigo
mismo, y ese malestar que sentía lo atribuía a su debilidad frente a
Marisa. Adán y Eva, tal cual, pensaba, ella me ofreció la manzana y yo comí de
ella. Aquella su primera experiencia amorosa fue el inicio de un período de
infelicidad entre los dos.
Que, a
pesar de todo, en las mentes de ambos comenzase a fraguar la idea de casarse
como una forma de conjurar, de superar aquel período de incomprensiones y
discusiones, hizo que sus conversaciones dejasen de ocuparse de cuanto sentían,
y se orientasen hacia una actividad en común que les aligeraba las
tensiones. Tampoco se ponían de acuerdo en las decisiones que implicaba diseñar
una vida futura juntos, pero en lo referido a estas cuestiones, Alberto, que no
tenía ideas preconcebidas, porque en su casa no habían tenido que tomar decisiones
estéticas, sino utilitarias, aceptaba lo que sugería Marisa y se
conformaba.
En su
casa no entendían que hubiesen decidido casarse el mismo año en que
finalizarían los estudios de Derecho, antes de haberse situado como
profesionales, pero los padres de ella no veían ningún problema en que lo
hicieran, pues pensaban que los dos tendrían puesto en la empresa
familiar. Aquel verano, mientras Alberto se fue a Londres a perfeccionar su
inglés, Marisa se encargó de los preparativos de la boda y comenzó a bajar a
los almacenes de la empresa y a trabajar con su padre. Se casarían el 31 de
octubre, para aprovechar el puente de todos los santos, que aquel año caía en
fin de semana. En la empresa se encontró Marisa que las miradas que le dirigían
los empleados habían cambiado: ahora la miraban como su posible jefa. Sólo uno
de los conductores, Carlos, seguía mirándola sin temor, como a una mujer joven,
guapa, apetecible. Ella fingió no percatarse de ello, pero comenzó a sentir
curiosidad por aquel hombre que parecía vivir sin remordimientos y sin miedos.
La casualidad hizo que un día se encontraran solos en el almacén, y el deseo
alimentado por separado rompió todas las prevenciones, y se entregaron
el uno al otro sin buscar otro pretexto que el placer que adivinaban en el
cuerpo deseable del otro. Durante unos días se encontró Marisa preparando la
boda con un hombre al que ya no sabía si amaba, y gozando a escondidas
del placer desinhibido que se procuraban entre los dos.
Volvió Alberto
de Londres, se celebró la boda como él había imaginado, en la basílica del
colegio, oficiada por su tío, que se guardó los reproches con los que juzgaba a
su sobrino e inventó palabras elogiosas hacia el compromiso que, como
cristianos, aquel día hacían solemne. Y se fueron de luna de miel.
Ahora era Marisa quien no parecía estar contenta y rehuía
cuanto podía el contacto con él. Alberto, en cambio, se sentía más seguro que
nunca. Había aparcado definitivamente y al mismo tiempo sus planes de opositor y
los temores que le inquietaban en su relación con ella, por fin estaban
casados, y se aprestaba a transformarse en un empresario moderno, dinámico,
preparado, triunfador. Los miedos sobre Marisa, que le habían atenazado e
inquietado su ánimo, habían desaparecido, por fin, y la confianza
en su mujer era absoluta. Su mundo era aún muy pequeño,
desconocía que a veces nuestros sentimientos son intensos, seguros y
equivocados.
A la
vuelta del viaje a Santo Domingo, donde habían permanecido casi dos semanas,
Marisa le comunicó a Alberto que le parecía estar embarazada y él achacó a su
nuevo estado las reticencias que había advertido en su mujer durante la luna de
miel. Confirmó aquella nueva el predictor y la noticia, sorprendente, aunque
esperada, alegró a toda la familia, menos al padre de Marisa, a quien le
había llegado la información de cuanto había sucedido en el almacén durante el
verano. Pero se calló, y se sumó al regocijo general.
- Algo
me olía yo -dijo la madre de Alberto. ¡Pues sí que habéis andado listos! –
añadió poco después. Habían llegado a casa con una botella de cava y una tarta,
y querían que la nueva fuese un motivo de alegría para todos. Marisa
interpretó las palabras de su suegra como si llevasen un halo de sospecha y le
pareció que sus ojos la miraban con dureza.
- ¿Pero
no te alegras, madre? - le preguntó Alberto, mientras acariciaba la tripa de
Marisa, y señalaba con ese gesto el milagro de la vida que allí estaba
comenzando.
- Más
tiempo os tendríais que haber dado, ahora que sois jóvenes. La crianza sujeta mucho,
y estáis todavía muy verdes. ¡Con lo que habríais podido disfrutar a
vuestra edad...!
- No
hagas caso a tu madre, hijo, - dijo el padre- que lo que le pasa es que le
parece que es muy joven para ser abuela...
Aquella
salida provocó la risa en la familia y deshizo la tensión que parecía haberse
acumulado dentro de la casa.
V
Su hijo
nació a mitad de mayo, en la clínica Nueve de Octubre. Ella pidió que estuviese
su madre con ella, y Alberto agradeció no tener que presenciar lo que
sospechaba una sangría.
- Yo veo
sangre y me desmayo -dijo él, para excusar su presencia en el parto, mientras
daba paseos nerviosos por los pasillos de la clínica y esperaba noticias.
Salió la ginecóloga a decirle que todo había
salido perfectamente, le felicitó por su recién estrenada paternidad, por el
parto de su mujer y les señaló la habitación donde debían esperarlos a los dos.
Los
familiares que le acompañaban le felicitaron, contentos, y subieron todos a
esperar la feliz llegada.
Cuando
llegó el niño, en los brazos de la enfermera, comenzaron los juegos de los
parecidos y todos coincidieron en que el niño llevaba ya en la barbilla el
hoyuelo del que su padre se sentía tan orgulloso. Se repitió el tópico de que
las caras de los niños cambian mucho y que hasta pasada la primera semana no se
ve nada, que cada familia ve mejor los rasgos propios... Pero, como estaba
dormido…En los ojos está todo, dijo la madre de Alberto. El padre de Marisa protestó
que su hija estaría cansada y que mejor que no se despertase el niño y acabó
con aquella reunión en cuanto pudo.
A pesar de que tenían su
propia casa, Marisa decidió que los primeros meses de su maternidad los
pasarían en casa de sus padres.
-Por lo menos, hasta después
del verano – le dijo a Alberto, y a él le pareció bien.
Era lo mejor para todos: para
Marisa y el niño, porque ninguno de los padres tenía ni idea de las tareas de
la crianza; para su madre, que los tenía allí, al lado y les ayudaba a salir de
mil apuros; para Alberto, porque las responsabilidades que había asumido en la
empresa le dejaban agotado, y para el padre de Marisa, que guardaba el temor de
que algún día reventarían las costuras de aquella felicidad y quería estar
cerca de ellos.
Marisa tuvo la capacidad de
apartar de su mente todo lo que no fuese su hijo y decidió que el incierto futuro
no le iba a arruinar aquel estado de felicidad que vivían juntos. No siempre lo
conseguía, pero vigilaba que sus miedos sobre lo que llegaría algún día no le
hurtasen su dicha de cada día. En su casa estaban ya acostumbrados a levantarse,
la vida les había puesto a prueba y no se habían dejado vencer. Había pensado
abordar su situación en los pocos días de vacaciones que se tomaría Alberto, a
finales de agosto, y alcanzar alguna decisión antes de que se cumpliera el
tiempo de volver a vivir en su casa. Cuando llegó el verano, se trasladó toda
la familia al chalet de la Cañada. Allí disfrutaban de la piscina, de las
noches, más frescas que las de Valencia. y de las comidas que hacía la abuela,
que tenía una mano excelente. En uno de aquellos días, al acostarse, Alberto le
dijo a Marisa, con cierto tono de reproche, que dejaron de hacer el amor desde
antes de tener al niño, y que a él le parecía que ya tocaba, además de que los
días de vacaciones eran sobre todo para disfrutar.
-No lo vamos a hacer más – le
contestó con sequedad Marisa.
Alberto se quedó de piedra, y como no entendía
nada, quiso cerciorarse de que, lo dicho por Marisa, era lo mismo que creía haber
oído él.
-Si, he dicho eso. Has oído
bien. Creo que nos hemos equivocado, y quiero que nos separemos.
-Pero, a ver -se detuvo Alberto,
sin saber cómo seguir. Aquí ha pasado algo y yo no me he enterado. No he hecho
otra cosa que trabajar. He echado horas que ni se sabe, para poner orden en la
empresa de tu padre. Las cosas nos van bien, hasta muy bien. ¿Y ahora vienes
con qué te quieres separar? ¿Lo sabe tú padre? ¿Y el niño? ¿Qué vamos a hacer
con el niño?
- Sí. Mi padre lo sabe. Me
apoyará en lo que yo decida. Tú no eres el niño, no es tuyo.
- Por favor, Marisa. ¿Qué me
dices? ¿Pero le has visto la cara? ¿De quién es, entonces?
- No
importa. Basta con que sepas que no es tuyo, y que no tienes por qué
preocuparte de él. Yo me encargaré de él. Te aseguro que puedo y que voy a
hacerlo bien.
-No lo
dudo. ¿Pero de quién es? ¿Cómo ha sido? –Alberto no salía de su asombro, y las palabras de
Marisa le habían dejado como como cuando un púgil cae en la lona noqueado. Le
faltaba el aire.
-Tuve un
rollo cuando estuviste en Londres y me quedé embarazada. Lo supe justo dos días
antes de la boda. Decidí seguir para adelante. No lo podía parar. Pensé que
podríamos seguir como si no hubiese sucedido nada. Lo siento. No insistas con
el nombre. Su padre también cree que es hijo tuyo y yo no le voy a desengañar.
Pensé que no llegarías a saberlo nunca, pero no sospeché que era suficiente con
que lo supiera yo.
-No me
importa que tuvieras un rollo. Yo te perdono. Lo pasado, pasado. Somos marido y
mujer, hasta que la muerte nos separe. Saldremos juntos de este bache.
-No,
Alberto. No es un bache. Yo no quiero que me perdones, ni mucho menos vivir con
alguien que me ha perdonado. No podría soportarlo. Acaba de ser aprobada la ley
del divorcio y yo quiero separarme.
Se le
acababa de caer el mundo encima. Lo primero que se le pasó por la cabeza no fue
el dolor del orgullo herido, de la confianza traicionada, sino el abismo de la
pérdida. Acababa de perderlo todo. Adiós familia, trabajo, casa ¡Y volver a
casa de sus padres…! Porque él no tenía nada, ni siquiera se había preocupado
por tener un dinero propio. La casa era de sus suegros, y nunca pensó en
administrar el sueldo generoso que cobraba: el conducto de entrada era siempre
del mismo tamaño que el de salida y no veían la necesidad de ahorrar, porque el
tiempo venidero no era una amenaza, sino una oportunidad; no sentía la angustia
del día de mañana y el futuro era un lugar seguro. Ahora, el futuro era un
desierto en su mente. No tenía límites ni tampoco caminos. Podría aceptar lo
que decía quien todavía era su mujer y tragarse la cólera que comenzaba a
sentir hacia ella, o podía rebelarse, sacar toda la rabia y hacer cualquier
cosa. El niño seguía allí, en la pequeña cuna forrada con almohadones de
ositos, dormido.
-Necesito
salir Marisa. Necesito pasear, tomar el aire, darme cabezazos contra las
paredes…Qué sé yo.
Se
vistió y salió de la habitación sin encender las luces del pasillo, pero sin
demasiado cuidado para no hacer ruido. ¡Aquella casa! -pensó ¡En aquella casa
había empezado todo!
Detrás
de él, salió el padre de Marisa, que vigilaba el día en que las aguas se saldrían
de su cauce.
- ¡Alberto!
– le llamó con voz queda. ¡Alberto! -volvió a llamarlo, mientras seguía sus
pasos, seguro de que le había oído y que deseaba ignorarlo.
- ¡Alberto, coño! Deja de
hacer tonterías y ven aquí -dijo, alzando algo más la voz,
Alberto pensó en aquel hombre, que le había
acogido como el mejor de los padres y, de repente, se dio cuenta de que
guardaría en su pecho una angustia tan grande como su rabia. Siguió dando la
vuelta a la piscina y cuando llegó donde le esperaba, se puso a dar puñetazos
en las hamacas, patadas al seto de tuyas y a soltar juramentos que nunca habían
salido de su boca.
-Te vas
a hacer daño. Déjalo. Vamos abajo y hablamos. Algo podremos hacer- le dijo con
voz paternal, que era la única que Alberto le conocía.
VI
Allí, en
la pequeña bodega que se había construido en el sótano del chalet, un lugar acogedor,
que había insonorizado, y que se conservaba fresco, que llamaban bodega, pero
que era más un merendero, se sentaron uno a cada lado de la mesa, y le dejó llorar.
Cuando terminaron las lágrimas, volvió con aquella frase que resumía su
posición ante la vida.
-Algo
podremos hacer – volvió a repetir, sin saber todavía qué.
- Nada.
No podemos hacer nada, porque ella no quiere. Me ha dicho que lo sabes todo. Lo
de ella, lo del niño. Que dice que no es hijo mío. Pero si soy yo. Si tengo
fotos de pequeño que se pueden confundir con las de él. Y dice que no. ¡Que nos
hemos casado hasta que la muerte nos separe! Como mis padres, como vosotros…Hay
cosas que no pueden ser.
- Sois
jóvenes los dos -comenzó a hablar, tratando de encontrar un punto de apoyo, un
fulcro desde el que levantar otro discurso que les alejase de la voluntad de
Marisa, que era una barra de un metal que no podrían doblegar.
Alberto negaba con la cabeza, miraba al suelo
y se mordía las uñas.
-Sí,
sois jóvenes. Tenéis toda la vida por delante. Os habéis equivocado. Podéis
comenzar de nuevo y buscar vuestra felicidad.
-Yo no
me he equivocado. Yo sabía lo que quería. Yo me he casado porque quería vivir
toda la vida con tu hija, y con vosotros, que sois mi familia. ¡Tenemos un
hijo!
-Ya. No
tengo nada que reprocharte. A veces suceden estas cosas: dos personas
excelentes y que no se entienden. Marisa sí sabe que se ha equivocado. Buscaba
lo mejor, pero se ha equivocado. No fue capaz de suspender la boda. Haberlo
dejado, y mira. A mí tampoco me alcanza la cabeza, pero sucede. No lo entiendo.
Sabía que llegaría este día, y nunca supe cómo podríamos
afrontarlo. Ya está.
Por la
mente de Alberto volvió a pasar la nada de su futuro, una nada que le resultaba
aterradora.
-Voy a cumplir veinticuatro
años y, en un momento, me he quedado sin familia, sin casa, sin trabajo. Hasta
hace media hora lo tenía todo, o creía tenerlo, porque a la vista está que
vivía engañado, y en pocos minutos lo acabo de perder. ¿No soy yo el
tipo más desafortunado de esta ciudad?
- Seguro que no – le dijo el
padre de Marisa cuando el silencio se prolongó. Tendréis que tomaros un tiempo
para tomar decisiones. Te ayudaremos. Puedes irte a vivir a la casa, mientras
encuentras algo. Porque Marisa se va a quedar con nosotros. Haremos la
liquidación del contrato con la empresa y te ayudaremos. Si quieres, puedo
presentarte a algún otro empresario de transportes. Ya conoces el negocio y lo
has hecho muy bien. Yo también pierdo, Pero en esta casa estamos acostumbrados
a levantarnos. Ya hemos pasado por lo peor.
Aquellas palabras llamaron la
atención de Alberto .
- ¿Qué peor? -preguntó,
intrigado.
- Hace ocho años perdimos a
nuestro hijo, por una sobredosis. Era toxicómano. El final, que no pudimos
evitar, fue ya un consuelo. No tenemos fotos por la casa, porque su madre no
quiere tener presente todos los días aquel martirio. Solo esa en que está con
su hermana, el día de su primera comunión, que ella dice que es un primo que se
fue a América. Vivimos como si no hubiera sucedido. Marisa tenía dieciséis
años. Perdió el curso y pasó unos meses muy malos. Seguimos viviendo, y la
vida nos ha traído también momentos de felicidad. El niño se parece a su
hermano Jorge mucho más que a ti. Mira, para que no podamos olvidarlo. La vida
tiene estas cosas.
Había corrido la noche. Se
había enfriado la bodega. El sueño y el cansancio acudieron a sus ojos. El
ánimo de Alberto se había ido calmando en la conversación con Julián. Había
dejado de sentirse la persona más desafortunada del mundo, aunque seguía sin
ver una salida a su situación. se sintió
sin fuerzas para subir a la habitación, sugirió la posibilidad de quedarse a
dormir allí, en el sofá, y a su suegro le pareció oportuno.
-Ahí, en el armario hay
mantas. Por si las necesitas, que aquí, en la madrugada, refresca- le dijo,
antes de subir pesadamente las escaleras y dirigirse a su dormitorio.
Cuando su suegro abrió la
puerta de la bodega para salir, Alberto pareció escuchar los lloros de quien
seguía pensado como su hijo. Miro el reloj. Era la hora temprana en que solía
despertase para desayunar el primero. La imagen de Marisa, medio dormida
dándole el pecho y la del niño amorrado a ella, le provocaron las lágrimas.
Acaba de perderlo todo. Se durmió sin darse cuenta de que se dormía, como si
cayese de repente en un abismo.
Amanecería, como todos los días, pero hoy no
sería ya un día más en su vida. Por la mañana, cuando se levantase, tendría que
ver a quien era su mujer, a quien todavía veía como a su hijo, a quienes
seguían siendo sus suegros, pero sabiendo que ya nada era lo que ante los ojos
de los demás parecían ser. No sabía cómo enfrentar aquella situación de anormalidad
sin que pareciese que estaba haciendo teatro, porque la verdad que sabían ya
todos no tenía nada de normal. Se había dormido con esta sensación de
desconcierto y tuvo un sueño extraño. En el sueño, una barca desarbolada, el
velamen roto, el mástil y la vela mayor arrastrados por el agua, daba bandazos
por entre unos peñascos, cerca de la costa. Rompían en su casco olas violentas,
pero la nave avanzaba sin chocarse. Tenía el casco y la orza intactos y le
daban estabilidad. Cuando se despertó, en esa confusión propia de los sueños,
no sabía si él era el espectador de aquel trozo de película, o era la misma
barca que sorteaba los temibles roquedales. Sintió el consuelo de la
estabilidad con la que se zarandeaba el velero sobre las aguas y noto como una
cierta confianza en sí mismo para afrontar lo que se le había venido encima.
Aquella mañana, le angustiaba
volver a encontrarse con Marisa, volver a verla. ¿Quién era para él? -pensó.
Sí, era su mujer, pero ya no lo era. Y volver a ver al niño. Dejaría de poder
cogerlo con la confianza que hasta ahora lo cogía, y ya no podría jugar
con él, y hacerle morisquetas, y decirle cosas tiernas, de esas que cuando no
eres padre te da casi vergüenza oír en boca de otros que sí lo son ¿Cómo podría
decir que no era hijo suyo? Tenía la misma cara que tuvo él.
A lo mejor Marisa quiere
separarse y se ha inventado esta excusa para quedarse con él -pensó.
VII
VIII
No tenía un lugar adonde ir. No volvería a la que aquellos meses había sido su casa, ni podía todavía ir a casa de sus padres. ¿Qué les diría? Si era verdad lo que decía Marisa, en algún momento tendrían que saber lo que, adivinaba, que les partiría el corazón: que aquel nieto que hacia sus delicias, no lo era. Pero no podía decírselo hoy. Ni siquiera él estaba seguro. Era la palabra de Marisa contra todas las opiniones de las dos familias, aquel hoyuelo en la barbilla, que venía de su madre, el color moreno de la piel que era el de su padre, las manos, que eran como las de él…No estaba seguro de lo que Marisa le había dicho. En el viaje de luna de miel habían hecho el amor, por fin como marido y mujer, y habían sido felices. Se esforzaba en recordar con precisión aquellos días en Santo Domingo y no le venía a la memoria nada en ella que le anunciase un disgusto con él, una infidelidad, un tener en la cabeza la imagen de otro mientras estaban juntos. Le desesperaba pensar que las personas podamos ser tan opacas: que podemos decir sí mientras pensamos y sentimos que no, que podamos sonreír mientras nos morimos de dolor, que podamos hablar para tapar con nuestras palabras nuestros verdaderos pensamientos, que nunca podamos estar seguros de qué hay detrás de lo que vemos, de lo que oímos, de lo que tocamos con nuestras propias manos. La imagen de aquella infidelidad confesada por quien seguía siendo su mujer, amenazó con ocupar toda su atención, hasta hacerle incapaz de conducir por el agitado tráfico de la ciudad. ¡Quién habría sido el desgraciado que se había metido en medio! Algo le decía que se conocían, que, quizá cuando lo viese a él, lo mirase con desprecio. ¡Y hasta que no cumpliese el año, no se le podía hacer al niño las pruebas de paternidad! Quedaban poco más de dos meses, una eternidad, en estos casos. No. Hoy les contaría que Marisa quería separarse y cuando estuviera seguro de que el niño no era hijo suyo ya se lo diría. Conducía el coche por la Gran Vía Marqués del Turia, pasó por delante del colegio donde había estudiado, allí estaba su tío. Hablaría con él antes de ir a casa. Paró frente a una cabina de teléfono, subió ligeramente las dos ruedas del coche sobre la acera, y marcó el número del convento, donde supuso que estaría aquella mañana
Tuvo éxito su llamada. Su tío no puedo disimular la extrañeza de aquella llamada en una mañana de domingo y pensó que su sobrino le tenía guardada alguna sorpresa. Podían verse cuando él quisiera. Buscó un lugar donde aparcar. Esperó a la puerta del convento, su tío le había dicho que bajaba a abrirle.
-¿Qué de bueno te trae por aquí, sobrino perdido? – le dijo, dándole un abrazo, alegre, de volver a verle.
El entusiasmo de su tío le hizo darse cuenta de su estado de tensión aquella mañana, incapaz de devolverle el abrazo que recibía. No encontraba dentro de él nada con qué responder al calor de aquel recibimiento, y cuando le soltó su tío, sintió que se le desbordaban las lágrimas.
-Nada bueno - acertó a decir, mientras buscaba un pañuelo para enjugárselas.
-¿Qué ha pasado? – se alarmó, al oír los suspiros que no podía reprimir.
-Vamos a algún sitio y te cuento -dijo, interrumpido por el hipo que le provocó el intento de reprimir su emoción.
- Ven, sube a mi despacho. ¿Pero qué ha pasado? ¿El niño? ¿Marisa? Dime algo, coño. - Marisa -dijo.
-Ya me imagino -contestó el tío, acostumbrado a interpretar las lágrimas ajenas, pero sin sospechar hasta donde se había roto el mundo de Alberto aquella mañana, mientras subían en el ascensor hasta el cuarto piso, donde tenía su despecho
-Ahora te cuento – le dijo, sin saber todavía hasta dónde le iba a contar.
Y le contó todo
Como un jarrón familiar que se ha precipitado desde la repisa, por un movimiento descuidado, y se ha hecho pedazos, se lleva cuidadosamente, envuelto en un paño, hasta con las más pequeñas esquirlas, al taller de un restaurador y se espera de sus manos prodigiosas, la reconstrucción de lo que fue, Alberto depositó ante la mirada de su tío los trozos de aquella vida que había quedado hecha añicos con solo unas pocas palabras, ni siquiera muchas, unas palabras dichas en un tono nada dramático, como si hubiesen sido ya ensayadas o pensadas muchas veces, se dio cuenta ahora.
Cuando Alberto finalizó el relato, en medio de sollozos que no podía de tener, y alterado por un hipo que troceaba sus palabras, su tío se quedó en silencio. Se le acercó, le puso el brazo por encima del hombro y le dejó llorar. No sabía qué decirle. A su mente le venían en tropel todos aquellos reproches que se había tenido que callar ante el desvío de lo que él creía que debiera haber sido la verdadera trayectoria de su sobrino, pero se dio cuenta de que no era la hora de las críticas, y los sermones. Pensó en la parábola del hijo prodigo, en su vuelta a los brazos del padre, en aquella experiencia tan dura en su vida, como una oportunidad para dar un giro en el camino que le llevase hacia una nueva sensatez, hacia una vida más auténtica, más cristiana, más acorde con las enseñanzas que había recibido en aquel colegio en el que había crecido, y del que se había apartado cuando comenzó a salirse de lo que él consideraba el camino recto. Dejó aquellas consideraciones para más adelante, tiempo tendría, y se ocupó de su porvenir más inmediato
¿Y qué vas a hacer? Sí, con tu matrimonio, con el trabajo, la vivienda, tú porvenir profesional…Tendrás que tomar decisiones.
Le contó su conversación con Julián, la ayuda que le había ofrecido, que podía seguir viviendo en la casa que les había dejado hasta que organizase de nuevo su vida, de poder ayudarle a buscar trabajo dentro del sector del transporte, de lo agradecido que se sentía con él, de lo que sospechaba que habría supuesto para el padre enterarse de aquella tragedia que les había sucedido, del hijo drogadicto que perdieron hacia seis años, y del que Marisa nunca había llegado a hablarle...
VII
Tendría que contarlo en su
casa, a sus padres, a sus hermanos, a su tío sacerdote, a los amigos – pensó
para sí mismo. No era fácil entender a las mujeres, estaba claro.
Volvería a hablar con Marisa,
antes de dar aquel paso, pensó cuando ascendía por las escaleras y se dirigía a
la cocina a desayunar, como hacía cada día.
Encontró el desayuno
preparado, como todos los días, y a la madre de Marisa ocupada en las tareas
habituales.
-Buenos días -dijo, como de
costumbre.
-Buenos días – contestó
también su suegra.
Los dos temieron las palabras del
otro tanto como las esperaron, pero la conversación no continuó; solo un
silencio espeso en el que los ruidos domésticos parecían llenarlo todo.
Aquella mañana, sin embargo,
las voces, que decían lo mismo de todos los días, les sonaron a ambos de manera
distinta. En el transcurso de aquellas ocho horas había crecido un mundo que amenazaba
todo lo que compartían. También rehuyeron mirarse: la vista de Alberto se perdió entre los enseres de la
cocina, porque no quería encontrarse con la de ella. y en lo que se traía entre
manos. la de ella, que prefería no tener que afrontar la de él.
En la cabeza de Alberto creció
un nuevo motivo de reproche hacia aquella familia a la que había apreciado
tanto.
He
estado ciego. Yo era el único que no lo sabía. Lo sabían todos ellos. Lo habrán
hablado. Me habrán mirado como un lunático, mientras me mataba en la empresa.
De repente se le fueron las ganas de desayunar. Se tomó un café. Se levantó y
se fue hacia la habitación donde estaban Marisa y el niño.
La cocina se llenaba a aquella
hora de vapores alimenticios, que se extendían por la casa y hacían como de
despertador y de llamada. La abuela solía dejar la comida semipreparada antes
de irse a tomar el sol en la piscina y, mientras desayunaban, a medida que iban
levantándose, ella avanzaba en su tarea.
Pero no entró en la
habitación. Se dio la vuelta y volvió a la cocina. Donde había llegado ya
Julián, después de darse el acostumbrado baño mañanero y se disponía a
desayunar.
Se saludaron, como todos los
días. Hablaron del calor que se anunciaba ya desde por la mañana. echó un vistazo al periódico Levante, que
ella traía siempre cuando volvía de la panadería y dejaba encima de la mesa,
como si fuera una parte más del desayuno, y comentaron las noticias de la primera
página. Se repitieron los pronósticos para el día, el comentario sobre la
primera página del periódico y algún más sobre los camiones que tendrían que
entrar aquella mañana y sobre los que cargarían para salir. Llamaría a las diez
al despacho, para vigilar los turnos y ya le diría. Si no habían llamado, es
que todo iba con lo planificado. Ya se sabe: la falta de noticias suele ser la
mejor noticia.
En la conversación entre ellos
dos, parecía un día como otro cualquiera. Como si la noche no hubiese sido una
pesadilla de la que acababan de salir todos con el amanecer. Faltaba Marisa y
el niño. Dudaba si podría soportar el momento en que entraran. “Es que no tengo
nada que hablar con Marisa”- se dijo- y cambió su intención primera, porque la
necesidad de salir de aquella casa se le hacía cada momento más urgente.
-Creo que me voy a dar una
vuelta por el almacén -anunció, de repente.
-Bueno -respondió el suegro,
que adivinó los motivos de aquel cambio de planes y su decisión de ausentarse.
- Pero vienes a comer- añadió
la madre.
- Pues no sé. A lo mejor me
acerco a ver a mis padres y como con ellos.
- Como quieras. Dinos algo –
añadió.
Salió sin saber si volvería. Debía ir a casa y
darles la noticia a sus padres, a sus hermanos, quizá a su tío el cura.
Necesitaba pensar qué hacer y pedir ayuda. Aquel golpe había sido más grande
que sus fuerzas, necesitaba poder hablar con alguien, desahogarse, sacar del
cuerpo todos los demonios que las palabras de Marisa habían desatado en él. Cogió
el coche y condujo despacio hasta el almacén.
El almacén seguía su ritmo
semanal y los sábados eran días especiales. A pesar de que no lo esperaban, no
encontró nada que le hiciese pensar que los empleados aprovechaban su ausencia
para desmandarse. De pronto, le vino a la cabeza una idea envenenada. Quizá hay
alguien aquí que ya lo sabe, y cuando me ve piensa “ahí va el cornudo. Se
pensará que va a heredar la empresa”. Aquella idea le hizo darse la vuelta
apenas pisó el cemento gris del almacén. Salió, volvió a coger el coche y se dirigió a
casa de sus padres.
VIII
No tenía un lugar adonde ir. No volvería a la que aquellos meses había sido su casa, ni podía todavía ir a casa de sus padres. ¿Qué les diría? Si era verdad lo que decía Marisa, en algún momento tendrían que saber lo que, adivinaba, que les partiría el corazón: que aquel nieto que hacia sus delicias, no lo era. Pero no podía decírselo hoy. Ni siquiera él estaba seguro. Era la palabra de Marisa contra todas las opiniones de las dos familias, aquel hoyuelo en la barbilla, que venía de su madre, el color moreno de la piel que era el de su padre, las manos, que eran como las de él…No estaba seguro de lo que Marisa le había dicho. En el viaje de luna de miel habían hecho el amor, por fin como marido y mujer, y habían sido felices. Se esforzaba en recordar con precisión aquellos días en Santo Domingo y no le venía a la memoria nada en ella que le anunciase un disgusto con él, una infidelidad, un tener en la cabeza la imagen de otro mientras estaban juntos. Le desesperaba pensar que las personas podamos ser tan opacas: que podemos decir sí mientras pensamos y sentimos que no, que podamos sonreír mientras nos morimos de dolor, que podamos hablar para tapar con nuestras palabras nuestros verdaderos pensamientos, que nunca podamos estar seguros de qué hay detrás de lo que vemos, de lo que oímos, de lo que tocamos con nuestras propias manos. La imagen de aquella infidelidad confesada por quien seguía siendo su mujer, amenazó con ocupar toda su atención, hasta hacerle incapaz de conducir por el agitado tráfico de la ciudad. ¡Quién habría sido el desgraciado que se había metido en medio! Algo le decía que se conocían, que, quizá cuando lo viese a él, lo mirase con desprecio. ¡Y hasta que no cumpliese el año, no se le podía hacer al niño las pruebas de paternidad! Quedaban poco más de dos meses, una eternidad, en estos casos. No. Hoy les contaría que Marisa quería separarse y cuando estuviera seguro de que el niño no era hijo suyo ya se lo diría. Conducía el coche por la Gran Vía Marqués del Turia, pasó por delante del colegio donde había estudiado, allí estaba su tío. Hablaría con él antes de ir a casa. Paró frente a una cabina de teléfono, subió ligeramente las dos ruedas del coche sobre la acera, y marcó el número del convento, donde supuso que estaría aquella mañana
Tuvo éxito su llamada. Su tío no puedo disimular la extrañeza de aquella llamada en una mañana de domingo y pensó que su sobrino le tenía guardada alguna sorpresa. Podían verse cuando él quisiera. Buscó un lugar donde aparcar. Esperó a la puerta del convento, su tío le había dicho que bajaba a abrirle.
-¿Qué de bueno te trae por aquí, sobrino perdido? – le dijo, dándole un abrazo, alegre, de volver a verle.
El entusiasmo de su tío le hizo darse cuenta de su estado de tensión aquella mañana, incapaz de devolverle el abrazo que recibía. No encontraba dentro de él nada con qué responder al calor de aquel recibimiento, y cuando le soltó su tío, sintió que se le desbordaban las lágrimas.
-Nada bueno - acertó a decir, mientras buscaba un pañuelo para enjugárselas.
-¿Qué ha pasado? – se alarmó, al oír los suspiros que no podía reprimir.
-Vamos a algún sitio y te cuento -dijo, interrumpido por el hipo que le provocó el intento de reprimir su emoción.
- Ven, sube a mi despacho. ¿Pero qué ha pasado? ¿El niño? ¿Marisa? Dime algo, coño. - Marisa -dijo.
-Ya me imagino -contestó el tío, acostumbrado a interpretar las lágrimas ajenas, pero sin sospechar hasta donde se había roto el mundo de Alberto aquella mañana, mientras subían en el ascensor hasta el cuarto piso, donde tenía su despecho
-Ahora te cuento – le dijo, sin saber todavía hasta dónde le iba a contar.
Y le contó todo
Como un jarrón familiar que se ha precipitado desde la repisa, por un movimiento descuidado, y se ha hecho pedazos, se lleva cuidadosamente, envuelto en un paño, hasta con las más pequeñas esquirlas, al taller de un restaurador y se espera de sus manos prodigiosas, la reconstrucción de lo que fue, Alberto depositó ante la mirada de su tío los trozos de aquella vida que había quedado hecha añicos con solo unas pocas palabras, ni siquiera muchas, unas palabras dichas en un tono nada dramático, como si hubiesen sido ya ensayadas o pensadas muchas veces, se dio cuenta ahora.
Cuando Alberto finalizó el relato, en medio de sollozos que no podía de tener, y alterado por un hipo que troceaba sus palabras, su tío se quedó en silencio. Se le acercó, le puso el brazo por encima del hombro y le dejó llorar. No sabía qué decirle. A su mente le venían en tropel todos aquellos reproches que se había tenido que callar ante el desvío de lo que él creía que debiera haber sido la verdadera trayectoria de su sobrino, pero se dio cuenta de que no era la hora de las críticas, y los sermones. Pensó en la parábola del hijo prodigo, en su vuelta a los brazos del padre, en aquella experiencia tan dura en su vida, como una oportunidad para dar un giro en el camino que le llevase hacia una nueva sensatez, hacia una vida más auténtica, más cristiana, más acorde con las enseñanzas que había recibido en aquel colegio en el que había crecido, y del que se había apartado cuando comenzó a salirse de lo que él consideraba el camino recto. Dejó aquellas consideraciones para más adelante, tiempo tendría, y se ocupó de su porvenir más inmediato
¿Y qué vas a hacer? Sí, con tu matrimonio, con el trabajo, la vivienda, tú porvenir profesional…Tendrás que tomar decisiones.
Le contó su conversación con Julián, la ayuda que le había ofrecido, que podía seguir viviendo en la casa que les había dejado hasta que organizase de nuevo su vida, de poder ayudarle a buscar trabajo dentro del sector del transporte, de lo agradecido que se sentía con él, de lo que sospechaba que habría supuesto para el padre enterarse de aquella tragedia que les había sucedido, del hijo drogadicto que perdieron hacia seis años, y del que Marisa nunca había llegado a hablarle...
-Creo que, si no os vais a
arreglar, y por lo que me cuentas lo veo realmente difícil, lo mejor será que
rompas con todo lo que te une con ellos. Como te dice su padre, los dos sois
jóvenes, podéis rehacer vuestras vidas.
-¿Y el sacramento del
matrimonio? ¿Y el ser fieles hasta que la muerte nos separe? ¿Y todas las cosas
que nos dijiste en la misa el día de la boda? ¿Y la ayuda de Dios para
sobrellevar las duras pruebas que la vida en común nos tendría reservadas? ¿Era
todo mentira?
-Mira, Alberto, tiempo tendremos de hablar de todas estas cosas. Lo principal, hoy, es que te tranquilices. Que vayas a casa de tus padres y les cuentes que estáis teniendo problemas, sin darles muchas explicaciones, y que hables con Marisa. A lo mejor, al quedarse sola, ha pensado algo distinto y estáis a tiempo de reconciliaros. No seríais la primera pareja que tienen problemas y los supera. Si no tienes sitio donde ir y las cosas siguen igual entre vosotros, si quieres, puedes venir a dormir aquí, al convento. Me llamas.
Salió Alberto de allí con más dudas, pero con algo más de fortaleza para soportarlas, de manera que el mundo, después de aquella charla, le parecía menos duro, y veía ahora su vida como la de otras tantas personas, con las que quizá se cruzase por la calle, a las que el tiempo les hubiera traído un golpe inesperado. Eran jóvenes. Tenían salud. Una familia a la que podía volver. Unos padres y hermanos en los que apoyarse. Era como si tuviese que comenzar a vivir, aunque ya nada sería lo mismo. Un no sé qué ajado, lánguido, otoñal acompañaba a lo que veía, a lo que imaginaba, a lo que todavía no se atrevía a desear.
-Mira, Alberto, tiempo tendremos de hablar de todas estas cosas. Lo principal, hoy, es que te tranquilices. Que vayas a casa de tus padres y les cuentes que estáis teniendo problemas, sin darles muchas explicaciones, y que hables con Marisa. A lo mejor, al quedarse sola, ha pensado algo distinto y estáis a tiempo de reconciliaros. No seríais la primera pareja que tienen problemas y los supera. Si no tienes sitio donde ir y las cosas siguen igual entre vosotros, si quieres, puedes venir a dormir aquí, al convento. Me llamas.
Salió Alberto de allí con más dudas, pero con algo más de fortaleza para soportarlas, de manera que el mundo, después de aquella charla, le parecía menos duro, y veía ahora su vida como la de otras tantas personas, con las que quizá se cruzase por la calle, a las que el tiempo les hubiera traído un golpe inesperado. Eran jóvenes. Tenían salud. Una familia a la que podía volver. Unos padres y hermanos en los que apoyarse. Era como si tuviese que comenzar a vivir, aunque ya nada sería lo mismo. Un no sé qué ajado, lánguido, otoñal acompañaba a lo que veía, a lo que imaginaba, a lo que todavía no se atrevía a desear.
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