sábado, 16 de mayo de 2020

Mis pies

Los pies

Tenemos dos pies. Tengo dos pies. Son pies distintos, hasta muy distintos. Contra lo que es habitual, que los pies de los niños sean de formas muy similares, y se mantengan así hasta que comienzan a caminar, hasta que el mundo que huellan, hasta que los deseos y los temores a los que responden, les vayan dando la forma propia de ese ser del que son parte, la forma de ese mundo en el que pisan, yo nací ya con dos pies muy distintos. Mi pie izquierdo tiende a ser griego, con su segundo y tercer dedo algo más largos que el dedo gordo, una forma rara de pie, propio solo del uno por ciento de la población; mi pie derecho, en cambio, es un pie egipcio, con su dedo gordo dominante y, a partir de él, los otros cuatro en forma y tamaño decrecientes; es la forma más común de pie, la propia del setenta y cinco por ciento de la población, según la Wikipedia. Los dedos segundo y tercero de mi pie derecho están trabados el uno con el otro por un poquito de carne, como le sucedía a Costanza de Acevedo, la Preciosa de la Gitanilla de Cervantes, y como si llevase en mi cuerpo el recuerdo de algún ser palmípedo muy anterior. Pero llevo en este misterioso pie derecho, además, el recuerdo de un descuido médico, la señal de un trauma causado por una inyección mal puesta en mi niñez, una inyección de penicilina que quizá me salvó de morir, pero que llegó hasta el nervio ciático y me dejó esta debilidad del pie, esta incertidumbre en mis pasos por el mundo.  (Nací en aquella frontera que separa las familias numerosas y las frecuentes muertes infantiles, de las cortas familias modernas y la instauración de la higiene, las vacunas y la administración de los antibióticos que tantas vidas infantiles han salvado de morir. ¿Se podrá también algún día inyectar el gusto de vivir?). Aquel traumatismo no solo bloqueó, el encaje de la cabeza del fémur con el acetábulo de la pelvis. desvió la articulación de la rodilla y desfiguró la de la tibia y el peroné entre sí y con el pie, sino que afectó a toda la parte derecha de mi cuerpo. Durante mucho tiempo, nadie prestó atención a aquel desequilibrio de mi anatomía. Aquella ligera cojera podía tener algo de elegante y distinguido: a veces unas gafas, un bastón, una contera metálica adornan un defecto y pasan a ser un rasgo de personalidad. Yo recuerdo al pintor Antonio Saura ayudándose siempre de un bastón y el señorío de Antonio Gala tiene un gran apoyo en su inagotable colección de bastones.  Además, la presencia de personas más o menos tullidas, más o menos deformes, en las calles de las ciudades, no era una novedad, cuando solo habían pasado quince años de una guerra devastadora, y podían obedecer a tantas causas que los médicos no se molestaban en diagnosticarlas: daños colaterales de la contienda, secuelas de accidentes, efectos de la talidomida, grave desnutrición en el embarazo, caídas mal curadas...Tampoco había una sanidad pública ni abundaban los especialistas. El primero que me trató, ya adolescente, diagnosticó secuelas de una poliomielitis, anterior al descubrimiento de la vacuna en 1952. Viví treinta años con aquel diagnóstico, hasta que, en una de aquellas crisis periódicas que me dejaban dolorido en cama, durante días, buscando un lenitivo en las manos de una masajista, ella supo ver que aquella limitación funcional de la parte derecha de mi cuerpo, y su consiguiente deformidad, era la respuesta nerviosa y muscular a una inyección que había tocado mi nervio ciático a una edad muy temprana. Aquella mujer, que llegó a mi vida como un hada buena, me puso en un camino en el que todavía estoy. Porque ella me enseñó que lo propio del cuerpo es la salud, y que en el cuerpo, mientras haya vida, nada es definitivo, que su capacidad de curación y regeneración está siempre ahí, esperando que le demos una oportunidad, y que el cuerpo tiene sus razones. Deseché las alzas y postizos más o menos disimulados con los que diversos especialistas habían intentado nivelar la dismetría de mis extremidades inferiores y la desviación de mi columna, y emprendí un camino que hasta hoy no ha tenido fin: aprendí a sentirme por dentro, a ahondar en la capacidad proprioceptiva, a percibir la tensión antes que se adueñe de mí, a restituir a mi organismo su capacidad de curación, a conocer mis límites y respetarlos para ensancharlos un poquito cada día, a tener paciencia, mucha paciencia, porque la paciencia lo es todo, a ser constante. Se enderezó poco a poco mi pierna, se liberaron las limitadas articulaciones de mi pelvis y mi hombro, se ablandaron los sutiles tejidos (músculos, tendones, ligamentos, tejido conjuntivo) que se entretejen en nuestros pies y les dan forma, flexibilidad e insospechada resistencia, recuperé la bóveda plantar, la elasticidad y la firmeza, los veinticinco huesos que lo componen fueron encontrando su lugar y mis dedos recuperaron su destino olvidado. Aún sigo. Con mis manos cuido de mis pies como quien cuida algo muy querido.
Aun así, mis dos pies parecen pertenecer a dos cuerpos diferentes, o, como si hubiesen andado por mundos distintos, como si formasen parte de una vida rota, como la de aquel Vizconde demediado de la novela de Italo Calvino, y acabasen de soldarse y no estuviesen todavía en armonía.
Con las manos nos apropiamos del mundo, lo atraemos hacia nosotros, por los pies nos acercamos a él. El mundo al alcance de la mano es el mundo próximo, el que identificamos incluso con los ojos cerrados, el que nos llevamos a la boca, el que palpamos con nuestras palmas ansiosas, el mundo que estrujamos entre nuestros puños para hacerlo nuestro o herimos con nuestras uñas para dejar la señal de que nos pertenece o se nos resiste, el que colma nuestras necesidades vitales. Pero enseguida se nos queda pequeña toda aquella cercanía, pronto nuestros ojos se sienten atraídos, incitados, por aquello a lo que nuestras manos no alcanzan, y sentimos el deseo de poseerlo. Lanzarse a andar es cruzar la frontera de lo necesario, seguir el anhelo de nuestro corazón, dar cobijo al afán, ansia viva, y ponernos en marcha a peligrosos trompicones, salvar la distancia con torpes gateos, erguirnos como reyes de la creación sobre nuestros pies, admitir aquella incitación a la que dimos cobijo, desafiar la distancia desde la que aquella parte del mundo se nos impuso y encaminarnos hacia su posesión, es decir hacerla nuestra, tenerla en nuestras manos. Para ello nos sirven los pies, Cuando aquello hacia lo que nos llevaron nuestros pies está, por fin, al alcance de nuestras manos, cuando lo hacemos nuestro, mío, nos sentimos calmados…Pero solo un momento.
El lugar que ocupaba aquel objeto que nos atraía hacia sí, hacia el que nosotros nos sentíamos impelidos, ha sido ocupado por otro aún más maravilloso a nuestra vista, más grande, más colorido, más suave al tacto, más prometedor de colmar nuestro anhelo que aquel que hemos integrado en nuestro mundo conocido, en lo cotidiano y que, apenas poseído, ha sido ya olvidado. Todavía no sabemos que el deseo es una pregunta cuya respuesta no existe, y que el tamaño del deseo crece y excede con mucho las dimensiones de todo aquello a lo que alcanzan nuestras fuerzas.
Los pies nos desplazan por el mundo, por ellos percibimos la suavidad o la dureza del suelo en que nos movemos, a través de ellos nos sentimos instalados en la vida, por los pies comunicamos a la tierra nuestra manera de habitarla; nuestro sentimiento de la vida baja hacia la tierra por nuestras piernas y se expresa en nuestros pies. Pero los pies no saben hacia dónde van; obedecen, o intentan obedecer lo mejor que pueden. La cabeza y los pies no siempre se entienden. ¿No os habéis encontrado alguna vez en el lugar equivocado, en ese lugar del que siempre quisisteis huir, al que nunca habías decidido llegar? ¿No habéis sido llevados por vuestros propios pies hacia algún sitio que no habíais imaginado, del que renegasteis en un principio y en el que llegasteis a ser felices? Porque los pies y la cabeza (el órgano en el que hemos decidido que reside el que manda) no siempre están acordes; lo normal es el extravío, el caminar disperso, la sorpresa, la sensación de hallarse perdido, y también la duda, los pies divergentes, el miedo a equivocarnos en el destino que elegimos y en el camino por el que pretendemos llegar hasta allí, y de ahí surgen nuestros pies retraídos, los dedos que se rebelan  y desvían de la línea anatómica que los constituyen, los pies doloridos, débiles, que recelan y que han perdido la fuerza que guardan en la solidez de guijarro que constituyen sus huesos, en la flexibilidad de su tejido conjuntivo, en la fortaleza de sus ligamentos, en la precisión de los movimientos de sus músculos, en la extraordinaria sensibilidad de su piel, y entonces, caminar por la tierra es un dolor.
Me duelen esos pies embutidos en zapatos imposibles que constriñen los delicados tejidos que los forman, tacones de aguja, rígidas plataformas, puntas lamidas como quillas, extravagantes andamios que aíslan y se interponen entre el cuerpo y el suelo que lo sustentan; envidio los pies anchos y desnudos que se mueven como alas y guardo un recuerdo feliz para Philippe Petit, el funambulista francés que cruzó, caminando sobre un cable, la distancia entre las azoteas de las Torres Gemelas del World Trade Centre, en la ciudad de Nueva York aquella mañana del 7 de agosto de 1974.
 La dificultad que yo he sufrido para moverme por el mundo, el dolor con el que he llegado muchos días a casa, el pie derecho débil, claudicante y de sensibilidad extremada, el izquierdo descompensadamente fuerte y poco sensible, me hace imaginar la satisfacción, y apreciar la belleza que encierra el elegante movimiento de un cuerpo que se desplaza con aquella seguridad con la que él lo hizo, sobre el filo de una línea comba y tensa, sustentado solamente en las frágiles plantas de sus pies, como lo hace un ave en sus alas, ante las miradas suspendidas, las bocas abiertas, el silencio, las voces encogidas, la respiración contenida, el último paso sobre un hilo allá a cuatrocientos metros de altura.
A lo largo de tantos años, mis manos han acudido innumerables veces a mis pies y, a fuerza de tacto, han ido integrándolos en mi vida, haciéndolos suyos, o sea míos; al tiempo, perdieron ímpetu mis desnortados anhelos y aprendí a querer lo próximo, antes que seguir el afán por lo que no tengo.

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