No es fácil vivir
No
es fácil vivir. Enfrentarse cada momento a lo imprevisible, decidir
continuamente hacia dónde ir, qué quieres hacer, quién quieres ser. Claro,
quizá pienses que de un día a otro no hay mucha diferencia, y que la rutina y
el aburrimiento acechan nuestras vidas más que la sorpresa y el susto.
No
es esa mi experiencia, ya te digo. Yo
veo a muchas personas que enseguida se acomodan y que luego, un día, se
sorprendan de que el mundo sea como es. Si, conozco a mucha gente que se ha
domesticado a sí misma y que ha sacado la conclusión de que el mundo es
doméstico. No lo es, ya os lo digo yo ¿No habéis oído de esos perros que
parecían domesticados y que un día se lanzan al cuello de su dueño y lo
destrozan? ¿Y qué decir de los felinos que un buen día se lanzan sobre su
domador, con el que habían jugueteado innumerables veces? El mundo es salvaje,
y guarda siempre una sorpresa, no os engañéis.
Así
es el mundo. No dejamos de recibir sustos, y no nos acostumbramos. Pero como suelen
ser lo habitual los cambios lentos, el deslizarse las horas del día, el
deslizarse los días uno detrás de otro, el ir pasando los años tan mansamente, tan
despacio para los que viven en babia, estos semejantes no cesan de pasar en su
vida del sobresalto al aburrimiento, sin percatarse de que la vida es, toda, un
juego indescifrable que requiere de nuestra atención y de nuestra alerta
permanente.
¿Pero
quién es capaz de estar permanentemente alerta? – me dirás. Claro, si te
acostumbras, si te domesticas. Hay personas que se acostumbran a vivir
tumbados, y allí en la cama comen, duermen, trabajan y reciben, y la sola idea
de permanecer sobre sus dos pies todo el día ya les fatiga. Si te domesticas y
acostumbras, la sola idea de estar alerta ya te agota, claro.
Yo
no me explico cómo la gente puede acostumbrarse a ver los árboles sin hojas y
luego, volver a verlos con ellas, como si hubiesen caído y salido todas ellas
en una sola noche. Yo me sorprendo cada día un poquito, desde que aparecen las
primeras yemas en las ramas hasta que tienen extendida la palma de su hoja y
vuelven a quedar luego desnudos. En algún sitio hay una fuerza inmensa que
empuja lo verde hacia fuera, y que luego, poco a poco, lo abandona y lo deja caer; es la misma fuerza que mueve las nubes y que
madura los frutos… ¡Y si esa fuerza aparece un día de sopetón! ¡Como pasa con los volcanes, el día que revientan! Un día vas al
mercado, y el lugar de las naranjas ha sido ocupado por los nísperos y las
cerezas, y yo me llevo un susto, porque en esos cambios descubro cómo se
desliza silencioso el tiempo ¡Y contemplar en los puestos del pescado los ojos cristalinos de los besugos,
no digamos! O cuando llegan al mercado los primeros boquerones. Yo los veo, y
me entran ganas de llevármelos a casa y ponerles piso, antes de que su plata vire lentamente hacia el cobre.
Entre
el impacto de las novedades diarias y los deseos vehementes que se alzan en mí,
se me hace muy difícil vivir. Ya sé, hay personas que no sienten nada de esto,
ni siquiera algo parecido, y pasan por la tierra sin enterarse de nada.
¡Benditos ellos! -digo yo; pero estarán condenados, en la próxima vida, a
reencarnarse en cuadrúpedos e irán mirando siempre hacia el suelo.
Salir
de casa ya tiene su aquel. Desde la puerta, puedo elegir tres direcciones, pero
en cuanto me decido por una, muy pronto, en la misma calle surgen disyuntivas, incluso
“trisyuntivas” que renuevan mi angustia. A la vuelta de cualquier esquina puedes encontrarte
con quien no querías, o al revés, tropezarte con quien deseabas; y todo depende
de un pequeño giro de pies que muchos hacen sin pensarlo. Decidir ir por aquí o
por allí parece insustancial, al final todos los caminos llevan a Roma, pero yo
ya he visto que no lo es. De esa pequeña decisión va a depender que tomes un
café que ya no deseas, por la hora, no por su compañía, que te va a mantener despierto mucho más allá de tu hora
habitual de dormir y va a envenenar la conversación con tu mujer y tus hijos, que hacen su vida sin conocer tu desvelo, cuando vuelvan a casa, y ese veneno con el que tú los esperas, acíbar en su plato, les hará pensar que tienen un padre y un marido
echado a perder. ¡Quién puede prever el efecto que tendrá en sus vidas aquel tóxico que les inyectas, del que ibas cargado por la simple circunstancia
de un giro de pie…!
De
todos los lugares del mundo, hay dos en los que la angustia que experimento
excede a todos los demás.
Uno
de ellos son los bares. Entrar en los bares es para mí un tormento y pocos
lugares me imagino más ajenos a las buenas condiciones de una vida humana
-
¿Qué desea? – me pregunta el camarero, claro.
Y
la respuesta a esa pregunta, que a la mayoría de la gente le parece sencilla,
incluso rutinaria, a mí me deja en blanco, un blanco de angustia.
“Irme”
-debería contestar, si en verdad dijese lo que deseo; o también, “no haber
entrado”, como si fuese estúpido.
Pero
como temo ser por tal considerado, simplemente dilato mi respuesta, como si
dudase, a ver si el camarero se cansa y se enfrenta con algún acompañante que
me dé una idea, para poder responder: “yo también”. Porque lo más frecuente es
que a mí no me apetezca nada y que, como las palabras de camarero no suelen espabilar ningún deseo en mí, y mucho menos si se pone a esperar mi respuesta, suelo dirigir mis ojos ansiosos hacia el mostrador para ver si
alguna botella de las múltiples que sobre él se exhiben me provoca alguna
incitación. No suele suceder. Las más de las veces termino en un bar por apego
a la compañía con la que voy, y siempre me extraña que en alguien que se sienta
bien acompañado pueda surgir el deseo de un café, un helado, una cerveza, o un güisqui
y que me condenen a meterme en esos abrevaderos estruendosos e indeseables. Tome
lo que tome en ellos, siempre salgo con la impresión de no haber acertado.
El
otro lugar en el que se me disparan los temores es en las librerías. Os
parecerá una tontería, claro, y quizá os habíais imaginado que sería las
tiendas donde vender armas u objetos eróticos. Pues no. El tormento en las librerías
viene de la contemplación de cuántos libros no conozco y de no saber qué
elegir. Es muy sencillo de entender. Si más del noventa por ciento de los
libros que contemplo me resultan desconocidos, por qué elegir uno y dejar a los
otros ochenta y nueve. ¿Y si entre los que no elijo está el que realmente
necesito, el que me está esperando, agazapado en los anaqueles, ajeno a listas,
crítica, y consejos varios, escrito por un ser lejano y antiguo, lanzado al
mundo, como se lanza al mar una botella con un mensaje, esperanzado que el
juego de los días y las olas lo lleven hasta su destino? ¿Y si ese destino soy
yo, y no me encuentra? Y así, el posible placer de comprar, con el que he visto
alegrarse a muchos, se transforma, en mi caso, no solo en la penosa tarea de elegir, es
decir de renunciar, sino en la sospecha de haberme equivocado. Después de haberme agotado de mirar estanterías, consultar
índices y ojear apresuradamente algunos capítulos que me resultan más sugerentes,
muchas veces, desconcertando a los vendedores, salgo sin comprar nada; y otras,
cuando para no morirme de vergüenza, termino comprando algo, me dura muchos
días la duda de si no habré dejado escapar otra vez la oportunidad de adquirir
el libro que salvaría mi vida, que para mí es tanto como esperar salir de esta
angustia de vivir.
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