lunes, 25 de mayo de 2020

No es fácil vivir


                                            No es fácil vivir

No es fácil vivir. Enfrentarse cada momento a lo imprevisible, decidir continuamente hacia dónde ir, qué quieres hacer, quién quieres ser. Claro, quizá pienses que de un día a otro no hay mucha diferencia, y que la rutina y el aburrimiento acechan nuestras vidas más que la sorpresa y el susto.
No es esa mi experiencia, ya te digo.  Yo veo a muchas personas que enseguida se acomodan y que luego, un día, se sorprendan de que el mundo sea como es. Si, conozco a mucha gente que se ha domesticado a sí misma y que ha sacado la conclusión de que el mundo es doméstico. No lo es, ya os lo digo yo ¿No habéis oído de esos perros que parecían domesticados y que un día se lanzan al cuello de su dueño y lo destrozan? ¿Y qué decir de los felinos que un buen día se lanzan sobre su domador, con el que habían jugueteado innumerables veces? El mundo es salvaje, y guarda siempre una sorpresa, no os engañéis. 
Así es el mundo. No dejamos de recibir sustos, y no nos acostumbramos. Pero como suelen ser lo habitual los cambios lentos, el deslizarse las horas del día, el deslizarse los días uno detrás de otro, el ir pasando los años tan mansamente, tan despacio para los que viven en babia, estos semejantes no cesan de pasar en su vida del sobresalto al aburrimiento, sin percatarse de que la vida es, toda, un juego indescifrable que requiere de nuestra atención y de nuestra alerta permanente.
¿Pero quién es capaz de estar permanentemente alerta? – me dirás. Claro, si te acostumbras, si te domesticas. Hay personas que se acostumbran a vivir tumbados, y allí en la cama comen, duermen, trabajan y reciben, y la sola idea de permanecer sobre sus dos pies todo el día ya les fatiga. Si te domesticas y acostumbras, la sola idea de estar alerta ya te agota, claro.
Yo no me explico cómo la gente puede acostumbrarse a ver los árboles sin hojas y luego, volver a verlos con ellas, como si hubiesen caído y salido todas ellas en una sola noche. Yo me sorprendo cada día un poquito, desde que aparecen las primeras yemas en las ramas hasta que tienen extendida la palma de su hoja y vuelven a quedar luego desnudos. En algún sitio hay una fuerza inmensa que empuja lo verde hacia fuera, y que luego, poco a poco, lo abandona y lo deja caer; es la misma fuerza que mueve las nubes y que madura los frutos… ¡Y si esa fuerza aparece un día de sopetón! ¡Como pasa con los volcanes, el día que revientan! Un día vas al mercado, y el lugar de las naranjas ha sido ocupado por los nísperos y las cerezas, y yo me llevo un susto, porque en esos cambios descubro cómo se desliza silencioso el tiempo ¡Y contemplar en los puestos del pescado los ojos cristalinos de los besugos, no digamos! O cuando llegan al mercado los primeros boquerones. Yo los veo, y me entran ganas de llevármelos a casa y ponerles piso,  antes  de que su plata vire lentamente hacia el cobre.
Entre el impacto de las novedades diarias y los deseos vehementes que se alzan en mí, se me hace muy difícil vivir. Ya sé, hay personas que no sienten nada de esto, ni siquiera algo parecido, y pasan por la tierra sin enterarse de nada. ¡Benditos ellos! -digo yo; pero estarán condenados, en la próxima vida, a reencarnarse en cuadrúpedos e irán mirando siempre hacia el suelo.
Salir de casa ya tiene su aquel. Desde la puerta, puedo elegir tres direcciones, pero en cuanto me decido por una, muy pronto, en la misma calle surgen disyuntivas, incluso “trisyuntivas” que renuevan mi angustia. A la vuelta de cualquier esquina puedes encontrarte con quien no querías, o al revés, tropezarte con quien deseabas; y todo depende de un pequeño giro de pies que muchos hacen sin pensarlo. Decidir ir por aquí o por allí parece insustancial, al final todos los caminos llevan a Roma, pero yo ya he visto que no lo es. De esa pequeña decisión va a depender que tomes un café que ya no deseas, por la hora, no por su compañía, que te va a mantener despierto mucho más allá de tu hora habitual de dormir y va a envenenar la conversación con tu mujer y tus hijos, que hacen su vida sin conocer tu desvelo, cuando vuelvan a casa,  y ese veneno con el que tú los esperas, acíbar en su plato, les hará pensar que tienen un padre y un marido echado a perder. ¡Quién puede prever el efecto que tendrá en sus vidas aquel tóxico que les inyectas, del que ibas cargado por la simple circunstancia de un giro de pie…!
De todos los lugares del mundo, hay dos en los que la angustia que experimento excede a todos los demás.
Uno de ellos son los bares. Entrar en los bares es para mí un tormento y pocos lugares me imagino más ajenos a las buenas condiciones de una vida humana
- ¿Qué desea? – me pregunta el camarero, claro.
Y la respuesta a esa pregunta, que a la mayoría de la gente le parece sencilla, incluso rutinaria, a mí me deja en blanco, un blanco de angustia.
“Irme” -debería contestar, si en verdad dijese lo que deseo; o también, “no haber entrado”, como si fuese estúpido.
Pero como temo ser por tal considerado, simplemente dilato mi respuesta, como si dudase, a ver si el camarero se cansa y se enfrenta con algún acompañante que me dé una idea, para poder responder: “yo también”. Porque lo más frecuente es que a mí no me apetezca nada y que, como las palabras de camarero no suelen espabilar ningún deseo en mí, y mucho menos si se pone a esperar mi respuesta,  suelo dirigir mis ojos ansiosos hacia el mostrador para ver si alguna botella de las múltiples que sobre él se exhiben me provoca alguna incitación. No suele suceder. Las más de las veces termino en un bar por apego a la compañía con la que voy, y siempre me extraña que en alguien que se sienta bien acompañado pueda surgir el deseo de un café, un helado, una cerveza, o un güisqui y que me condenen a meterme en esos abrevaderos estruendosos e indeseables. Tome lo que tome en ellos, siempre salgo con la impresión de no haber acertado.
El otro lugar en el que se me disparan los temores es en las librerías. Os parecerá una tontería, claro, y quizá os habíais imaginado que sería las tiendas donde vender armas u objetos eróticos. Pues no. El tormento en las librerías viene de la contemplación de cuántos libros no conozco y de no saber qué elegir. Es muy sencillo de entender. Si más del noventa por ciento de los libros que contemplo me resultan desconocidos, por qué elegir uno y dejar a los otros ochenta y nueve. ¿Y si entre los que no elijo está el que realmente necesito, el que me está esperando, agazapado en los anaqueles, ajeno a listas, crítica, y consejos varios, escrito por un ser lejano y antiguo, lanzado al mundo, como se lanza al mar una botella con un mensaje, esperanzado que el juego de los días y las olas lo lleven hasta su destino? ¿Y si ese destino soy yo, y no me encuentra? Y así, el posible placer de comprar, con el que he visto alegrarse a muchos, se transforma, en mi caso, no solo en la penosa tarea de elegir, es decir de renunciar, sino en la sospecha de haberme equivocado.  Después de haberme agotado de mirar estanterías, consultar índices y ojear apresuradamente algunos capítulos que me resultan más sugerentes, muchas veces, desconcertando a los vendedores, salgo sin comprar nada; y otras, cuando para no morirme de vergüenza, termino comprando algo, me dura muchos días la duda de si no habré dejado escapar otra vez la oportunidad de adquirir el libro que salvaría mi vida, que para mí es tanto como esperar salir de esta angustia de vivir.

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