El
primer día
Enfrascado
en este río de escritura que es el libro “El infinito en un junco”, envidioso
de los dones con los que los dioses han colmado el esfuerzo de su autora, desconocedor
aún del precio que le hicieron pagar por su pertinaz osadía de niña lectora, terminé
el último día del año 69 de mi vida con la lectura del capítulo 69 de su libro:
“El acogimiento del otro es el hecho decisivo por el cual se iluminan las
cosas.” Estas palabras del filósofo Emanuel Levine que finalizan el capítulo,
suspendieron mi lectura. Cerré brevemente el libro, mi índice entre las páginas
184 y 185 y me sumergí en el eco que aquellas palabras habían alzado en mí. Cuando intenté volver al libro, me di cuenta
de que aquel capítulo tenía escasas cinco líneas y que el siguiente era más
extenso. Hasta la mañana siguiente no prestaría atención a los dígitos que
enumeran cada capítulo; absorto en aquella prosa lúcida, saltaba de uno a otro,
como quien salta de piedra en piedra, irregulares en sus tamaños, para cruzar
el cauce de una corriente transparente y dulce. Como la noche era ya larga,
coloqué la señal de lectura, apagué la luz y me fui a dormir. Mientras me movía
con sigilo por la casa, palpaba los marcos de las puertas abiertas, y doblaba
las esquinas del camino oscuro hacia la cama, repetía aquellas pocas palabras
en mi memoria, como quien se esfuerza con un paño en buscar tras la pátina del
bronce opaco el brillo cierto, e intentaba entrar más hondamente en aquel
pensamiento: “El acogimiento del otro…” Me dormí pronto, arrullado por el rumor
sonoro que las palabras despertaban en mi memoria.
También
me desperté pronto. Soy alondra en mis costumbres mañaneras y puedo ser rapaz
nocturno, si hay motivo. Aplacé la fresca ducha siempre apetecida, porque era
temprano para el ruido de su chorro, porque me desperté ya despierto y porque
las aguas de aquel río que había dejado plegado por la noche era todo lo que
ansiaba. Desanduve con cuidado el camino nocturno y, con tiento, volví a mi
sillón de lectura. Abrí el libro y, esta vez sí, vi que me esperaba el capítulo
70. Aquella casualidad me produjo una
sonrisa agradecida, la tomé como un cumplido de Irene Vallejo quien, desde su
recóndito destino, había madrugado para ser la primera en felicitarme. Porque
yo había establecido ya con el libro esa relación propia de quien siente que el
escrito le está destinado, y que la línea sedosa de su prosa respira al compás
del pecho del que lee. Habla en él del rapto de la bella Europa, por el
enojado, astuto, vengativo Zeus, que ha tomado la atractiva, confiable
apariencia de un níveo toro, pacífico, musculoso y juguetón en la playa de Tiro
y del irrealizable e imperioso mandato paterno que recibe su hermano Cadmo, de
rescatar a su hermana de las codiciosas, poderosas manos de un dios. En esa
búsqueda por todo el orbe conocido por un griego, Cadmo viaja gritando el
nombre de su hermana y va dejando escrito en las rocas silenciosas y en los
troncos de los olivos viejos y de las ásperas encinas, en cuyas ramas el grito
se confunde ya con el susurro de la brisa, su nombre: Europa. En aquella búsqueda
angustiosa, desesperada, y destinada al fracaso, Cadmo extiende por el mundo el
conocimiento de la escritura.
Hoy,
cumplo setenta años.
En
mi familia, siempre hemos celebrado los cumpleaños. Por encima de las arrugas y
de los achaques que trae el paso del tiempo a partir de una cierta edad, siempre
nos hemos alegrado con la llegada de cada nuevo aniversario. Estar vivos y poder
contarlo es suficiente motivo. Seguir revitalizando las memorias viejas con la
savia de las nuevas, asistir al decurso de los días, ver que lo nuevo, a lo que
no alcanzan ya nuestras escasas fuerzas, llega a nosotros en las bocas y en los
ojos y en las manos de nuestros hijos y de nuestros nietos, que lo impensado
acude hasta nosotros cuando nos creíamos al amparo de los sustos y ya no lo
alcanzamos en su rodar vertiginoso, nos hace sentir alegría. No necesitamos
grandes regalos, ni fiestas purpurinas; agradecemos el recuerdo de los que
están lejos, las palabras amables y festivas que salen de las bocas sonrientes
de los amigos, alguna visita imprevista, señales que subrayen la certeza de
seguir viviendo en la memoria de otros, como ellos viven en la nuestra.
Y,
sin embargo, hoy, precisamente hoy, cumplir 70 años, precisamente 70, no me
gusta. En este proceso de desconfinamiento gradual, ordenado y asimétrico,
acabo de ingresar en el grupo de ciudadanos con permiso para deambular a su
aire por las calles de la ciudad entre las diez y doce horas de la mañana y las
siete y las ocho de la tarde. Así que, ayer, me despedí de un mundo y hoy
todavía no he vuelto al otro. Ayer, todavía paseé entre jóvenes impetuosos,
remolinos de vitalidad que no se paran a calcular lo que son dos metros de
distancia, veloces patinadores, ingrávidos skaters, estatuarios
conductores de patinetes, impetuosos ciclistas, entusiasmados runners,
ensimismados lectores de pantallas luminosas, seres alados que no toman
cuenta de los bordillos de las aceras, de los baches del asfalto ni del color
de los semáforos. Ayer, el aire todavía estaba poblado de conversaciones y
risas que desconocen el peligro, de cuerpos ligeros de ropa que la luz del
atardecer convierte en bronces divinos: precisas musculaturas, hombros
desnudos, espaldas poderosas, pechos altivos, nalgas apretadas, miradas
encendidas, barbas prietas, labios por los que asoma la temperatura de un
interior candente, melenas densas y de color definido, manos inquietas que
sienten el imán que emana de otros cuerpos…Porque la juventud es algarabía de
voces y relámpagos de cuerpos solares, agilidad, derroche y tristezas oscuras y
profundas pero livianas, de las que espantan una sola mirada, una palabra
amable, un pequeño gesto de cariño, veinte euros para gastar…
Todavía
no he salido hoy. Me asusta el mundo al que ya pertenezco: caminantes temerosos,
quizá solos, quizá en lentas parejas, que arrastran sus zapatos cuarteados y
dudan para salvar los bordillos de las aceras, desconfiados de sus ojos y de
sus pies; personas que se ayudan con andadores, bastones y apoyos con los que
tantean el suelo antes de dar un nuevo paso, como quien se aventura en una
ciénaga; paseantes de espaldas encorvadas, que se cubren con extrañas gorras o
sombreros, sin miramientos estéticos, ceñidos en su descuidada elección a su
estricta utilidad, de cabellos escasos y grisáceos, como líquenes, que cubren
apenas una piel que va tomando poco a poco la sólida figura del esqueleto que
guarda; rostros de pieles fruncidas, palimpsestos que esconden otras muchas
historias por debajo de la que hoy podemos leer; ropas grises o cómicamente
juveniles en colores y hechuras, ajenas a la escasa vitalidad que las soporta;
voces quedas, carrasposas, quizá inútilmente enfáticas y que portan en su
impostación el recuerdo de una vida ajena a lo que hoy cuentan; ojos
desconfiados detrás de gafas intemporales que se sustentan en grandes orejas
flácidas y resbalan sobre narices tristes…
Quizá
un día mi ánimo elija este ritmo pausado como suyo, quizá me sienta confortable
en el apartado silencio, y la escasa novedad que tolere no sea más que la que
traigan la sucesión de las horas de cada día, los sobresaltos de la
meteorología y las voces conocidas de los que me quieran. Quizá llegue un día
en el que la idea del final no sea una idea siniestra, sino una exigencia
sintáctica de este río que es la vida…
Pero
hasta entonces, que no sea una orden del Boletín Oficial del Estado la que me
condene, una imposición cuyo cumplimiento vigile la policía con sus
helicópteros, sus drones, sus coches patrulla con sirenas y sus coches patrulla
camuflados. Que los últimos pasos puedan elegirlos mis pies, que sean mías las
últimas palabras, que los ojos tengan próxima la mejor imagen de la vida que
abandonen, que mis manos sientan el latido poderoso de otras manos que sujeten
las mías, y que no tapien las ventanas.
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