viernes, 5 de junio de 2020

En la noche oscura

                                En la noche oscura

Al párroco del pueblo se le había apagado la fe, una circunstancia que no había sido tenida en cuenta en todos sus años de formación, y una situación que no sabía cómo enfrentar en lo que él pensaba ya la segunda mitad de su vida, lo que se imaginaba como el descenso de la cumbre. No había sido un apagón de luz artificial, sino un ir oscureciéndose a lo largo de los días, un ir languideciendo, como el paso del sol dorado del otoño a los impenetrables días de invierno de aquella tierra. Pero él siguió cumpliendo con los actos litúrgicos que correspondían al transcurso del año y a las costumbres piadosas de sus feligreses. Le producía extrañeza que nadie se diese cuenta de que él ya no creía en lo que hacía y que, pese a aquella sequedad espiritual que experimentaba, siguiese llenándose la iglesia los domingos y días de fiesta, y las procesiones multitudinarias, las piadosas rogativas matinales, las novenas vespertinas, las confesiones semanales, la celebración de los sacramentos, y las misas de difuntos pareciesen no sufrir los efectos de su falta de fe. Era verdad que la aplicación y el rigor con el que había aprendido todo aquello en sus años de estudio habían hecho que se incorporasen a su vida como un hábito y que la exactitud y precisión en su ejecución no dejaba transparentar el doloroso camino por el que transitaba su vida.
            Él ya no creía que el poder de su palabra transformase aquella hostia en el cuerpo de Cristo y aquel poco de vino aguado en su sangre. Tampoco creía que los hombres pecasen, es decir que hiciesen el mal a conciencia, aunque estaba convencido de que todos nos equivocamos y con frecuencia en contra nuestra, ni pensaba que sus bendiciones y penitencias tuviesen la virtud de perdonar los pecados o enmendar los errores; los penitentes se retiraban del confesionario aliviados, pero igual de torpes y con reiterados propósitos que volverían a incumplir. Había recibido la imposición de manos con la que su obispo le había ordenado sacerdote como simple autorización para realizar los ritos litúrgicos, más que como la transmisión de un poder. Se sentía totalmente impotente ante aquel irse agostando su primitivo fervor. Presidir procesiones y actos litúrgicos podía hacerlo cualquiera. Lo único en lo que no cedió fue en seguir predicando. Hubiera tenido que hablar a los fieles de aquello que era lo más íntimo para él y los hubiera escandalizado, así que, en las fiestas grandes, solía invitar a que lo acompañase a algún sacerdote de los pueblos vecinos y le cedía el privilegio de hablar en su nombre.
            Que todo a su alrededor siguiese igual, que aquellos sacerdotes a los que invitaba no notasen nada, que a sus feligreses les diese igual lo que él creyese, se transformó para él en un motivo más para acentuar su escepticismo y su desapego de la religión que había sido hasta aquel entonces el motivo de toda su vida.
            Después de pensarlo mucho y de dudar de todo, se decidió a consultar su situación con el obispo de la diócesis. El ahora obispo había sido su profesor en el seminario donde estudió y le había ordenado sacerdote. Ambos guardaban un recuerdo amable de su lejana vida en común y no le costó que le concediera una audiencia privada.
            El día señalado adelantó la celebración de la misa en el pueblo y se acercó en el coche de línea a la capital de la diócesis.
 Fue recibido con el cariño paternal que los profesores suelen guardar para quienes han sido sus alumnos, en especial hacia aquellos en quienes ven reflejados las formas de vivir que compartieron. Pasó a la sala de espera y comenzó a hojear algunas de las revistas religiosas que había sobre la mesita. Al instante, entró una de las religiosas que atendía al obispo y le ofreció tomar algo mientras esperaba. Pidió un té. En la bandeja donde venía la taza de té, la tetera de cerámica y una servilleta de tela bordada con el escudo del obispado, venían también unas pastitas que fabricaban las religiosas exclusivamente para el consumo de palacio. El sacerdote agradeció aquella atención y la religiosa se despidió halagada.
Entró el señor obispo sonriente, le abrazó entusiasmado y le condujo a su despacho. Estaba perfectamente informado de la marcha de su parroquia, de las obras que había acometido para conservar el tempo, de la instalación de la calefacción, de las nuevas adquisiciones de ornamentos litúrgicos, de la restauración de la cruz procesional y de la organización de las cofradías, que sabía que eran nueve, pero que solo recordaba la de Santa Águeda y la del Niño de la Bola. Hablaron de su relación con las autoridades, de la antipatía del médico y la poca afición religiosa de la mayoría de los maestros y de la catequesis de los niños, de las primeras comuniones y de la confirmación, que se celebraba cada tres años y tocaría para el venidero. El sacerdote buscaba un resquicio para hablar de la tribulación de su ánimo, pero el entusiasmo de las palabras del obispo no le daba ocasión. Finalmente, el secretario le avisó de una llamada de teléfono urgente y monseñor remató el encuentro y encomendó a su secretario el encargo de despedirlo y acompañarle hasta la puerta de salida.
Salió del palacio arzobispal un poco más hundido de lo que había entrado. Mientras caminaba por la ciudad hacia la estación de autobuses, recordó la vieja discusión sobre la justificación por la fe o por las obras. El obispo hablaba de las obras, pero eran las dudas acerca de su fe, de su falta de fe, las que le habían llevado hasta allí. ¿De qué servía todo aquello sin la fe? ¿Qué sentido tenían la liturgia y sus ritos sin fe? Le angustiaba esa idea, casi sensación, de que a todos les daba igual lo que él creyera y que la eficacia de sus acciones no tuviera nada que ver con él. Sus palabras, capaces de avivar la fe de sus feligreses eran insuficientes para mantener la propia. Se había dado cuenta de que nadie juzgaba la validez de lo que hacía por sus efectos o utilidad. Los campos no creían en las rogativas, las enfermedades no respondían a sus oraciones, las necesarias lluvias de abril no llegaron como  respuesta a sus plegarias y él mismo tuvo que recurrir al auxilio del médico, ateo confeso, para curar aquella afección pulmonar que le tuvo apartado varias semanas de sus obligaciones, a la salida del invierno. Los efectos de la penicilina no dependieron de la fe del médico ni de la del paciente, sino de la certeza del diagnóstico y de su potencia antibiótica. El Dios todopoderoso que le había llamado al sacerdocio, y a cuya llamada él había respondido, se mostraba mudo en aquella soledad.
Ya en casa, volvió a los escritos espirituales, a aquellos versos de “La noche oscura” de San Juan de la Cruz que conocía desde hacía tanto tiempo.
   
 En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía,
sino la que en el corazón ardía.

  Aquésta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía,
a donde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía. 

               Pero aquel día parecía haber desaparecido la calidez de las palabras del santo, con las que se había abrigado tantas otras veces en sus momentos de duda. El caminar hacia aquella parte donde “nadie parecía” y que era el lugar del encuentro de los amantes, había significado para él el colmo de la fe y de la esperanza. Hoy, para él, aquel lugar estaba vacío. Más próximo se sentía a las palabras de Lucrecio, quien afirma en su “De Rerum Natura” que los dioses no existen o que, en el caso de que existieran, no les preocuparían las acciones de los hombres. Creer que las aflicciones humanas tienen alguna importancia en el devenir del mundo le parecía un acto de vanidad insoportable, y haberse creído llamado por Dios, un exceso de narcisismo propio de aquella infancia tan gris en la que creció.
               Mientras tanto se había hecho la hora de la novena de la Virgen del Carmen, y el sacristán, que compaginaba sin ninguna contradicción sus tareas de zapatero remendón, con la que se ganaba la vida, y el desempeño de sus tareas parroquiales, ajeno a las dudas del sacerdote, hizo sonar las campanas puntualmente. En su soledad sacerdotal, se imaginó a las mujeres del pueblo cambiándose de vestuario, arreglándose para acudir a la iglesia, esperándose, bulliciosas, en las calles para asistir a la novena, se impuso a su desánimo y volvió a realizar aquello que todos los del pueblo esperaban de él.

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