Meléndez Valdés, 126
Llegué al número 126 de Meléndez Valdés a media tarde, toqué al timbre de la puerta cinco del
tercer piso y me contestó la voz de una mujer mayor; me identifiqué, y ella pulsó el botón que me
abrió la puerta de la calle. Cogí el ascensor y subí con mi equipaje. Cuando
salí del ascensor, antes de que llamara al timbre, se abrió la puerta de la
vivienda y apareció, escondiendo medio cuerpo detrás de ella, la figura de la
mujer que me había atendido. Antes de oír su invitación a entrar, supe que la
voz que había escuchado pertenecía a aquella cara alargada y pálida, y que la
blandura de su tono había resonado entre aquellos cabellos lacios, entre los
pliegues tristes de su boca escasa de dientes, en aquel esqueleto que se sustentaba
en unos pies torpes, en aquel cuerpo vestido con un atuendo gris hasta más abajo
de sus rodillas
“Siga hasta la puerta”
– me dijo, y señaló con la barbilla en dirección a una puerta de dos hojas que
estaba a la derecha, casi al final del pasillo. “Allí le espera doña
Esperanza”.
En aquellos tiempos
todas mis pertenencias cabían en un bolso de mano y una maleta no muy grande,
agarré mi equipaje y me dirigí hacia allí. A mitad del pasillo salió del lugar
una mujer aún mayor que la que me había abierto la puerta y me señaló otra
puerta que quedaba en el lado izquierdo, un poco más próxima a la entrada.
-“Deje su equipaje ahí,
en su habitación y luego pase aquí.”
Sin duda aquella mujer
era la dueña, doña Esperanza. Caminaba con dificultad, apoyada en un bastón y
arrastrando un poco uno de sus pies, pero lo que más me llamó la atención fue su
voz y aquel rostro oculto tras unas gafas de cristales ahumados, que juzgué innecesarios en la oscuridad del interior de la casa. Su cara era
ancha, llevaba el cabello repeinado en una especie de permanente casera, y
vestía en tonos grises y oscuros; aquella voz dura en su dicción andaluza, su
inestable dentadura postiza, y el tono de ordeno y mando que imprimía a todo lo
que decía me sorprendieron.
Obedecí, me miré en el
espejo que había en una de las paredes de la habitación, me recoloqué la ropa,
ligeramente descolocada y arrugada por el bolso que llevaba al hombro, y me
dirigí al salón. Allí, en pie, junto a su sillón de tonos granates y grises, me
esperaba doña Esperanza. Me invitó a tomar asiento en un sofá liso, de una tela
granate aterciopelada y comenzó a hablarme.
-“Como usted habrá
visto, esta es una casa de familia” – añadió después de las inevitables
cortesías. “Nada que ver con una pensión – añadió. Le acogemos como un favor;
por la estima que tenemos hacia don Emilio, que nos ha hablado muy bien de
usted”.
No pude menos de
sonreír cuando oí el “don” delante del nombre de mi compañero de estudios. “Así
que don Emilio” -pensé- mientras la mujer peroraba allí delante, enalteciendo
los motivos por los que don Emilio se había hecho sujeto de su confianza.
Efectivamente, había sido él quien me había dado
su dirección. El domicilio estaba muy bien situado en Madrid: cerca de la
Ciudad Universitaria, a mitad de camino entre las estaciones de metro de
Moncloa y Argüelles, en la línea 3, y por tanto conectado con toda la ciudad.
Por la zona, abundaban los restaurantes para estudiantes, las librerías, los
garitos, y acababa de abrir el Corte Inglés de Argüelles. El precio del hospedaje no era
excesivo para mis ingresos.
-“Gracias” -me vi
obligado a decir, ante la reiteración de la mucha suerte que tenía de haber
sido acogido en su propia casa.
Me habló de cómo se
había quedado sola en la vida, de los esfuerzos que había hecho para sacar
adelante a aquellos dos hijos, don Antonio, el mayor, ya licenciado en Derecho,
y Miguel que estaba terminando la carrera de Filosofía, y a su cuñada que se
había visto obligada a refugiarse con ellos cuando perdió el trabajo.
-“Mi marido era
militar, un militar de mucho valor y de mucho honor, pero con poco dinero, y
cuando murió, que no le voy a aburrir con su historia, nos dejó una pensión
ridícula, que se ha ido haciendo más ridícula con el paso del tiempo.”
-¿Quién toca el piano?-
le dije por fin, por salir de lo lacrimoso, pues desde que entré en el salón no
había podido dejar de mirar aquel piano de pared de madera noble y brillante
que era, sin duda, el rey de la casa.
“Nadie” – me contestó.
¿Es usted músico?
-“No, no tengo esa
suerte. Aporreo las teclas y puedo entretenerme adivinando las notas de
melodías conocidas, porque no me falta oído, pero estoy lejos de considerarme
músico”.
-“Tocaba yo” – me dijo.
-“Mire mis manos.
¿Dónde voy yo con estas manos? Yo acompañé en los cafés a cantantes que usted
desconocerá, por ser tan joven, y tuve una vida de novela, hasta que mi marido
me retiró y me puse a criar. Una verdadera desdicha. Y luego va y se me muere”.
Efectivamente, sus
manos eran dos manojos de sarmientos resecos, y sus dedos, anudados por la
artrosis habían perdido la elegancia y los movimientos de las manos humanas.
-“Lo siento”-dije por
cortesía, porque era imposible que yo sintiera nada por aquel hombre que no
conocía ni por la mujer que me tenía allí, a su voluntad,
Volvió a encarecerme la
suerte que tenía de ser amigo de Don Emilio y de ser acogido en aquella casa, donde
reinaba el orden, el buen nombre, el silencio apropiado para el estudio y que
estaba tan bien situada en la ciudad.
De pronto, la mujer que
me había abierto la puerta entró en el salón -quizá al oír alguna señal
convenida que pasó desapercibida para mí- y me condujo a lo que sería mi
habitación. Además del espejo en la pared, había una pequeña estantería, y un
armario, una mesa de estudio y una silla. La mesita de noche, al lado de la
cama, era mi pequeño lugar de intimidad, pues me dio una llave que me aseguró
sin copia, para que pudiese guardar en sus dos cajoncitos lo que quisiera.
Se quedó allí mientras yo colocaba la ropa en el armario y los pocos libros que me acompañaban en la
estantería y fue informándome de las normas de la casa.
-“Ya sabe que es una
casa de familia, nada que ver con una pensión, y esperamos de usted la
corrección apropiada a esta condición”.
Me di cuenta de que
aquella frase formaba parte de la liturgia de aquella casa y me preparé para
oírla repetir como una letanía.
-“No se permiten las
visitas; a cambio, usted podrá entrar y salir a la hora que desee. Durante la
noche, la puerta de la calle permanecerá cerrada y deberá llamar al sereno para
que le abra. Usted tendrá llave del domicilio y podrá entrar y salir a su voluntad”.
-“En esta bolsa, podrá
dejar la ropa que desee se le lave, lo cual haremos una vez por semana. La
encontrará planchada sobre su cama cada sábado por la tarde”.
-“Mire” - me dijo
saliendo de la habitación- y yo la seguí asomando la mitad de mi cuerpo por la
puerta- aquí está el teléfono, puede recibir llamadas, pero nunca hacerlas.
Para llamar, la cabina de enfrente – con la barbilla me señaló hacia la calle.
-“El uso de la cocina
no forma parte de sus derechos y, en caso de enfermedad, podrá ser visitado por el médico”
-“Venga” – y yo la
seguí- “este aseo es el de su habitación. Los fines de semana pueden usar el
cuarto de baño, que es el de la familia, para ducharse. Los sábados y los
domingos se enciende el agua caliente todo el día”.
- “Me gustaría poder
ducharme todos los días, aunque sea con agua fría.”
Me miró fijamente, como
si fuera un extraterrestre, y movió la cabeza. Ella no sabía que yo sí conocía el agua de Madrid en invierno, y que el frescor de aquellas duchas matutinas me aliviaban de todos mis males.
-“No sea usted loco.
Tendríamos que negociar un suplemento en el precio. Mire que no es solamente el
gas, es también el agua, son las toallas, y la limpieza del cuarto de baño…Le
saldrá caro el capricho. En una pensión, todos igual, no se lo tolerarían.
- “Bien, lo negociamos”
– dije yo como un atrevimiento. Y desde entonces, antes de que lo
divulgase la médicina, descubrí los beneficios de las duchas de agua
fría, que pagaba con lo que me ahorraba del innecesario café.
Mientras
tanto, había terminado de colocar la ropa en el armario y mis escasos enseres
en la mesita y sobre la mesa de estudio, pretexté una llamada urgente y salí de
casa. Volví ya tarde y me acosté. Dormí como un niño, estaba cansado, los
ruidos de la calle no llegaban a mi habitación, y entre la familia parecía
haber la costumbre de respetar el sueño.
……………………..
Cuando
entraba en aquel pasillo decorado con pinturas antiguas tenía la sensación de transitar por un sendero del tiempo, y asomarme a un pasado remoto. Entre
la familia se trataban todos de usted y aquellos hijos, que tanto le habían
costado criar, eran ahora dos mocetones como dos aizkolaris, aunque en casa
eran tratados como tiernas damiselas.
Antonio trabajaba en un despacho, volvía
con su cartera de piel oscura repleta de papeles y con un cansancio propio de quien ha estado cargando piedras toda la mañana, y pasaba las tardes cantando
temas de una oposición que se demoraba, dormía en una cama que se acondicionaba
en el salón cuando anochecía y allí, los días que tocaba baño, embutido en su
albornoz y recostado en el lecho, era atendido por su tía como si fuera un patricio
romano: ella le secaba la cabeza, le cortaba las uñas de los pies y le
arropaba, todo ello aderezado de recomendaciones y consejos, en los que dejaba
escapar la hostilidad que aquellas tareas le hacían sentir.
Miguel estudiaba el último año de Filosofía
y se trababa un poco al hablar. Dormía en la misma habitación que su madre y su
tía, y de allí salía y entraba con sus libros y apuntes, de lo que deduje que
era también su lugar de trabajo. Era más comunicativo que Antonio, y a veces me
buscaba para charlar.
-A
mí me gustan las mujeres para fornicar. Nada más. Que las mantenga su padre. Mi
hermano Antonio, que es tonto, quiere casarse – me decía.
Se quejaba de lo tacañas que eran su madre y
su tía, y también él volvió a encarecerme lo bien que yo estaba en aquella casa, mejor que
en cualquier pensión. Los domingos por la mañana tenía reservado el cuarto de
baño para él. Me acostumbré, por lo frecuente que era, a oír los jadeos y los
suspiros de sus masturbaciones ostentosas y las voces de la tía y la madre que
se acercaban hasta la puerta del baño y la aporreaban, solícitas, llamándole
por el nombre, angustiadas por si aquellos resuellos eran los últimos
estertores de la agonía. Él, desde dentro, ni se dignaba contestar, y ellas se
volvían a la habitación, maquinando si no tendrían que forzar la puerta y se
encontrarían con el cadáver en el suelo. Después de un buen rato, se oía correr
el agua del baño, y se tranquilizaban.
Creo
que me gané a toda la familia un día que Miguel tuvo un accidente. Lo encontré
a la salida de la facultad de Filosofía caído en el suelo, lloriqueando,
rodeado de otros compañeros que no sabían qué hacer con él.
-
Mi madre no se fía de mí, me compra semanalmente los diez billetes del autobús
que necesito para ir y volver de la Universidad y no me da dinero- me comentó
de camino a casa
-A
Miguel no se le puede dar dinero, porque se lo gasta -me explicó la madre cuando llegamos a casa, con
la convicción que da un silogismo- y si le doy más billetes de los necesarios,
los vende.
Me
hice cargo de él, soporté al menos la mitad de su peso hasta acercarle a la
parada de los taxis, y le acompañé a casa. Como llamé y les anuncié la
desgracia, nos recibieron con un coro de lamentos y con una preocupación
exagerada por el bienestar de Miguel, a quien parecía no haberle pasado nunca
nada.
El
caso debió tener alguna resonancia en la facultad, pues en el largo período de
reposo que le exigió aquel esguince de tercer grado, un día me crucé en aquel
pasillo por el que me parecía acceder a otro tiempo, como surgido de las tinieblas de
su vista extraviada, al profesor Fernando Savater que había ido a visitarlo.
Por
supuesto, no tuvieron el detalle de preguntarme ni abonarme el precio del taxi,
así que un fin de semana de lluvia, de aquellos en que solía venir la que miraban
como futura esposa de Antonio, acompañada de su madre a visitarlo, y los
dejaban solos en el salón mientras los mayores tomaban café en la cocina, me
tomé la libertad de hacer una llamada de teléfono a un amigo que tenía en
Salamanca. Al mes siguiente, cuando llegó la factura de teléfono y vieron el
importe y el destino de la llamada se volvieron locos, tratando de averiguar
quien tuvo la osadía de aquella conferencia que les había descuadrado el
presupuesto. Públicamente, cargó Miguel con la sospecha, a pesar de sus
vehementes protestas; cuando me preguntaron si era el autor de la llamada, lo
negué, y no tuvieron la osadía de insistir, aunque estoy seguro de que recelaban
de mí.
El
año vivido en aquella casa me hizo entender que, en la misma fecha y el mismo
lugar, se pueden simultanear muchos mundos, y que esa clasificación de los
períodos históricos está bien para las enciclopedias, porque cada día cruzamos,
apenas visibles, las fronteras del medievo, la ilustración, del romanticismo, lo
moderno y postmoderno en ambas direcciones. Yo fui feliz en aquel curso. Cuando
bajaba del ascensor, a veces cuando daba palmas y gritaba ¡sereno! a las tantas
de la madrugada, caminaba por el Madrid de los embozados, el de Lope, el de
Quevedo, el de Tirso de Molina. Eran los tiempos de la movida madrileña, del rock
urbano, la divulgación de los anticonceptivos, el teatro del absurdo, las películas VHS, el
destape en el cine y de las películas futuristas. El tiempo condensado.
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