lunes, 1 de junio de 2020

Meléndez Valdés, 126


                                    Meléndez Valdés, 126

Llegué al número 126 de Meléndez Valdés a media tarde, toqué al timbre de la puerta cinco del tercer piso y me contestó la voz de una mujer mayor; me identifiqué, y ella pulsó el botón que me abrió la puerta de la calle. Cogí el ascensor y subí con mi equipaje. Cuando salí del ascensor, antes de que llamara al timbre, se abrió la puerta de la vivienda y apareció, escondiendo medio cuerpo detrás de ella, la figura de la mujer que me había atendido. Antes de oír su invitación a entrar, supe que la voz que había escuchado pertenecía a aquella cara alargada y pálida, y que la blandura de su tono había resonado entre aquellos cabellos lacios, entre los pliegues tristes de su boca escasa de dientes, en aquel esqueleto que se sustentaba en unos pies torpes, en aquel cuerpo vestido con un atuendo gris hasta más abajo de sus rodillas
“Siga hasta la puerta” – me dijo, y señaló con la barbilla en dirección a una puerta de dos hojas que estaba a la derecha, casi al final del pasillo. “Allí le espera doña Esperanza”.
En aquellos tiempos todas mis pertenencias cabían en un bolso de mano y una maleta no muy grande, agarré mi equipaje y me dirigí hacia allí. A mitad del pasillo salió del lugar una mujer aún mayor que la que me había abierto la puerta y me señaló otra puerta que quedaba en el lado izquierdo, un poco más próxima a la entrada.
-“Deje su equipaje ahí, en su habitación y luego pase aquí.”
Sin duda aquella mujer era la dueña, doña Esperanza. Caminaba con dificultad, apoyada en un bastón y arrastrando un poco uno de sus pies, pero lo que más me llamó la atención fue su voz y aquel rostro oculto tras unas gafas de cristales ahumados, que juzgué innecesarios en la oscuridad del interior de la casa. Su cara era ancha, llevaba el cabello repeinado en una especie de permanente casera, y vestía en tonos grises y oscuros; aquella voz dura en su dicción andaluza, su inestable dentadura postiza, y el tono de ordeno y mando que imprimía a todo lo que decía me sorprendieron.
Obedecí, me miré en el espejo que había en una de las paredes de la habitación, me recoloqué la ropa, ligeramente descolocada y arrugada por el bolso que llevaba al hombro, y me dirigí al salón. Allí, en pie, junto a su sillón de tonos granates y grises, me esperaba doña Esperanza. Me invitó a tomar asiento en un sofá liso, de una tela granate aterciopelada y comenzó a hablarme.
-“Como usted habrá visto, esta es una casa de familia” – añadió después de las inevitables cortesías. “Nada que ver con una pensión – añadió. Le acogemos como un favor; por la estima que tenemos hacia don Emilio, que nos ha hablado muy bien de usted”.
No pude menos de sonreír cuando oí el “don” delante del nombre de mi compañero de estudios. “Así que don Emilio” -pensé- mientras la mujer peroraba allí delante, enalteciendo los motivos por los que don Emilio se había hecho sujeto de su confianza.
 Efectivamente, había sido él quien me había dado su dirección. El domicilio estaba muy bien situado en Madrid: cerca de la Ciudad Universitaria, a mitad de camino entre las estaciones de metro de Moncloa y Argüelles, en la línea 3, y por tanto conectado con toda la ciudad. Por la zona, abundaban los restaurantes para estudiantes, las librerías, los garitos, y acababa de abrir el Corte Inglés de Argüelles. El precio del hospedaje no era excesivo para mis ingresos.
-“Gracias” -me vi obligado a decir, ante la reiteración de la mucha suerte que tenía de haber sido acogido en su propia casa.
Me habló de cómo se había quedado sola en la vida, de los esfuerzos que había hecho para sacar adelante a aquellos dos hijos, don Antonio, el mayor, ya licenciado en Derecho, y Miguel que estaba terminando la carrera de Filosofía, y a su cuñada que se había visto obligada a refugiarse con ellos cuando perdió el trabajo.
-“Mi marido era militar, un militar de mucho valor y de mucho honor, pero con poco dinero, y cuando murió, que no le voy a aburrir con su historia, nos dejó una pensión ridícula, que se ha ido haciendo más ridícula con el paso del tiempo.”
-¿Quién toca el piano?- le dije por fin, por salir de lo lacrimoso, pues desde que entré en el salón no había podido dejar de mirar aquel piano de pared de madera noble y brillante que era, sin duda, el rey de la casa.
“Nadie” – me contestó. ¿Es usted músico?
-“No, no tengo esa suerte. Aporreo las teclas y puedo entretenerme adivinando las notas de melodías conocidas, porque no me falta oído, pero estoy lejos de considerarme músico”.
-“Tocaba yo” – me dijo.
-“Mire mis manos. ¿Dónde voy yo con estas manos? Yo acompañé en los cafés a cantantes que usted desconocerá, por ser tan joven, y tuve una vida de novela, hasta que mi marido me retiró y me puse a criar. Una verdadera desdicha. Y luego va y se me muere”.
Efectivamente, sus manos eran dos manojos de sarmientos resecos, y sus dedos, anudados por la artrosis habían perdido la elegancia y los movimientos de las manos humanas.
-“Lo siento”-dije por cortesía, porque era imposible que yo sintiera nada por aquel hombre que no conocía ni por la mujer que me tenía allí, a su voluntad,
Volvió a encarecerme la suerte que tenía de ser amigo de Don Emilio y de ser acogido en aquella casa, donde reinaba el orden, el buen nombre, el silencio apropiado para el estudio y que estaba tan bien situada en la ciudad.
De pronto, la mujer que me había abierto la puerta entró en el salón -quizá al oír alguna señal convenida que pasó desapercibida para mí- y me condujo a lo que sería mi habitación. Además del espejo en la pared, había una pequeña estantería, y un armario, una mesa de estudio y una silla. La mesita de noche, al lado de la cama, era mi pequeño lugar de intimidad, pues me dio una llave que me aseguró sin copia, para que pudiese guardar en sus dos cajoncitos lo que quisiera.
Se quedó allí mientras yo colocaba la ropa en el armario y los pocos libros que me acompañaban en la estantería y fue informándome de las normas de la casa.
-“Ya sabe que es una casa de familia, nada que ver con una pensión, y esperamos de usted la corrección apropiada a esta condición”.
Me di cuenta de que aquella frase formaba parte de la liturgia de aquella casa y me preparé para oírla repetir como una letanía.
-“No se permiten las visitas; a cambio, usted podrá entrar y salir a la hora que desee. Durante la noche, la puerta de la calle permanecerá cerrada y deberá llamar al sereno para que le abra. Usted tendrá llave del domicilio y podrá entrar y salir a su voluntad”.
-“En esta bolsa, podrá dejar la ropa que desee se le lave, lo cual haremos una vez por semana. La encontrará planchada sobre su cama cada sábado por la tarde”.
-“Mire” - me dijo saliendo de la habitación- y yo la seguí asomando la mitad de mi cuerpo por la puerta- aquí está el teléfono, puede recibir llamadas, pero nunca hacerlas. Para llamar, la cabina de enfrente – con la barbilla me señaló hacia la calle.
-“El uso de la cocina no forma parte de sus derechos y, en caso de enfermedad,  podrá ser visitado por el médico”
-“Venga” – y yo la seguí- “este aseo es el de su habitación. Los fines de semana pueden usar el cuarto de baño, que es el de la familia, para ducharse. Los sábados y los domingos se enciende el agua caliente todo el día”.
- “Me gustaría poder ducharme todos los días, aunque sea con agua fría.”
Me miró fijamente, como si fuera un extraterrestre, y movió la cabeza. Ella no sabía que yo sí conocía el agua de Madrid en invierno, y que el frescor de aquellas duchas matutinas me aliviaban de todos mis males. 
-“No sea usted loco. Tendríamos que negociar un suplemento en el precio. Mire que no es solamente el gas, es también el agua, son las toallas, y la limpieza del cuarto de baño…Le saldrá caro el capricho. En una pensión, todos igual, no se lo tolerarían.
- “Bien, lo negociamos” – dije yo como un atrevimiento. Y desde entonces, antes de que lo divulgase la médicina, descubrí los beneficios de las duchas de agua fría, que pagaba con lo que me ahorraba del innecesario café.
Mientras tanto, había terminado de colocar la ropa en el armario y mis escasos enseres en la mesita y sobre la mesa de estudio, pretexté una llamada urgente y salí de casa. Volví ya tarde y me acosté. Dormí como un niño, estaba cansado, los ruidos de la calle no llegaban a mi habitación, y entre la familia parecía haber la costumbre de respetar el sueño.

                                    ……………………..
                                   
Cuando entraba en aquel pasillo decorado con pinturas antiguas tenía la sensación de transitar por un sendero del tiempo, y asomarme a un pasado remoto. Entre la familia se trataban todos de usted y aquellos hijos, que tanto le habían costado criar, eran ahora dos mocetones como dos aizkolaris, aunque en casa eran tratados como tiernas damiselas. 
Antonio trabajaba en un despacho, volvía con su cartera de piel oscura repleta de papeles y con un cansancio propio de quien ha estado cargando piedras toda la mañana, y pasaba las tardes cantando temas de una oposición que se demoraba, dormía en una cama que se acondicionaba en el salón cuando anochecía y allí, los días que tocaba baño, embutido en su albornoz y recostado en el lecho, era atendido por su tía como si fuera un patricio romano: ella le secaba la cabeza, le cortaba las uñas de los pies y le arropaba, todo ello aderezado de recomendaciones y consejos, en los que dejaba escapar la hostilidad que aquellas tareas le hacían sentir.
            Miguel estudiaba el último año de Filosofía y se trababa un poco al hablar. Dormía en la misma habitación que su madre y su tía, y de allí salía y entraba con sus libros y apuntes, de lo que deduje que era también su lugar de trabajo. Era más comunicativo que Antonio, y a veces me buscaba para charlar.
-A mí me gustan las mujeres para fornicar. Nada más. Que las mantenga su padre. Mi hermano Antonio, que es tonto, quiere casarse – me decía.
 Se quejaba de lo tacañas que eran su madre y su tía, y también él volvió a encarecerme lo bien que yo estaba en aquella casa, mejor que en cualquier pensión. Los domingos por la mañana tenía reservado el cuarto de baño para él. Me acostumbré, por lo frecuente que era, a oír los jadeos y los suspiros de sus masturbaciones ostentosas y las voces de la tía y la madre que se acercaban hasta la puerta del baño y la aporreaban, solícitas, llamándole por el nombre, angustiadas por si aquellos resuellos eran los últimos estertores de la agonía. Él, desde dentro, ni se dignaba contestar, y ellas se volvían a la habitación, maquinando si no tendrían que forzar la puerta y se encontrarían con el cadáver en el suelo. Después de un buen rato, se oía correr el agua del baño, y se tranquilizaban.
Creo que me gané a toda la familia un día que Miguel tuvo un accidente. Lo encontré a la salida de la facultad de Filosofía caído en el suelo, lloriqueando, rodeado de otros compañeros que no sabían qué hacer con él.
- Mi madre no se fía de mí, me compra semanalmente los diez billetes del autobús que necesito para ir y volver de la Universidad y no me da dinero- me comentó de camino a casa
-A Miguel no se le puede dar dinero, porque se lo gasta -me explicó la madre cuando llegamos a casa, con la convicción que da un silogismo- y si le doy más billetes de los necesarios, los vende.
Me hice cargo de él, soporté al menos la mitad de su peso hasta acercarle a la parada de los taxis, y le acompañé a casa. Como llamé y les anuncié la desgracia, nos recibieron con un coro de lamentos y con una preocupación exagerada por el bienestar de Miguel, a quien parecía no haberle pasado nunca nada.
El caso debió tener alguna resonancia en la facultad, pues en el largo período de reposo que le exigió aquel esguince de tercer grado, un día me crucé en aquel pasillo por el que me parecía acceder  a otro tiempo, como surgido de las tinieblas de su vista extraviada, al profesor Fernando Savater que había ido a visitarlo.
Por supuesto, no tuvieron el detalle de preguntarme ni abonarme el precio del taxi, así que un fin de semana de lluvia, de aquellos en que solía venir la que miraban como futura esposa de Antonio, acompañada de su madre a visitarlo, y los dejaban solos en el salón mientras los mayores tomaban café en la cocina, me tomé la libertad de hacer una llamada de teléfono a un amigo que tenía en Salamanca. Al mes siguiente, cuando llegó la factura de teléfono y vieron el importe y el destino de la llamada se volvieron locos, tratando de averiguar quien tuvo la osadía de aquella conferencia que les había descuadrado el presupuesto. Públicamente, cargó Miguel con la sospecha, a pesar de sus vehementes protestas; cuando me preguntaron si era el autor de la llamada, lo negué, y no tuvieron la osadía de insistir, aunque estoy seguro de que recelaban de mí.   
El año vivido en aquella casa me hizo entender que, en la misma fecha y el mismo lugar, se pueden simultanear muchos mundos, y que esa clasificación de los períodos históricos está bien para las enciclopedias, porque cada día cruzamos, apenas visibles, las fronteras del medievo, la ilustración, del romanticismo, lo moderno y postmoderno en ambas direcciones. Yo fui feliz en aquel curso. Cuando bajaba del ascensor, a veces cuando daba palmas y gritaba ¡sereno! a las tantas de la madrugada, caminaba por el Madrid de los embozados, el de Lope, el de Quevedo, el de Tirso de Molina. Eran los tiempos de la movida madrileña, del rock urbano, la divulgación de los anticonceptivos, el teatro del absurdo, las películas VHS, el destape en el cine y de las películas futuristas. El tiempo condensado.

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