sábado, 13 de junio de 2020

Melancolía I y II


                              Melancolía I 

Llegó a casa como todos los viernes desde hacía un mes, al atardecer, con su mochila azul cielo cargada a la espalda, su carita de niña que no ha roto un plato, su sonrisa entre pícara y feliz. Había algo infantil en aquella mochila celeste adornada con pequeñas flores amarillas y rojas, y había algo adorablemente inconsciente en aquella manera de presentarse y también en la que tenía de irse. Pero él adoraba sus maneras, todo lo de ella le hacía feliz
Se habían conocido en casa de amigos comunes, por casualidad; bajaron juntos en ascensor y al despedirse, ya en la calle, él le había dado la dirección de su casa, con unas palabras que mezclaban la información con la guasa.
-¡Calle Eolo número 3, puerta 10, su casa cuando lo desee!
Ella se rio mientras se daban un beso de despedida y no dijo nada.
De camino al apartamento, donde vivía desde hacía un tiempo solo, imaginó y deseó que un día sonara el timbre y fuera ella, pero no se entretuvo demasiado en aquella escena de película.
Sabía que acababa de venir de una estancia de unos meses en París, y que ahora preparaba oposiciones para profesora de instituto. Todavía no sabía que a la vuelta de París había roto con su pareja de años y que en ese momento estaba tan sola como él.
Lo sabría pronto, y aquel conocimiento no hizo sino acrecentar la esperanza y con ella el deseo de que lo imaginado pudiera suceder.
El sábado siguiente, al atardecer, fue el momento. Sonó el timbre, se acercó a la pantalla del intercomunicador y la vio a ella, allí delante, sonriendo, como si adivinase allá arriba, en la puerta diez, su presencia y su sorpresa.
-He tomado en serio el ofrecimiento del otro día- le dijo, cuando abrió la puerta.
- ¡No sabía que tuvieras una memoria tan prodigiosa!
- Estoy opositando.
- Es verdad. Debería haberlo tenido en cuenta.
El encuentro estuvo lleno de nervios. Los dos solos, allí en el apartamento, sin saber qué decir, sin saber qué hacer. Le mostró las pocas cosas que tenía: algunos discos, bastantes libros, el dormitorio desordenado, la cama hecha pero la ropa por encima del sillón, la pequeña cocina, el frigorífico minúsculo, la lavadora de carga vertical, el balcón que asomaba a un patio de luces amplio y luminoso…Aquel paseo por la casa se terminó rápidamente y él necesitaba salir de allí.
 Salieron a pasear por la ciudad. Después de unos días de lluvia, la llegada del buen tiempo había sacado a toda la gente a la calle y flotaba en el aire un deseo contagioso de primavera recién estrenada. Caminaron sin rumbo, hablando, contándose retazos de sus vidas, mutuamente desconocidas hasta aquel día, riéndose de nada, de pura felicidad.
-Yo sentía que aquel paseo sin planes por una ciudad que me parecía más bella que nunca y aquella cena en un pequeño restaurante del Barrio del Carmen, donde bebimos un vino fresco y probamos algunas cosas sencillas, pero que nos supieron a manjares de dioses golosos, se deslizaban hacia el cumplimiento de cuanto se había despertado en mi imaginación el día del primer encuentro y no me hubiera importado acelerar el tiempo, porque todo me parecía maravilloso e increíble.
Se despidieron ya tarde, muy tarde, con la ciudad tranquila, el tráfico escaso y torpe de una mañana de domingo, sin prometerse nada, ni un futuro encuentro, ni una cita próxima.
El sábado siguiente, en la cervecería Madrid, se besaron sin reservas y, cuando salieron, sin poner palabras a sus deseos, se encaminaron al apartamento. Siguieron viéndose intermitentemente, cuando ella quería, pues a medida que se acercaba la fecha de las oposiciones su dedicación a prepararlas fue más intensa y los encuentros, intensos más breves. Todo entre ellos tenía el aire de la provisionalidad del momento de sus vidas, y en aquella confianza se evitaban las palabras trascendentes mientras se regalaban, generosos, sus cuerpos cargados de juventud y de anhelos.
Finalmente, ella las aprobó y con una buena nota, lo que le dio esperanzas de poder elegir una plaza no muy lejos de Valencia. Fueron días cargados de ansiedad.
Dudaban sobre si el futuro confirmaría sus deseos o se incrustaría como una conspiración entre ellos.
 Logró plaza en un pueblo lejos de Valencia, pero bien comunicado, lo que le permitiría seguir viviendo con su familia. Comenzó el curso después de las vacaciones, que pasaron separados, y con la vuelta de las rutinas laborales reiniciaron una relación sin los altibajos de aquella primera etapa.
Los fines de semana, desde los viernes por la tarde, se reunían en la casa de la calle Eolo y pasaban los días juntos, hasta el domingo por la tarde, en que volvía a meter sus cosas en la mochila y se marchaba.
 No hablaban durante la semana, y por esta razón, cada vez que llegaba, su visita tenía algo de aparición y de sorpresa que aumentaban en él la dicha que venía con ella. En cada despedida, su ánimo quedaba suspendido en la incertidumbre de su próxima visita. El aún no tenía teléfono en casa y ella vivía con sus padres, donde él no llamaba, porque no sabía quién respondería y ella prefería no dar a la familia demasiadas pistas sobre su vida. Los dos eran muy jóvenes, estrenaban la vida cada día sin percatarse de ello: él acababa de romper definitivamente con años de casas compartidas con amigos y había optado por un pequeño apartamento céntrico, cómodo, lleno de luz y silencioso, ella comenzaba a tener su propio dinero y planeaba su vuelo del nido familiar. Su relación, que no era secreta, sí estaba rodeada de secretos. Los secretos los imponía ella, y aunque a él le importaba, era tanta la dicha que inundaba su casa cuando ella llegaba, que los aceptaba como si no fuese así. Pero enseguida se dio cuenta de que aquel día no iba a ser igual a los anteriores.
-Ven. Necesito follar- le dijo nada más terminar el beso apasionado con el que habían sellado el nuevo encuentro.
No eran palabras suyas, o no lo eran hasta entonces, y él se quedó sorprendido. Dejó la mochila colgada del perchero que había a la entrada y volvió a agarrarse a él como si fuese la fuente donde calmara una sed de siglos. Le condujo al dormitorio y volvió a agarrarle con una fuerza y un deseo que hasta ese momento él desconocía en ella.
- Me lo paso bien contigo, pero no te quiero – que quede bien claro- le había dicho en uno de sus primeros encuentros.
Había quedado claro.
Pero él la quería. La esperaba toda la semana, su ánimo pendiente de su aparición en el vano de la puerta cada viernes por la tarde. Mientras tanto, se envolvía en el olor que su cuerpo había dejado esparcido por la casa: su olor en las sábanas, su olor en las toallas que compartían, su olor en el albornoz de él, que ella usaba, su olor en el sofá donde pasaban largas tardes entrelazados mientras sonaban en el tocadiscos  músicas que se descubrían mutuamente: con ella descubrió a las damas del Jazz, las canciones de Sara Vaughan, de Ella Fitzgerald, la voz casi animal de Billie Hollyday; ella conoció  con él la de Paco Ibañez, los Improntus de Schubert, las Vísperas de Monteverdi, el concierto para oboe de Mozart, pequeñas joyas de Teleman, y Las Suites de Bach, interpretadas por Pau Casals.  Él se había comprado hacía poco tiempo un equipo de música decente, del que se sentía orgulloso, y los discos de vinilo que iba adquiriendo poco a poco era el único lujo que se permitía en aquella economía espartana que se impuso para poder vivir por fin solo.  Adoraban aquellas músicas, y escucharlas era un juego de sorpresas. Mutuamente se descubrían matices de la música que solo se revelan después de haberlas escuchado con atención y palabras cargadas de poesía y verdad humana que conocían de memoria y a las que volvían sin cansancio.
El resto de la semana, cuando se iba, era un continuo volver a ella a partir de los objetos en que seguía habitando, y en la música que habían compartido o en la que compartirían cuando volviera. Y justo, cuando el paso de los días amenazaba con borrar su rastro, regresaba ella para renovarlo, para que pudiera sobrellevar su próxima ausencia envuelto en aquella presencia espectral pero benéfica que ella dejaba. "Amor había sacudido mis sentidos, como el viento arremete en el monte a las encinas”, leyó una vez en Safo, y así se sentía él.
-No era el sexo lo que yo esperaba de ella, era ella, y su presencia me era suficiente. Incluso su ausencia me hubiera sido suficiente, de haber sabido que yo era para ella su amor, el ser que iluminaba sus días y con quien ella soñaba. Pero no lo sabía, o peor, sabía que no lo era, aunque aquellos días daba gracias por su simple existencia, que era el motivo de mi alegría. Sin querer, alimentaba la esperanza de llegar a serlo, de que en realidad ya lo fuese sin que ella se hubiera percatado….
- Las personas cambiamos- se repetía a sí mismo, aun temiendo engañarse con aquella esperanza.
Había quedado claro, pero ella volvía y él veía que su cuerpo le quería más allá de lo que dijesen sus palabras.
-Nuestros cuerpos se querían.
La querían sus manos por su piel transparente y cálida, la querían sus ojos que se regocijaban en la contemplación de su cuerpo desnudo, allí a su lado, abandonado y quieto, los miembros entrelazados y confundidos, sus oídos adoraban su voz llena de flexiones emotivas y de cadencias que sólo aparecen cuando la boca se aproxima mucho al oído, ansiaban sus suspiros diminutos, sus monosílabos, las frases pequeñas que le susurraba, entregada, en las largas tardes de amor, vivía en su olfato, que seguía recordándola y encontrándola, ya ausente, en cada objeto bendecido con su perfume, su boca se desbordaba en el recorrido de su cuerpo, en los sabores íntimos que emanaban de su carne palpitante, y se le trababa la lengua en el decir, miedosa de que cualquier palabra sin tino pudiese romper el hechizo en que vivía. Sus labios eran dulces, sí, dulces, como si en su boca hubieran hecho su nido un montón de abejas atareadas en salivar miel.
También el cuerpo de ella le quería a él. Se erizaba su piel con la más ligera caricia de aquellas manos fuertes, se tornaban de pedernal sus pezones oscuros al más ligero roce de su boca y brotaba un manantial de aguamiel en su boca en el contacto de mis labios.
¿Qué importaba lo que dijesen sus palabras? La brevedad de aquel enunciado desaparecía, minimizado por la rotunda confirmación de los cuerpos, y la extensión de una tarde de dicha le parecía un argumento definitivo contra sus palabras.
Pero sus palabras eran verdad y un viernes, no muy lejano de aquellos que a él le parecieron los más felices, ella no volvió. Ni ningún otro.



                                     Melancolía II

Tuve miedo de enamorarme. Esa fue la razón. ¡Le veía a él tan entregado! Al principio creí poder mantener aquella relación tan extraña y placentera dentro de los límites de nuestra mutua necesidad de no sentirnos solos. El día que le dije que no le quería, que me lo pasaba bien con él, pero que no le quería, fue un intento de poner el parche antes de la herida, porque yo veía cómo lo nuestro se deslizaba hacia un lugar más allá de nuestras mutuas voluntades y primitivos acuerdos.
         Es verdad que mi dedicación a preparar las oposiciones y las incertidumbres de aquel momento nos evitaban tener que hacer planes a largo plazo, introducir en nuestra relación esa seriedad de lo que se piensa como definitivo. Lo que sería el futuro de nuestras vidas se mantenía en el aire, y la relación entre nosotros también. ¡Estábamos tan al principio de los principios! No sabíamos qué estaríamos haciendo cuando comenzase el curso, ni dónde viviríamos, ni con quién, pero aquella incertidumbre no se interponía entre nosotros hasta paralizarnos, sino todo lo contrario.
        Los dos veníamos de relaciones largas, con precipitados planes de futuro que habíamos dejado por el camino, con lazos emocionales que habían terminado por convertirse en ataduras, y, entonces, vivir la posibilidad de disfrutar mutuamente de nuestros cuerpos y de nuestra compañía, sin tener que interponer compromisos, nos parecía bien. Porque yo aprendía a disfrutar del sexo con él. Mi única experiencia había sido con Luis, que después de cada polvo se quedaba agotado, y había llegado a tener la idea de que los tíos, cada vez que follaban, estaban a punto de perder la vida. Con él aprendí a jugar, a dejarme llevar, a sentirlo a él con todos los sentidos, (a sentirme a mí misma) como él decía que me sentía a mí.
            A veces se comía mucho el coco, y daba vueltas a las cosas, a las lecturas, a las músicas, a la política. Recuerdo que un día de mayo, por su cumple, en la playa de la Devesa del Saler, tomando el sol, bañándonos desnudos, nos enteramos de que la nube tóxica de la central de Chernobil se extendía hacia Europa Occidental, y que aquella noticia le inquietó mucho. “Todo será peor a partir de ahora” – dijo, como si sus palabras fueran una profecía. Le gustaban las frases sentenciosas, dejar con la boca abierta a quien le escuchase. Aquel día, la brisa de la playa parecía salir no de las aguas del mar, sino de la boca de un horno. Cuando llegamos a casa hicimos el amor como si nos fuéramos a morir ya. Tenía cierta inclinación a la tragedia, demasiado intenso. Era diez años mayor que yo y había vivido mucho. Yo todavía seguía en casa de mis padres; no había salido del cascarón.
Aquel viernes que ya no fui a su casa, salí de la mía con la mochila de los viernes y no estuve segura de que no subiría hasta que no me bajé del autobús. Supe que lo iba a pasar mal, tan mal como yo, pero comprendí que volver a vernos sería atrasar lo inevitable, quizá aumentar el dolor. Quise ahorrarme la despedida. No tenía palabras. No sé por qué, me pareció que aquella ausencia, no volver, entraba dentro de las cosas posibles entre nosotros. Alguna vez temí que no estuviera esperándome cuando llamase a su casa y no me pareció una tragedia. Luego supe de él por los amigos en cuya casa nos conocimos. También supe por ellos que él nunca había preguntado por mí. Afrontó la situación con aquella especia de estoicismo muy suyo.
- “Todo lo que nos trae la vida nos pertenece. ¿Por qué habríamos de perdernos en desear otra cosa? No estamos seguros de que nos convenga la realización de nuestros deseos” -eran palabras suyas, deducciones de alguien que había vivido ya un trecho de su vida.
A veces pienso en él y recuerdo, agradecida, las atenciones con las que me trataba. Tenía la casa limpia, había hecho la compra para el fin de semana y no faltaban ni mis galletas favoritas ni los helados, que me encantan. Cada fin de semana se procuraba un disco nuevo que escuchar, un libro que leer, un restaurante nuevo que visitar y aquellos detalles me estimulaban para corresponder también con alguna sorpresa. Eran las formas pequeñas que teníamos de regalarnos algo nuevo en cada encuentro. Hace mucho que no sé nada de él. Tuvo hijos, como nosotros, y la crianza nos distanció definitivamente. Luego me vine a trabajar aquí, a Lyon.  Creo que él sigue en Valencia.
 ¡Nuestras vidas han llegado a ser tan diferentes de lo que eran en aquellos años! ¡No habríamos podido imaginarlo! Siempre que pienso en él le deseo lo mejor, siento como si tuviera alguna pequeña deuda por saldar. Espero que la vida le haya tratado bien, a veces pienso que yo no lo hice.

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