domingo, 29 de diciembre de 2019

Cuando fui fantasma


                                                   Cuando fui fantasma

Todas las mañanas voy al trabajo en autobús. Madrugo, aprovecho para viajar en esas horas en que la ciudad, ya despierta, todavía no ha entrado en efervescencia, y diez minutos de adelanto supone acortar la duración del viaje casi media hora. El trayecto pasa por calles de tráfico muy denso y, a partir de cierto momento, cuando se acerca la hora de fichar en las oficinas, la densidad se carga de nerviosismo que provoca frecuentes incidentes en la circulación y que termina por aumentar la habitual incomodidad del viaje con el añadido de prolongar su duración. El camino desde mi casa a la estación de autobuses es un paraíso vegetal. He pensado muchas veces que en estos trescientos metros que nos separan, aunque también podría decir que nos unen, hay más variedad vegetal que en algunos países. La calle Gregorio Gea es peatonal y está bordeada por una doble línea de palmeras altas, otra de arriates a cada lado  y sendas hileras de aligustres de hoja perenne que perfuman con su derroche de polen los días de verano. En los arriates crecen, densos y revueltos, arbustos de granadillos, espinos de fuego, tuyas, pequeños naranjos bordes, matas de romero, y otros arbustos olorosos cuyo nombre desconozco. A mitad del paseo, más o menos, se abren a ambos lados espacios de juegos no muy amplios, pero con una singularidad bien definida: el que está en la parte este del paseo tiene toboganes, caballitos de madera sobre muelles, una casa de madera como las que se dibujan en los cuentos infantiles, túneles de plásticos de colores y otros aparatos de esparcimiento infantil; sobre todos ellos, y sobre los niños que corretean bulliciosos por las tardes, cuando vuelvo del trabajo, despliegan sus ramas a veces hirsutas, a veces densamente verdes, a veces luminosamente moradas, imponentes jacarandás que regalan un derroche de flores dos veces al año, en primavera y en otoño. En frente, al lado de poniente, hay otro espacio de esparcimiento pensado para las personas mayores. Además de tres campos para jugar a la petanca, últimamente han plantado unas raras estructuras metálicas con la intención de incitarles a hacer ejercicios gimnásticos más o menos terapéuticos. A ese lado crecen dos ejemplares inmensos y viejos de Ombú, bajo cuya benefactora sombra se protegen quienes juegan, quienes miran, o quienes se aplican a los ejercicios los días de sol inclemente. Las palmeras iluminan los días de otoño con sus racimos dorados, desde la altura de sus corolas, y esparcen su sombra festonada, que suaviza el calor, sobre el asfalto oscuro los días de sol. El paseo matutino me hace bien, me permite asistir al milagro vegetal de aquel espacio, y en la observación de su lento paso por las estaciones, aprendo lecciones de paciencia. Aunque casi toda esta vida vegetal es de hoja perenne, no quiere decir que permanezca inalterada. Las estaciones se manifiestan en estos árboles, que conozco casi como si fueran mi jardín, de maneras menos evidentes que en los de hoja caduca, pero sus cambios no suelen pasarme desapercibidos. Las podas anuales que adecentan los troncos de las palmeras y las copas de los árboles me anuncian el final del invierno. Donde termina el paseo, frente a  la salida de los autobuses de la estación, la vegetación se revuelve y desordena un poco, y en una mezcolanza vegetal que sólo es posible en naturalezas ricas y privilegiadas como ésta, en la que vivo, se juntan algunos álamos,  un pino, una pequeña hilera de acacias, un jacarandá, dos prunos, uno a cada lado y un par de casuarinas enormes, que extienden sus ramas de hojas filamentosas por encima de las copas de todos los árboles, incluso por encima de las corolas de las palmeras más altas.
Las personas que madrugamos para ir a trabajar solemos desarrollar hábitos muy peculiares, y entre quienes viajamos en este autobús existe como un acuerdo tácito para respetarnos en nuestras propias manías. Como es inicio de trayecto y no tenemos que competir por el espacio, el que sube al autobús vacío, o casi vacío, suele repetir el lugar de su asiento e incluso la forma de sentarse o arrellanarse en él .Quizá sean las escasas energías de los viajeros a esas horas de la mañana, o las muchas ya gastadas para arrancarnos de la cama y madrugar; no sé si alguien sabría explicarnos por qué actuamos así y simplificamos todo lo posible nuestra vida hasta reducir el abanico de sus posibilidades a una única opción. A cualquiera que se interponga en la repetición de nuestra costumbre lo juzgaremos como un entrometido, como si la ejecución reiterada de aquello que hacemos hubiese pasado a ser ya un derecho. Yo suelo sentarme en el lado del conductor, en el tercer asiento sencillo. No hay ninguna razón especial para mi elección, pero desde hace tiempo me siento allí, y los viajeros habituales, si suben al autobús antes que yo, suelen respetar mi gusto, o quizá sea simplemente que eligen el suyo, distinto al mío. Con el tiempo, he ido encontrando a ese lugar algunas particularidades que lo hacen muy distinto a los otros, y he pensado que seguramente a los demás les pasa lo mismo con el que habitualmente ocupan. El mío, al estar inmediatamente detrás de la rueda delantera, tiene menos traqueteo que los asientos que están más distantes de ella; por estar al lado del conductor, suele ser el lado menos castigado por los baches, y al ser el lado del coche que da al norte en el trayecto de ida, no me molesta el sol cuando los días se alargan y cuando cualquier causa que aumente la temperatura corporal es una molestia. Desde allí, además, en el espejo retrovisor que el conductor lleva encima de su cabeza, contemplo la mayor parte del vehículo, en concreto,  desde el hombro derecho de mi reflejo, en una línea oblicua y ascendente hacia mi ojo izquierdo y hasta el final del autobús. Suelo ocupar el tiempo de viaje en diversas lecturas. La lectura de “El País” suele ser la más frecuente, pero a veces la alterno con libros que hayan despertado en mi un interés especial, o con documentos propios del trabajo que deba realizar una vez llegado a la oficina. Si no llevo lectura, me paso el viaje contemplando las caras enigmáticas de los viajeros, asombrado de la opacidad de nuestras fisonomías, incapaz de imaginar, por sus rasgos, sus gestos o sus movimientos, el mundo fantasmal que bullirá en el intrincado laberinto de sus neuronas. A veces me encuentro alguna cara nueva, o que me lo parece a mí, y me extraño de que me resulte tan impenetrable y enigmática como las caras más habituales. Alguna vez sube al autobús alguna cara bella, acontecimiento poco frecuente a esas horas, en aquel trayecto que llega hasta los polígonos industriales, y su presencia es como una ráfaga de aire fresco, un imán que despierta y orienta las miradas del resto de los viajeros y despeja la ceniza mañanera de nuestros ojos.
Aquel cinco de julio, recuerdo que había llovido suavemente por la noche, que el verdor de la vegetación que bordea el paseo tenía lustre y la tierra exhalaba ese perfume halagador, porque "algo que es tierra en nuestra sangre siente la humedad del jardín como un halago". El día en que fui fantasma, había comenzado para mí como un día ordinario y fue un día ordinario, excepto en aquel paréntesis de media hora que duró el trayecto entre la estación de partida y la parada donde me bajé. Por la noche había iniciado la lectura de una colección de cuentos del escritor Javier Marías, y decidí continuarla en el viaje hasta el trabajo. Cuando leo un libro de cuentos, suelo mirar el índice para saber su extensión antes de comenzarlos. No es lo mismo prepararse para leer cinco páginas que para leer veinticinco. No es lo mismo disponer de un cuarto de hora para leer que tener una tarde entera. Un libro de cuentos permite una lectura fragmentada y desordenada, pero la lectura de un cuento no se puede interrumpir ni fragmentar. Un cuento es un bocado preparado para ser ingerido de un mordisco. Así que, miré la extensión del cuento en el que me había quedado y vi que tenía doce páginas, una extensión apropiada para la habitual duración del viaje hasta el trabajo. Comencé la lectura nada más salir de la estación. En aquel relato, habla un fantasma de cuando fue mortal, y de cómo, en su existencia fantasmal, le lastima convivir con todo aquello que le incumbió en su vida en la tierra y quedó a medio hacer, a medio comprender o sin amar. En el relato, el fantasma habla de su madre, que también es ya fantasma, de su padre con quien compartió una vida fantasmal mientras vivieron juntos, impuesta por quienes ganaron la guerra a quienes la perdieron, antes de que los dos muriesen y de Luisa, su mujer, a cuya vida de carne y hueso asiste, impotente, desde su vida de fantasma, ajena ella a los sinsabores que le procura con su desconsideración hacia lo que ocupa sus días y su olvido hacia quien él fue.
A mitad del viaje, más o menos, y promediado el cuento, vi que, inesperadamente, porque solía acudir al trabajo en su coche, quien era mi jefe en la oficina subía al autobús y se colocaba en pie al lado del asiento en el que yo viajaba. Ni dirigió su vista hacia mí, ni me saludó, como si yo fuese invisible o trasparente. Cuando el autobús arrancó de la parada, se agarró a la especie de asa que salía del respaldo en el que yo apoyaba mi espalda, separó un poco los pies para ganar en estabilidad y se puso a mirar por la ventana.  Me extrañó que no me viese, que no me dirigiese una palabra, ni un saludo.
La desazón que me provocó aquella desconsideración conmigo tomó en mi mente el espacio que ocupaba la lectura del cuento que había escrito Javier Marías y mi atención se desvió hacia las circunstancias que podían haberla motivado. No era una persona especialmente atenta, ni nuestra relación, hasta no hacía mucho de compañeros, era la más cordial, pero seguíamos manteniendo las mínimas cortesías en nuestro trato diario. Todo se había torcido el día que volvió a la oficina de empleo, en la que habíamos trabajado juntos, como director, después de unos meses en que había sido delegado sindical liberado y de que la dirección del organismo se lo quietara de en medio y rebajara sus inquietudes sindicalistas por el expeditivo método de nombrarle director de oficina. Ahora estaba allí, a mi lado, sin hacer intención de sentarse, por lo que supuse que daba el asiento por ocupado, y al mismo tiempo sin verme, resistiéndose a los vaivenes del viejo autobús, conducido por una chófer que resumía en sí mismo la historia del transporte público. Levanté la cabeza del libro, lo miré con extrañeza, fijamente, y me di cuenta de que estaba ajeno a mí presencia, la mirada clavada en el cristal de la ventana, ensimismado en sus pensamientos. Hice un gesto de sorpresa e incomprensión y me dispuse a seguir leyendo. Antes, miré al espejo retrovisor desde el que controlaba casi la totalidad del autobús y eché un vistazo a los pasajeros. El pasaje era el habitual a aquellas horas. Vi la manga de la chaqueta de mi jefe y su mano que se aferraba al asiento, pero no veía nada de mí; ese encuadre al bies de mi imagen, que me era tan familiar, no aparecía en el espejo. Me sorprendí. Yo veía el reflejo del espejo, pero el espejo no me veía a mí. El asiento estaba vacío y sólo se reflejaba en el cristal azogado la tela oscurecida de la tapicería rayada y descolorida que cubría el respaldo de mi asiento. Aquella visión, que más tarde me daría mucho qué pensar, no llegó sin embargo a interrumpir sino levemente mi intención de terminar la lectura del cuento en el trayecto, ni inquietó de ninguna manera mi ánimo en aquel momento. Seguí leyendo, atento a la presencia de quien era mi jefe, allí al lado, pendiente de aquella su desatención a mi presencia, diciéndome a mí mismo las palabras del fantasma, sus divagaciones sobre esa nueva realidad que nos espera a todos y para la que de ninguna manera podemos intentar prepararnos en este vivir cotidiano tan asendereado y limitado, mirando de reojo el paisaje que anunciaba la llegada de la parada en la que tendría que bajarme. Cuando el autobús salió de la estrecha calle por la que discurría el tráfico en la ciudad de Mislata y tomó dirección hacia Quart de Poblet, por encima del puente que cruza el cauce nuevo del río, la luz del espacio abierto me señaló mi próxima parada, y finalicé la lectura del cuento, cerré el libro y me dispuse a bajar. Fue en ese momento, antes de que me levantase del asiento, cuando mi presencia se hizo visible a los ojos de mi jefe, quien hasta entonces me había acompañado en el viaje sin verme, o al menos sin darme a entender que me veía.
-Hola – me dijo con evidente extrañeza y azoro- ¡No me digas que estabas aquí cuando he subido yo!
-Pues sí – le contesté con tranquilidad.
-Pero si no te he visto.
-Ya – le contesté yo – ya me he dado cuenta. Estaba leyendo un libro de fantasmas y a lo mejor...
- Qué ocurrente eres – me dijo él, sin tomar en serio mis palabras.
El recuerdo de aquel viaje no ha hecho más que crecer y crecer en mi memoria.


domingo, 22 de diciembre de 2019

Dos ángeles en una Suzuki 800


                                       Dos ángeles en una Suzuki 800

            Atardecía lánguidamente y las sombras de las palmeras que bordeaban el paseo se prolongaban sobre el suelo mucho más largas que la longitud de sus troncos. Las terrazas de los edificios cercanos se doraban con los reflejos cobrizos de un sol que se escondía. Los cristales del edificio administrativo que está al principio del paseo, los que miran al poniente, reflejaban un mundo encendido, embellecido por los colores del atardecer, y la cubierta de bronce mate que corona el edificio recuperaba su antiguo color metal por unos momentos. Los padres, en esa labor de pastores que nos toca hacer a lo largo de la infancia de nuestros hijos, volvíamos a casa charlando plácidamente mientras vigilábamos con atención el ir y venir de nuestros retoños, ajenos ellos, y a la vez confiados en nuestra mirada. Nuestra atención se afilaba, si es que afilarse podía, cuando nos acercábamos al cruce de la calle, a pesar de que todos los niños habían aprendido que el bordillo de la acera marcaba el fin de su territorio y el inicio de una selva a la que no podían exponerse sin ir agarrados de una mano adulta.
            De repente, por el lateral izquierdo del paseo, saltando el bordillo de la acera y sin respetar los jardincillos que la bordean, cabalgando una moto, como quien cabalga un sueño de felicidad, aparecieron delante de aquel pequeño rebaño infantil, delgados, vestidos con ropa deportiva, sin casco, con el pelo corto y erizado, como bajados del cielo de las motos, dos jóvenes con miradas calientes, los ojos enrojecidos, la risa fácil, totalmente ajenos al mundo apacible en que se introducían.
           Los padres nos adelantamos hacia ellos para increparles y afearles lo que estaban haciendo, pero actuaban como si no nos viesen, como si fuésemos transparentes a sus miradas llenas de extravío, o mejor, como si los transparentes fuesen ellos, como si viviesen al margen de las leyes de la física, y la pesadez y opacidad de los cuerpos solamente rigiese para nosotros, pobres.
       Aparcaron la moto, sacaron la pata de cabra, bajaron de ella con movimientos ágiles y nerviosos y se dirigieron rápidos, sin correr, pero como si los pies apenas sintieran el roce con el suelo, hacia unos bloques de apartamentos humildes que quedan detrás del imponente edificio administrativo.
            Les perdimos de vista, pero su presencia comenzó a ser el objeto de nuestra conversación.
            -Esa moto es robada -dijo uno.
         -Mira, la han dejado encendida porque no tienen llave -añadió otro. Claro, han hecho el puente y no pueden apagarla -continuó hablando como quien sabía de qué hablaba.
            -Además mira, le falta una parte del carenado y lleva un bollo en el depósito de la gasolina -dijo otro que no quería ser menos.
            -Qué va -respondió el primero- el depósito de ese modelo es así.
            - Ah bueno - contestó el otro – pero una parte de carenado sí que le falta.
          - Sí - dijo el primero. Que es robada salta a la vista. Además, es imposible que unos chicos como estos tengan pasta para comprarse una moto como la que llevan. Es una Suzuki 800, esa moto vale más que un coche.
            - Deberíamos llamar a la policía -comentó uno que no parecía saber de motos y que había sacado ya el móvil para hacerlo. Estos chicos son un peligro público.
            La conversación se desvió hacia la conveniencia o no de hacer la llamada.
           Había quien opinaba que deberíamos llamar y quien creía que no merecía la pena, porque no iban a hacer nada.
            - ¿Tú crees que estos chicos no han pasado ya por delante de media docena de policías antes de llegar hasta aquí? -dijo el más escéptico con la propuesta. Y los policías, cuando los han visto venir, se han dado media vuelta para no verlos. Los policías lo que menos quieren son jaleos.
           - Es verdad lo que dice éste -se plegó otro al argumento. Es imposible que estos chicos hayan llegado hasta aquí sin que ningún policía los haya visto; y es que además dan el cante: no llevan ni chalecos, ni cascos, ninguna protección, estos chicos van proclamando a los cuatro vientos que son unos chorizos y que llevan metido en el cuerpo lo que no se sabe.
            - ¿Y qué van a hacer los policías con los medios que tienen? -contestó uno que tenía algún familiar que lo era. Darles el alto, ¿Y si no paran, qué? ¿Salen detrás de ellos, como en las películas? Estos chicos se ríen de la policía y de todos. Estoy seguro de que los han cogido más de una vez, y que antes de que hayan llegado los policías a casa ya han salido por la otra puerta. Así es la justicia en España.
            El grupo de padres no nos poníamos de acuerdo, la discusión había retrasado el cruce de la calle y el semáforo había vuelto a estar rojo para los peatones. Nuestros hijos comenzaban a ponerse nerviosos, nos miraban sin comprender de qué hablábamos, veían que retrasábamos el cruce de la calle y esperaban que los cogiéramos de la mano para pasar.
            Aún no se había terminado la discusión de si avisar a la policía o no, cuando los dos chicos aparecieron desde detrás del majestuoso edificio bromeando entre ellos, haciendo como que luchaban, con el mismo paso nervioso con el que se habían alejado hacía unos momentos: había algo de felino en sus movimientos, ajenos a cuanto no fueran ellos. Subieron a la moto que seguía arrancada y salieron hacia el paseo como almas que se lleva el diablo.
            - Estos chicos se van a matar – dijo una mujer anciana que solía recogerse diariamente detrás de nosotros y que utilizaba un bastón para ayudarse en su caminar vacilante.
            - Mejor que se maten ellos antes de que se lleven por delante a otros que ni fu ni mu – contestó uno de los padres.
            - Ya -contestó otro-, pero nada te asegura que no se maten ellos y al tiempo se lleven a alguien que pasaba por allí.
            Los vimos salir, veloces, todo a lo largo del paseo. El estruendo del motor tronó en el espacio habitado hasta hacía un momento sólo por sonidos provenientes de la naturaleza que allí habitábamos: las voces chillonas de los niños, los cantos armoniosos de los mirlos, el piar de los estorninos que dormirían en los pinos cercanos, los estridentes gritos de las cotorras que había hecho de las corolas de las palmeras su casa, el rumor de las conversaciones de los adultos. Los pocos transeúntes que aún quedaban por el paseo miraban a los motoristas con espanto, asustados, y hacían esfuerzo por salirse de su trayectoria, pero ellos los utilizaban como obstáculos que se divertían en evitar, haciendo eses de un lado a otro, mientras el que iba de paquete tornaba la cabeza, muerto de risa por el pavor que causaban y de las caras de asombro que iban dejando en su huida.
            Cruzamos por fin el semáforo, y una vez al otro lado de la calle comenzó el rito de despedida. Desde allí, cada uno tomaba la dirección de su casa y nos subdividíamos en grupitos que se iban disgregando a medida que pasábamos por delante de las porterías de los edificios donde cada uno vivía.
            Mi hijo y yo éramos de los últimos en llegar a casa. Cuando bajamos del ascensor, un cuarto piso que da a la calle Málaga, oímos un estruendo de sirenas de vehículos que se desplazaban hacia algún lugar de la ciudad. Me asomé al balcón y vi que por la Avda. Padre Ferris desfilaban coches de policías, ambulancias y poco después, un camión de bomberos que parecían seguir todos la misma dirección. Sin querer, pensé en aquellos dos chicos, dos ángeles caídos desde algún barrio periférico que habían llegado al cielo de la gran ciudad para imponer su ley, para romper con su presencia de fuego el leve y frágil orden urbano.
            Las tareas que la crianza de un niño trae al final del día, acapararon mi atención hacia las labores domésticas e hicieron que me olvidara poco a poco de lo que habíamos visto: el agua del baño, el cuidado en la bañera, la preparación de la cena, la atención  a la ingesta de los alimentos, la compañía al lado de la cama, la atención a todo aquello que el hijo desea contarte en ese momento: las quejas por lo no conseguido, el entusiasmo o el miedo por la partecita del mundo que acaba de descubrir, la lectura del cuento que convocaba el sueño...
            Pero fue él quien reclamó mi atención hacia lo que habíamos vivido en el paseo.
           - Papá, ¿quiénes eran esos chicos?
          - Pues no lo sé. No los conocemos.                                                                      
          - ¿Y qué decíais de los policías?
       - Ah, nada. Que el padre de Jorge decía que le parecía que habían robado la moto que llevaban y que teníamos que llamar a la policía.
          -¿Y tú qué piensas?
          - Pues que a lo mejor es verdad que era una moto robada.  
           - ¿Pero tú quieres llamar a la policía?          
          - Pues no estoy seguro...Por una parte sí, pero por otra no me parece una buena idea.
          - Ya estamos. Por una parte sí, por otra no. Eso no vale.
          - Sí claro, yo casi siempre pienso que las cosas son complicadas, que no son nunca blancas o negras.. Pero bueno, hala, vamos a leer el cuento.
          Leíamos una recopilación de cuentos rusos de Aleksandr Nikolaevich Afanaser. Aquel día nos tocaba leer el titulado “El Zarevich Cabrito”. Las palabras pausadas de la lectura tenían un efecto sedante en los oídos de mi hijo y cuando llegábamos al momento en que Ivanuchka, muerto de sed, no hace caso a los consejos de su hermana, bebe agua de la laguna encantada y se transforma en un cabrito, el sueño le cerró los párpados y yo interrumpí la lectura.
         Marqué la página para proseguir al día siguiente, lo tapé ligeramente, caminé despacito hacia la cocina, agarré un yogur y una cucharita y me fui al salón. Cogí el mando de la tele y la encendí. Estaban finalizando las noticias de la noche y la locutora, antes de despedirse, dio una noticia de última hora, cuyos detalles completos aún se desconocían. Había habido un accidente grave en Valencia, a la salida del túnel de la Avenida Menéndez Pidal, una vía que bordea el cauce viejo del río Turia. Parecía ser que dos chicos, en una moto de gran cilindrada, se habían metido en dirección opuesta al sentido del tráfico y habían chocado a mucha velocidad contra un turismo ocupado por otras dos personas, un chico y una chica. Los cuatro habían fallecido en el acto. Se desconocía la identidad de los cuatro. En estos momentos, los bomberos intentaban sacar a los ocupantes del automóvil, que se había desviado con la fuerza del golpe y se había empotrado contra uno de los árboles que bordean la avenida.
            No me costó imaginar la escena tantas veces vista en la televisión. Los cuatro cuerpos ya exangües tendidos sobre el asfalto habrían convocado un torbellino de profesionales alrededor y un enjambre de cámaras y flashes que tomaban, desde todos los ángulos posibles, imágenes de los destrozos esparcidos. El espacio del accidente, cercado por una de esas cintas con las que la policía suele limitar el acceso a los lugares en los que están actuando y preservar el espacio de la impertinente curiosidad de los mirones. Desde las ventanas de los edificios que bordean la calle caras sobrecogidas por la tragedia. Las luces de las ambulancias, de los coches de policía, del camión de los bomberos, destellos de urgencia que rompen las sombras de la noche, los chalecos reflectantes de los profesionales, los sudarios que cubrían los cadáveres...
           La noticia del accidente con sus imágenes tuvo su espacio durante veinticuatro horas en todas las cadenas de televisión, nacionales, autonómicas, privadas y públicas y su singularidad le hizo entrar entre las muchas noticias que las agencias difundieron por las redacciones de todo el mundo. A lo largo del día siguiente, los periodistas acumularon datos sobre los ocupantes del coche, y la gente fue recibiendo información sobre aquellas dos personas, anónimas mientras vivían, y cuya vida comenzaba a ser ahora pública, ya muertas. Palabras sobre unas vidas ya acabadas, cuyo final, de repente, comienza a iluminar retrospectivamente cuanto se hizo y cuanto se contó sobre aquello que se estaba haciendo y a ensombrecer irremediablemente los futuros de otras vidas ligadas a ellos. Ambos debían estar a esas horas en la universidad, pero estaban circulando por la Avenida Menéndez Pidal, en dirección hacia ninguna parte conocida por sus allegados. El novio de la chica creía que su novia estaba en la universidad. La novia del chico también lo imaginaba allí. Pero ninguno de los dos se encontraba donde sus allegados los creían, ambos estaban en ese momento en el lugar equivocado, en un lugar insospechado para aquellos que se sentían con el derecho a saber sobre ellos y sus propósitos.
              Aquella desubicación circunstancial cambiaba el valor de cuanto hubieran dicho o hecho en aquel día y quizá, para sus allegados, para aquel chico y aquella chica de los que se hablaba como de sus parejas, de cuanto hubiesen vivido con ellos desde mucho antes. Ellos no podían ya dar explicaciones, no podían justificar, ni mentir, ni pedir perdón, ni llorar, ni consolar. Se había terminado su tiempo, el tiempo de los sueños, el de las promesas, el de los arrepentimientos, el de volver a intentar las cosas que no terminan de salirnos, o de funcionar, como nosotros quisiéramos. De repente, aquellas dos llamas habían sido apagadas, se habían esfumado y todo había quedado interrumpido; aquel apagón había oscurecido la vida de quienes compartían su luz, que deberían seguir viviendo privadas para siempre de ellas. Todo eran suposiciones.
            Los periodistas comenzaron a contar sólo lo que sabían y lo que sabían y contaban abría un campo enorme a la imaginación de los oyentes, de los lectores, de los televidentes. El goteo de información sobre el accidente fue continuo a lo largo de los días que siguieron, en todos los medios de comunicación, hasta que las imágenes multitudinarias de sus respectivos entierros, cada uno en el cementerio de la localidad donde habían residido, cerraron el duelo que la sociedad estaba viviendo vicariamente con sus familias. Los medios de comunicación afirmaron que los forenses no encontraron ninguna sustancia sospechosa en el cuerpo de ellos dos, y restos de todas las conocidas en los dos chicos de la moto, y aquella ausencia de sustancias tóxicas en ellos, que eran las víctimas inocentes de aquel accidente, era un argumento a favor de una conducta consciente en alguna dirección que jamás podríamos llegar a conocer. Las noticias de los periodistas extendían un ligero velo de transgresión y extravío sobre la conducta de ambos, tan lejana de cuanto los suyos hubieran esperado. Pero el oyente, el espectador no aguanta la incertidumbre, las historias tienen que tener un final y el periodista que se siente en deuda con su cliente, allí donde no hay información recurre a la suposición, a veces a la insidia sutil
- “La novia y el novio de los fallecidos no quieren hablar con la prensa y han prohibido la reproducción de sus fotografías.”
- “Los compañeros de la universidad niegan que estuviesen manteniendo una relación afectiva a las espaldas de sus respectivas parejas.”
- “Una compañera de estudios, que quiere guardar su anonimato, cuenta que a veces los vio llegar juntos en el coche.”
 Ahora, ellos ya no pueden explicar lo que hacían, no pueden  justificar, ni mentir acerca de su viaje por aquella avenida que los alejaba de la universidad, donde deberían haber estado a esas horas, y de las direcciones de sus respectivos domicilios. Ellos habitaban ya en el gran silencio. Fallecidos, no podían decir nada de cuanto a ellos solo atañía. Su historia de personas anónimas, envuelta en andrajos de imaginaciones febriles, fue aireada sin recato ni rigor por quienes nunca habrían llegado a interesarse por ellos de no estar muertos, y un sinnúmero de espectadores se sintieron jueces de sus vidas desconocidas. Sus fotos fueron reproducidas en la televisión y en la prensa escrita sin consideración alguna y llegaron a ser caras familiares para millones de ojos que ellos nunca llegarían a ver. Eran fotos formales como de alguna orla, de un carné o documento oficial, y en ellas aparecían jóvenes, agraciados, con dotes fotogénicas, aparentemente simpáticos. Junto a su foto, la imagen de los dos vehículos, la moto Suzuki y el Seat Ibiza con las matrículas pixeladas.
 No aparecieron las fotos de los dos jóvenes que habían provocado el accidente, de ellos sólo se supo que vivían en un barrio del extrarradio de Valencia, y que eran menores. A nadie interesaron los detalles de su vida. Aquellos dos ángeles parecían no tener nombre ni historia.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Lo que aprendí de los árboles (1) (11)(10).(9) (8) (7) (6) (5) (4) (2) (3)







               (1)    Lo que aprendí de los árboles

         Los árboles son vida en bruto, exentos de pasiones, de razón, de imaginación, y de palabra, y por lo tanto de las complicaciones que a la vida animal le traen estas conquistas evolutivas: la emoción, las ideas, las imágenes, el discurso. Carecen del sentido de la vista, tan propenso al engaño y, como tampoco hablan, no pueden mentir. Sin embargo, se manifiestan. En tanto que son y reaccionan a estímulos, responden, a su manera, una manera plagada de matices. Su vida transcurre ante nuestros ojos y son afectados por el medio en el que se desarrolla su vida. Su forma cambia a lo largo de los días, en el transcurso de las estaciones y por influencia del entorno en el que viven, se reproducen y mueren: sus hojas pueden estar frescas o lacias, sus flores, de colores vivos o mortecinos, su tronco robusto o enclenque… Los árboles nunca viajan, se distraen o se divierten. Las aves vuelven a ellos, a veces desde lugares lejanos y, después de largas ausencias, son capaces de volver a encontrarlos, de identificar el viejo nido en el que quizá nacieron, a pesar de los cambios experimentados en la sucesión de las estaciones. Allí están los árboles, inexplicablemente fijos a la tierra, idénticos y distintos. Quizá los pájaros, tan agitados siempre, lleguen a envidiar su sosegada existencia, su fiabilidad y su quietud.
 La vida me ha traído, mezcladas, etapas de gran agitación laboral y social seguidas de períodos de remanso que limitaban con el aburrimiento. En uno de esos períodos descubrí mi absoluta ceguera hacia los árboles de la ciudad. Por supuesto, veía los bosques, las riberas, evitaba chocarme contra los troncos de los que estaban plantados en las aceras por las que deambulaba o tropezar en los bordillos de los alcorques, y me encontraba con los hombres que recogían los frutos o las hojas secas que cubrían las aceras en otoño, pero, a mi vista, los árboles tenían la consideración de objetos inanimados que daban sombra. Todo eso, claro, a pesar de haber aprobado los estudios de biología del bachillerato y de haber escuchado con atención las explicaciones del profesor sobre los principios taxonómicos de Linneo en su magna obra “Systema Naturae”. Que, pese a todo ello, fuese insensible a la singularidad de los árboles como seres vivos, durante tanto tiempo, me hizo dudar de la validez de la educación recibida, e incluso pensar en alguna tara congénita de la que me hubiese liberado definitivamente en ese momento en el que mi conciencia se abrió a su peculiar existencia y a sus enseñanzas. También me hizo pensar en cuántas cosas podía tener ante mis ojos, en mis narices,, sin enterarme de ellas. Recuerdo, con precisión, el lugar, el frágil árbol y las circunstancias personales de aquel mi despertar a su existencia de seres vivos, como yo, de aquel momento “serendipia”. Con aquel pequeño árbol iniciaré el relato de los insospechados aprendizajes surgidos, a veces a su amparo, siempre de su contemplación. Aunque el paso del tiempo quebró su tronco herido, el recuerdo de su frágil imagen ha seguido creciendo en mi memoria y se ha rodeado, con el discurrir de los años, de otros árboles que, como él, me han enseñado cosas que han venido a mí sin buscarlas, como un regalo.
     Los árboles, siempre fijos al suelo, tienden al bosque, como las aves, siempre en el aire, a la bandada; los seres humanos tendemos al amor.
                        

                      (11)  Un pino que se yergue como un hombre
           
            Durante cuatro años, en mi camino hacia el trabajo, pasé por delante de un pino enorme, su copa superaba las terrazas de unos bloques de viviendas de cuatro pisos, uno al norte y otro al sur, sin llegar a ver lo que un día se me reveló con sorpresa. El conjunto de edificios, dibuja una especie de E de cuatro brazos, uno más largo, en dirección norte sur, y otros tres en dirección este oeste, que deja en medio de los bloques unos espacios ajardinados a los que dan las puertas de acceso a los edificios. Aquellos espacios, que no son calles, sino callejones, tan lejos del mar, tienen, sin embargo, nombres marineros muy sonoros: La Gavarra, El Patatxo, El Falutx, y salen todos ellos a la calle La Trainera, por la que yo iba cada día al trabajo como si fuera un marinero. Miraba los jardines y me fijaba siempre en aquel pino cuyo tronco había crecido con la curvatura graciosa de una columna vertebral humana, allá arriba la enramada oscura entretejida como una red de neuronas. Durante años, espié en él los suaves pasos de la luz y del sol en el lento transcurso de los días, mientras iba y volvía del trabajo. En los cortos días de invierno, cuando yo pasaba por delante del jardín donde lo habían plantado, el pino era una sombra oscura densa en la oscuridad de la noche. La luz amarillenta y escasa de las farolas iluminaba fríamente la oscuridad de su tronco rugoso. Los árboles y arbustos del jardín, de hoja perenne, proyectaban reflejos de luz y sombras que inundaban de fantasías inquietantes lo que era su sencillez diurna. A veces, a medida que avanzaba por La Trainera, la materialidad del tronco rompía en dos el rectángulo de luz de alguna ventana. La primera luz de los últimos días de invierno se reflejaba ya en él cuando yo pasaba y cuando la salida del sol comenzaba a adelantarse a mi paseo matutino, descendía desde su copa a la vida vegetal que lo rodeaba un tinte de reflejos dorados que ponía magia en la vegetación más menuda; arbustos de laurel, naranjos silvestres, diversos tipos de palmeras enanas, olivos, jazmineros y  buganvillas que trepan por la pared de la solana, hibiscos, algún aligustre, rosales de distintos colores, plantas del espino de fuego diseminadas en los cuarteles bordeados por hileras ralas de mirto...A la luz del día, estos pequeños jardines que ocupan el espacio que separan los bloques de edificios tienen una nota de color para cada estación del año: en invierno pintean los racimos rojos del espino de fuego y brillan las naranjas, florecen rosales enanos y buganvillas, en todos los tonos del carmín  en primavera y, hasta el final benigno del otoño en estas tierras, van renovando su floración, los aligustres que expanden su olor acre a principios de marzo, cuando entre  el verde oscuro de los naranjos se enciende la llama blanca del azahar que lo perfuma todo, los jazmineros, como vegetales desnortados, que reparten su aroma y flor al atardecer, y extienden hasta muy lejos su polen inodoro las palmeras, los olivos, los pinos los castaños de indias... Mi mirada fresca y mañanera siempre tenía un vistazo para aquellos pequeños jardines y una atención especial para el pino que, en su crecimiento, había acumulado una gracia que a mí me gustaba, sin saber por qué: intentaba descifrar el secreto de su forma. Observaba que, durante un tiempo, debió crecer ligeramente encorvado hacia el norte y a partir de una cierta altura, y del transcurso de un número considerable de años, como arrepentido de aquella inclinación primera, su crecimiento se había orientado hacia el sur, todo ello sin perder la verticalidad que le mantenía firmemente arraigado en la tierra. Algún cuidadoso jardinero, a quien nunca vi, se había encargado de ir podándolo a su tiempo y de mantener su figura rotunda de pino: el tronco rugoso y sin nudos que lo afeasen, las ramas primeras, allá arriba, fuertes, su copa recogida, simétrica, oscura, algo breve para su enorme altura, quizá podada para proteger a los bloques de viviendas próximos de sus amenazas en días de viento.
      Un día, sin más esfuerzo por entender la vida de aquel pino, mirándole con la mirada cotidiana, de repente, comprendí aquella curvatura graciosa a mis ojos.
      Aquel pino había crecido mirando ligeramente hacia el norte porque de aquella pared que miraba al sur le venía la luz cuando era pequeño: el sol se reflejaría durante todo el día en el ladrillo de aquella pared, mientras la del sur, del otro bloque de ladrillos, que miraba al norte, sería la pared fría y del sombrío. Así, creció durante años, inclinado al revés de todos los árboles, hasta que su enramada se acercó a la altura de los edificios, y entonces, el sol que iluminaba la pared septentrional comenzó a incidir en el pino, que dirigió sus ramas directamente hacia la luz, una atracción mucho más poderosa para él que la del reflejo de la luz. De aquella atracción por la luz, de aquel obstáculo que impedía al pino llegar a ella y del otro obstáculo que al mismo tiempo le proyectaba su reflejo, de aquella voluntad de crecer y crecer, del poder de aquella luz mediterránea que lo iluminaba todo y que algunos días parecía amenazarlo todo, de aquellos jardineros que cumplieron eficazmente con su tarea a lo largo de los años, de los vientos primaverales que ponían a prueba la fortaleza de sus raíces, de las lluvias copiosas que se prendieron como cristales de sus hojas leves, de la presencia de cuanto sabemos que un ser vegetal convoca y abraza y de la presencia de cuanto aún desconocemos, de lo que nombramos y de lo que no sabemos nombrar...De todo ello está hecha esa figura de pino que, sin proponérselo, dibuja en su tronco y en la copa oscura con la que se corona, la gracia de la columna vertebral en la que un hombre se soporta y de su cráneo, figurado en la enramada laberíntica.
      Aquella curvatura, que encerraba toda una vida se había hecho simpática a mi mirada mucho antes de entenderla. Desde aquel día, miro al pino y además del pino veo muchas otras cosas: que lo imperceptible tiene sus propias leyes, que lo sutil dirige a lo que aparece sólido, que la apetencia por la luz conforma la solidez del tronco...que la vida es un ímpetu que necesita de nuestro cuidado. Que la luz talla la figura de los cuerpos que tienen vida.




                                      (10)      El ciprés (Cupressus sempervirens stricta)
  
El ciprés crece serio, recto como una lanza, flexible como una llama cuando sopla suave el viento, verde oscuro, su enramada cerúlea cerrada como una armadura, solitario, donde un extraño alcorque circular le procura una isla de tierra fértil en la barbacana de una acera amplia, que parece haber deformado el ángulo recto de su geometría para librarle del furor de las motosierras.  En la parte central de la calle crecen los castaños de indias con sus copas informes, sobre el asfalto derrochan la generosidad de sus sombras y de sus frutos redondos colgados como regalos. En las aceras laterales, se mezclan los aligustres siempre verdes, de enramada recogida, que al inicio del verano saturan el aire con el fuerte olor de su polen fecundante, con algún árbol del amor por cuyas ramas brota en primavera la sangre que bulle por debajo de la corteza gris tierra, con las corisias, que florecen exuberantes al final del verano y con un ejemplar adulto de jacarandá que extiende sus ramas por encima de todos ellos y que con sus dos floraciones anuales esparce la generosidad otoñal de su color violeta sobre las ramas desnudas de los plátanos de sombra y el árbol del amor o sobre el verde permanente de los otros árboles. Entre ellos se alza, con seriedad imperturbable, el ciprés, como un obelisco de verdor, enhiesto surtidor de sombra y tiempo. Entre el juego de colores y de formas informes, el ciprés impone una permanente seriedad vertical: vigilante en la crudeza del invierno, vigilante en la florecida primavera, vigilante en los tórridos mediodías estivales, vigilante en el despojo otoñal. Sólo al inicio de la primavera, si el aire lo sacude con fuerza, sale de su interior una nube amarillenta que esparce su fecundidad generosa, y al final del verano, como un regalo infantil que alguien cuelga con cuidado de sus ramas, una luz hará brillar entre las cerúleas ramas sus frutos, las piñas, esas bayas preciadas que yo seguiré llamando siempre con aquel nombre infantil de “pirindolas”. 
Un día del inicio de la primavera, vi entrar por una ranura de su cerúlea y áspera armadura un gorrión que portaba en su pico material para su nido, y aquella circunstancia hizo que yo dejase de mirar la seriedad del ciprés como una manifestación de antipatía vegetal. El gorrión amaba al ciprés, y el árbol se regocijaba con la vida que bullía y protegía entre sus ramas. Mis ojos miraban sorprendidos, en mi cara se dibujó se dibujó una sonrisa.


                   

       (9)      El chopo de la venida Aragón.  (Populus tremula)


En la confluencia de la calle Chile con la Avenida Aragón, al lado del amanecer, cuando urbanizaron aquella parte de la ciudad, poco antes del mundial de fútbol que se celebró en España, en el año 1982, plantaron un chopo frágil que me obligó a desviar mi camino habitual para dirigirme al centro de la ciudad  A lo largo de los diez años que viví en aquella casa, pasé varias veces cada día a su lado; vi cómo crecía, cómo de su forma original iban surgiendo otras formas que en mi mirada se sobreponían sin solución de continuidad a las imágenes guardadas en el archivo de mi memoria. La imagen del chopo que veía cada día se superponía al chopo que había visto todos los días: era el mismo y distinto. Pasados algunos años, también vi cómo el cemento de la acera se resquebrajaba por el poder de una raíz oculta y cómo el alcorque en el que fue plantado tenía que ensancharse porque el volumen de su tronco excedía las previsiones de los jardineros. Hace otros veinte años que cambié de casa, veinte años que han pasado sin que mi vida en la ciudad, mis idas y venidas por sus calles y avenidas me hayan llevado al barrio donde viví aquellos de mi juventud, pero  no se ha borrado de mi recuerdo la historia de aquel chopo que ya dejé crecido, ni la imagen que tenía aquellos últimos días de septiembre de hace veinte años. Pero hoy he vuelto. Ante mis ojos este chopo que contemplo hoy no tiene nada de aquel frágil arbolito que necesitaba un rodrigón para mantenerse vertical, y tiene poco del que era ya hace veinte años. Sin embargo, yo sé que sigue siendo el mismo: en su tronco veo los nudos de las primeras ramas podadas y el despliegue de las que dejaron aquellas manos cuidadosas no ha roto la simetría de horquilla que definió su figura. Las ramas de su copa se alzan muy por encima del tráfico que discurre por la Avenida y se asoman a los últimos pisos de los edificios de seis plantas que están al otro lado de la acera. Ha vuelto a ser rehecho y agrandado el alcorque, aquel bulto que resquebrajaba el cemento ha desaparecido, quizá cortaron aquella raíz, y la ancha acera ha sido reducida con el trazado de un carril-bici por el que se desplazan silenciosos vehículos en constante ir y venir. Sin duda, en los días calurosos, agradecerán el frescor de su sombra generosa. Bajo esta sombra que abarca la acera, el carril bici y la calle por la que circulan con prisa los vehículos motorizados, coloca un bar las mesas donde las gentes beben, alientan esperanzas o lamentan su destino y se cuentan sus historias. A todo asiste él, desde su silencio vegetal, entregado a la búsqueda de la luz más alta cada día, dedicado a horadar cada día un poquito más profundo la tierra en la que se sustenta, de la que vive y a la que nutre. Los vilanos que envuelven sus minúsculas semillas cubren, como una alfombra de algodón, los alrededores del árbol y el más ligero movimiento del aire los remueve y dispersa.
 Me siento minúsculo al lado de su tronco, al amparo protector de su enramada frondosa. Me sobrecoge este mundo vegetal sin palabras, sin ideas, sin pasiones, vida en estado puro, sin miedo ni esperanza. Me sobrecoge porque, mientras el árbol crecía, soportaba inviernos inclementes, podas crueles, sequías amenazantes, huracanes cargados de cólera, todos peligros externos, yo, al abrigo de tales peligros, he vivido el ardor de mi deseo, el temor paralizante al error, el peso de un pasado no resuelto pero ya inamovible, la irritación por cuanto seguía su curso y al dictado de mi voluntad escapaba. Hoy, escribo (registro mi acontecer diario en palabras; el chopo, en los sólidos anillos de su tronco) y pienso en cuanto sirve de soporte a esta mente que lo quiere todo y su asiento mineral ignora. Ajenos a mis ideas, mis ojos han perdido brillo mientras rastreaban en los libros el conocimiento de la verdad, mis huesos, tan semejantes a la leña en que la vida del árbol se sustenta, han sufrido el desgaste del tiempo, en mi piel han ido apareciendo las manchas con las que el tiempo marca en los hombres el paso de los años, en mi cabeza ha blanqueado el escaso pelo que ha sobrevivido a los sucesivos otoños, y en mis cejas, mi nariz y oídos, han aparecido pilosidades tenaces que crecen sin concierto. Cuanto en el árbol ha sido afirmación de su vida que hoy nos regala, ha sido pérdida para mí, y la vitalidad rebosante que reconozco en él es cuanto echo en falta si me miro. Como si el tiempo, que nada posee, para trabajar a favor de la vida que al árbol regala, tuviera que apoyarse y tomar, lo que da al árbol, de otras vidas que va lamiendo con la lija de su mano, que alisa con la lengua de sus horas, y las vuelve transparentes.



(8) Una palmera en el centro de un escaléxtric (Phoenix dactylifera)

 En el centro mismo de aquel cruce superpuesto de carreteras, por donde circulan diariamente un sinnúmero de coches, y el tráfico pesado que no puede entrar en la ciudad, en el trozo de tierra que el afán asfaltador perdonó, en el centro geográfico de aquel torbellino de prisas,  apareció plantada un día una altísima palmera. La corola verde de sus palmas sobrepasa el más alto de los niveles por donde circulan alocados los vehículos y, de entre ellas, fecundada por palmeras lejanas, que alzan sus esbeltos cuellos por encima de un mar de naranjos  y cuyo polen cruza el revuelo de las nubes tóxicas que nacen de los tubos de escape, aparecen los racimos de dátiles que irán tomando la forma generosa de un pecho dulce, a medida que la pulpa de sus frutos se transforme en azúcar.
- Lugar extraño para una palmera – pensé el primer día que la vi erguida, solitaria, su tronco fijado al suelo con estacas, los cables que nacían de un cinturón de tablas que rodeaba, alto, su oscuro talle, protegiéndola de la acechanza de los vientos.       
El penacho de sus hojas recogido en lo alto y atado a una estera prolongaba la soberana altura de su tronco y apunta algo torcido al cielo de oriente, donde un día se abriría al sol del amanecer.
Verla allí, solitaria, ignorada por el tumulto de los coches, ausente a las miradas ciegas de los conductores, pendientes de las marchas, de los intermitentes, de los quitamiedos que tanto nos asustan, de las señales que marcan los límites de la velocidad... me hacía sentir alguna especie de desasosiego.
-¿Qué mano cruel arrancó esta palmera del lugar donde transcurrió su vida, sin duda un lugar adecuado a su tronco esbelto, fibroso, elástico, para traerla aquí?- me pregunté muchos días subido al autobús que rodeaba la isleta en que se erguía, en su trayecto por la negra carretera, sin dudar en su camino por el laberinto de vías que la circundaba.
Porque la palmera no era el típico producto de algún vivero que cultiva árboles que aún no han encontrado su destino definitivo en el mundo; aquella palmera tenía una historia inscrita en su tronco, una historia que mis ojos no sabían descifrar, pero no por eso menos real, y que en alguna parte yo sentía. Su alto tronco hablaba de muchos años; el corte exacto de sus palmas, de sucesivas generaciones de manos expertas que la habían podado y cuidado, La fortaleza que irradiaba remitía a largas batallas contra el viento cruel de algún desierto inclemente con los débiles, la generosidad de su fruto mereció, sin duda, algún tiempo, ojos de miradas atentas y manos generosas y bocas agradecidas.

Y sin embargo la palmera estaba allí, y allí había echado sus raíces, sin nostalgia de oasis lejanos, ajena a la locura que se organizaba a su alrededor. Un día desaparecieron los vientos que la sostenían vertical, desapareció aquel cinturón de tablas que protegía su tronco del sólido abrazo con que la sujetaban, y apareció más clara a mi vista su firmeza vegetal. Cuando llegó su tiempo, los racimos de dátiles asomaron entre sus ramas verdes y poco a poco fueron cargándose de materia, agrandando su forma, evocando la pulpa que a la boca prometen y se fueron venciendo hacia suelo, pegados a su tronco, se doraban con el frío sol del invierno y caían desparramados a sus pies firmes sin que nadie los honrara en su boca. Durante unos días, al inicio de la primavera, mi camino hacia ella coincidía con los primeros rayos de sol que, sobrevolando las terrazas de los edificios, ungían sus palmas verdes con su beso de bronce. Alrededor de ella bullía un estruendo de neumáticos que dejaban sobre el asfalto las señales de urgencia que habitaba en el corazón de sus conductores, ciegos para su don. 






                                           (7)  El cerezo  (Prunus avium)

             El cerezo fue plantado entre los pinos, en un claro del pinar. Los pinos parecieron acogerlo como su protegido. Los pinos son altos, muy altos, viejos, muy viejos, serios, muy serios, pero en un espacio de luz abierto entre sus copas siempre verdes, en el claro del bosque, acogieron la gracia risueña del cerezo. El cerezo florece a finales de marzo, revientan sus yemas y se viste luego de un ropaje verde de hojas de forma ovoide, acuminadas y de bordes aserrados. Entre la fronda de su copa se pierde la promesa casi invisible de sus frutos, hasta que un día de junio, como un milagro, del fondo verde comienza a destacarse el color rojo de aquellos pequeños corazones que flotan en el aire. Al inicio del verano, después de caminar por entre la densidad oscura del pinar, el cerezo es un oasis para los ojos. En cambio, en invierno, rodeado del verdor perenne de los pinos, sus ramas desnudas y astrosa parecen implorar al cielo por su desnudez.
La cereza madura es una fruta hermosa y leve. El lector lo entenderá si contrasta su apariencia y su efecto en la boca, con la contundencia del plátano, de la manzana, de la pera y otras frutas habituales en su mesa. Las cerezas parecen haber nacido como un lujo de la naturaleza y por eso atraen nuestros ojos y nuestras manos con la fuerza que solo lo superfluo ejerce sobre nuestras vidas.  No sirven para satisfacer una necesidad alimenticia, nadie espera que su pulpa delicada resuelva el problema del hambre en el mundo, pero cada primavera despierta en nosotros una avidez de otro género, la que nace de la búsqueda del placer gratuito que fecunda la vida de mil maneras distintas a como lo hace todo aquello que constituye su armazón y esqueleto. La carne de la cereza tiene la consistencia delicada de esas partes del cuerpo, el labio, el párpado, el sexo, donde asoma al exterior la húmeda, delicada, sonrosada piel que lo recubre por dentro, y detrás de su suavidad el diente se encuentra con un hueso que parece de su misma naturaleza mineral. Como la sustancia de la cereza consiste sobre todo en su capacidad de estimular el deseo, nadie come sólo una cereza, como se puede comer sólo una ciruela o una fresa: las cerezas se ligan unas a otras y se ofrecen siempre múltiples a nuestros sentidos. Cualquier ojo poco entrenado podría encontrar semejanzas entre la cereza y la fresa, por su color, por su tamaño, por su delicadeza. Pero no, nada tienen en común. A la fresa le falta la finura del aire, la magia del sol y el revuelo de los pájaros que se encelan entre las ramas de los cerezos. La fresa nace y crece demasiado próxima al suelo.
Sin embargo, la cereza es un fruto que no puede dar cuanto ofrece, pues su promesa se sitúa en un orden distinto del meramente alimenticio. Quizá, en esa promesa de satisfacer un deseo que no encontrará nunca en ella su satisfacción, consista todo su en canto y su secreto. Porque nuestro deseo de encontrar en nuestra boca cuanto anuncia a los ojos, nos estimula a seguir comiéndolas, sin que el momentáneo desencanto nos sirva como escarmiento en nuestra búsqueda, sino como estímulo para seguir persiguiéndolo, para seguir comiendo.
Por las cerezas, el árbol es un ser alegre. Mientras el fruto maduro cuelga de sus ramas, convoca a mil formas de vida hacia él y los pájaros, las avispas, las hormigas, las mariposas y los hombres, entremezclados, nos lo disputamos no siempre amistosamente.



   (6) La higuera  (Ficus carica)


 La higuera vive recostada en la pared.
 Está en la huerta, protegida del viento del norte por la pared de piedra, junto a la que echó sus raíces, donde se apoyan sus ramas. La alta pared de ladrillo, revocada hasta cierta altura con cemento, de un almacén con tejado de uralita, que es un pegote difícil de explicar entre los terrosos tejados de las casas molineras que lo rodean, la protegen de los rayos del sol mañanero.  Pero la higuera parece estar feliz ahí. Digo parece, porque no sabemos si los árboles sienten, en el sentido que damos a esa palabra cuando los humanos nos referimos a las afecciones de nuestro ánimo, aunque, para simplificar el mundo, admitimos la convención de aplicarles las palabras con las que nombramos nuestros sentimientos: la melancolía del sauce, la tristeza del oscuro ciprés, la fortaleza del roble, la alegría del naranjo, la protectora encina, la firmeza de la palmera, la valentía del olivo centenario..
Ningún árbol me parece en invierno más lejano de su momento de esplendor que la higuera. Nada prefigura en ella, en los días de invierno, los dones que regala, generosa, dos veces al año. Su tronco toma una apariencia mineral y sus ramas de color ceniza más parecen leña que árbol. Sin embargo, su madera es blanda, y aún en los más crudos días de invierno la impregna un jugo lechoso que habita y  circula por ella como su sangre. Las brevas nacen en otoño, y pasan el invierno enquistadas en una cápsula que las protege del frío, pero en cuanto acaban los rigores del invierno, inician una transformación silenciosa hasta tomar su forma de fruta, que es primero un regalo para nuestros ojos y lo será para nuestra boca. Incluso en su fruto la piel es rugosa y alejada del dulzor y carnosidad que encierra. La higuera no se abre a la primavera con una floración prometedora de frutos, Sus flores, unisexuadas, invisibles a simple vista, están distribuidas por la superficie interna de un receptáculo lobuloso abierto en un extremo y este receptáculo de madera, tras la fecundación, se hincha hasta volverse carnoso y dulce, hasta transformarse en la fruta que llamará a nuestro olfato y llenará de dulzor nuestra boca. Sus hojas de lija se abren a la luz y al calor, al aire, al agua escasa de los lugares donde prolifera. Sus raíces horadan sin descanso y casi sin límite cualquier territorio donde subsista una sustancia mineral, pues hasta de la piedra más dura extraen el jugo que, en misteriosa alquimia, terminará ofreciendo como sabroso fruto.
Con el olivo y la vid son los árboles que han acompañado al hombre mediterráneo a lo largo de su historia: los higos frescos o secos, el olivo en árbol, en fruto o en aceite y la vid en todas sus formas, como leña, como fruta o como vino, han sido condimentos permanentes de su comida, de su salud y de su fiesta. Ya había una higuera cerca del manzano por cuyas ramas se deslizó la serpiente con la fruta de la tentación en la boca, y a ella recurrieron Adán y Eva para tapar su desnudez a los ojos de la divinidad, pues nadie sino Él, a cuya vista nada ocultan los vestidos, los veía. Más tarde, en las tierras fértiles donde surgiría la Roma que llegaría a ser imperial, bajo otra higuera, la Loba Lupercia amamantó a los cachorros que la fundarían.
La higuera de la huerta, muy cercana al arroyo, bien protegida de la crudeza del viento del norte y de los primeros rayos del sol, que secarían las escamas de la escarcha sobre la piel rugosa de los primeros frutos hasta consumirlos, ofrece cada año contados frutos primaverales y en ellos derrocha toda la delicia guardada en los difíciles días de invierno, cuando nada parecía prometer.
Levantar la mano hacia una higuera, entonces, es un gesto sencillo que nos permite acercarnos un trozo de cielo a la boca.






(5) El olmo, la acacia (Ulmus minor, Acacia)

El pueblo había ido creciendo entre las arboledas que rodeaban los dos arroyos que se juntaban en él y le daban nombre, y la forma sencilla que tuvo de crecer fue ir retrasando el cerco vegetal que lo rodeaba y trazando calles sin ningún orden, con la única intención de que las casas que se construían con los árboles que se talaban tuviesen comunicación y salida al campo, del que vivían sus habitantes. Desaparecieron de las calles que fueron naciéndole al pueblo todos los árboles, que no representaban sino un estorbo para el deambular de los animales, los carruajes y la gente. Los últimos vestigios de aquellos árboles centenarios que ocuparon el espacio que hoy ocupa el pueblo, sus calles, sus edificios, sus huertas domésticas, sus corrales, sus plazas, fueron los troncos secos y agujereados de unas olmas que permanecieron en el espacio que hoy ocupa la plaza y que fueron para muchas generaciones un lugar de juego y de reunión. Mi hermano me hablaba de ellas con entusiasmo, y con tristeza del incendio intencionado que acabó con ellas una noche, como una fecha en la que descubrió la levedad del mundo. Ese momento me llegó a mí, y a los chicos de mi generación, el día que cortaron el olmo y la acacia que habían desafiado las asechanzas del tiempo y el afán civilizador de los pobladores y permanecido delante de la Iglesia, junto a la pared del atrio, en la pequeña plaza que se formaba entre la carretera y el noble edificio. Las tardes de mi primera infancia, aquellos años en que la asistencia a la escuela nos sacaba de las faldas de las madres, pero en los que aún no nos atrevíamos a aventurarnos en los espacios que quedaban fuera del límite de las casas: los viveros, los pinares, las eras, los lugares habitados por los mayores y a los que temíamos tanto como ansiábamos poder llegar, las pasé, los pasábamos, alrededor del olmo y de la acacia, convocados por sus viejos troncos, amparados bajo la sombra benéfica de su enramada, protegidos de los rayos inclementes del sol por el verdor de sus copas La sombra del olmo era densa, su copa de verdor intenso absorbía totalmente los rayos del sol y junto a su tronco hasta en las más calurosas tardes de verano habitaba un rescoldo de frescor. La acacia dibujaba un encaje de sombra sobre la tierra oscura, el sol se filtraba por entre las hojas dispersas de su enramada, y en las tardes frescas de la primavera permitía que llegase el calor a la tierra y que nosotros, sin saber por qué prefiriésemos su sombra. Al inicio de la primavera, la acacia perfumaba nuestras tardes infantiles con sus racimos de flores blancas y tersas, como de seda, y nosotros, armados con herramientas elementales disputábamos a las abejas el dulce néctar de sus flores. Pero el poder de aquellos monumentos vegetales sólo se nos hizo evidente el día que desaparecieron. Las tardes se agotaban a su sombra, la caliza de la enorme torre de la iglesia reflejando el esplendor de los últimos rayos del sol sobre nosotros, ennobleciendo con su color de oro el color gris de nuestra pobreza rural. Un día de primavera, como cualquier otro día de nuestra corta existencia, al salir de la escuela, nos dirigimos con nuestras canicas, nuestra peonza, nuestro aro, nuestro hinque, nuestras chapas y nuestra merienda al lugar donde esperaríamos, como todos los días, sin llegar a darnos cuenta, la llegada de la noche, pero sin llegar a acercarnos, vimos a unos hombres atareados en hacer trozos manejables los inmensos troncos de los dos árboles. El desamparo que ese día sentí lo he revivido cada vez que vuelve el recuerdo a mi mente. Nunca, desde ese día, volvió a ser habitable aquel desierto. Era excesivo el trozo de cielo sobre nuestras pequeñas cabezas y demasiado imponente la pared de la iglesia, mirados sin el filtro vegetal. Desprovisto de sus referencias habituales, el espacio se conformaba en una dimensión que desconocíamos, desmedida para nuestros ojos, y en la que se perdían nuestras pequeñas miradas. De repente, la fragilidad de la existencia humana, de nuestra minúscula vida, aparecía ante nosotros con toda su crudeza. El mundo no nos tenía en cuenta. Hicimos un corro alrededor de los hombres que se afanaban con el tronzador o con las hachas y permanecimos en silencio, nuestros ojos absortos, desatentos a la merienda que consumíamos con mordiscos displicentes, mudos para expresar la desolación de nuestros ánimos, sin palabras para protestar por aquel atropello, sin entender la causa de aquel acto de despojo.
- Van a construir una báscula para poder pesar camiones – nos dijo algún mayor.
- Pero si en el pueblo no hay camiones – contestó alguien con la boca llena, su voz queda.
Aquella excusa nos parecía un engaño, pero carecíamos de medios para demostrar nuestra convicción. Además, de qué hubiera servido. ¿Quién hubiera podido volver a poner de pie aquellos árboles ya derribados? Sin palabras para expresarlo, todos entendimos que lo hecho era muy grave, un daño irreparable, una injusticia que caía no sólo sobre nosotros sino sobre aquellos árboles a los que sin ninguna consideración hacia su existencia centenaria se había derribado para siempre. Habían desaparecido de nuestra vida para siempre, para siempre, para siempre... Para siempre son dos palabras a las que se resiste la conciencia infantil, dos palabras que el cerebro de un niño aún se niega a procesar.
 Nos dispersamos llevando aquella pesada nueva a nuestras casas, pero nuestros mayores se encogieron de hombros y nadie protestó. A nadie le pareció una estupidez la idea de construir una báscula para pesar camiones que no existían delante mismo del edificio neoclásico de la Iglesia. ¡En algún sitio, alguien que sabía mucho más que nosotros, había ordenado aquel derribo porque velaba por nuestro bien!
El espacio de los árboles fue ocupado primero por una hacina de leña y los siguientes días por el montón de tierra que formaron los obreros a medida que crecía el agujero donde se instalaría la maquinaria de la báscula y por los carros que la cargaban y la retiraban. Luego llegó un camión con ladrillos para forrar el hueco y construir la caseta desde donde se manejaría, y poco después una serie de artilugios de metal que constituían la maquinaria y una superficie de madera embridada en un marco de hierro que era la plataforma de la báscula. Se fueron sucediendo los días y las novedades ante nuestros ojos, hasta finalizar su construcción y los chicos, llevados por la inercia, seguíamos acudiendo a aquel lugar a la salida de la escuela y cambiamos los juegos por la observación atónita de las tareas de aquella gente que no era del pueblo.
Creo que mi infancia terminó con aquella primavera, o al menos no guardo recuerdo de ningún otro espacio donde prosiguieran aquellos juegos que quedaron abruptamente interrumpidos con la desaparición de los dos árboles.
Más tarde, cuando los camiones que había que pesar necesitaron más espacio para hacer maniobras del que tenía aquella plazuela, se trasladó la báscula fuera del pueblo y, en un acto de inútil reparación, el ayuntamiento volvió a poner un plantón de acacia y otro de olmo en el mismo lugar que habían ocupado aquellos que no habían desaparecido de nuestra memoria.  Estos árboles no dicen nada a los chicos de ahora, ni cierran la herida que se abrió en nuestra alma aquella tarde desdichada. A su sombra han instalado unos bancos y en sus alrededores algunos de esos artilugios con los que se pretende que los jubilados hagan ejercicios gimnásticos. Pero estos árboles nuevos no hacen sino convocar nostalgias, con la misma fuerza que aquellos centenarios amparaban un mundo de esperanzas.

          

                              (4)     El chopo de mi infancia (Populus tremola)

           Nací en un tiempo en que en España morían muchos niños. También nacíamos muchos, y la población crecía a buen ritmo. Todavía no se había generalizado el uso de las vacunas, ni el de los antibióticos, y los hábitos de higiene de la mayoría de la población rural ignoraban el descubrimiento de los gérmenes patógenos: las bacterias, los virus o los hongos eran seres desconocidos. Las personas nacían, enfermaban y morían por causas misteriosas, y para enderezar cualquiera de estas circunstancias, para intentar que siguiesen el camino de la voluntad de los mortales, tanto valía la visita del médico como la del sacerdote: el médico podía actuar sobre el enfermo, pero el sacerdote podía torcer la voluntad de Dios que parecía amenazar o poner a prueba a sus fieles, nunca se sabía.
         Louis Pasteur había formulado su "teoría germinal de las enfermedades infecciosas", en la segunda mitad del siglo XIX, según la cual. toda enfermedad infecciosa tiene su causa en un germen con capacidad para propagarse entre las personas. Esta sencilla idea representaba el inicio de la medicina científica, pues demostraba que la enfermedad es el efecto visible (signos y síntomas) de una causa que puede ser buscada y eliminada mediante un tratamiento específico. Pero la sociedad española llevaba más de un siglo muy ocupada en lidiar con los fantasmas de los rencores familiares y sus demonios y no había tenido tiempo de enterarse. Las enfermedades, en las mentes de las gentes, seguían obedeciendo a causas precientíficas y las curaciones también.
 Mi infancia estuvo plagada de enfermedades sin un nombre específico, y a mi alrededor revoloteaban angustias familiares, frascos de medicinas, estampas de la virgen y rezos fervorosos. El marco de la ventana de doble hoja de mi habitación, con la falleba echada, los cuarterones abiertos, los cristales delgados y transparentes son, en mi memoria, un recuerdo cargado a medias de miedo y de esperanza. La ventana daba al corral de la casa, y las paredes del corral, visibles desde mi habitación, sostenían las tenadas, bajo las que se protegían los animales domésticos y los aperos necesarios para trabajar la tierra. Por encima de los tejados de las otras casas, desde la cama donde pasaba los días postrado, sólo se veía la copa de un chopo alto y, a ciertas horas. un gato grande, que saltaba de un tejado a otro y se paseaba por los caballetes de todos con sus patas de terciopelo hasta sentarse donde quería, su cola abandonada sobre las tejas, sus ojos a veces vigilantes, en ocasiones soñolientos En las largas mañanas de convalecencia, mientras oía a mi madre trastear en el piso de abajo, e ignoraba, por familiares, los sonidos que nacían de la vida animal que habitaba el corral,  mis ojos perseguían la vida que la enramada del chopo convocaba.
El recuerdo del aquel tiempo es el de un día permanente, el de un imposible día soleado repetido e incesante; no recuerdo la noche ni los días de lluvia en aquella habitación. Mi madre abría la ventana con el día ya amanecido. El sol doraba la picota del árbol, y descendía poco a poco, superado el obstáculo de la torre que ponía una mancha de sombra en aquellas mañanas de blanda felicidad, en el transcurso de la mañana, hasta iluminarlo totalmente. Hasta él llegaban bandadas de gorriones gárrulos, solitarias grajillas, cornejas estentóreas, tropeles de jilgueros veloces, y parejas de tordos, cada uno con sus vuelos y con sus cantos reconocibles. Sobre él, en un instante, como una presencia espectral pasaba de vez en cuando la sombra de la cigüeña que volaba hacia la torre, laboriosa primero en la construcción de su nido, atareada con el sustento de sus crías, después. Al mediodía, el chopo era una llama de verdor dorado. A esa hora el gato saltaba desde el tejado más próximo a la rama más cercana y, aposentado junto al tronco, escondido en su sombra, volvía a recomponer su figura estatuaria. Las bandadas de gorriones, ajigolados por el calor del mediodía, volaban a refugiarse en la enramada y volvían a salir de allí como si reventase una bomba. No tardaba mucho el gato en bajar del árbol, con ese salto flexible de los felinos, llevando un gorrión todavía palpitante, que daba sus últimos aleteos, entre sus dientes. El atardecer se anunciaba con una luz irisada que transformaba el paisaje y con una sombra que le crecía al chopo al lado del amanecer, desde el suelo. Esa sombra iba encerrándolo poco a poco en la oscuridad, como quien guarda una trompeta de bronce en su estuche después de haber sacado de ella toda su música, como quien lo hace con la certidumbre de volver a abrirla al día siguiente. Antes del anochecer, llegaba mi madre, cerraba la ventana y encendía la bombilla que colgaba de un cable y que desparramaba por la habitación su avara claridad amarillenta.
Aquella convalecencia me tuvo postrado tiempo suficiente como para ver el efecto del transcurso de las estaciones sobre el chopo, pero en mi recuerdo ha quedado sólo su imagen primaveral: la copa verde, las hojas brillantes tembloteando con el viento suave, el sol bajando por el árbol cada mañana y la sombra ascendiendo desde el tronco al atardecer. Su imagen convoca en mi memoria a las aves que buscaban el refugio de sus ramas o se lanzaban desde ellas al vacío como un disparo, al gato, cauteloso, por los tejados, su crueldad instintiva al amparo de las ramas del chopo, el chiar de los vencejos infatigables que describían giros alrededor de la torre, los tres frágiles cristales sujetos con clavillos al filete de la ventana, los cuarterones marrones con la pintura ya descascarillada, abiertos contra la pared, la mancha de sol moviéndose poco a poco desde el lado derecho hacia la izquierdo de mi cama, su lengua de miel sobre las sábanas de algodón y sobre los escasos enseres de la habitación, mi tos, ese pitido en el pecho que angustiaba a los míos, mi alegría...



                             
  (2)   El pequeño árbol del amor (Cercis siliquastrum )

                       Estaba situado en el paseo de la Alameda, en su extremo norte, al lado de levante. Era un árbol no muy grande, con una deformidad en su tronco que hacía que su copa se orientase hacia la horizontalidad en vez de buscar la verticalidad de la luz. No había en él ninguna señal de daño. La corteza, retorcida y arrugada, negruzca, mostraba las señales de un crecimiento difícil, y aquel detalle fue lo primero que me llamó la atención. Me quedé mirando. Quizá tuvo que buscar su espacio hacia la luz bajo espesas copas que se lo impedían, o junto a recios troncos que no le permitían crecer –pensé mientras le miraba. Quizá aquella malformación era solo la señal de una vitalidad excepcional en un entorno repleto de amenazas. Curiosamente, las ramas de su copa crecían verticales al suelo y, extrañamente brillantes y fuertes, parecían un injerto de vida en un tronco muerto. Aquel ser vegetal unía las dos fuerzas que viven en todos los árboles, pero a la contra, enfrentadas. En el resto de los árboles su fuerte tronco se eleva hacia la luz y las aéreas ramas sienten la llamada de la gravedad y se comban ligeramente hacia el suelo. En cambio, en el árbol del amor, el tronco era débil y buscaba la horizontalidad, pero nacían de él unas ramas verticales, lustrosas, tersas, con voluntad de luz, que parecían ignorar al resto del árbol.
Pese a aquella contradicción de fuerzas, con el paso de las estaciones, vi que el árbol florecía al tiempo que los demás árboles, su ramaje se poblaba de hojas al mismo ritmo que los demás de su especie, las perdía de la misma manera y cruzaba el invierno con sus ramas pobladas de tabinas oscuras que la ennegrecían hasta la llegada de la primavera.
El camino a mi trabajo pasaba cerca de él, lo veía varias veces cada día y, aun sin proponérmelo, observaba los efectos del paso del tiempo sobre aquella ciega voluntad de vida, fijada en una no menos fuerte voluntad de muerte. Cuanto más crecía, más se vencía. Parecía encarnar (enmaderar) una tragedia –pensé.
 Pasó el siguiente otoño con su abundante cosecha de semillas y pasaron los fuertes vientos que se encelaron en el verde ramaje de los pinos, en las inmensas copas de los magnolios y en las melenas lacias de los eucaliptos, que bordeaban la alameda, mientras agitaban las ramas de los árboles de hojas caducas y las limpiaban de hojas ya muertas. Las acacias llegaron al invierno limpias de hojas, plenas de racimos de semillas que el pobre sol del invierno doraba allá arriba.
 Llegó el invierno con sus lluvias y sus vientos, la primavera con su floración y su promesa, el verano de sol inmisericorde y el árbol seguía allí. Los jardineros, que lo habían podado en su momento, lo abonaron al inicio de la primavera y lo regaron de vez en cuando en los días de verano. Lo miraba y se me encogía el corazón. Las creces primaverales tiraban hacia lo alto como si su apoyo no fuese frágil, sino un depósito ilimitado de energía vegetal.
 En el calor del verano, su tendencia a la horizontalidad le hacía proyectar una sombra abundante y acomodada a las necesidades de los hombres, y las gentes que merodeaban por las terrazas buscaban su benéfica protección, sin considerar ni temer la fragilidad que desprendía su forma tortuosa.
 El invierno de 1991 fue especialmente ventoso. Algunos días, el aire batallaba con las cosas como si estuviera cargado de furia: tableteaban las persianas, volvía sonoras las hiendas de los edificios, bramaba en las ramas desnudas de los árboles que habían perdido sus hojas y agitaba las copas de los árboles que las conservaban; de aquel modo tomaban forma ante nuestros sentidos la irritación y la vehemencia de su cólera. Mi pensamiento, ocupado en menesteres cotidianos, volaba de vez en cuando hacia el árbol, hacia la fragilidad de su forma, temeroso de lo peor.
Uno de aquellos días, confirmando las predicciones de los meteorólogos, el viento sopló con especial virulencia. Al atardecer, cuando pareció calmarse un poco la  fuerte tormenta de viento que había sido cita obligada en todos los noticieros, salimos a pasear y vimos cómo la invisible fuerza del aire había quebrado ramas de pinos centenarios, tronzado enormes brazos del imponente magnolio, cuya sombra anochecía la alameda al atardecer, y había abatido el árbol más cercano, un eucalipto de tronco grueso, de melena suelta como la de un sauce y olorosa como una despensa, que cayó hacia el lado contrario de donde crecía y temblaba, frágil, el árbol del amor. Las profundas, extensas raíces del eucalipto se mostraban, como miembros violentamente amputados, a los ojos incrédulos; nacidas para horadar la oscuridad, se mostraban oscuras, retorcidas y quebradas a las desconocidas estrellas La caída del eucalipto había removido la tierra hasta lugares insospechados y, tumbado ya sobre el asfalto, interrumpía el tráfico de la Alameda en ambos sentidos. El personal del ayuntamiento tuvo trabajo para días.
 Llegó la primavera y las ramas del árbol del amor, cargadas de semillas negras, comenzaron a reventar por las pequeñas yemas en miles de heridas rosadas. Sin duda, sus raíces, liberadas de la presencia de aquel coloso junto al que habían crecido, estarían colonizando, oscuramente, tierras nuevas, y aquella nueva sustancia se manifestaba en su floración exuberante, en la abundancia y verdor de sus hojas, en el vigor con el que sus ramas creían verticales hacia la luz y en el brillo nuevo de su corteza. Su enramada frondosa adquirió el volumen y la forma de un árbol nuevo. Sólo su figura tortuosa ponía un punto de secreta angustia en mi contemplación de aquel despliegue de vida vegetal.
Volvieron las terrazas al paseo de la Alameda, creció su sombra hasta poder dar cobijo a varias mesas, volvieron los días del verano, el sol inclemente, las escasas tormentas.
Una tarde el cielo se cubrió de nubes negras. Un frente amenazante se alzó desde el lado del mar. Los hombres del tiempo anunciaron tiempo inestable en el Mediterráneo, y al anochecer, entre una estruendosa batalla celeste, llovió copiosamente.
Al día siguiente las nubes se habían ido. Salí, como todas las mañanas, a mi trabajo. El cielo era dolorosamente azul, el sol del verano temerosamente dorado y los árboles lucían un verde brillante, fresco, adolescente. Al olor de tierra húmeda se añadían perfumes de pino, vapores de eucalipto, efervescencias de tuyas, enebros y cipreses que crecían a lo largo del paseo. De pronto, mi vista saltó por encima de todo, hacia el final de la avenida, más allá del magnolio que parecía abarcarlo todo, y sentí que mi pulso se aceleraba. No quería creer lo que mis ojos veían a lo lejos: a la altura del árbol del amor, un montón de ramas sobre el suelo. Aceleré el paso. Los trabajadores del ayuntamiento se disponían a trocearlo y cargarlo en una camioneta.
-¿Ha sido un rayo? –preguntó uno de ellos.
-¡Qué va!. Tal como tenía el tronco, no sé cómo podía con las ramas.
Con el agua que ha caído, cualquier vientecillo ha terminado con él.
-Y no era mala la raíz, mira, pero tenía el tronco de barro- contestó otro que hablaba como quien sabía lo que decía.
            Seguí mi camino sin desviar la mirada, con el corazón encogido.


                     
                                     (3) Una parra en el asfalto (Vitis vinífera)

La rosal creía que el jardinero era eterno”.
Hace mucho tiempo oí este proverbio. Son palabras propias  de alguna de esas culturas ancestrales que han destilado su sabiduría de siglos en frases aparentemente claras y sin embargo cargadas de enigmas; mi memoria las guardó y en determinadas circunstancias suele aflora a la conciencia.
En el mundo vegetal se dan a la vez fenómenos duraderos y hechos muy provisionales. En el transcurso de las estaciones, lo provisional adquiere relevancia transitoria. Una floración extraordinaria, de duración muy provisional, a veces nos lleva a lo duradero, otras, nos lo oscurece. En el transcurso de las estaciones, lo provisional se desvanece, “muere la rosa” y lo que permanece, el horizonte sobre el que lo efímero destacaba, adquiere ante nuestros ojos su verdadero ser: entonces vemos el rosal, un arbusto de apariencia nada amigable, hasta que florece.
 Quizá, también el jardinero llegó a creer que el rosal era eterno...
Fueron las hojas, aún incipientes, y que no llegarían al invierno, las que me llevaron a ver la parra añosa, que mis ojos habían confundido hasta entonces con la pared junto a la que crecía. Había pasado durante meses por aquella calle, camino del trabajo, viajero de un autobús incómodo, con las ballestas rotas y los asientos forrados con unas telas ásperas que almacenaban olores y colores de otros tiempos, cuando una mañana, mis ojos, distraídos en la fealdad del paisaje urbano, en el que se juntaban casitas de dos pisos que habían precedido a la invención de los automóviles,  fachadas de fábricas cerradas y pretenciosos edificios de ocho alturas con balcones que sus habitantes utilizaban como trastero, ciegos al milagro vegetal que allí silenciosamente se daba, tropezaron con algo que les sacó para siempre de la rutina del trayecto. En aquella invasión de edificios que los constructores hacían crecer sobre la fértil tierra de la huerta con determinación de termitero, no había sobrevivido ningún árbol. Las aceras eran estrechas, y de los cuatro carriles de la carretera que cruzaba el pueblo, los dos laterales habían sido ocupados por los coches aparcados. El tráfico lento y ruidoso se desplazaba por uno de ida y otro de vuelta y, en las horas de más trasiego, los atascos eran frecuentes. Los brotes diminutos destacaban aquella mañana sobre la mineral suciedad tiznada de la pared como heridas verdes. En el ángulo recto que formaba la acera con la pared de una casa muy vieja, aparecía el tronco leñoso de la parra, protegido con una hojalata hasta la altura a la que puede llegar la pata de un perro, y crecía pegada a la pared hasta una pequeña terraza donde extendía sus sarmientos, entretejidos en cables oxidados que iban de pared a pared, sus zarcillos secos, rizados como alambres que hubiera sujetado un ferrallista minucioso. La primera vez que me percaté de su presencia fue por el brillo de sus brotes. Mis ojos, seducidos, buscaron cada día, en el viaje de ida y en el de vuelta, el prodigio de su verdor y el despliegue de su promesa. Los vi crecer poco a poco: fueron llamas de un fuego glauco que viviera dormido en el interior del retorcido, ennegrecido tronco; se hicieron pámpanos extendidos, como manos suplicantes o dadivosas, protectoras, que formaban un techo vegetal sobre la terraza, en los calurosos días de verano, y seguí el paso de los días que transformaron aquellos diminutos granitos verdes en frutos que la boca apetece.
- “¿De dónde saca esta parra la sustancia de vida que ofrece en sus ramas y regala a mis ojos?” - me pregunté muchas veces, maravillado, de aquel don que fue tomando forma y volumen a su debido tiempo.
Vi nacer lo que llegarían a ser racimos, vi cómo los puntos de la geometría euclidiana crecían desde sí mismos y daban origen a la esfera transparente, vi dorarse los verdes, y ennegrecerse los dorados, ajenos los colores a elementales leyes cromáticas, vi cómo la omnipresente ley de la gravedad combaba el techo vegetal plano, y vi la tristeza de la parra al día siguiente de la vendimia. Solo pequeños rampojos, rodeados de avispas metálicas permanecieron un tiempo. Las hojas fueron pasando por todos los colores del vino: el verde afrutado, el amarillo pajizo, el cereza brillante, el ocre envejecido y el negruzco color de las heces que el tiempo deposita en el fondo de las cubas. Vi los sarmentosos brazos desnudos y los efectos de la poda y vi también cómo la parra encerraba su vida bajo las siete llaves de su apariencia mineral cuando llegó el invierno.
En algún lugar –pensé en uno de aquellos viajes- por debajo del estéril asfalto, hay una tierra fértil, un hálito de vida que agradece la luz y el aire que viaja hacia la oscuridad en el enramado de las raíces y los devuelve transformados en fruto; la oscuridad guarda una esperanza y es depositaria de una promesa.

Por aquel tortuoso tronco que confundía su piel con la hojalata oxidada que lo protegía en su base, llegaba el sol hasta la tierra oscura, y desde un lugar oscuro ascendía por él, en busca de claridad, un impulso ciego que las caricias del aire y la luz transformaban en esferas de dulzor. El ruido, los humos que despedían los tubos de escape, el hollín que esparcían por el aire los neumáticos, el malhumor de los conductores en los abundantes atascos... Nada era más fuerte que aquel empeño vegetal que, el transcurso del tiempo cifraba en un tesoro: una uva dulce.