domingo, 22 de diciembre de 2019

Dos ángeles en una Suzuki 800


                                       Dos ángeles en una Suzuki 800

            Atardecía lánguidamente y las sombras de las palmeras que bordeaban el paseo se prolongaban sobre el suelo mucho más largas que la longitud de sus troncos. Las terrazas de los edificios cercanos se doraban con los reflejos cobrizos de un sol que se escondía. Los cristales del edificio administrativo que está al principio del paseo, los que miran al poniente, reflejaban un mundo encendido, embellecido por los colores del atardecer, y la cubierta de bronce mate que corona el edificio recuperaba su antiguo color metal por unos momentos. Los padres, en esa labor de pastores que nos toca hacer a lo largo de la infancia de nuestros hijos, volvíamos a casa charlando plácidamente mientras vigilábamos con atención el ir y venir de nuestros retoños, ajenos ellos, y a la vez confiados en nuestra mirada. Nuestra atención se afilaba, si es que afilarse podía, cuando nos acercábamos al cruce de la calle, a pesar de que todos los niños habían aprendido que el bordillo de la acera marcaba el fin de su territorio y el inicio de una selva a la que no podían exponerse sin ir agarrados de una mano adulta.
            De repente, por el lateral izquierdo del paseo, saltando el bordillo de la acera y sin respetar los jardincillos que la bordean, cabalgando una moto, como quien cabalga un sueño de felicidad, aparecieron delante de aquel pequeño rebaño infantil, delgados, vestidos con ropa deportiva, sin casco, con el pelo corto y erizado, como bajados del cielo de las motos, dos jóvenes con miradas calientes, los ojos enrojecidos, la risa fácil, totalmente ajenos al mundo apacible en que se introducían.
           Los padres nos adelantamos hacia ellos para increparles y afearles lo que estaban haciendo, pero actuaban como si no nos viesen, como si fuésemos transparentes a sus miradas llenas de extravío, o mejor, como si los transparentes fuesen ellos, como si viviesen al margen de las leyes de la física, y la pesadez y opacidad de los cuerpos solamente rigiese para nosotros, pobres.
       Aparcaron la moto, sacaron la pata de cabra, bajaron de ella con movimientos ágiles y nerviosos y se dirigieron rápidos, sin correr, pero como si los pies apenas sintieran el roce con el suelo, hacia unos bloques de apartamentos humildes que quedan detrás del imponente edificio administrativo.
            Les perdimos de vista, pero su presencia comenzó a ser el objeto de nuestra conversación.
            -Esa moto es robada -dijo uno.
         -Mira, la han dejado encendida porque no tienen llave -añadió otro. Claro, han hecho el puente y no pueden apagarla -continuó hablando como quien sabía de qué hablaba.
            -Además mira, le falta una parte del carenado y lleva un bollo en el depósito de la gasolina -dijo otro que no quería ser menos.
            -Qué va -respondió el primero- el depósito de ese modelo es así.
            - Ah bueno - contestó el otro – pero una parte de carenado sí que le falta.
          - Sí - dijo el primero. Que es robada salta a la vista. Además, es imposible que unos chicos como estos tengan pasta para comprarse una moto como la que llevan. Es una Suzuki 800, esa moto vale más que un coche.
            - Deberíamos llamar a la policía -comentó uno que no parecía saber de motos y que había sacado ya el móvil para hacerlo. Estos chicos son un peligro público.
            La conversación se desvió hacia la conveniencia o no de hacer la llamada.
           Había quien opinaba que deberíamos llamar y quien creía que no merecía la pena, porque no iban a hacer nada.
            - ¿Tú crees que estos chicos no han pasado ya por delante de media docena de policías antes de llegar hasta aquí? -dijo el más escéptico con la propuesta. Y los policías, cuando los han visto venir, se han dado media vuelta para no verlos. Los policías lo que menos quieren son jaleos.
           - Es verdad lo que dice éste -se plegó otro al argumento. Es imposible que estos chicos hayan llegado hasta aquí sin que ningún policía los haya visto; y es que además dan el cante: no llevan ni chalecos, ni cascos, ninguna protección, estos chicos van proclamando a los cuatro vientos que son unos chorizos y que llevan metido en el cuerpo lo que no se sabe.
            - ¿Y qué van a hacer los policías con los medios que tienen? -contestó uno que tenía algún familiar que lo era. Darles el alto, ¿Y si no paran, qué? ¿Salen detrás de ellos, como en las películas? Estos chicos se ríen de la policía y de todos. Estoy seguro de que los han cogido más de una vez, y que antes de que hayan llegado los policías a casa ya han salido por la otra puerta. Así es la justicia en España.
            El grupo de padres no nos poníamos de acuerdo, la discusión había retrasado el cruce de la calle y el semáforo había vuelto a estar rojo para los peatones. Nuestros hijos comenzaban a ponerse nerviosos, nos miraban sin comprender de qué hablábamos, veían que retrasábamos el cruce de la calle y esperaban que los cogiéramos de la mano para pasar.
            Aún no se había terminado la discusión de si avisar a la policía o no, cuando los dos chicos aparecieron desde detrás del majestuoso edificio bromeando entre ellos, haciendo como que luchaban, con el mismo paso nervioso con el que se habían alejado hacía unos momentos: había algo de felino en sus movimientos, ajenos a cuanto no fueran ellos. Subieron a la moto que seguía arrancada y salieron hacia el paseo como almas que se lleva el diablo.
            - Estos chicos se van a matar – dijo una mujer anciana que solía recogerse diariamente detrás de nosotros y que utilizaba un bastón para ayudarse en su caminar vacilante.
            - Mejor que se maten ellos antes de que se lleven por delante a otros que ni fu ni mu – contestó uno de los padres.
            - Ya -contestó otro-, pero nada te asegura que no se maten ellos y al tiempo se lleven a alguien que pasaba por allí.
            Los vimos salir, veloces, todo a lo largo del paseo. El estruendo del motor tronó en el espacio habitado hasta hacía un momento sólo por sonidos provenientes de la naturaleza que allí habitábamos: las voces chillonas de los niños, los cantos armoniosos de los mirlos, el piar de los estorninos que dormirían en los pinos cercanos, los estridentes gritos de las cotorras que había hecho de las corolas de las palmeras su casa, el rumor de las conversaciones de los adultos. Los pocos transeúntes que aún quedaban por el paseo miraban a los motoristas con espanto, asustados, y hacían esfuerzo por salirse de su trayectoria, pero ellos los utilizaban como obstáculos que se divertían en evitar, haciendo eses de un lado a otro, mientras el que iba de paquete tornaba la cabeza, muerto de risa por el pavor que causaban y de las caras de asombro que iban dejando en su huida.
            Cruzamos por fin el semáforo, y una vez al otro lado de la calle comenzó el rito de despedida. Desde allí, cada uno tomaba la dirección de su casa y nos subdividíamos en grupitos que se iban disgregando a medida que pasábamos por delante de las porterías de los edificios donde cada uno vivía.
            Mi hijo y yo éramos de los últimos en llegar a casa. Cuando bajamos del ascensor, un cuarto piso que da a la calle Málaga, oímos un estruendo de sirenas de vehículos que se desplazaban hacia algún lugar de la ciudad. Me asomé al balcón y vi que por la Avda. Padre Ferris desfilaban coches de policías, ambulancias y poco después, un camión de bomberos que parecían seguir todos la misma dirección. Sin querer, pensé en aquellos dos chicos, dos ángeles caídos desde algún barrio periférico que habían llegado al cielo de la gran ciudad para imponer su ley, para romper con su presencia de fuego el leve y frágil orden urbano.
            Las tareas que la crianza de un niño trae al final del día, acapararon mi atención hacia las labores domésticas e hicieron que me olvidara poco a poco de lo que habíamos visto: el agua del baño, el cuidado en la bañera, la preparación de la cena, la atención  a la ingesta de los alimentos, la compañía al lado de la cama, la atención a todo aquello que el hijo desea contarte en ese momento: las quejas por lo no conseguido, el entusiasmo o el miedo por la partecita del mundo que acaba de descubrir, la lectura del cuento que convocaba el sueño...
            Pero fue él quien reclamó mi atención hacia lo que habíamos vivido en el paseo.
           - Papá, ¿quiénes eran esos chicos?
          - Pues no lo sé. No los conocemos.                                                                      
          - ¿Y qué decíais de los policías?
       - Ah, nada. Que el padre de Jorge decía que le parecía que habían robado la moto que llevaban y que teníamos que llamar a la policía.
          -¿Y tú qué piensas?
          - Pues que a lo mejor es verdad que era una moto robada.  
           - ¿Pero tú quieres llamar a la policía?          
          - Pues no estoy seguro...Por una parte sí, pero por otra no me parece una buena idea.
          - Ya estamos. Por una parte sí, por otra no. Eso no vale.
          - Sí claro, yo casi siempre pienso que las cosas son complicadas, que no son nunca blancas o negras.. Pero bueno, hala, vamos a leer el cuento.
          Leíamos una recopilación de cuentos rusos de Aleksandr Nikolaevich Afanaser. Aquel día nos tocaba leer el titulado “El Zarevich Cabrito”. Las palabras pausadas de la lectura tenían un efecto sedante en los oídos de mi hijo y cuando llegábamos al momento en que Ivanuchka, muerto de sed, no hace caso a los consejos de su hermana, bebe agua de la laguna encantada y se transforma en un cabrito, el sueño le cerró los párpados y yo interrumpí la lectura.
         Marqué la página para proseguir al día siguiente, lo tapé ligeramente, caminé despacito hacia la cocina, agarré un yogur y una cucharita y me fui al salón. Cogí el mando de la tele y la encendí. Estaban finalizando las noticias de la noche y la locutora, antes de despedirse, dio una noticia de última hora, cuyos detalles completos aún se desconocían. Había habido un accidente grave en Valencia, a la salida del túnel de la Avenida Menéndez Pidal, una vía que bordea el cauce viejo del río Turia. Parecía ser que dos chicos, en una moto de gran cilindrada, se habían metido en dirección opuesta al sentido del tráfico y habían chocado a mucha velocidad contra un turismo ocupado por otras dos personas, un chico y una chica. Los cuatro habían fallecido en el acto. Se desconocía la identidad de los cuatro. En estos momentos, los bomberos intentaban sacar a los ocupantes del automóvil, que se había desviado con la fuerza del golpe y se había empotrado contra uno de los árboles que bordean la avenida.
            No me costó imaginar la escena tantas veces vista en la televisión. Los cuatro cuerpos ya exangües tendidos sobre el asfalto habrían convocado un torbellino de profesionales alrededor y un enjambre de cámaras y flashes que tomaban, desde todos los ángulos posibles, imágenes de los destrozos esparcidos. El espacio del accidente, cercado por una de esas cintas con las que la policía suele limitar el acceso a los lugares en los que están actuando y preservar el espacio de la impertinente curiosidad de los mirones. Desde las ventanas de los edificios que bordean la calle caras sobrecogidas por la tragedia. Las luces de las ambulancias, de los coches de policía, del camión de los bomberos, destellos de urgencia que rompen las sombras de la noche, los chalecos reflectantes de los profesionales, los sudarios que cubrían los cadáveres...
           La noticia del accidente con sus imágenes tuvo su espacio durante veinticuatro horas en todas las cadenas de televisión, nacionales, autonómicas, privadas y públicas y su singularidad le hizo entrar entre las muchas noticias que las agencias difundieron por las redacciones de todo el mundo. A lo largo del día siguiente, los periodistas acumularon datos sobre los ocupantes del coche, y la gente fue recibiendo información sobre aquellas dos personas, anónimas mientras vivían, y cuya vida comenzaba a ser ahora pública, ya muertas. Palabras sobre unas vidas ya acabadas, cuyo final, de repente, comienza a iluminar retrospectivamente cuanto se hizo y cuanto se contó sobre aquello que se estaba haciendo y a ensombrecer irremediablemente los futuros de otras vidas ligadas a ellos. Ambos debían estar a esas horas en la universidad, pero estaban circulando por la Avenida Menéndez Pidal, en dirección hacia ninguna parte conocida por sus allegados. El novio de la chica creía que su novia estaba en la universidad. La novia del chico también lo imaginaba allí. Pero ninguno de los dos se encontraba donde sus allegados los creían, ambos estaban en ese momento en el lugar equivocado, en un lugar insospechado para aquellos que se sentían con el derecho a saber sobre ellos y sus propósitos.
              Aquella desubicación circunstancial cambiaba el valor de cuanto hubieran dicho o hecho en aquel día y quizá, para sus allegados, para aquel chico y aquella chica de los que se hablaba como de sus parejas, de cuanto hubiesen vivido con ellos desde mucho antes. Ellos no podían ya dar explicaciones, no podían justificar, ni mentir, ni pedir perdón, ni llorar, ni consolar. Se había terminado su tiempo, el tiempo de los sueños, el de las promesas, el de los arrepentimientos, el de volver a intentar las cosas que no terminan de salirnos, o de funcionar, como nosotros quisiéramos. De repente, aquellas dos llamas habían sido apagadas, se habían esfumado y todo había quedado interrumpido; aquel apagón había oscurecido la vida de quienes compartían su luz, que deberían seguir viviendo privadas para siempre de ellas. Todo eran suposiciones.
            Los periodistas comenzaron a contar sólo lo que sabían y lo que sabían y contaban abría un campo enorme a la imaginación de los oyentes, de los lectores, de los televidentes. El goteo de información sobre el accidente fue continuo a lo largo de los días que siguieron, en todos los medios de comunicación, hasta que las imágenes multitudinarias de sus respectivos entierros, cada uno en el cementerio de la localidad donde habían residido, cerraron el duelo que la sociedad estaba viviendo vicariamente con sus familias. Los medios de comunicación afirmaron que los forenses no encontraron ninguna sustancia sospechosa en el cuerpo de ellos dos, y restos de todas las conocidas en los dos chicos de la moto, y aquella ausencia de sustancias tóxicas en ellos, que eran las víctimas inocentes de aquel accidente, era un argumento a favor de una conducta consciente en alguna dirección que jamás podríamos llegar a conocer. Las noticias de los periodistas extendían un ligero velo de transgresión y extravío sobre la conducta de ambos, tan lejana de cuanto los suyos hubieran esperado. Pero el oyente, el espectador no aguanta la incertidumbre, las historias tienen que tener un final y el periodista que se siente en deuda con su cliente, allí donde no hay información recurre a la suposición, a veces a la insidia sutil
- “La novia y el novio de los fallecidos no quieren hablar con la prensa y han prohibido la reproducción de sus fotografías.”
- “Los compañeros de la universidad niegan que estuviesen manteniendo una relación afectiva a las espaldas de sus respectivas parejas.”
- “Una compañera de estudios, que quiere guardar su anonimato, cuenta que a veces los vio llegar juntos en el coche.”
 Ahora, ellos ya no pueden explicar lo que hacían, no pueden  justificar, ni mentir acerca de su viaje por aquella avenida que los alejaba de la universidad, donde deberían haber estado a esas horas, y de las direcciones de sus respectivos domicilios. Ellos habitaban ya en el gran silencio. Fallecidos, no podían decir nada de cuanto a ellos solo atañía. Su historia de personas anónimas, envuelta en andrajos de imaginaciones febriles, fue aireada sin recato ni rigor por quienes nunca habrían llegado a interesarse por ellos de no estar muertos, y un sinnúmero de espectadores se sintieron jueces de sus vidas desconocidas. Sus fotos fueron reproducidas en la televisión y en la prensa escrita sin consideración alguna y llegaron a ser caras familiares para millones de ojos que ellos nunca llegarían a ver. Eran fotos formales como de alguna orla, de un carné o documento oficial, y en ellas aparecían jóvenes, agraciados, con dotes fotogénicas, aparentemente simpáticos. Junto a su foto, la imagen de los dos vehículos, la moto Suzuki y el Seat Ibiza con las matrículas pixeladas.
 No aparecieron las fotos de los dos jóvenes que habían provocado el accidente, de ellos sólo se supo que vivían en un barrio del extrarradio de Valencia, y que eran menores. A nadie interesaron los detalles de su vida. Aquellos dos ángeles parecían no tener nombre ni historia.

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