(1) Lo que aprendí de los árboles
La vida me ha traído, mezcladas, etapas de gran agitación laboral y social seguidas de períodos de remanso que limitaban con el aburrimiento. En uno de esos períodos descubrí mi absoluta ceguera hacia los árboles de la ciudad. Por supuesto, veía los bosques, las riberas, evitaba chocarme contra los troncos de los que estaban plantados en las aceras por las que deambulaba o tropezar en los bordillos de los alcorques, y me encontraba con los hombres que recogían los frutos o las hojas secas que cubrían las aceras en otoño, pero, a mi vista, los árboles tenían la consideración de objetos inanimados que daban sombra. Todo eso, claro, a pesar de haber aprobado los estudios de biología del bachillerato y de haber escuchado con atención las explicaciones del profesor sobre los principios taxonómicos de Linneo en su magna obra “Systema Naturae”. Que, pese a todo ello, fuese insensible a la singularidad de los árboles como seres vivos, durante tanto tiempo, me hizo dudar de la validez de la educación recibida, e incluso pensar en alguna tara congénita de la que me hubiese liberado definitivamente en ese momento en el que mi conciencia se abrió a su peculiar existencia y a sus enseñanzas. También me hizo pensar en cuántas cosas podía tener ante mis ojos, en mis narices,, sin enterarme de ellas. Recuerdo, con precisión, el lugar, el frágil árbol y las circunstancias personales de aquel mi despertar a su existencia de seres vivos, como yo, de aquel momento “serendipia”. Con aquel pequeño árbol iniciaré el relato de los insospechados aprendizajes surgidos, a veces a su amparo, siempre de su contemplación. Aunque el paso del tiempo quebró su tronco herido, el recuerdo de su frágil imagen ha seguido creciendo en mi memoria y se ha rodeado, con el discurrir de los años, de otros árboles que, como él, me han enseñado cosas que han venido a mí sin buscarlas, como un regalo.
Los árboles, siempre fijos al suelo, tienden al bosque, como las aves, siempre en el aire, a la bandada; los seres humanos tendemos al amor.
Los árboles, siempre fijos al suelo, tienden al bosque, como las aves, siempre en el aire, a la bandada; los seres humanos tendemos al amor.
(11) Un pino que se yergue como un hombre
Durante
cuatro años, en mi camino hacia el trabajo, pasé por delante de un pino enorme,
su copa superaba las terrazas de unos bloques de viviendas de cuatro pisos, uno al norte y otro al sur, sin llegar a ver lo que un día se me reveló con sorpresa.
El conjunto de edificios, dibuja una especie de E de cuatro brazos, uno más
largo, en dirección norte sur, y otros tres en dirección este oeste, que deja
en medio de los bloques unos espacios ajardinados a los que dan las puertas de
acceso a los edificios. Aquellos espacios, que no son calles, sino callejones,
tan lejos del mar, tienen, sin embargo, nombres marineros muy sonoros: La
Gavarra, El Patatxo, El Falutx, y salen todos ellos a la calle La Trainera, por
la que yo iba cada día al trabajo como si fuera un marinero. Miraba los
jardines y me fijaba siempre en aquel pino cuyo tronco había crecido con la
curvatura graciosa de una columna vertebral humana, allá arriba la enramada
oscura entretejida como una red de neuronas. Durante años, espié en él los
suaves pasos de la luz y del sol en el lento transcurso de los días, mientras
iba y volvía del trabajo. En los cortos días de invierno, cuando yo pasaba por delante
del jardín donde lo habían plantado, el pino era una sombra oscura densa en la
oscuridad de la noche. La luz amarillenta y escasa de las farolas iluminaba fríamente
la oscuridad de su tronco rugoso. Los árboles y arbustos del jardín, de hoja
perenne, proyectaban reflejos de luz y sombras que inundaban de fantasías
inquietantes lo que era su sencillez diurna. A veces, a medida que avanzaba por
La Trainera, la materialidad del tronco rompía en dos el rectángulo de luz de
alguna ventana. La primera luz de los últimos días de invierno se reflejaba ya en
él cuando yo pasaba y cuando la salida del sol comenzaba a adelantarse a mi
paseo matutino, descendía desde su copa a la vida vegetal que lo rodeaba un tinte
de reflejos dorados que ponía magia en la vegetación más menuda; arbustos de
laurel, naranjos silvestres, diversos tipos de palmeras enanas, olivos, jazmineros
y buganvillas que trepan por la pared de
la solana, hibiscos, algún aligustre, rosales de distintos colores, plantas del
espino de fuego diseminadas en los cuarteles bordeados por hileras ralas de
mirto...A la luz del día, estos pequeños jardines que ocupan el espacio que
separan los bloques de edificios tienen una nota de color para cada estación
del año: en invierno pintean los racimos rojos del espino de fuego y brillan
las naranjas, florecen rosales enanos y buganvillas, en todos los tonos del carmín en primavera y, hasta el final benigno del otoño en
estas tierras, van renovando su floración, los aligustres que expanden su olor
acre a principios de marzo, cuando entre el verde
oscuro de los naranjos se enciende la llama blanca del azahar que lo perfuma todo,
los jazmineros, como vegetales desnortados, que reparten su aroma y flor al
atardecer, y extienden hasta muy lejos su polen inodoro las palmeras, los
olivos, los pinos los castaños de indias... Mi mirada fresca y mañanera siempre
tenía un vistazo para aquellos pequeños jardines y una atención especial para
el pino que, en su crecimiento, había acumulado una gracia que a mí me gustaba,
sin saber por qué: intentaba descifrar el secreto de su forma. Observaba que, durante
un tiempo, debió crecer ligeramente encorvado hacia el norte y a partir de una
cierta altura, y del transcurso de un número considerable de años, como
arrepentido de aquella inclinación primera, su crecimiento se había orientado
hacia el sur, todo ello sin perder la verticalidad que le mantenía firmemente
arraigado en la tierra. Algún cuidadoso jardinero, a quien nunca vi, se había
encargado de ir podándolo a su tiempo y de mantener su figura rotunda de pino: el
tronco rugoso y sin nudos que lo afeasen, las ramas primeras, allá arriba,
fuertes, su copa recogida, simétrica, oscura, algo breve para su enorme altura,
quizá podada para proteger a los bloques de viviendas próximos de sus amenazas
en días de viento.
Un
día, sin más esfuerzo por entender la vida de aquel pino, mirándole con la
mirada cotidiana, de repente, comprendí aquella curvatura graciosa a mis ojos.
Aquel
pino había crecido mirando ligeramente hacia el norte porque de aquella pared
que miraba al sur le venía la luz cuando era pequeño: el sol se reflejaría
durante todo el día en el ladrillo de aquella pared, mientras la del sur, del
otro bloque de ladrillos, que miraba al norte, sería la pared fría y del
sombrío. Así, creció durante años, inclinado al revés de todos los árboles,
hasta que su enramada se acercó a la altura de los edificios, y entonces, el
sol que iluminaba la pared septentrional comenzó a incidir en el pino, que
dirigió sus ramas directamente hacia la luz, una atracción mucho más poderosa
para él que la del reflejo de la luz. De aquella atracción por la luz, de aquel
obstáculo que impedía al pino llegar a ella y del otro obstáculo que al mismo tiempo
le proyectaba su reflejo, de aquella voluntad de crecer y crecer, del poder de
aquella luz mediterránea que lo iluminaba todo y que algunos días parecía
amenazarlo todo, de aquellos jardineros que cumplieron eficazmente con su tarea
a lo largo de los años, de los vientos primaverales que ponían a prueba la
fortaleza de sus raíces, de las lluvias copiosas que se prendieron como
cristales de sus hojas leves, de la presencia de cuanto sabemos que un ser vegetal
convoca y abraza y de la presencia de cuanto aún desconocemos, de lo que
nombramos y de lo que no sabemos nombrar...De todo ello está hecha esa figura
de pino que, sin proponérselo, dibuja en su tronco y en la copa oscura con la
que se corona, la gracia de la columna vertebral en la que un hombre se soporta
y de su cráneo, figurado en la enramada laberíntica.
Aquella
curvatura, que encerraba toda una vida se había hecho simpática a mi mirada mucho
antes de entenderla. Desde aquel día, miro al pino y además del pino veo muchas
otras cosas: que lo imperceptible tiene sus propias leyes, que lo sutil dirige a
lo que aparece sólido, que la apetencia por la luz conforma la solidez del
tronco...que la vida es un ímpetu que necesita de nuestro cuidado. Que la luz talla
la figura de los cuerpos que tienen vida.
(10) El ciprés (Cupressus sempervirens stricta)
El ciprés crece serio,
recto como una lanza, flexible como una llama cuando sopla suave el viento,
verde oscuro, su enramada cerúlea cerrada como una armadura, solitario, donde
un extraño alcorque circular le procura una isla de tierra fértil en la
barbacana de una acera amplia, que parece haber deformado el ángulo recto de su
geometría para librarle del furor de las motosierras. En la parte central de la calle crecen los
castaños de indias con sus copas informes, sobre el asfalto derrochan la
generosidad de sus sombras y de sus frutos redondos colgados como regalos. En
las aceras laterales, se mezclan los aligustres siempre verdes, de enramada recogida,
que al inicio del verano saturan el aire con el fuerte olor de su polen
fecundante, con algún árbol del amor por cuyas ramas brota en primavera la
sangre que bulle por debajo de la corteza gris tierra, con las corisias, que florecen
exuberantes al final del verano y con un ejemplar adulto de jacarandá que
extiende sus ramas por encima de todos ellos y que con sus dos floraciones
anuales esparce la generosidad otoñal de su color violeta sobre las ramas
desnudas de los plátanos de sombra y el árbol del amor o sobre el verde permanente
de los otros árboles. Entre ellos se alza, con seriedad imperturbable, el
ciprés, como un obelisco de verdor, enhiesto surtidor de sombra y tiempo. Entre
el juego de colores y de formas informes, el ciprés impone una permanente
seriedad vertical: vigilante en la crudeza del invierno, vigilante en la
florecida primavera, vigilante en los tórridos mediodías estivales, vigilante
en el despojo otoñal. Sólo al inicio de la primavera, si el aire lo sacude con
fuerza, sale de su interior una nube amarillenta que esparce su fecundidad
generosa, y al final del verano, como un regalo infantil que alguien cuelga con
cuidado de sus ramas, una luz hará brillar entre las cerúleas ramas sus frutos,
las piñas, esas bayas preciadas que yo seguiré llamando siempre con aquel nombre
infantil de “pirindolas”.
Un día del inicio de la primavera, vi entrar por una ranura de su cerúlea y áspera armadura un gorrión que portaba en su pico material para su nido, y aquella circunstancia hizo que yo dejase de mirar la seriedad del ciprés como una manifestación de antipatía vegetal. El gorrión amaba al ciprés, y el árbol se regocijaba con la vida que bullía y protegía entre sus ramas. Mis ojos miraban sorprendidos, en mi cara se dibujó se dibujó una sonrisa.
Un día del inicio de la primavera, vi entrar por una ranura de su cerúlea y áspera armadura un gorrión que portaba en su pico material para su nido, y aquella circunstancia hizo que yo dejase de mirar la seriedad del ciprés como una manifestación de antipatía vegetal. El gorrión amaba al ciprés, y el árbol se regocijaba con la vida que bullía y protegía entre sus ramas. Mis ojos miraban sorprendidos, en mi cara se dibujó se dibujó una sonrisa.
(9) El chopo de la venida Aragón. (Populus tremula)
En la confluencia de la calle Chile con la Avenida Aragón, al lado del amanecer, cuando urbanizaron aquella parte de la ciudad, poco antes del mundial de fútbol que se celebró en España, en el año 1982, plantaron un chopo frágil que me obligó a desviar mi camino habitual para dirigirme al centro de la ciudad A lo largo de los diez años que viví en aquella casa, pasé varias veces cada día a su lado; vi cómo crecía, cómo de su forma original iban surgiendo otras formas que en mi mirada se sobreponían sin solución de continuidad a las imágenes guardadas en el archivo de mi memoria. La imagen del chopo que veía cada día se superponía al chopo que había visto todos los días: era el mismo y distinto. Pasados algunos años, también vi cómo el cemento de la acera se resquebrajaba por el poder de una raíz oculta y cómo el alcorque en el que fue plantado tenía que ensancharse porque el volumen de su tronco excedía las previsiones de los jardineros. Hace otros veinte años que cambié de casa, veinte años que han pasado sin que mi vida en la ciudad, mis idas y venidas por sus calles y avenidas me hayan llevado al barrio donde viví aquellos de mi juventud, pero no se ha borrado de mi recuerdo la historia de aquel chopo que ya dejé crecido, ni la imagen que tenía aquellos últimos días de septiembre de hace veinte años. Pero hoy he vuelto. Ante mis ojos este chopo que contemplo hoy no tiene nada de aquel frágil arbolito que necesitaba un rodrigón para mantenerse vertical, y tiene poco del que era ya hace veinte años. Sin embargo, yo sé que sigue siendo el mismo: en su tronco veo los nudos de las primeras ramas podadas y el despliegue de las que dejaron aquellas manos cuidadosas no ha roto la simetría de horquilla que definió su figura. Las ramas de su copa se alzan muy por encima del tráfico que discurre por la Avenida y se asoman a los últimos pisos de los edificios de seis plantas que están al otro lado de la acera. Ha vuelto a ser rehecho y agrandado el alcorque, aquel bulto que resquebrajaba el cemento ha desaparecido, quizá cortaron aquella raíz, y la ancha acera ha sido reducida con el trazado de un carril-bici por el que se desplazan silenciosos vehículos en constante ir y venir. Sin duda, en los días calurosos, agradecerán el frescor de su sombra generosa. Bajo esta sombra que abarca la acera, el carril bici y la calle por la que circulan con prisa los vehículos motorizados, coloca un bar las mesas donde las gentes beben, alientan esperanzas o lamentan su destino y se cuentan sus historias. A todo asiste él, desde su silencio vegetal, entregado a la búsqueda de la luz más alta cada día, dedicado a horadar cada día un poquito más profundo la tierra en la que se sustenta, de la que vive y a la que nutre. Los vilanos que envuelven sus minúsculas semillas cubren, como una alfombra de algodón, los alrededores del árbol y el más ligero movimiento del aire los remueve y dispersa.
Me siento minúsculo al lado de su tronco, al amparo protector de su enramada frondosa. Me sobrecoge este mundo vegetal sin palabras, sin ideas, sin pasiones, vida en estado puro, sin miedo ni esperanza. Me sobrecoge porque, mientras el árbol crecía, soportaba inviernos inclementes, podas crueles, sequías amenazantes, huracanes cargados de cólera, todos peligros externos, yo, al abrigo de tales peligros, he vivido el ardor de mi deseo, el temor paralizante al error, el peso de un pasado no resuelto pero ya inamovible, la irritación por cuanto seguía su curso y al dictado de mi voluntad escapaba. Hoy, escribo (registro mi acontecer diario en palabras; el chopo, en los sólidos anillos de su tronco) y pienso en cuanto sirve de soporte a esta mente que lo quiere todo y su asiento mineral ignora. Ajenos a mis ideas, mis ojos han perdido brillo mientras rastreaban en los libros el conocimiento de la verdad, mis huesos, tan semejantes a la leña en que la vida del árbol se sustenta, han sufrido el desgaste del tiempo, en mi piel han ido apareciendo las manchas con las que el tiempo marca en los hombres el paso de los años, en mi cabeza ha blanqueado el escaso pelo que ha sobrevivido a los sucesivos otoños, y en mis cejas, mi nariz y oídos, han aparecido pilosidades tenaces que crecen sin concierto. Cuanto en el árbol ha sido afirmación de su vida que hoy nos regala, ha sido pérdida para mí, y la vitalidad rebosante que reconozco en él es cuanto echo en falta si me miro. Como si el tiempo, que nada posee, para trabajar a favor de la vida que al árbol regala, tuviera que apoyarse y tomar, lo que da al árbol, de otras vidas que va lamiendo con la lija de su mano, que alisa con la lengua de sus horas, y las vuelve transparentes.
Me siento minúsculo al lado de su tronco, al amparo protector de su enramada frondosa. Me sobrecoge este mundo vegetal sin palabras, sin ideas, sin pasiones, vida en estado puro, sin miedo ni esperanza. Me sobrecoge porque, mientras el árbol crecía, soportaba inviernos inclementes, podas crueles, sequías amenazantes, huracanes cargados de cólera, todos peligros externos, yo, al abrigo de tales peligros, he vivido el ardor de mi deseo, el temor paralizante al error, el peso de un pasado no resuelto pero ya inamovible, la irritación por cuanto seguía su curso y al dictado de mi voluntad escapaba. Hoy, escribo (registro mi acontecer diario en palabras; el chopo, en los sólidos anillos de su tronco) y pienso en cuanto sirve de soporte a esta mente que lo quiere todo y su asiento mineral ignora. Ajenos a mis ideas, mis ojos han perdido brillo mientras rastreaban en los libros el conocimiento de la verdad, mis huesos, tan semejantes a la leña en que la vida del árbol se sustenta, han sufrido el desgaste del tiempo, en mi piel han ido apareciendo las manchas con las que el tiempo marca en los hombres el paso de los años, en mi cabeza ha blanqueado el escaso pelo que ha sobrevivido a los sucesivos otoños, y en mis cejas, mi nariz y oídos, han aparecido pilosidades tenaces que crecen sin concierto. Cuanto en el árbol ha sido afirmación de su vida que hoy nos regala, ha sido pérdida para mí, y la vitalidad rebosante que reconozco en él es cuanto echo en falta si me miro. Como si el tiempo, que nada posee, para trabajar a favor de la vida que al árbol regala, tuviera que apoyarse y tomar, lo que da al árbol, de otras vidas que va lamiendo con la lija de su mano, que alisa con la lengua de sus horas, y las vuelve transparentes.
(8) Una palmera en el centro de un escaléxtric ( Phoenix dactylifera)
En el centro mismo de aquel cruce superpuesto de carreteras, por donde circulan diariamente un sinnúmero de coches, y el tráfico pesado que no puede entrar en la ciudad, en el trozo de tierra que el afán asfaltador perdonó, en el centro geográfico de aquel torbellino de prisas, apareció plantada un día una altísima palmera. La corola verde de sus palmas sobrepasa el más alto de los niveles por donde circulan alocados los vehículos y, de entre ellas, fecundada por palmeras lejanas, que alzan sus esbeltos cuellos por encima de un mar de naranjos y cuyo polen cruza el revuelo de las nubes tóxicas que nacen de los tubos de escape, aparecen los racimos de dátiles que irán tomando la forma generosa de un pecho dulce, a medida que la pulpa de sus frutos se transforme en azúcar.
- Lugar extraño para una palmera – pensé el primer día que la vi erguida, solitaria, su tronco fijado al suelo con estacas, los cables que nacían de un cinturón de tablas que rodeaba, alto, su oscuro talle, protegiéndola de la acechanza de los vientos.
El penacho de sus hojas recogido en lo alto y atado a una estera prolongaba la soberana altura de su tronco y apunta algo torcido al cielo de oriente, donde un día se abriría al sol del amanecer.
Verla allí, solitaria, ignorada por el tumulto de los coches, ausente a las miradas ciegas de los conductores, pendientes de las marchas, de los intermitentes, de los quitamiedos que tanto nos asustan, de las señales que marcan los límites de la velocidad... me hacía sentir alguna especie de desasosiego.
-¿Qué mano cruel arrancó esta palmera del lugar donde transcurrió su vida, sin duda un lugar adecuado a su tronco esbelto, fibroso, elástico, para traerla aquí?- me pregunté muchos días subido al autobús que rodeaba la isleta en que se erguía, en su trayecto por la negra carretera, sin dudar en su camino por el laberinto de vías que la circundaba.
Porque la palmera no era el típico producto de algún vivero que cultiva árboles que aún no han encontrado su destino definitivo en el mundo; aquella palmera tenía una historia inscrita en su tronco, una historia que mis ojos no sabían descifrar, pero no por eso menos real, y que en alguna parte yo sentía. Su alto tronco hablaba de muchos años; el corte exacto de sus palmas, de sucesivas generaciones de manos expertas que la habían podado y cuidado, La fortaleza que irradiaba remitía a largas batallas contra el viento cruel de algún desierto inclemente con los débiles, la generosidad de su fruto mereció, sin duda, algún tiempo, ojos de miradas atentas y manos generosas y bocas agradecidas.
Y sin embargo la palmera estaba allí, y allí había echado sus raíces, sin nostalgia de oasis lejanos, ajena a la locura que se organizaba a su alrededor. Un día desaparecieron los vientos que la sostenían vertical, desapareció aquel cinturón de tablas que protegía su tronco del sólido abrazo con que la sujetaban, y apareció más clara a mi vista su firmeza vegetal. Cuando llegó su tiempo, los racimos de dátiles asomaron entre sus ramas verdes y poco a poco fueron cargándose de materia, agrandando su forma, evocando la pulpa que a la boca prometen y se fueron venciendo hacia suelo, pegados a su tronco, se doraban con el frío sol del invierno y caían desparramados a sus pies firmes sin que nadie los honrara en su boca. Durante unos días, al inicio de la primavera, mi camino hacia ella coincidía con los primeros rayos de sol que, sobrevolando las terrazas de los edificios, ungían sus palmas verdes con su beso de bronce. Alrededor de ella bullía un estruendo de neumáticos que dejaban sobre el asfalto las señales de urgencia que habitaba en el corazón de sus conductores, ciegos para su don.
(7) El cerezo (Prunus avium)
El cerezo fue plantado entre los pinos, en un claro del pinar. Los pinos parecieron acogerlo como su protegido. Los pinos son altos, muy altos, viejos, muy viejos, serios, muy serios, pero en un espacio de luz abierto entre sus copas siempre verdes, en el claro del bosque, acogieron la gracia risueña del cerezo. El cerezo florece a finales de marzo, revientan sus yemas y se viste luego de un ropaje verde de hojas de forma ovoide, acuminadas y de bordes aserrados. Entre la fronda de su copa se pierde la promesa casi invisible de sus frutos, hasta que un día de junio, como un milagro, del fondo verde comienza a destacarse el color rojo de aquellos pequeños corazones que flotan en el aire. Al inicio del verano, después de caminar por entre la densidad oscura del pinar, el cerezo es un oasis para los ojos. En cambio, en invierno, rodeado del verdor perenne de los pinos, sus ramas desnudas y astrosa parecen implorar al cielo por su desnudez.
La cereza madura es una fruta hermosa y leve. El lector lo entenderá si contrasta su apariencia y su efecto en la boca, con la contundencia del plátano, de la manzana, de la pera y otras frutas habituales en su mesa. Las cerezas parecen haber nacido como un lujo de la naturaleza y por eso atraen nuestros ojos y nuestras manos con la fuerza que solo lo superfluo ejerce sobre nuestras vidas. No sirven para satisfacer una necesidad alimenticia, nadie espera que su pulpa delicada resuelva el problema del hambre en el mundo, pero cada primavera despierta en nosotros una avidez de otro género, la que nace de la búsqueda del placer gratuito que fecunda la vida de mil maneras distintas a como lo hace todo aquello que constituye su armazón y esqueleto. La carne de la cereza tiene la consistencia delicada de esas partes del cuerpo, el labio, el párpado, el sexo, donde asoma al exterior la húmeda, delicada, sonrosada piel que lo recubre por dentro, y detrás de su suavidad el diente se encuentra con un hueso que parece de su misma naturaleza mineral. Como la sustancia de la cereza consiste sobre todo en su capacidad de estimular el deseo, nadie come sólo una cereza, como se puede comer sólo una ciruela o una fresa: las cerezas se ligan unas a otras y se ofrecen siempre múltiples a nuestros sentidos. Cualquier ojo poco entrenado podría encontrar semejanzas entre la cereza y la fresa, por su color, por su tamaño, por su delicadeza. Pero no, nada tienen en común. A la fresa le falta la finura del aire, la magia del sol y el revuelo de los pájaros que se encelan entre las ramas de los cerezos. La fresa nace y crece demasiado próxima al suelo.
Sin embargo, la cereza es un fruto que no puede dar cuanto ofrece, pues su promesa se sitúa en un orden distinto del meramente alimenticio. Quizá, en esa promesa de satisfacer un deseo que no encontrará nunca en ella su satisfacción, consista todo su en canto y su secreto. Porque nuestro deseo de encontrar en nuestra boca cuanto anuncia a los ojos, nos estimula a seguir comiéndolas, sin que el momentáneo desencanto nos sirva como escarmiento en nuestra búsqueda, sino como estímulo para seguir persiguiéndolo, para seguir comiendo.
Por las cerezas, el árbol es un ser alegre. Mientras el fruto maduro cuelga de sus ramas, convoca a mil formas de vida hacia él y los pájaros, las avispas, las hormigas, las mariposas y los hombres, entremezclados, nos lo disputamos no siempre amistosamente.
(6) La higuera (Ficus carica)
La higuera vive recostada en la pared.
Está en la huerta, protegida del viento del norte por la pared de piedra, junto a la que echó sus raíces, donde se apoyan sus ramas. La alta pared de ladrillo, revocada hasta cierta altura con cemento, de un almacén con tejado de uralita, que es un pegote difícil de explicar entre los terrosos tejados de las casas molineras que lo rodean, la protegen de los rayos del sol mañanero. Pero la higuera parece estar feliz ahí. Digo parece, porque no sabemos si los árboles sienten, en el sentido que damos a esa palabra cuando los humanos nos referimos a las afecciones de nuestro ánimo, aunque, para simplificar el mundo, admitimos la convención de aplicarles las palabras con las que nombramos nuestros sentimientos: la melancolía del sauce, la tristeza del oscuro ciprés, la fortaleza del roble, la alegría del naranjo, la protectora encina, la firmeza de la palmera, la valentía del olivo centenario..
Ningún árbol me parece en invierno más lejano de su momento de esplendor que la higuera. Nada prefigura en ella, en los días de invierno, los dones que regala, generosa, dos veces al año. Su tronco toma una apariencia mineral y sus ramas de color ceniza más parecen leña que árbol. Sin embargo, su madera es blanda, y aún en los más crudos días de invierno la impregna un jugo lechoso que habita y circula por ella como su sangre. Las brevas nacen en otoño, y pasan el invierno enquistadas en una cápsula que las protege del frío, pero en cuanto acaban los rigores del invierno, inician una transformación silenciosa hasta tomar su forma de fruta, que es primero un regalo para nuestros ojos y lo será para nuestra boca. Incluso en su fruto la piel es rugosa y alejada del dulzor y carnosidad que encierra. La higuera no se abre a la primavera con una floración prometedora de frutos, Sus flores, unisexuadas, invisibles a simple vista, están distribuidas por la superficie interna de un receptáculo lobuloso abierto en un extremo y este receptáculo de madera, tras la fecundación, se hincha hasta volverse carnoso y dulce, hasta transformarse en la fruta que llamará a nuestro olfato y llenará de dulzor nuestra boca. Sus hojas de lija se abren a la luz y al calor, al aire, al agua escasa de los lugares donde prolifera. Sus raíces horadan sin descanso y casi sin límite cualquier territorio donde subsista una sustancia mineral, pues hasta de la piedra más dura extraen el jugo que, en misteriosa alquimia, terminará ofreciendo como sabroso fruto.
Con el olivo y la vid son los árboles que han acompañado al hombre mediterráneo a lo largo de su historia: los higos frescos o secos, el olivo en árbol, en fruto o en aceite y la vid en todas sus formas, como leña, como fruta o como vino, han sido condimentos permanentes de su comida, de su salud y de su fiesta. Ya había una higuera cerca del manzano por cuyas ramas se deslizó la serpiente con la fruta de la tentación en la boca, y a ella recurrieron Adán y Eva para tapar su desnudez a los ojos de la divinidad, pues nadie sino Él, a cuya vista nada ocultan los vestidos, los veía. Más tarde, en las tierras fértiles donde surgiría la Roma que llegaría a ser imperial, bajo otra higuera, la Loba Lupercia amamantó a los cachorros que la fundarían.
La higuera de la huerta, muy cercana al arroyo, bien protegida de la crudeza del viento del norte y de los primeros rayos del sol, que secarían las escamas de la escarcha sobre la piel rugosa de los primeros frutos hasta consumirlos, ofrece cada año contados frutos primaverales y en ellos derrocha toda la delicia guardada en los difíciles días de invierno, cuando nada parecía prometer.
Levantar la mano hacia una higuera, entonces, es un gesto sencillo que nos permite acercarnos un trozo de cielo a la boca.
(5) El olmo, la acacia (Ulmus minor, Acacia)
El pueblo había ido creciendo entre las arboledas que rodeaban los dos arroyos que se juntaban en él y le daban nombre, y la forma sencilla que tuvo de crecer fue ir retrasando el cerco vegetal que lo rodeaba y trazando calles sin ningún orden, con la única intención de que las casas que se construían con los árboles que se talaban tuviesen comunicación y salida al campo, del que vivían sus habitantes. Desaparecieron de las calles que fueron naciéndole al pueblo todos los árboles, que no representaban sino un estorbo para el deambular de los animales, los carruajes y la gente. Los últimos vestigios de aquellos árboles centenarios que ocuparon el espacio que hoy ocupa el pueblo, sus calles, sus edificios, sus huertas domésticas, sus corrales, sus plazas, fueron los troncos secos y agujereados de unas olmas que permanecieron en el espacio que hoy ocupa la plaza y que fueron para muchas generaciones un lugar de juego y de reunión. Mi hermano me hablaba de ellas con entusiasmo, y con tristeza del incendio intencionado que acabó con ellas una noche, como una fecha en la que descubrió la levedad del mundo. Ese momento me llegó a mí, y a los chicos de mi generación, el día que cortaron el olmo y la acacia que habían desafiado las asechanzas del tiempo y el afán civilizador de los pobladores y permanecido delante de la Iglesia, junto a la pared del atrio, en la pequeña plaza que se formaba entre la carretera y el noble edificio. Las tardes de mi primera infancia, aquellos años en que la asistencia a la escuela nos sacaba de las faldas de las madres, pero en los que aún no nos atrevíamos a aventurarnos en los espacios que quedaban fuera del límite de las casas: los viveros, los pinares, las eras, los lugares habitados por los mayores y a los que temíamos tanto como ansiábamos poder llegar, las pasé, los pasábamos, alrededor del olmo y de la acacia, convocados por sus viejos troncos, amparados bajo la sombra benéfica de su enramada, protegidos de los rayos inclementes del sol por el verdor de sus copas La sombra del olmo era densa, su copa de verdor intenso absorbía totalmente los rayos del sol y junto a su tronco hasta en las más calurosas tardes de verano habitaba un rescoldo de frescor. La acacia dibujaba un encaje de sombra sobre la tierra oscura, el sol se filtraba por entre las hojas dispersas de su enramada, y en las tardes frescas de la primavera permitía que llegase el calor a la tierra y que nosotros, sin saber por qué prefiriésemos su sombra. Al inicio de la primavera, la acacia perfumaba nuestras tardes infantiles con sus racimos de flores blancas y tersas, como de seda, y nosotros, armados con herramientas elementales disputábamos a las abejas el dulce néctar de sus flores. Pero el poder de aquellos monumentos vegetales sólo se nos hizo evidente el día que desaparecieron. Las tardes se agotaban a su sombra, la caliza de la enorme torre de la iglesia reflejando el esplendor de los últimos rayos del sol sobre nosotros, ennobleciendo con su color de oro el color gris de nuestra pobreza rural. Un día de primavera, como cualquier otro día de nuestra corta existencia, al salir de la escuela, nos dirigimos con nuestras canicas, nuestra peonza, nuestro aro, nuestro hinque, nuestras chapas y nuestra merienda al lugar donde esperaríamos, como todos los días, sin llegar a darnos cuenta, la llegada de la noche, pero sin llegar a acercarnos, vimos a unos hombres atareados en hacer trozos manejables los inmensos troncos de los dos árboles. El desamparo que ese día sentí lo he revivido cada vez que vuelve el recuerdo a mi mente. Nunca, desde ese día, volvió a ser habitable aquel desierto. Era excesivo el trozo de cielo sobre nuestras pequeñas cabezas y demasiado imponente la pared de la iglesia, mirados sin el filtro vegetal. Desprovisto de sus referencias habituales, el espacio se conformaba en una dimensión que desconocíamos, desmedida para nuestros ojos, y en la que se perdían nuestras pequeñas miradas. De repente, la fragilidad de la existencia humana, de nuestra minúscula vida, aparecía ante nosotros con toda su crudeza. El mundo no nos tenía en cuenta. Hicimos un corro alrededor de los hombres que se afanaban con el tronzador o con las hachas y permanecimos en silencio, nuestros ojos absortos, desatentos a la merienda que consumíamos con mordiscos displicentes, mudos para expresar la desolación de nuestros ánimos, sin palabras para protestar por aquel atropello, sin entender la causa de aquel acto de despojo.
- Van a construir una báscula para poder pesar camiones – nos dijo algún mayor.
- Pero si en el pueblo no hay camiones – contestó alguien con la boca llena, su voz queda.
- Pero si en el pueblo no hay camiones – contestó alguien con la boca llena, su voz queda.
Aquella excusa nos parecía un engaño, pero carecíamos de medios para demostrar nuestra convicción. Además, de qué hubiera servido. ¿Quién hubiera podido volver a poner de pie aquellos árboles ya derribados? Sin palabras para expresarlo, todos entendimos que lo hecho era muy grave, un daño irreparable, una injusticia que caía no sólo sobre nosotros sino sobre aquellos árboles a los que sin ninguna consideración hacia su existencia centenaria se había derribado para siempre. Habían desaparecido de nuestra vida para siempre, para siempre, para siempre... Para siempre son dos palabras a las que se resiste la conciencia infantil, dos palabras que el cerebro de un niño aún se niega a procesar.
Nos dispersamos llevando aquella pesada nueva a nuestras casas, pero nuestros mayores se encogieron de hombros y nadie protestó. A nadie le pareció una estupidez la idea de construir una báscula para pesar camiones que no existían delante mismo del edificio neoclásico de la Iglesia. ¡En algún sitio, alguien que sabía mucho más que nosotros, había ordenado aquel derribo porque velaba por nuestro bien!
El espacio de los árboles fue ocupado primero por una hacina de leña y los siguientes días por el montón de tierra que formaron los obreros a medida que crecía el agujero donde se instalaría la maquinaria de la báscula y por los carros que la cargaban y la retiraban. Luego llegó un camión con ladrillos para forrar el hueco y construir la caseta desde donde se manejaría, y poco después una serie de artilugios de metal que constituían la maquinaria y una superficie de madera embridada en un marco de hierro que era la plataforma de la báscula. Se fueron sucediendo los días y las novedades ante nuestros ojos, hasta finalizar su construcción y los chicos, llevados por la inercia, seguíamos acudiendo a aquel lugar a la salida de la escuela y cambiamos los juegos por la observación atónita de las tareas de aquella gente que no era del pueblo.
Creo que mi infancia terminó con aquella primavera, o al menos no guardo recuerdo de ningún otro espacio donde prosiguieran aquellos juegos que quedaron abruptamente interrumpidos con la desaparición de los dos árboles.
Más tarde, cuando los camiones que había que pesar necesitaron más espacio para hacer maniobras del que tenía aquella plazuela, se trasladó la báscula fuera del pueblo y, en un acto de inútil reparación, el ayuntamiento volvió a poner un plantón de acacia y otro de olmo en el mismo lugar que habían ocupado aquellos que no habían desaparecido de nuestra memoria. Estos árboles no dicen nada a los chicos de ahora, ni cierran la herida que se abrió en nuestra alma aquella tarde desdichada. A su sombra han instalado unos bancos y en sus alrededores algunos de esos artilugios con los que se pretende que los jubilados hagan ejercicios gimnásticos. Pero estos árboles nuevos no hacen sino convocar nostalgias, con la misma fuerza que aquellos centenarios amparaban un mundo de esperanzas.
(4) El chopo de mi infancia (Populus tremola)
Nací en un tiempo en que en España morían muchos niños. También nacíamos muchos, y la población crecía a buen ritmo. Todavía no se había generalizado el uso de las vacunas, ni el de los antibióticos, y los hábitos de higiene de la mayoría de la población rural ignoraban el descubrimiento de los gérmenes patógenos: las bacterias, los virus o los hongos eran seres desconocidos. Las personas nacían, enfermaban y morían por causas misteriosas, y para enderezar cualquiera de estas circunstancias, para intentar que siguiesen el camino de la voluntad de los mortales, tanto valía la visita del médico como la del sacerdote: el médico podía actuar sobre el enfermo, pero el sacerdote podía torcer la voluntad de Dios que parecía amenazar o poner a prueba a sus fieles, nunca se sabía.
Louis Pasteur había formulado su "teoría germinal de las enfermedades infecciosas", en la segunda mitad del siglo XIX, según la cual. toda enfermedad infecciosa tiene su causa en un germen con capacidad para propagarse entre las personas. Esta sencilla idea representaba el inicio de la medicina científica, pues demostraba que la enfermedad es el efecto visible (signos y síntomas) de una causa que puede ser buscada y eliminada mediante un tratamiento específico. Pero la sociedad española llevaba más de un siglo muy ocupada en lidiar con los fantasmas de los rencores familiares y sus demonios y no había tenido tiempo de enterarse. Las enfermedades, en las mentes de las gentes, seguían obedeciendo a causas precientíficas y las curaciones también.
Mi infancia estuvo plagada de enfermedades sin un nombre específico, y a mi alrededor revoloteaban angustias familiares, frascos de medicinas, estampas de la virgen y rezos fervorosos. El marco de la ventana de doble hoja de mi habitación, con la falleba echada, los cuarterones abiertos, los cristales delgados y transparentes son, en mi memoria, un recuerdo cargado a medias de miedo y de esperanza. La ventana daba al corral de la casa, y las paredes del corral, visibles desde mi habitación, sostenían las tenadas, bajo las que se protegían los animales domésticos y los aperos necesarios para trabajar la tierra. Por encima de los tejados de las otras casas, desde la cama donde pasaba los días postrado, sólo se veía la copa de un chopo alto y, a ciertas horas. un gato grande, que saltaba de un tejado a otro y se paseaba por los caballetes de todos con sus patas de terciopelo hasta sentarse donde quería, su cola abandonada sobre las tejas, sus ojos a veces vigilantes, en ocasiones soñolientos En las largas mañanas de convalecencia, mientras oía a mi madre trastear en el piso de abajo, e ignoraba, por familiares, los sonidos que nacían de la vida animal que habitaba el corral, mis ojos perseguían la vida que la enramada del chopo convocaba.
El recuerdo del aquel tiempo es el de un día permanente, el de un imposible día soleado repetido e incesante; no recuerdo la noche ni los días de lluvia en aquella habitación. Mi madre abría la ventana con el día ya amanecido. El sol doraba la picota del árbol, y descendía poco a poco, superado el obstáculo de la torre que ponía una mancha de sombra en aquellas mañanas de blanda felicidad, en el transcurso de la mañana, hasta iluminarlo totalmente. Hasta él llegaban bandadas de gorriones gárrulos, solitarias grajillas, cornejas estentóreas, tropeles de jilgueros veloces, y parejas de tordos, cada uno con sus vuelos y con sus cantos reconocibles. Sobre él, en un instante, como una presencia espectral pasaba de vez en cuando la sombra de la cigüeña que volaba hacia la torre, laboriosa primero en la construcción de su nido, atareada con el sustento de sus crías, después. Al mediodía, el chopo era una llama de verdor dorado. A esa hora el gato saltaba desde el tejado más próximo a la rama más cercana y, aposentado junto al tronco, escondido en su sombra, volvía a recomponer su figura estatuaria. Las bandadas de gorriones, ajigolados por el calor del mediodía, volaban a refugiarse en la enramada y volvían a salir de allí como si reventase una bomba. No tardaba mucho el gato en bajar del árbol, con ese salto flexible de los felinos, llevando un gorrión todavía palpitante, que daba sus últimos aleteos, entre sus dientes. El atardecer se anunciaba con una luz irisada que transformaba el paisaje y con una sombra que le crecía al chopo al lado del amanecer, desde el suelo. Esa sombra iba encerrándolo poco a poco en la oscuridad, como quien guarda una trompeta de bronce en su estuche después de haber sacado de ella toda su música, como quien lo hace con la certidumbre de volver a abrirla al día siguiente. Antes del anochecer, llegaba mi madre, cerraba la ventana y encendía la bombilla que colgaba de un cable y que desparramaba por la habitación su avara claridad amarillenta.
Aquella convalecencia me tuvo postrado tiempo suficiente como para ver el efecto del transcurso de las estaciones sobre el chopo, pero en mi recuerdo ha quedado sólo su imagen primaveral: la copa verde, las hojas brillantes tembloteando con el viento suave, el sol bajando por el árbol cada mañana y la sombra ascendiendo desde el tronco al atardecer. Su imagen convoca en mi memoria a las aves que buscaban el refugio de sus ramas o se lanzaban desde ellas al vacío como un disparo, al gato, cauteloso, por los tejados, su crueldad instintiva al amparo de las ramas del chopo, el chiar de los vencejos infatigables que describían giros alrededor de la torre, los tres frágiles cristales sujetos con clavillos al filete de la ventana, los cuarterones marrones con la pintura ya descascarillada, abiertos contra la pared, la mancha de sol moviéndose poco a poco desde el lado derecho hacia la izquierdo de mi cama, su lengua de miel sobre las sábanas de algodón y sobre los escasos enseres de la habitación, mi tos, ese pitido en el pecho que angustiaba a los míos, mi alegría...
(2) El pequeño árbol del
amor (Cercis siliquastrum
)
Estaba situado en el paseo de la
Alameda, en su extremo norte, al lado de levante. Era un árbol no muy grande,
con una deformidad en su tronco que hacía que su copa se orientase hacia la
horizontalidad en vez de buscar la verticalidad de la luz. No había en él
ninguna señal de daño. La corteza, retorcida y arrugada, negruzca, mostraba las
señales de un crecimiento difícil, y aquel detalle fue lo primero que me llamó
la atención. Me quedé mirando. Quizá tuvo que buscar su espacio hacia la luz
bajo espesas copas que se lo impedían, o junto a recios troncos que no le
permitían crecer –pensé mientras le miraba. Quizá aquella malformación era solo
la señal de una vitalidad excepcional en un entorno repleto de amenazas. Curiosamente,
las ramas de su copa crecían verticales al suelo y, extrañamente brillantes y
fuertes, parecían un injerto de vida en un tronco muerto. Aquel ser vegetal unía
las dos fuerzas que viven en todos los árboles, pero a la contra, enfrentadas.
En el resto de los árboles su fuerte tronco se eleva hacia la luz y las aéreas
ramas sienten la llamada de la gravedad y se comban ligeramente hacia el suelo.
En cambio, en el árbol del amor, el tronco era débil y buscaba la
horizontalidad, pero nacían de él unas ramas verticales, lustrosas, tersas, con
voluntad de luz, que parecían ignorar al resto del árbol.
Pese
a aquella contradicción de fuerzas, con el paso de las estaciones, vi que el
árbol florecía al tiempo que los demás árboles, su ramaje se poblaba de hojas
al mismo ritmo que los demás de su especie, las perdía de la misma manera y
cruzaba el invierno con sus ramas pobladas de tabinas oscuras que la ennegrecían hasta la llegada de la primavera.
El
camino a mi trabajo pasaba cerca de él, lo veía varias veces cada día y, aun
sin proponérmelo, observaba los efectos del paso del tiempo sobre aquella ciega
voluntad de vida, fijada en una no menos fuerte voluntad de muerte. Cuanto más
crecía, más se vencía. Parecía encarnar (enmaderar) una tragedia –pensé.
Pasó el siguiente otoño con su abundante
cosecha de semillas y pasaron los fuertes vientos que se encelaron en el verde ramaje
de los pinos, en las inmensas copas de los magnolios y en las melenas lacias de
los eucaliptos, que bordeaban la alameda, mientras agitaban las ramas de los
árboles de hojas caducas y las limpiaban de hojas ya muertas. Las acacias
llegaron al invierno limpias de hojas, plenas de racimos de semillas que el pobre
sol del invierno doraba allá arriba.
Llegó el invierno con sus lluvias y sus vientos,
la primavera con su floración y su promesa, el verano de sol inmisericorde y el
árbol seguía allí. Los jardineros, que lo habían podado en su momento, lo
abonaron al inicio de la primavera y lo regaron de vez en cuando en los días de
verano. Lo miraba y se me encogía el corazón. Las creces primaverales tiraban
hacia lo alto como si su apoyo no fuese frágil, sino un depósito ilimitado de
energía vegetal.
En el calor del verano, su tendencia a la
horizontalidad le hacía proyectar una sombra abundante y acomodada a las necesidades
de los hombres, y las gentes que merodeaban por las terrazas buscaban su benéfica
protección, sin considerar ni temer la fragilidad que desprendía su forma tortuosa.
El invierno de 1991 fue especialmente ventoso.
Algunos días, el aire batallaba con las cosas como si estuviera cargado de
furia: tableteaban las persianas, volvía sonoras las hiendas de los edificios,
bramaba en las ramas desnudas de los árboles que habían perdido sus hojas y
agitaba las copas de los árboles que las conservaban; de aquel modo tomaban
forma ante nuestros sentidos la irritación y la vehemencia de su cólera. Mi
pensamiento, ocupado en menesteres cotidianos, volaba de vez en cuando hacia el
árbol, hacia la fragilidad de su forma, temeroso de lo peor.
Uno
de aquellos días, confirmando las predicciones de los meteorólogos, el viento
sopló con especial virulencia. Al atardecer, cuando pareció calmarse un poco la
fuerte tormenta de viento que había sido
cita obligada en todos los noticieros, salimos a pasear y vimos cómo la
invisible fuerza del aire había quebrado ramas de pinos centenarios, tronzado
enormes brazos del imponente magnolio, cuya sombra anochecía la alameda al
atardecer, y había abatido el árbol más cercano, un eucalipto de tronco grueso,
de melena suelta como la de un sauce y olorosa como una despensa, que cayó
hacia el lado contrario de donde crecía y temblaba, frágil, el árbol del amor.
Las profundas, extensas raíces del eucalipto se mostraban, como miembros
violentamente amputados, a los ojos incrédulos; nacidas para horadar la
oscuridad, se mostraban oscuras, retorcidas y quebradas a las desconocidas
estrellas La caída del eucalipto había removido la tierra hasta lugares
insospechados y, tumbado ya sobre el asfalto, interrumpía el tráfico de la
Alameda en ambos sentidos. El personal del ayuntamiento tuvo trabajo para días.
Llegó la primavera y las ramas del árbol del
amor, cargadas de semillas negras, comenzaron a reventar por las pequeñas yemas
en miles de heridas rosadas. Sin duda, sus raíces, liberadas de la presencia de
aquel coloso junto al que habían crecido, estarían colonizando, oscuramente,
tierras nuevas, y aquella nueva sustancia se manifestaba en su floración
exuberante, en la abundancia y verdor de sus hojas, en el vigor con el que sus
ramas creían verticales hacia la luz y en el brillo nuevo de su corteza. Su
enramada frondosa adquirió el volumen y la forma de un árbol nuevo. Sólo su figura
tortuosa ponía un punto de secreta angustia en mi contemplación de aquel
despliegue de vida vegetal.
Volvieron
las terrazas al paseo de la Alameda, creció su sombra hasta poder dar cobijo a
varias mesas, volvieron los días del verano, el sol inclemente, las escasas
tormentas.
Una
tarde el cielo se cubrió de nubes negras. Un frente amenazante se alzó desde el
lado del mar. Los hombres del tiempo anunciaron tiempo inestable en el
Mediterráneo, y al anochecer, entre una estruendosa batalla celeste, llovió
copiosamente.
Al día siguiente las nubes se habían ido. Salí, como todas las mañanas, a mi
trabajo. El cielo era dolorosamente azul, el sol del verano temerosamente
dorado y los árboles lucían un verde brillante, fresco, adolescente. Al olor de
tierra húmeda se añadían perfumes de pino, vapores de eucalipto, efervescencias
de tuyas, enebros y cipreses que crecían a lo largo del paseo. De pronto, mi
vista saltó por encima de todo, hacia el final de la avenida, más allá del
magnolio que parecía abarcarlo todo, y sentí que mi pulso se aceleraba. No quería
creer lo que mis ojos veían a lo lejos: a la altura del árbol del amor, un
montón de ramas sobre el suelo. Aceleré el paso. Los trabajadores del ayuntamiento
se disponían a trocearlo y cargarlo en una camioneta.
-¿Ha
sido un rayo? –preguntó uno de ellos.
-¡Qué
va!. Tal como tenía el tronco, no sé cómo podía con las ramas.
Con el agua que ha caído,
cualquier vientecillo ha terminado con él.
-Y
no era mala la raíz, mira, pero tenía el tronco de barro- contestó otro que
hablaba como quien sabía lo que decía.
Seguí mi camino sin desviar la
mirada, con el corazón encogido.
(3) Una parra en el asfalto (Vitis vinífera)
(3) Una parra en el asfalto (Vitis vinífera)
“La rosal creía que el jardinero
era eterno”.
Hace
mucho tiempo oí este proverbio. Son palabras propias de alguna de esas culturas ancestrales que han
destilado su sabiduría de siglos en frases aparentemente claras y sin embargo
cargadas de enigmas; mi memoria las guardó y en determinadas circunstancias
suele aflora a la conciencia.
En
el mundo vegetal se dan a la vez fenómenos duraderos y hechos muy
provisionales. En el transcurso de las estaciones, lo provisional adquiere
relevancia transitoria. Una floración extraordinaria, de duración muy provisional,
a veces nos lleva a lo duradero, otras, nos lo oscurece. En el transcurso de
las estaciones, lo provisional se desvanece, “muere la rosa” y lo que
permanece, el horizonte sobre el que lo efímero destacaba, adquiere ante
nuestros ojos su verdadero ser: entonces vemos el rosal, un arbusto de apariencia nada
amigable, hasta que florece.
Quizá,
también el jardinero llegó a creer que el rosal era eterno...
Fueron
las hojas, aún incipientes, y que no llegarían al invierno, las que me llevaron
a ver la parra añosa, que mis ojos habían confundido hasta entonces con la
pared junto a la que crecía. Había pasado durante meses por aquella calle,
camino del trabajo, viajero de un autobús incómodo, con las ballestas rotas y
los asientos forrados con unas telas ásperas que almacenaban olores y colores
de otros tiempos, cuando una mañana, mis ojos, distraídos en la fealdad del
paisaje urbano, en el que se juntaban casitas de dos pisos que habían precedido
a la invención de los automóviles, fachadas
de fábricas cerradas y pretenciosos edificios de ocho alturas con balcones que
sus habitantes utilizaban como trastero, ciegos al milagro vegetal que allí
silenciosamente se daba, tropezaron con algo que les sacó para siempre de la
rutina del trayecto. En aquella invasión de edificios que los constructores
hacían crecer sobre la fértil tierra de la huerta con determinación de
termitero, no había sobrevivido ningún árbol. Las aceras eran estrechas, y de
los cuatro carriles de la carretera que cruzaba el pueblo, los dos laterales
habían sido ocupados por los coches aparcados. El tráfico lento y ruidoso se
desplazaba por uno de ida y otro de vuelta y, en las horas de más trasiego, los
atascos eran frecuentes. Los brotes diminutos destacaban aquella mañana sobre
la mineral suciedad tiznada de la pared como heridas verdes. En el ángulo recto
que formaba la acera con la pared de una casa muy vieja, aparecía el tronco
leñoso de la parra, protegido con una hojalata hasta la altura a la que puede
llegar la pata de un perro, y crecía pegada a la pared hasta una pequeña
terraza donde extendía sus sarmientos, entretejidos en cables oxidados que iban
de pared a pared, sus zarcillos secos, rizados como alambres que hubiera
sujetado un ferrallista minucioso. La primera vez que me percaté de su
presencia fue por el brillo de sus brotes. Mis ojos, seducidos, buscaron cada
día, en el viaje de ida y en el de vuelta, el prodigio de su verdor y el
despliegue de su promesa. Los vi crecer poco a poco: fueron llamas de un fuego
glauco que viviera dormido en el interior del retorcido, ennegrecido tronco; se
hicieron pámpanos extendidos, como manos suplicantes o dadivosas, protectoras, que
formaban un techo vegetal sobre la terraza, en los calurosos días de verano, y
seguí el paso de los días que transformaron aquellos diminutos granitos verdes en
frutos que la boca apetece.
-
“¿De dónde saca esta parra la sustancia de vida que ofrece en sus ramas y
regala a mis ojos?” - me pregunté muchas veces, maravillado, de aquel don que fue
tomando forma y volumen a su debido tiempo.
Vi
nacer lo que llegarían a ser racimos, vi cómo los puntos de la geometría
euclidiana crecían desde sí mismos y daban origen a la esfera transparente, vi
dorarse los verdes, y ennegrecerse los dorados, ajenos los colores a
elementales leyes cromáticas, vi cómo la omnipresente ley de la gravedad combaba
el techo vegetal plano, y vi la tristeza de la parra al día siguiente de la
vendimia. Solo pequeños rampojos, rodeados de avispas metálicas permanecieron
un tiempo. Las hojas fueron pasando por todos los colores del vino: el verde
afrutado, el amarillo pajizo, el cereza brillante, el ocre envejecido y el
negruzco color de las heces que el tiempo deposita en el fondo de las cubas. Vi
los sarmentosos brazos desnudos y los efectos de la poda y vi también cómo la
parra encerraba su vida bajo las siete llaves de su apariencia mineral cuando
llegó el invierno.
En
algún lugar –pensé en uno de aquellos viajes- por debajo del estéril asfalto,
hay una tierra fértil, un hálito de vida que agradece la luz y el aire que
viaja hacia la oscuridad en el enramado de las raíces y los devuelve transformados
en fruto; la oscuridad guarda una esperanza y es depositaria de una promesa.
Por
aquel tortuoso tronco que confundía su piel con la hojalata oxidada que lo
protegía en su base, llegaba el sol hasta la tierra oscura, y desde un lugar
oscuro ascendía por él, en busca de claridad, un impulso ciego que las caricias
del aire y la luz transformaban en esferas de dulzor. El ruido, los humos que
despedían los tubos de escape, el hollín que esparcían por el aire los
neumáticos, el malhumor de los conductores en los abundantes atascos... Nada
era más fuerte que aquel empeño vegetal que, el transcurso del tiempo cifraba
en un tesoro: una uva dulce.
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