Cuando fui fantasma
Todas
las mañanas voy al trabajo en autobús. Madrugo, aprovecho para viajar en esas
horas en que la ciudad, ya despierta, todavía no ha entrado en efervescencia, y
diez minutos de adelanto supone acortar la duración del viaje casi media hora.
El trayecto pasa por calles de tráfico muy denso y, a partir de cierto momento,
cuando se acerca la hora de fichar en las oficinas, la densidad se carga de
nerviosismo que provoca frecuentes incidentes en la circulación y que termina
por aumentar la habitual incomodidad del viaje con el añadido de prolongar su
duración. El camino desde mi casa a la estación de autobuses es un paraíso
vegetal. He pensado muchas veces que en estos trescientos metros que nos
separan, aunque también podría decir que nos unen, hay más variedad vegetal que
en algunos países. La calle Gregorio Gea es peatonal y está bordeada por una doble
línea de palmeras altas, otra de arriates a cada lado y sendas hileras de aligustres de hoja perenne
que perfuman con su derroche de polen los días de verano. En los arriates crecen,
densos y revueltos, arbustos de granadillos, espinos de fuego, tuyas, pequeños
naranjos bordes, matas de romero, y otros arbustos olorosos cuyo nombre
desconozco. A mitad del paseo, más o menos, se abren a ambos lados espacios de
juegos no muy amplios, pero con una singularidad bien definida: el que está en
la parte este del paseo tiene toboganes, caballitos de madera sobre muelles,
una casa de madera como las que se dibujan en los cuentos infantiles, túneles
de plásticos de colores y otros aparatos
de esparcimiento infantil; sobre todos ellos, y sobre los niños que corretean
bulliciosos por las tardes, cuando vuelvo del trabajo, despliegan sus ramas a
veces hirsutas, a veces densamente verdes, a veces luminosamente moradas,
imponentes jacarandás que regalan un derroche de flores dos veces al año, en
primavera y en otoño. En frente, al lado de poniente, hay otro espacio de
esparcimiento pensado para las personas mayores. Además de tres campos para jugar
a la petanca, últimamente han plantado unas raras estructuras metálicas con la
intención de incitarles a hacer ejercicios gimnásticos más o menos
terapéuticos. A ese lado crecen dos ejemplares inmensos y viejos de Ombú, bajo
cuya benefactora sombra se protegen quienes juegan, quienes miran, o quienes se
aplican a los ejercicios los días de sol inclemente. Las palmeras iluminan los
días de otoño con sus racimos dorados, desde la altura de sus corolas, y
esparcen su sombra festonada, que suaviza el calor, sobre el asfalto oscuro los
días de sol. El paseo matutino me hace bien, me permite asistir al milagro
vegetal de aquel espacio, y en la observación de su lento paso por las estaciones, aprendo lecciones de paciencia. Aunque casi toda esta vida vegetal es de hoja
perenne, no quiere decir que permanezca inalterada. Las estaciones se
manifiestan en estos árboles, que conozco casi como si fueran mi jardín, de
maneras menos evidentes que en los de hoja caduca, pero sus cambios no suelen
pasarme desapercibidos. Las podas anuales que adecentan los troncos de las palmeras
y las copas de los árboles me anuncian el final del invierno. Donde termina el
paseo, frente a la salida de los autobuses
de la estación, la vegetación se revuelve y desordena un poco, y en una mezcolanza
vegetal que sólo es posible en naturalezas ricas y privilegiadas como ésta, en
la que vivo, se juntan algunos álamos,
un pino, una pequeña hilera de acacias, un jacarandá, dos prunos, uno a
cada lado y un par de casuarinas enormes, que extienden sus ramas de hojas
filamentosas por encima de las copas de todos los árboles, incluso por encima
de las corolas de las palmeras más altas.
Las personas
que madrugamos para ir a trabajar solemos desarrollar hábitos muy peculiares, y
entre quienes viajamos en este autobús existe como un acuerdo tácito para
respetarnos en nuestras propias manías. Como es inicio de trayecto y no tenemos
que competir por el espacio, el que sube al autobús vacío, o casi vacío, suele
repetir el lugar de su asiento e incluso la forma de sentarse o arrellanarse en
él .Quizá sean las escasas energías de los viajeros a esas horas de la mañana,
o las muchas ya gastadas para arrancarnos de la cama y madrugar; no sé si
alguien sabría explicarnos por qué actuamos así y simplificamos todo lo posible
nuestra vida hasta reducir el abanico de sus posibilidades a una única opción.
A cualquiera que se interponga en la repetición de nuestra costumbre lo
juzgaremos como un entrometido, como si la ejecución reiterada de aquello que
hacemos hubiese pasado a ser ya un derecho. Yo suelo sentarme en el lado del
conductor, en el tercer asiento sencillo. No hay ninguna razón especial para mi
elección, pero desde hace tiempo me siento allí, y los viajeros habituales, si
suben al autobús antes que yo, suelen respetar mi gusto, o quizá sea
simplemente que eligen el suyo, distinto al mío. Con el tiempo, he ido
encontrando a ese lugar algunas particularidades que lo hacen muy distinto a
los otros, y he pensado que seguramente a los demás les pasa lo mismo con el que
habitualmente ocupan. El mío, al estar inmediatamente detrás de la rueda
delantera, tiene menos traqueteo que los asientos que están más distantes de
ella; por estar al lado del conductor, suele ser el lado menos castigado por
los baches, y al ser el lado del coche que da al norte en el trayecto de ida,
no me molesta el sol cuando los días se alargan y cuando cualquier causa que
aumente la temperatura corporal es una molestia. Desde allí, además, en el
espejo retrovisor que el conductor lleva encima de su cabeza, contemplo la
mayor parte del vehículo, en concreto, desde el hombro derecho de mi reflejo,
en una línea oblicua y ascendente hacia mi ojo izquierdo y hasta el final del
autobús. Suelo ocupar el tiempo de viaje en diversas lecturas. La lectura de “El
País” suele ser la más frecuente, pero a veces la alterno con libros que hayan
despertado en mi un interés especial, o con documentos propios del trabajo que
deba realizar una vez llegado a la oficina. Si no llevo lectura, me paso el
viaje contemplando las caras enigmáticas de los viajeros, asombrado de la
opacidad de nuestras fisonomías, incapaz de imaginar, por sus rasgos, sus
gestos o sus movimientos, el mundo fantasmal que bullirá en el intrincado
laberinto de sus neuronas. A veces me encuentro alguna cara nueva, o que me lo
parece a mí, y me extraño de que me resulte tan impenetrable y enigmática como las caras más
habituales. Alguna vez sube al autobús alguna cara bella, acontecimiento poco
frecuente a esas horas, en aquel trayecto que llega hasta los polígonos industriales,
y su presencia es como una ráfaga de aire fresco, un imán que despierta y
orienta las miradas del resto de los viajeros y despeja la ceniza mañanera de nuestros
ojos.
Aquel cinco
de julio, recuerdo que había llovido suavemente por la noche, que el verdor de
la vegetación que bordea el paseo tenía lustre y la tierra exhalaba ese perfume halagador, porque "algo que es tierra en nuestra sangre siente la humedad del jardín como un halago".
El día en que fui fantasma, había comenzado para mí como un día ordinario y fue
un día ordinario, excepto en aquel paréntesis de media hora que duró el trayecto
entre la estación de partida y la parada donde me bajé. Por la noche había iniciado
la lectura de una colección de cuentos del escritor Javier Marías, y decidí
continuarla en el viaje hasta el trabajo. Cuando leo un libro de cuentos, suelo
mirar el índice para saber su extensión antes de comenzarlos. No es lo mismo
prepararse para leer cinco páginas que para leer veinticinco. No es lo mismo
disponer de un cuarto de hora para leer que tener una tarde entera. Un libro de
cuentos permite una lectura fragmentada y desordenada, pero la lectura de un
cuento no se puede interrumpir ni fragmentar. Un cuento es un bocado preparado
para ser ingerido de un mordisco. Así que, miré la extensión del cuento en el
que me había quedado y vi que tenía doce páginas, una extensión apropiada para
la habitual duración del viaje hasta el trabajo. Comencé la lectura nada más
salir de la estación. En aquel relato, habla un fantasma de cuando fue mortal, y de
cómo, en su existencia fantasmal, le lastima convivir con todo aquello que le
incumbió en su vida en la tierra y quedó a medio hacer, a medio comprender o
sin amar. En el relato, el fantasma habla de su madre, que también es ya
fantasma, de su padre con quien compartió una vida fantasmal mientras vivieron
juntos, impuesta por quienes ganaron la guerra a quienes la perdieron, antes de
que los dos muriesen y de Luisa, su mujer, a cuya vida de carne y hueso asiste,
impotente, desde su vida de fantasma, ajena ella a los sinsabores que le
procura con su desconsideración hacia lo que ocupa sus días y su olvido hacia
quien él fue.
A
mitad del viaje, más o menos, y promediado el cuento, vi que, inesperadamente,
porque solía acudir al trabajo en su coche, quien era mi jefe en la oficina
subía al autobús y se colocaba en pie al lado del asiento en el que yo viajaba.
Ni dirigió su vista hacia mí, ni me saludó, como si yo fuese invisible o
trasparente. Cuando el autobús arrancó de la parada, se agarró a la especie de
asa que salía del respaldo en el que yo apoyaba mi espalda, separó un poco los pies
para ganar en estabilidad y se puso a mirar por la ventana. Me extrañó que no me viese, que no me
dirigiese una palabra, ni un saludo.
La
desazón que me provocó aquella desconsideración conmigo tomó en mi mente el
espacio que ocupaba la lectura del cuento que había escrito Javier Marías y mi
atención se desvió hacia las circunstancias que podían haberla motivado. No
era una persona especialmente atenta, ni nuestra relación, hasta no hacía mucho de
compañeros, era la más cordial, pero seguíamos manteniendo las mínimas cortesías
en nuestro trato diario. Todo se había torcido el día que volvió a la oficina
de empleo, en la que habíamos trabajado juntos, como director, después de unos
meses en que había sido delegado sindical liberado y de que la dirección del
organismo se lo quietara de en medio y rebajara sus inquietudes sindicalistas
por el expeditivo método de nombrarle director de oficina. Ahora estaba allí, a
mi lado, sin hacer intención de sentarse, por lo que supuse que daba el asiento
por ocupado, y al mismo tiempo sin verme, resistiéndose a los vaivenes del viejo
autobús, conducido por una chófer que resumía en sí mismo la historia del transporte
público. Levanté la cabeza del libro, lo miré con extrañeza, fijamente, y me di
cuenta de que estaba ajeno a mí presencia, la mirada clavada en el cristal de
la ventana, ensimismado en sus pensamientos. Hice un gesto de sorpresa e incomprensión
y me dispuse a seguir leyendo. Antes, miré al espejo retrovisor desde el que
controlaba casi la totalidad del autobús y eché un vistazo a los pasajeros. El pasaje era el habitual a aquellas horas. Vi
la manga de la chaqueta de mi jefe y su mano que se aferraba al asiento, pero
no veía nada de mí; ese encuadre al bies de mi imagen, que me era tan familiar,
no aparecía en el espejo. Me sorprendí. Yo veía el reflejo del espejo, pero el
espejo no me veía a mí. El asiento estaba vacío y sólo se reflejaba en el
cristal azogado la tela oscurecida de la tapicería rayada y descolorida que
cubría el respaldo de mi asiento. Aquella visión, que más tarde me daría mucho qué
pensar, no llegó sin embargo a interrumpir sino levemente mi intención de
terminar la lectura del cuento en el trayecto, ni inquietó de ninguna manera mi
ánimo en aquel momento. Seguí leyendo, atento a la presencia de quien era mi
jefe, allí al lado, pendiente de aquella su desatención a mi presencia, diciéndome
a mí mismo las palabras del fantasma, sus divagaciones sobre esa nueva realidad
que nos espera a todos y para la que de ninguna manera podemos intentar
prepararnos en este vivir cotidiano tan asendereado y limitado, mirando de
reojo el paisaje que anunciaba la llegada de la parada en la que tendría que
bajarme. Cuando el autobús salió de la estrecha calle por la que discurría el
tráfico en la ciudad de Mislata y tomó dirección hacia Quart de Poblet, por
encima del puente que cruza el cauce nuevo del río, la luz del espacio abierto
me señaló mi próxima parada, y finalicé la lectura del cuento, cerré el libro y
me dispuse a bajar. Fue en ese momento, antes de que me levantase del asiento,
cuando mi presencia se hizo visible a los ojos de mi jefe, quien hasta entonces
me había acompañado en el viaje sin verme, o al menos sin darme a entender que
me veía.
-Hola
– me dijo con evidente extrañeza y azoro- ¡No me digas que estabas aquí cuando
he subido yo!
-Pues sí
– le contesté con tranquilidad.
-Pero
si no te he visto.
-Ya –
le contesté yo – ya me he dado cuenta. Estaba leyendo un libro de fantasmas y a
lo mejor...
- Qué
ocurrente eres – me dijo él, sin tomar en serio mis palabras.
El
recuerdo de aquel viaje no ha hecho más que crecer y crecer en mi memoria.
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