domingo, 29 de diciembre de 2019

Cuando fui fantasma


                                                   Cuando fui fantasma

Todas las mañanas voy al trabajo en autobús. Madrugo, aprovecho para viajar en esas horas en que la ciudad, ya despierta, todavía no ha entrado en efervescencia, y diez minutos de adelanto supone acortar la duración del viaje casi media hora. El trayecto pasa por calles de tráfico muy denso y, a partir de cierto momento, cuando se acerca la hora de fichar en las oficinas, la densidad se carga de nerviosismo que provoca frecuentes incidentes en la circulación y que termina por aumentar la habitual incomodidad del viaje con el añadido de prolongar su duración. El camino desde mi casa a la estación de autobuses es un paraíso vegetal. He pensado muchas veces que en estos trescientos metros que nos separan, aunque también podría decir que nos unen, hay más variedad vegetal que en algunos países. La calle Gregorio Gea es peatonal y está bordeada por una doble línea de palmeras altas, otra de arriates a cada lado  y sendas hileras de aligustres de hoja perenne que perfuman con su derroche de polen los días de verano. En los arriates crecen, densos y revueltos, arbustos de granadillos, espinos de fuego, tuyas, pequeños naranjos bordes, matas de romero, y otros arbustos olorosos cuyo nombre desconozco. A mitad del paseo, más o menos, se abren a ambos lados espacios de juegos no muy amplios, pero con una singularidad bien definida: el que está en la parte este del paseo tiene toboganes, caballitos de madera sobre muelles, una casa de madera como las que se dibujan en los cuentos infantiles, túneles de plásticos de colores y otros aparatos de esparcimiento infantil; sobre todos ellos, y sobre los niños que corretean bulliciosos por las tardes, cuando vuelvo del trabajo, despliegan sus ramas a veces hirsutas, a veces densamente verdes, a veces luminosamente moradas, imponentes jacarandás que regalan un derroche de flores dos veces al año, en primavera y en otoño. En frente, al lado de poniente, hay otro espacio de esparcimiento pensado para las personas mayores. Además de tres campos para jugar a la petanca, últimamente han plantado unas raras estructuras metálicas con la intención de incitarles a hacer ejercicios gimnásticos más o menos terapéuticos. A ese lado crecen dos ejemplares inmensos y viejos de Ombú, bajo cuya benefactora sombra se protegen quienes juegan, quienes miran, o quienes se aplican a los ejercicios los días de sol inclemente. Las palmeras iluminan los días de otoño con sus racimos dorados, desde la altura de sus corolas, y esparcen su sombra festonada, que suaviza el calor, sobre el asfalto oscuro los días de sol. El paseo matutino me hace bien, me permite asistir al milagro vegetal de aquel espacio, y en la observación de su lento paso por las estaciones, aprendo lecciones de paciencia. Aunque casi toda esta vida vegetal es de hoja perenne, no quiere decir que permanezca inalterada. Las estaciones se manifiestan en estos árboles, que conozco casi como si fueran mi jardín, de maneras menos evidentes que en los de hoja caduca, pero sus cambios no suelen pasarme desapercibidos. Las podas anuales que adecentan los troncos de las palmeras y las copas de los árboles me anuncian el final del invierno. Donde termina el paseo, frente a  la salida de los autobuses de la estación, la vegetación se revuelve y desordena un poco, y en una mezcolanza vegetal que sólo es posible en naturalezas ricas y privilegiadas como ésta, en la que vivo, se juntan algunos álamos,  un pino, una pequeña hilera de acacias, un jacarandá, dos prunos, uno a cada lado y un par de casuarinas enormes, que extienden sus ramas de hojas filamentosas por encima de las copas de todos los árboles, incluso por encima de las corolas de las palmeras más altas.
Las personas que madrugamos para ir a trabajar solemos desarrollar hábitos muy peculiares, y entre quienes viajamos en este autobús existe como un acuerdo tácito para respetarnos en nuestras propias manías. Como es inicio de trayecto y no tenemos que competir por el espacio, el que sube al autobús vacío, o casi vacío, suele repetir el lugar de su asiento e incluso la forma de sentarse o arrellanarse en él .Quizá sean las escasas energías de los viajeros a esas horas de la mañana, o las muchas ya gastadas para arrancarnos de la cama y madrugar; no sé si alguien sabría explicarnos por qué actuamos así y simplificamos todo lo posible nuestra vida hasta reducir el abanico de sus posibilidades a una única opción. A cualquiera que se interponga en la repetición de nuestra costumbre lo juzgaremos como un entrometido, como si la ejecución reiterada de aquello que hacemos hubiese pasado a ser ya un derecho. Yo suelo sentarme en el lado del conductor, en el tercer asiento sencillo. No hay ninguna razón especial para mi elección, pero desde hace tiempo me siento allí, y los viajeros habituales, si suben al autobús antes que yo, suelen respetar mi gusto, o quizá sea simplemente que eligen el suyo, distinto al mío. Con el tiempo, he ido encontrando a ese lugar algunas particularidades que lo hacen muy distinto a los otros, y he pensado que seguramente a los demás les pasa lo mismo con el que habitualmente ocupan. El mío, al estar inmediatamente detrás de la rueda delantera, tiene menos traqueteo que los asientos que están más distantes de ella; por estar al lado del conductor, suele ser el lado menos castigado por los baches, y al ser el lado del coche que da al norte en el trayecto de ida, no me molesta el sol cuando los días se alargan y cuando cualquier causa que aumente la temperatura corporal es una molestia. Desde allí, además, en el espejo retrovisor que el conductor lleva encima de su cabeza, contemplo la mayor parte del vehículo, en concreto,  desde el hombro derecho de mi reflejo, en una línea oblicua y ascendente hacia mi ojo izquierdo y hasta el final del autobús. Suelo ocupar el tiempo de viaje en diversas lecturas. La lectura de “El País” suele ser la más frecuente, pero a veces la alterno con libros que hayan despertado en mi un interés especial, o con documentos propios del trabajo que deba realizar una vez llegado a la oficina. Si no llevo lectura, me paso el viaje contemplando las caras enigmáticas de los viajeros, asombrado de la opacidad de nuestras fisonomías, incapaz de imaginar, por sus rasgos, sus gestos o sus movimientos, el mundo fantasmal que bullirá en el intrincado laberinto de sus neuronas. A veces me encuentro alguna cara nueva, o que me lo parece a mí, y me extraño de que me resulte tan impenetrable y enigmática como las caras más habituales. Alguna vez sube al autobús alguna cara bella, acontecimiento poco frecuente a esas horas, en aquel trayecto que llega hasta los polígonos industriales, y su presencia es como una ráfaga de aire fresco, un imán que despierta y orienta las miradas del resto de los viajeros y despeja la ceniza mañanera de nuestros ojos.
Aquel cinco de julio, recuerdo que había llovido suavemente por la noche, que el verdor de la vegetación que bordea el paseo tenía lustre y la tierra exhalaba ese perfume halagador, porque "algo que es tierra en nuestra sangre siente la humedad del jardín como un halago". El día en que fui fantasma, había comenzado para mí como un día ordinario y fue un día ordinario, excepto en aquel paréntesis de media hora que duró el trayecto entre la estación de partida y la parada donde me bajé. Por la noche había iniciado la lectura de una colección de cuentos del escritor Javier Marías, y decidí continuarla en el viaje hasta el trabajo. Cuando leo un libro de cuentos, suelo mirar el índice para saber su extensión antes de comenzarlos. No es lo mismo prepararse para leer cinco páginas que para leer veinticinco. No es lo mismo disponer de un cuarto de hora para leer que tener una tarde entera. Un libro de cuentos permite una lectura fragmentada y desordenada, pero la lectura de un cuento no se puede interrumpir ni fragmentar. Un cuento es un bocado preparado para ser ingerido de un mordisco. Así que, miré la extensión del cuento en el que me había quedado y vi que tenía doce páginas, una extensión apropiada para la habitual duración del viaje hasta el trabajo. Comencé la lectura nada más salir de la estación. En aquel relato, habla un fantasma de cuando fue mortal, y de cómo, en su existencia fantasmal, le lastima convivir con todo aquello que le incumbió en su vida en la tierra y quedó a medio hacer, a medio comprender o sin amar. En el relato, el fantasma habla de su madre, que también es ya fantasma, de su padre con quien compartió una vida fantasmal mientras vivieron juntos, impuesta por quienes ganaron la guerra a quienes la perdieron, antes de que los dos muriesen y de Luisa, su mujer, a cuya vida de carne y hueso asiste, impotente, desde su vida de fantasma, ajena ella a los sinsabores que le procura con su desconsideración hacia lo que ocupa sus días y su olvido hacia quien él fue.
A mitad del viaje, más o menos, y promediado el cuento, vi que, inesperadamente, porque solía acudir al trabajo en su coche, quien era mi jefe en la oficina subía al autobús y se colocaba en pie al lado del asiento en el que yo viajaba. Ni dirigió su vista hacia mí, ni me saludó, como si yo fuese invisible o trasparente. Cuando el autobús arrancó de la parada, se agarró a la especie de asa que salía del respaldo en el que yo apoyaba mi espalda, separó un poco los pies para ganar en estabilidad y se puso a mirar por la ventana.  Me extrañó que no me viese, que no me dirigiese una palabra, ni un saludo.
La desazón que me provocó aquella desconsideración conmigo tomó en mi mente el espacio que ocupaba la lectura del cuento que había escrito Javier Marías y mi atención se desvió hacia las circunstancias que podían haberla motivado. No era una persona especialmente atenta, ni nuestra relación, hasta no hacía mucho de compañeros, era la más cordial, pero seguíamos manteniendo las mínimas cortesías en nuestro trato diario. Todo se había torcido el día que volvió a la oficina de empleo, en la que habíamos trabajado juntos, como director, después de unos meses en que había sido delegado sindical liberado y de que la dirección del organismo se lo quietara de en medio y rebajara sus inquietudes sindicalistas por el expeditivo método de nombrarle director de oficina. Ahora estaba allí, a mi lado, sin hacer intención de sentarse, por lo que supuse que daba el asiento por ocupado, y al mismo tiempo sin verme, resistiéndose a los vaivenes del viejo autobús, conducido por una chófer que resumía en sí mismo la historia del transporte público. Levanté la cabeza del libro, lo miré con extrañeza, fijamente, y me di cuenta de que estaba ajeno a mí presencia, la mirada clavada en el cristal de la ventana, ensimismado en sus pensamientos. Hice un gesto de sorpresa e incomprensión y me dispuse a seguir leyendo. Antes, miré al espejo retrovisor desde el que controlaba casi la totalidad del autobús y eché un vistazo a los pasajeros. El pasaje era el habitual a aquellas horas. Vi la manga de la chaqueta de mi jefe y su mano que se aferraba al asiento, pero no veía nada de mí; ese encuadre al bies de mi imagen, que me era tan familiar, no aparecía en el espejo. Me sorprendí. Yo veía el reflejo del espejo, pero el espejo no me veía a mí. El asiento estaba vacío y sólo se reflejaba en el cristal azogado la tela oscurecida de la tapicería rayada y descolorida que cubría el respaldo de mi asiento. Aquella visión, que más tarde me daría mucho qué pensar, no llegó sin embargo a interrumpir sino levemente mi intención de terminar la lectura del cuento en el trayecto, ni inquietó de ninguna manera mi ánimo en aquel momento. Seguí leyendo, atento a la presencia de quien era mi jefe, allí al lado, pendiente de aquella su desatención a mi presencia, diciéndome a mí mismo las palabras del fantasma, sus divagaciones sobre esa nueva realidad que nos espera a todos y para la que de ninguna manera podemos intentar prepararnos en este vivir cotidiano tan asendereado y limitado, mirando de reojo el paisaje que anunciaba la llegada de la parada en la que tendría que bajarme. Cuando el autobús salió de la estrecha calle por la que discurría el tráfico en la ciudad de Mislata y tomó dirección hacia Quart de Poblet, por encima del puente que cruza el cauce nuevo del río, la luz del espacio abierto me señaló mi próxima parada, y finalicé la lectura del cuento, cerré el libro y me dispuse a bajar. Fue en ese momento, antes de que me levantase del asiento, cuando mi presencia se hizo visible a los ojos de mi jefe, quien hasta entonces me había acompañado en el viaje sin verme, o al menos sin darme a entender que me veía.
-Hola – me dijo con evidente extrañeza y azoro- ¡No me digas que estabas aquí cuando he subido yo!
-Pues sí – le contesté con tranquilidad.
-Pero si no te he visto.
-Ya – le contesté yo – ya me he dado cuenta. Estaba leyendo un libro de fantasmas y a lo mejor...
- Qué ocurrente eres – me dijo él, sin tomar en serio mis palabras.
El recuerdo de aquel viaje no ha hecho más que crecer y crecer en mi memoria.


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