lunes, 22 de junio de 2020

Un hombre llamado Flor de Otoño

                                    Un hombre llamado Flor de Otoño


-Todo comenzó a complicarse entre nosotros el día que aceptaste el papel; bueno, quizá antes, quizá el día que te presentaste al casting. Que, además, te ofrecieran el papel de protagonista, fue un halago que todavía no has superado.
-No estoy de acuerdo. Fue el día que me decidí a hablarte sobre mis sentimientos, cuando cambió todo entre nosotros.
Como casi siempre, la inminencia de la gira por los teatros de provincias nos volvía muy sensibles, exacerbaba las pequeñas neurosis con las que convivíamos pacíficamente el resto del año y estresaba nuestra convivencia. En aquella ocasión representábamos la obra que retrata con crudeza el lejano mundo de la dictadura de Primo de Rivera en uno de sus aspectos más silenciados, el de la homosexualidad, el travestismo. Es sabido que el Dictador, que era un cliente fervoroso de los protíbulos,  lo abominaba y perseguía.
-Claro. ¡Si vienes y me dices que temes estar enamorándote de Antonio…! Aunque ya estaba yo con la mosca detrás de la oreja, no te creas. Aquella excitación emocional con las que venías después de los ensayos…No es la primera vez que te he visto disfrutar sobre las tablas. ¡Si tuviera que ponerme celosa por lo que pase en el escenario o entre bambalinas...! Pero ya sé que son como las cornadas de los toreros, gajes del oficio. Aunque esta vez no es lo mismo.
-Preferirías que no te hubiera dicho nada.
-Prefiero que diferencies lo que es la vida de lo que es el teatro. Y eso, lo que dices que sientes hacia Antonio, es el teatro. Se termina la obra y cada uno a su casa. Aquí tienes la vida, nos tienes a mí y a tus dos hijas, que intentan verte todas las noches y todas las noches se quedan dormidas antes de que vengas…Pronto vendrá la gira y dejarás de vernos y de verte nosotras a ti. Y da gracias que sus compañeros del cole no se han enterado de la obra que haces, que si se enteran, se lo harían pasar mal.
-Es verdad. Tienes razón. Aunque quizá no toda. Aparte de este mundo de necesidades y compromisos están los deseos. De eso quería que hablásemos cuando te dije que temía estar enamorándome de Antonio.
Creo que ya es hora de que aceptemos la necesidad que tenemos de poder reconocernos mutuamente la posibilidad de poder nombrar lo que deseamos, lo que sentimos, quizá de poder vivirlo, ya se verá. Pienso que nuestros deseos, que los hemos tenido desatendidos, deben formar parte de nuestra vida en común. El día que te casas, el día que tienes hijos, no desaparece la producción de esta maquinita que la moderna neurología sitúa entre el hipotálamo, la amígdala cerebral y el hipocampo. De esto va la obra, de cómo se enconan y se envenenan las vidas de las personas que se ven obligadas a vivir como si ese mundo interior, el mundo de los anhelos y los temores no existiese. Eso era la Dictadura de Primo de Rivera, un monumento a la apariencia, mientras los españoles se desangraban, en la miseria, en guerras falsamente heroicas, en la corrupción, bajo la hipócrita vigilancia eclesiástica sobre las costumbres de los pobres, porque los ricos habían dejado de hacerles caso…
-También pienso que hemos dicho palabras definitivas (siempre, nunca, hasta la muerte) mucho antes de saber si tendríamos fuerzas suficientes para soportar su peso. Nos hemos hecho promesas sin calcular cuán largo es el tiempo de una vida, llevados por nuestra inconsciencia, confiados en la determinación de nuestra voluntad.
 La representación de la obra me había exigido entrar en contacto con mi mundo emocional, y en aquel buceo en el turbulento mundo de los deseos se habían resquebrajado los temores que los cubrían y guardaban. Desde que comencé a estudiar teatro pensé, no sé si decir también que temí y desee, una situación así. Claro que me había sentido atraído por algunos compañeros, y por algunas compañeras, pero en ningún caso habían supuesto para mí lo que aquella relación con Antonio, (Armengol, en la obra) Desde los primeros ensayos. Aquella atracción no desaparecía cuando me iba a casa y volvía a encontrar a mi mujer y a mis hijas; más bien, al revés. Ahora sentía hacia ellas una especie de cólera soterrada, como si fuesen ellas la causa, las culpables de que no pudiese vivir con libertad aquello que nacía en mí, algo que me parecía más fuerte que yo, y que no quería dejar de vivir.
-Además del deseo está el compromiso. O a lo mejor crees que yo no me he encontrado con tíos que me han hecho pensar en que eran más interesantes que tú. A lo mejor no lo eran, pero en un rato de conversación me hacían creer que sí. Yo nunca me he dejado perder de vista que estoy contigo, que lo nuestro es esto; esto y lo que sepamos hacer juntos.
-No sé cómo habría reaccionado si te hubieras atrevido a hablarme de ello.  Hoy estoy seguro de estar preparado para escucharte.
Yo mismo me lo decía. Hasta para sacar una obra adelante se necesita un compromiso. En el contrato tenemos fuertes penalizaciones si lo rompemos y dejamos a los demás con el culo al aire. Y dentro de la profesión se ve muy mal a quien hace estas faenas. Por eso quise hablar con ella, porque no pensaba dejarlos tirados a ellos, que son mi vida, pero tampoco estaba dispuesto a renunciar a lo que deseaba con tanta fuerza. En esta tensión vivía cuando me decidí a hablarlo.
-No os voy a querer más porque tenga que reprimir lo que estoy sintiendo.
-¿Y has pensado en mí? ¿Has pensado en las veces que yo he dicho no, porque te tenía a ti? ¿Has pensado cómo me sentiré yo la noche que vuelvas después de haberte revolcado con Antonio? ¿O cómo te sentirás tú? Porque tampoco lo sabes.  La vida va a seguir. Sí, el día que te des el gusto, si te lo das, no se va a terminar nada. Al día siguiente tendrás que decidir si sí o si no, otra vez.
Estábamos a punto de cerrar, de tomarnos un pequeño descanso antes de iniciar la gira por los teatros de España. La tensión del inicio de la gira había precipitado aquella conversación que nos merecíamos los dos, pero que aplazábamos continuamente. No era el mejor momento, pero así son las cosas.
Comenzábamos la gira en Valladolid, en el magnífico teatro Calderón, en el centro de la capital. Estábamos destinados a revivir allí, en el teatro del preboste de los dramas del honor conyugal, un conflicto de posesión, de honor, de violencia y de venganza muy de nuestros días. Porque también el amor homosexual puede repetir los patrones del amor posesivo: los celos, la violencia del fuerte sobre el más débil, la venganza, la traición, el asesinato. Si no se es capaz de alcanzar el acuerdo de un espacio propio para vivir los propios deseos, el compromiso de respetar los deseos ajenos…
Estrenamos el jueves. La obra venía anticipada por una buena crítica y en la memoria de muchos seguía estando aquella magistral interpretación de José Sacristán en la película de Pedro Olea a finales de los setenta. Terminamos la función y “Armengol” me dijo que se iba, que no le esperásemos, que iba a cenar con una amiga de Valladolid.
Aquella tensión sexual no resuelta que yo había ido acumulando desde el primer día de los ensayos y que, de manera confusa, esperaba poder resolver algún día de la gira, porque Antonio era el único que tenía una vida homosexual tan doble como la que se representa en la obra, se sintió traicionada. Entró en el camerino José, que en la obra hace de novio mío. Al principio, él y yo habíamos hablado de todo. Ningún actor puede tocar a otro sin haberlo hablado, pactado, antes. Tocar es perturbar, habíamos aprendido en la escuela de teatro. La tensión lógica de aquellas situaciones, de aquellos contactos íntimos, no nos habían inquietado demasiado.
-“Los dos sabemos quiénes somos”,-nos dijimos- y sobre aquella seguridad habíamos desplegado los minuciosos gestos y miradas, las nuevas tonalidades de nuestras voces y el repertorio de movimientos con los que poníamos en pie, delante del público, mi papel de travestido, nuestra relación homosexual. Pero estábamos lejos de saberlo.
-“Antonio se ha ido” – le dije, sin añadir con quién. Me ayudó a quitarme la peluca, a deshacerme de los artilugios con los que componía mi imagen travestida en el escenario y de allí pasamos a tocarnos, a acariciarnos, a agarrarnos, a fundir nuestras bocas, a sentirme atrapado por aquellos brazos fuertes que me abrazaban en el teatro, a sentir nuestros sexos duros, a buscarnos, a liberarnos del estorbo de nuestras vestiduras, a disfrutar de nuestro cuerpos sin decir palabras, solo suspiros y la fatiga de nuestras respiraciones acompasadas, hasta que caímos derrotados.
Nos quedamos en silencio. Hicimos esperar al regidor y, al salir, nos sentimos mirados con extrañeza por los encargados de cerrar el teatro. Cenamos algo en una de las muchas tascas de tapas que hay en la ciudad y nos fuimos al Hotel Gareus, que era la residencia de la compañía. En el recibidor, nos encontramos con Antonio y su amiga que salían. Nos cruzamos miradas como espadas de hielo y, cuando ya nos habíamos despedido en el rellano, y José cerraba la puerta de su habitación, me di la vuelta, interpuse mi pie antes de que llegase al marco, y me introduje con él en ella.
Como habíamos quedado, el viernes, después de comer hablamos por videoconferencia.
-¿Qué tal anoche?- me preguntó Paula.
-Bien. Muy bien. Acojona un poco representar esta obra bajo la mirada estricta de Calderón de la Barca, allá arriba, en el rosetón del techo. Los vallisoletanos han respondido de puta madre.
-¿Y el hotel?
- El hotel muy bien. Tiene una cama demasiado grande para uno solo.
            Las niñas estaban entusiasmadas y me preguntaban si ya íbamos a volver.

                                                                                                                                 Gabriel Sanz

sábado, 13 de junio de 2020

Melancolía I y II


                              Melancolía I 

Llegó a casa como todos los viernes desde hacía un mes, al atardecer, con su mochila azul cielo cargada a la espalda, su carita de niña que no ha roto un plato, su sonrisa entre pícara y feliz. Había algo infantil en aquella mochila celeste adornada con pequeñas flores amarillas y rojas, y había algo adorablemente inconsciente en aquella manera de presentarse y también en la que tenía de irse. Pero él adoraba sus maneras, todo lo de ella le hacía feliz
Se habían conocido en casa de amigos comunes, por casualidad; bajaron juntos en ascensor y al despedirse, ya en la calle, él le había dado la dirección de su casa, con unas palabras que mezclaban la información con la guasa.
-¡Calle Eolo número 3, puerta 10, su casa cuando lo desee!
Ella se rio mientras se daban un beso de despedida y no dijo nada.
De camino al apartamento, donde vivía desde hacía un tiempo solo, imaginó y deseó que un día sonara el timbre y fuera ella, pero no se entretuvo demasiado en aquella escena de película.
Sabía que acababa de venir de una estancia de unos meses en París, y que ahora preparaba oposiciones para profesora de instituto. Todavía no sabía que a la vuelta de París había roto con su pareja de años y que en ese momento estaba tan sola como él.
Lo sabría pronto, y aquel conocimiento no hizo sino acrecentar la esperanza y con ella el deseo de que lo imaginado pudiera suceder.
El sábado siguiente, al atardecer, fue el momento. Sonó el timbre, se acercó a la pantalla del intercomunicador y la vio a ella, allí delante, sonriendo, como si adivinase allá arriba, en la puerta diez, su presencia y su sorpresa.
-He tomado en serio el ofrecimiento del otro día- le dijo, cuando abrió la puerta.
- ¡No sabía que tuvieras una memoria tan prodigiosa!
- Estoy opositando.
- Es verdad. Debería haberlo tenido en cuenta.
El encuentro estuvo lleno de nervios. Los dos solos, allí en el apartamento, sin saber qué decir, sin saber qué hacer. Le mostró las pocas cosas que tenía: algunos discos, bastantes libros, el dormitorio desordenado, la cama hecha pero la ropa por encima del sillón, la pequeña cocina, el frigorífico minúsculo, la lavadora de carga vertical, el balcón que asomaba a un patio de luces amplio y luminoso…Aquel paseo por la casa se terminó rápidamente y él necesitaba salir de allí.
 Salieron a pasear por la ciudad. Después de unos días de lluvia, la llegada del buen tiempo había sacado a toda la gente a la calle y flotaba en el aire un deseo contagioso de primavera recién estrenada. Caminaron sin rumbo, hablando, contándose retazos de sus vidas, mutuamente desconocidas hasta aquel día, riéndose de nada, de pura felicidad.
-Yo sentía que aquel paseo sin planes por una ciudad que me parecía más bella que nunca y aquella cena en un pequeño restaurante del Barrio del Carmen, donde bebimos un vino fresco y probamos algunas cosas sencillas, pero que nos supieron a manjares de dioses golosos, se deslizaban hacia el cumplimiento de cuanto se había despertado en mi imaginación el día del primer encuentro y no me hubiera importado acelerar el tiempo, porque todo me parecía maravilloso e increíble.
Se despidieron ya tarde, muy tarde, con la ciudad tranquila, el tráfico escaso y torpe de una mañana de domingo, sin prometerse nada, ni un futuro encuentro, ni una cita próxima.
El sábado siguiente, en la cervecería Madrid, se besaron sin reservas y, cuando salieron, sin poner palabras a sus deseos, se encaminaron al apartamento. Siguieron viéndose intermitentemente, cuando ella quería, pues a medida que se acercaba la fecha de las oposiciones su dedicación a prepararlas fue más intensa y los encuentros, intensos más breves. Todo entre ellos tenía el aire de la provisionalidad del momento de sus vidas, y en aquella confianza se evitaban las palabras trascendentes mientras se regalaban, generosos, sus cuerpos cargados de juventud y de anhelos.
Finalmente, ella las aprobó y con una buena nota, lo que le dio esperanzas de poder elegir una plaza no muy lejos de Valencia. Fueron días cargados de ansiedad.
Dudaban sobre si el futuro confirmaría sus deseos o se incrustaría como una conspiración entre ellos.
 Logró plaza en un pueblo lejos de Valencia, pero bien comunicado, lo que le permitiría seguir viviendo con su familia. Comenzó el curso después de las vacaciones, que pasaron separados, y con la vuelta de las rutinas laborales reiniciaron una relación sin los altibajos de aquella primera etapa.
Los fines de semana, desde los viernes por la tarde, se reunían en la casa de la calle Eolo y pasaban los días juntos, hasta el domingo por la tarde, en que volvía a meter sus cosas en la mochila y se marchaba.
 No hablaban durante la semana, y por esta razón, cada vez que llegaba, su visita tenía algo de aparición y de sorpresa que aumentaban en él la dicha que venía con ella. En cada despedida, su ánimo quedaba suspendido en la incertidumbre de su próxima visita. El aún no tenía teléfono en casa y ella vivía con sus padres, donde él no llamaba, porque no sabía quién respondería y ella prefería no dar a la familia demasiadas pistas sobre su vida. Los dos eran muy jóvenes, estrenaban la vida cada día sin percatarse de ello: él acababa de romper definitivamente con años de casas compartidas con amigos y había optado por un pequeño apartamento céntrico, cómodo, lleno de luz y silencioso, ella comenzaba a tener su propio dinero y planeaba su vuelo del nido familiar. Su relación, que no era secreta, sí estaba rodeada de secretos. Los secretos los imponía ella, y aunque a él le importaba, era tanta la dicha que inundaba su casa cuando ella llegaba, que los aceptaba como si no fuese así. Pero enseguida se dio cuenta de que aquel día no iba a ser igual a los anteriores.
-Ven. Necesito follar- le dijo nada más terminar el beso apasionado con el que habían sellado el nuevo encuentro.
No eran palabras suyas, o no lo eran hasta entonces, y él se quedó sorprendido. Dejó la mochila colgada del perchero que había a la entrada y volvió a agarrarse a él como si fuese la fuente donde calmara una sed de siglos. Le condujo al dormitorio y volvió a agarrarle con una fuerza y un deseo que hasta ese momento él desconocía en ella.
- Me lo paso bien contigo, pero no te quiero – que quede bien claro- le había dicho en uno de sus primeros encuentros.
Había quedado claro.
Pero él la quería. La esperaba toda la semana, su ánimo pendiente de su aparición en el vano de la puerta cada viernes por la tarde. Mientras tanto, se envolvía en el olor que su cuerpo había dejado esparcido por la casa: su olor en las sábanas, su olor en las toallas que compartían, su olor en el albornoz de él, que ella usaba, su olor en el sofá donde pasaban largas tardes entrelazados mientras sonaban en el tocadiscos  músicas que se descubrían mutuamente: con ella descubrió a las damas del Jazz, las canciones de Sara Vaughan, de Ella Fitzgerald, la voz casi animal de Billie Hollyday; ella conoció  con él la de Paco Ibañez, los Improntus de Schubert, las Vísperas de Monteverdi, el concierto para oboe de Mozart, pequeñas joyas de Teleman, y Las Suites de Bach, interpretadas por Pau Casals.  Él se había comprado hacía poco tiempo un equipo de música decente, del que se sentía orgulloso, y los discos de vinilo que iba adquiriendo poco a poco era el único lujo que se permitía en aquella economía espartana que se impuso para poder vivir por fin solo.  Adoraban aquellas músicas, y escucharlas era un juego de sorpresas. Mutuamente se descubrían matices de la música que solo se revelan después de haberlas escuchado con atención y palabras cargadas de poesía y verdad humana que conocían de memoria y a las que volvían sin cansancio.
El resto de la semana, cuando se iba, era un continuo volver a ella a partir de los objetos en que seguía habitando, y en la música que habían compartido o en la que compartirían cuando volviera. Y justo, cuando el paso de los días amenazaba con borrar su rastro, regresaba ella para renovarlo, para que pudiera sobrellevar su próxima ausencia envuelto en aquella presencia espectral pero benéfica que ella dejaba. "Amor había sacudido mis sentidos, como el viento arremete en el monte a las encinas”, leyó una vez en Safo, y así se sentía él.
-No era el sexo lo que yo esperaba de ella, era ella, y su presencia me era suficiente. Incluso su ausencia me hubiera sido suficiente, de haber sabido que yo era para ella su amor, el ser que iluminaba sus días y con quien ella soñaba. Pero no lo sabía, o peor, sabía que no lo era, aunque aquellos días daba gracias por su simple existencia, que era el motivo de mi alegría. Sin querer, alimentaba la esperanza de llegar a serlo, de que en realidad ya lo fuese sin que ella se hubiera percatado….
- Las personas cambiamos- se repetía a sí mismo, aun temiendo engañarse con aquella esperanza.
Había quedado claro, pero ella volvía y él veía que su cuerpo le quería más allá de lo que dijesen sus palabras.
-Nuestros cuerpos se querían.
La querían sus manos por su piel transparente y cálida, la querían sus ojos que se regocijaban en la contemplación de su cuerpo desnudo, allí a su lado, abandonado y quieto, los miembros entrelazados y confundidos, sus oídos adoraban su voz llena de flexiones emotivas y de cadencias que sólo aparecen cuando la boca se aproxima mucho al oído, ansiaban sus suspiros diminutos, sus monosílabos, las frases pequeñas que le susurraba, entregada, en las largas tardes de amor, vivía en su olfato, que seguía recordándola y encontrándola, ya ausente, en cada objeto bendecido con su perfume, su boca se desbordaba en el recorrido de su cuerpo, en los sabores íntimos que emanaban de su carne palpitante, y se le trababa la lengua en el decir, miedosa de que cualquier palabra sin tino pudiese romper el hechizo en que vivía. Sus labios eran dulces, sí, dulces, como si en su boca hubieran hecho su nido un montón de abejas atareadas en salivar miel.
También el cuerpo de ella le quería a él. Se erizaba su piel con la más ligera caricia de aquellas manos fuertes, se tornaban de pedernal sus pezones oscuros al más ligero roce de su boca y brotaba un manantial de aguamiel en su boca en el contacto de mis labios.
¿Qué importaba lo que dijesen sus palabras? La brevedad de aquel enunciado desaparecía, minimizado por la rotunda confirmación de los cuerpos, y la extensión de una tarde de dicha le parecía un argumento definitivo contra sus palabras.
Pero sus palabras eran verdad y un viernes, no muy lejano de aquellos que a él le parecieron los más felices, ella no volvió. Ni ningún otro.



                                     Melancolía II

Tuve miedo de enamorarme. Esa fue la razón. ¡Le veía a él tan entregado! Al principio creí poder mantener aquella relación tan extraña y placentera dentro de los límites de nuestra mutua necesidad de no sentirnos solos. El día que le dije que no le quería, que me lo pasaba bien con él, pero que no le quería, fue un intento de poner el parche antes de la herida, porque yo veía cómo lo nuestro se deslizaba hacia un lugar más allá de nuestras mutuas voluntades y primitivos acuerdos.
         Es verdad que mi dedicación a preparar las oposiciones y las incertidumbres de aquel momento nos evitaban tener que hacer planes a largo plazo, introducir en nuestra relación esa seriedad de lo que se piensa como definitivo. Lo que sería el futuro de nuestras vidas se mantenía en el aire, y la relación entre nosotros también. ¡Estábamos tan al principio de los principios! No sabíamos qué estaríamos haciendo cuando comenzase el curso, ni dónde viviríamos, ni con quién, pero aquella incertidumbre no se interponía entre nosotros hasta paralizarnos, sino todo lo contrario.
        Los dos veníamos de relaciones largas, con precipitados planes de futuro que habíamos dejado por el camino, con lazos emocionales que habían terminado por convertirse en ataduras, y, entonces, vivir la posibilidad de disfrutar mutuamente de nuestros cuerpos y de nuestra compañía, sin tener que interponer compromisos, nos parecía bien. Porque yo aprendía a disfrutar del sexo con él. Mi única experiencia había sido con Luis, que después de cada polvo se quedaba agotado, y había llegado a tener la idea de que los tíos, cada vez que follaban, estaban a punto de perder la vida. Con él aprendí a jugar, a dejarme llevar, a sentirlo a él con todos los sentidos, (a sentirme a mí misma) como él decía que me sentía a mí.
            A veces se comía mucho el coco, y daba vueltas a las cosas, a las lecturas, a las músicas, a la política. Recuerdo que un día de mayo, por su cumple, en la playa de la Devesa del Saler, tomando el sol, bañándonos desnudos, nos enteramos de que la nube tóxica de la central de Chernobil se extendía hacia Europa Occidental, y que aquella noticia le inquietó mucho. “Todo será peor a partir de ahora” – dijo, como si sus palabras fueran una profecía. Le gustaban las frases sentenciosas, dejar con la boca abierta a quien le escuchase. Aquel día, la brisa de la playa parecía salir no de las aguas del mar, sino de la boca de un horno. Cuando llegamos a casa hicimos el amor como si nos fuéramos a morir ya. Tenía cierta inclinación a la tragedia, demasiado intenso. Era diez años mayor que yo y había vivido mucho. Yo todavía seguía en casa de mis padres; no había salido del cascarón.
Aquel viernes que ya no fui a su casa, salí de la mía con la mochila de los viernes y no estuve segura de que no subiría hasta que no me bajé del autobús. Supe que lo iba a pasar mal, tan mal como yo, pero comprendí que volver a vernos sería atrasar lo inevitable, quizá aumentar el dolor. Quise ahorrarme la despedida. No tenía palabras. No sé por qué, me pareció que aquella ausencia, no volver, entraba dentro de las cosas posibles entre nosotros. Alguna vez temí que no estuviera esperándome cuando llamase a su casa y no me pareció una tragedia. Luego supe de él por los amigos en cuya casa nos conocimos. También supe por ellos que él nunca había preguntado por mí. Afrontó la situación con aquella especia de estoicismo muy suyo.
- “Todo lo que nos trae la vida nos pertenece. ¿Por qué habríamos de perdernos en desear otra cosa? No estamos seguros de que nos convenga la realización de nuestros deseos” -eran palabras suyas, deducciones de alguien que había vivido ya un trecho de su vida.
A veces pienso en él y recuerdo, agradecida, las atenciones con las que me trataba. Tenía la casa limpia, había hecho la compra para el fin de semana y no faltaban ni mis galletas favoritas ni los helados, que me encantan. Cada fin de semana se procuraba un disco nuevo que escuchar, un libro que leer, un restaurante nuevo que visitar y aquellos detalles me estimulaban para corresponder también con alguna sorpresa. Eran las formas pequeñas que teníamos de regalarnos algo nuevo en cada encuentro. Hace mucho que no sé nada de él. Tuvo hijos, como nosotros, y la crianza nos distanció definitivamente. Luego me vine a trabajar aquí, a Lyon.  Creo que él sigue en Valencia.
 ¡Nuestras vidas han llegado a ser tan diferentes de lo que eran en aquellos años! ¡No habríamos podido imaginarlo! Siempre que pienso en él le deseo lo mejor, siento como si tuviera alguna pequeña deuda por saldar. Espero que la vida le haya tratado bien, a veces pienso que yo no lo hice.

viernes, 5 de junio de 2020

En la noche oscura

                                En la noche oscura

Al párroco del pueblo se le había apagado la fe, una circunstancia que no había sido tenida en cuenta en todos sus años de formación, y una situación que no sabía cómo enfrentar en lo que él pensaba ya la segunda mitad de su vida, lo que se imaginaba como el descenso de la cumbre. No había sido un apagón de luz artificial, sino un ir oscureciéndose a lo largo de los días, un ir languideciendo, como el paso del sol dorado del otoño a los impenetrables días de invierno de aquella tierra. Pero él siguió cumpliendo con los actos litúrgicos que correspondían al transcurso del año y a las costumbres piadosas de sus feligreses. Le producía extrañeza que nadie se diese cuenta de que él ya no creía en lo que hacía y que, pese a aquella sequedad espiritual que experimentaba, siguiese llenándose la iglesia los domingos y días de fiesta, y las procesiones multitudinarias, las piadosas rogativas matinales, las novenas vespertinas, las confesiones semanales, la celebración de los sacramentos, y las misas de difuntos pareciesen no sufrir los efectos de su falta de fe. Era verdad que la aplicación y el rigor con el que había aprendido todo aquello en sus años de estudio habían hecho que se incorporasen a su vida como un hábito y que la exactitud y precisión en su ejecución no dejaba transparentar el doloroso camino por el que transitaba su vida.
            Él ya no creía que el poder de su palabra transformase aquella hostia en el cuerpo de Cristo y aquel poco de vino aguado en su sangre. Tampoco creía que los hombres pecasen, es decir que hiciesen el mal a conciencia, aunque estaba convencido de que todos nos equivocamos y con frecuencia en contra nuestra, ni pensaba que sus bendiciones y penitencias tuviesen la virtud de perdonar los pecados o enmendar los errores; los penitentes se retiraban del confesionario aliviados, pero igual de torpes y con reiterados propósitos que volverían a incumplir. Había recibido la imposición de manos con la que su obispo le había ordenado sacerdote como simple autorización para realizar los ritos litúrgicos, más que como la transmisión de un poder. Se sentía totalmente impotente ante aquel irse agostando su primitivo fervor. Presidir procesiones y actos litúrgicos podía hacerlo cualquiera. Lo único en lo que no cedió fue en seguir predicando. Hubiera tenido que hablar a los fieles de aquello que era lo más íntimo para él y los hubiera escandalizado, así que, en las fiestas grandes, solía invitar a que lo acompañase a algún sacerdote de los pueblos vecinos y le cedía el privilegio de hablar en su nombre.
            Que todo a su alrededor siguiese igual, que aquellos sacerdotes a los que invitaba no notasen nada, que a sus feligreses les diese igual lo que él creyese, se transformó para él en un motivo más para acentuar su escepticismo y su desapego de la religión que había sido hasta aquel entonces el motivo de toda su vida.
            Después de pensarlo mucho y de dudar de todo, se decidió a consultar su situación con el obispo de la diócesis. El ahora obispo había sido su profesor en el seminario donde estudió y le había ordenado sacerdote. Ambos guardaban un recuerdo amable de su lejana vida en común y no le costó que le concediera una audiencia privada.
            El día señalado adelantó la celebración de la misa en el pueblo y se acercó en el coche de línea a la capital de la diócesis.
 Fue recibido con el cariño paternal que los profesores suelen guardar para quienes han sido sus alumnos, en especial hacia aquellos en quienes ven reflejados las formas de vivir que compartieron. Pasó a la sala de espera y comenzó a hojear algunas de las revistas religiosas que había sobre la mesita. Al instante, entró una de las religiosas que atendía al obispo y le ofreció tomar algo mientras esperaba. Pidió un té. En la bandeja donde venía la taza de té, la tetera de cerámica y una servilleta de tela bordada con el escudo del obispado, venían también unas pastitas que fabricaban las religiosas exclusivamente para el consumo de palacio. El sacerdote agradeció aquella atención y la religiosa se despidió halagada.
Entró el señor obispo sonriente, le abrazó entusiasmado y le condujo a su despacho. Estaba perfectamente informado de la marcha de su parroquia, de las obras que había acometido para conservar el tempo, de la instalación de la calefacción, de las nuevas adquisiciones de ornamentos litúrgicos, de la restauración de la cruz procesional y de la organización de las cofradías, que sabía que eran nueve, pero que solo recordaba la de Santa Águeda y la del Niño de la Bola. Hablaron de su relación con las autoridades, de la antipatía del médico y la poca afición religiosa de la mayoría de los maestros y de la catequesis de los niños, de las primeras comuniones y de la confirmación, que se celebraba cada tres años y tocaría para el venidero. El sacerdote buscaba un resquicio para hablar de la tribulación de su ánimo, pero el entusiasmo de las palabras del obispo no le daba ocasión. Finalmente, el secretario le avisó de una llamada de teléfono urgente y monseñor remató el encuentro y encomendó a su secretario el encargo de despedirlo y acompañarle hasta la puerta de salida.
Salió del palacio arzobispal un poco más hundido de lo que había entrado. Mientras caminaba por la ciudad hacia la estación de autobuses, recordó la vieja discusión sobre la justificación por la fe o por las obras. El obispo hablaba de las obras, pero eran las dudas acerca de su fe, de su falta de fe, las que le habían llevado hasta allí. ¿De qué servía todo aquello sin la fe? ¿Qué sentido tenían la liturgia y sus ritos sin fe? Le angustiaba esa idea, casi sensación, de que a todos les daba igual lo que él creyera y que la eficacia de sus acciones no tuviera nada que ver con él. Sus palabras, capaces de avivar la fe de sus feligreses eran insuficientes para mantener la propia. Se había dado cuenta de que nadie juzgaba la validez de lo que hacía por sus efectos o utilidad. Los campos no creían en las rogativas, las enfermedades no respondían a sus oraciones, las necesarias lluvias de abril no llegaron como  respuesta a sus plegarias y él mismo tuvo que recurrir al auxilio del médico, ateo confeso, para curar aquella afección pulmonar que le tuvo apartado varias semanas de sus obligaciones, a la salida del invierno. Los efectos de la penicilina no dependieron de la fe del médico ni de la del paciente, sino de la certeza del diagnóstico y de su potencia antibiótica. El Dios todopoderoso que le había llamado al sacerdocio, y a cuya llamada él había respondido, se mostraba mudo en aquella soledad.
Ya en casa, volvió a los escritos espirituales, a aquellos versos de “La noche oscura” de San Juan de la Cruz que conocía desde hacía tanto tiempo.
   
 En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz y guía,
sino la que en el corazón ardía.

  Aquésta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía,
a donde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía. 

               Pero aquel día parecía haber desaparecido la calidez de las palabras del santo, con las que se había abrigado tantas otras veces en sus momentos de duda. El caminar hacia aquella parte donde “nadie parecía” y que era el lugar del encuentro de los amantes, había significado para él el colmo de la fe y de la esperanza. Hoy, para él, aquel lugar estaba vacío. Más próximo se sentía a las palabras de Lucrecio, quien afirma en su “De Rerum Natura” que los dioses no existen o que, en el caso de que existieran, no les preocuparían las acciones de los hombres. Creer que las aflicciones humanas tienen alguna importancia en el devenir del mundo le parecía un acto de vanidad insoportable, y haberse creído llamado por Dios, un exceso de narcisismo propio de aquella infancia tan gris en la que creció.
               Mientras tanto se había hecho la hora de la novena de la Virgen del Carmen, y el sacristán, que compaginaba sin ninguna contradicción sus tareas de zapatero remendón, con la que se ganaba la vida, y el desempeño de sus tareas parroquiales, ajeno a las dudas del sacerdote, hizo sonar las campanas puntualmente. En su soledad sacerdotal, se imaginó a las mujeres del pueblo cambiándose de vestuario, arreglándose para acudir a la iglesia, esperándose, bulliciosas, en las calles para asistir a la novena, se impuso a su desánimo y volvió a realizar aquello que todos los del pueblo esperaban de él.

lunes, 1 de junio de 2020

Meléndez Valdés, 126


                                    Meléndez Valdés, 126

Llegué al número 126 de Meléndez Valdés a media tarde, toqué al timbre de la puerta cinco del tercer piso y me contestó la voz de una mujer mayor; me identifiqué, y ella pulsó el botón que me abrió la puerta de la calle. Cogí el ascensor y subí con mi equipaje. Cuando salí del ascensor, antes de que llamara al timbre, se abrió la puerta de la vivienda y apareció, escondiendo medio cuerpo detrás de ella, la figura de la mujer que me había atendido. Antes de oír su invitación a entrar, supe que la voz que había escuchado pertenecía a aquella cara alargada y pálida, y que la blandura de su tono había resonado entre aquellos cabellos lacios, entre los pliegues tristes de su boca escasa de dientes, en aquel esqueleto que se sustentaba en unos pies torpes, en aquel cuerpo vestido con un atuendo gris hasta más abajo de sus rodillas
“Siga hasta la puerta” – me dijo, y señaló con la barbilla en dirección a una puerta de dos hojas que estaba a la derecha, casi al final del pasillo. “Allí le espera doña Esperanza”.
En aquellos tiempos todas mis pertenencias cabían en un bolso de mano y una maleta no muy grande, agarré mi equipaje y me dirigí hacia allí. A mitad del pasillo salió del lugar una mujer aún mayor que la que me había abierto la puerta y me señaló otra puerta que quedaba en el lado izquierdo, un poco más próxima a la entrada.
-“Deje su equipaje ahí, en su habitación y luego pase aquí.”
Sin duda aquella mujer era la dueña, doña Esperanza. Caminaba con dificultad, apoyada en un bastón y arrastrando un poco uno de sus pies, pero lo que más me llamó la atención fue su voz y aquel rostro oculto tras unas gafas de cristales ahumados, que juzgué innecesarios en la oscuridad del interior de la casa. Su cara era ancha, llevaba el cabello repeinado en una especie de permanente casera, y vestía en tonos grises y oscuros; aquella voz dura en su dicción andaluza, su inestable dentadura postiza, y el tono de ordeno y mando que imprimía a todo lo que decía me sorprendieron.
Obedecí, me miré en el espejo que había en una de las paredes de la habitación, me recoloqué la ropa, ligeramente descolocada y arrugada por el bolso que llevaba al hombro, y me dirigí al salón. Allí, en pie, junto a su sillón de tonos granates y grises, me esperaba doña Esperanza. Me invitó a tomar asiento en un sofá liso, de una tela granate aterciopelada y comenzó a hablarme.
-“Como usted habrá visto, esta es una casa de familia” – añadió después de las inevitables cortesías. “Nada que ver con una pensión – añadió. Le acogemos como un favor; por la estima que tenemos hacia don Emilio, que nos ha hablado muy bien de usted”.
No pude menos de sonreír cuando oí el “don” delante del nombre de mi compañero de estudios. “Así que don Emilio” -pensé- mientras la mujer peroraba allí delante, enalteciendo los motivos por los que don Emilio se había hecho sujeto de su confianza.
 Efectivamente, había sido él quien me había dado su dirección. El domicilio estaba muy bien situado en Madrid: cerca de la Ciudad Universitaria, a mitad de camino entre las estaciones de metro de Moncloa y Argüelles, en la línea 3, y por tanto conectado con toda la ciudad. Por la zona, abundaban los restaurantes para estudiantes, las librerías, los garitos, y acababa de abrir el Corte Inglés de Argüelles. El precio del hospedaje no era excesivo para mis ingresos.
-“Gracias” -me vi obligado a decir, ante la reiteración de la mucha suerte que tenía de haber sido acogido en su propia casa.
Me habló de cómo se había quedado sola en la vida, de los esfuerzos que había hecho para sacar adelante a aquellos dos hijos, don Antonio, el mayor, ya licenciado en Derecho, y Miguel que estaba terminando la carrera de Filosofía, y a su cuñada que se había visto obligada a refugiarse con ellos cuando perdió el trabajo.
-“Mi marido era militar, un militar de mucho valor y de mucho honor, pero con poco dinero, y cuando murió, que no le voy a aburrir con su historia, nos dejó una pensión ridícula, que se ha ido haciendo más ridícula con el paso del tiempo.”
-¿Quién toca el piano?- le dije por fin, por salir de lo lacrimoso, pues desde que entré en el salón no había podido dejar de mirar aquel piano de pared de madera noble y brillante que era, sin duda, el rey de la casa.
“Nadie” – me contestó. ¿Es usted músico?
-“No, no tengo esa suerte. Aporreo las teclas y puedo entretenerme adivinando las notas de melodías conocidas, porque no me falta oído, pero estoy lejos de considerarme músico”.
-“Tocaba yo” – me dijo.
-“Mire mis manos. ¿Dónde voy yo con estas manos? Yo acompañé en los cafés a cantantes que usted desconocerá, por ser tan joven, y tuve una vida de novela, hasta que mi marido me retiró y me puse a criar. Una verdadera desdicha. Y luego va y se me muere”.
Efectivamente, sus manos eran dos manojos de sarmientos resecos, y sus dedos, anudados por la artrosis habían perdido la elegancia y los movimientos de las manos humanas.
-“Lo siento”-dije por cortesía, porque era imposible que yo sintiera nada por aquel hombre que no conocía ni por la mujer que me tenía allí, a su voluntad,
Volvió a encarecerme la suerte que tenía de ser amigo de Don Emilio y de ser acogido en aquella casa, donde reinaba el orden, el buen nombre, el silencio apropiado para el estudio y que estaba tan bien situada en la ciudad.
De pronto, la mujer que me había abierto la puerta entró en el salón -quizá al oír alguna señal convenida que pasó desapercibida para mí- y me condujo a lo que sería mi habitación. Además del espejo en la pared, había una pequeña estantería, y un armario, una mesa de estudio y una silla. La mesita de noche, al lado de la cama, era mi pequeño lugar de intimidad, pues me dio una llave que me aseguró sin copia, para que pudiese guardar en sus dos cajoncitos lo que quisiera.
Se quedó allí mientras yo colocaba la ropa en el armario y los pocos libros que me acompañaban en la estantería y fue informándome de las normas de la casa.
-“Ya sabe que es una casa de familia, nada que ver con una pensión, y esperamos de usted la corrección apropiada a esta condición”.
Me di cuenta de que aquella frase formaba parte de la liturgia de aquella casa y me preparé para oírla repetir como una letanía.
-“No se permiten las visitas; a cambio, usted podrá entrar y salir a la hora que desee. Durante la noche, la puerta de la calle permanecerá cerrada y deberá llamar al sereno para que le abra. Usted tendrá llave del domicilio y podrá entrar y salir a su voluntad”.
-“En esta bolsa, podrá dejar la ropa que desee se le lave, lo cual haremos una vez por semana. La encontrará planchada sobre su cama cada sábado por la tarde”.
-“Mire” - me dijo saliendo de la habitación- y yo la seguí asomando la mitad de mi cuerpo por la puerta- aquí está el teléfono, puede recibir llamadas, pero nunca hacerlas. Para llamar, la cabina de enfrente – con la barbilla me señaló hacia la calle.
-“El uso de la cocina no forma parte de sus derechos y, en caso de enfermedad,  podrá ser visitado por el médico”
-“Venga” – y yo la seguí- “este aseo es el de su habitación. Los fines de semana pueden usar el cuarto de baño, que es el de la familia, para ducharse. Los sábados y los domingos se enciende el agua caliente todo el día”.
- “Me gustaría poder ducharme todos los días, aunque sea con agua fría.”
Me miró fijamente, como si fuera un extraterrestre, y movió la cabeza. Ella no sabía que yo sí conocía el agua de Madrid en invierno, y que el frescor de aquellas duchas matutinas me aliviaban de todos mis males. 
-“No sea usted loco. Tendríamos que negociar un suplemento en el precio. Mire que no es solamente el gas, es también el agua, son las toallas, y la limpieza del cuarto de baño…Le saldrá caro el capricho. En una pensión, todos igual, no se lo tolerarían.
- “Bien, lo negociamos” – dije yo como un atrevimiento. Y desde entonces, antes de que lo divulgase la médicina, descubrí los beneficios de las duchas de agua fría, que pagaba con lo que me ahorraba del innecesario café.
Mientras tanto, había terminado de colocar la ropa en el armario y mis escasos enseres en la mesita y sobre la mesa de estudio, pretexté una llamada urgente y salí de casa. Volví ya tarde y me acosté. Dormí como un niño, estaba cansado, los ruidos de la calle no llegaban a mi habitación, y entre la familia parecía haber la costumbre de respetar el sueño.

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Cuando entraba en aquel pasillo decorado con pinturas antiguas tenía la sensación de transitar por un sendero del tiempo, y asomarme a un pasado remoto. Entre la familia se trataban todos de usted y aquellos hijos, que tanto le habían costado criar, eran ahora dos mocetones como dos aizkolaris, aunque en casa eran tratados como tiernas damiselas. 
Antonio trabajaba en un despacho, volvía con su cartera de piel oscura repleta de papeles y con un cansancio propio de quien ha estado cargando piedras toda la mañana, y pasaba las tardes cantando temas de una oposición que se demoraba, dormía en una cama que se acondicionaba en el salón cuando anochecía y allí, los días que tocaba baño, embutido en su albornoz y recostado en el lecho, era atendido por su tía como si fuera un patricio romano: ella le secaba la cabeza, le cortaba las uñas de los pies y le arropaba, todo ello aderezado de recomendaciones y consejos, en los que dejaba escapar la hostilidad que aquellas tareas le hacían sentir.
            Miguel estudiaba el último año de Filosofía y se trababa un poco al hablar. Dormía en la misma habitación que su madre y su tía, y de allí salía y entraba con sus libros y apuntes, de lo que deduje que era también su lugar de trabajo. Era más comunicativo que Antonio, y a veces me buscaba para charlar.
-A mí me gustan las mujeres para fornicar. Nada más. Que las mantenga su padre. Mi hermano Antonio, que es tonto, quiere casarse – me decía.
 Se quejaba de lo tacañas que eran su madre y su tía, y también él volvió a encarecerme lo bien que yo estaba en aquella casa, mejor que en cualquier pensión. Los domingos por la mañana tenía reservado el cuarto de baño para él. Me acostumbré, por lo frecuente que era, a oír los jadeos y los suspiros de sus masturbaciones ostentosas y las voces de la tía y la madre que se acercaban hasta la puerta del baño y la aporreaban, solícitas, llamándole por el nombre, angustiadas por si aquellos resuellos eran los últimos estertores de la agonía. Él, desde dentro, ni se dignaba contestar, y ellas se volvían a la habitación, maquinando si no tendrían que forzar la puerta y se encontrarían con el cadáver en el suelo. Después de un buen rato, se oía correr el agua del baño, y se tranquilizaban.
Creo que me gané a toda la familia un día que Miguel tuvo un accidente. Lo encontré a la salida de la facultad de Filosofía caído en el suelo, lloriqueando, rodeado de otros compañeros que no sabían qué hacer con él.
- Mi madre no se fía de mí, me compra semanalmente los diez billetes del autobús que necesito para ir y volver de la Universidad y no me da dinero- me comentó de camino a casa
-A Miguel no se le puede dar dinero, porque se lo gasta -me explicó la madre cuando llegamos a casa, con la convicción que da un silogismo- y si le doy más billetes de los necesarios, los vende.
Me hice cargo de él, soporté al menos la mitad de su peso hasta acercarle a la parada de los taxis, y le acompañé a casa. Como llamé y les anuncié la desgracia, nos recibieron con un coro de lamentos y con una preocupación exagerada por el bienestar de Miguel, a quien parecía no haberle pasado nunca nada.
El caso debió tener alguna resonancia en la facultad, pues en el largo período de reposo que le exigió aquel esguince de tercer grado, un día me crucé en aquel pasillo por el que me parecía acceder  a otro tiempo, como surgido de las tinieblas de su vista extraviada, al profesor Fernando Savater que había ido a visitarlo.
Por supuesto, no tuvieron el detalle de preguntarme ni abonarme el precio del taxi, así que un fin de semana de lluvia, de aquellos en que solía venir la que miraban como futura esposa de Antonio, acompañada de su madre a visitarlo, y los dejaban solos en el salón mientras los mayores tomaban café en la cocina, me tomé la libertad de hacer una llamada de teléfono a un amigo que tenía en Salamanca. Al mes siguiente, cuando llegó la factura de teléfono y vieron el importe y el destino de la llamada se volvieron locos, tratando de averiguar quien tuvo la osadía de aquella conferencia que les había descuadrado el presupuesto. Públicamente, cargó Miguel con la sospecha, a pesar de sus vehementes protestas; cuando me preguntaron si era el autor de la llamada, lo negué, y no tuvieron la osadía de insistir, aunque estoy seguro de que recelaban de mí.   
El año vivido en aquella casa me hizo entender que, en la misma fecha y el mismo lugar, se pueden simultanear muchos mundos, y que esa clasificación de los períodos históricos está bien para las enciclopedias, porque cada día cruzamos, apenas visibles, las fronteras del medievo, la ilustración, del romanticismo, lo moderno y postmoderno en ambas direcciones. Yo fui feliz en aquel curso. Cuando bajaba del ascensor, a veces cuando daba palmas y gritaba ¡sereno! a las tantas de la madrugada, caminaba por el Madrid de los embozados, el de Lope, el de Quevedo, el de Tirso de Molina. Eran los tiempos de la movida madrileña, del rock urbano, la divulgación de los anticonceptivos, el teatro del absurdo, las películas VHS, el destape en el cine y de las películas futuristas. El tiempo condensado.

lunes, 25 de mayo de 2020

No es fácil vivir


                                            No es fácil vivir

No es fácil vivir. Enfrentarse cada momento a lo imprevisible, decidir continuamente hacia dónde ir, qué quieres hacer, quién quieres ser. Claro, quizá pienses que de un día a otro no hay mucha diferencia, y que la rutina y el aburrimiento acechan nuestras vidas más que la sorpresa y el susto.
No es esa mi experiencia, ya te digo.  Yo veo a muchas personas que enseguida se acomodan y que luego, un día, se sorprendan de que el mundo sea como es. Si, conozco a mucha gente que se ha domesticado a sí misma y que ha sacado la conclusión de que el mundo es doméstico. No lo es, ya os lo digo yo ¿No habéis oído de esos perros que parecían domesticados y que un día se lanzan al cuello de su dueño y lo destrozan? ¿Y qué decir de los felinos que un buen día se lanzan sobre su domador, con el que habían jugueteado innumerables veces? El mundo es salvaje, y guarda siempre una sorpresa, no os engañéis. 
Así es el mundo. No dejamos de recibir sustos, y no nos acostumbramos. Pero como suelen ser lo habitual los cambios lentos, el deslizarse las horas del día, el deslizarse los días uno detrás de otro, el ir pasando los años tan mansamente, tan despacio para los que viven en babia, estos semejantes no cesan de pasar en su vida del sobresalto al aburrimiento, sin percatarse de que la vida es, toda, un juego indescifrable que requiere de nuestra atención y de nuestra alerta permanente.
¿Pero quién es capaz de estar permanentemente alerta? – me dirás. Claro, si te acostumbras, si te domesticas. Hay personas que se acostumbran a vivir tumbados, y allí en la cama comen, duermen, trabajan y reciben, y la sola idea de permanecer sobre sus dos pies todo el día ya les fatiga. Si te domesticas y acostumbras, la sola idea de estar alerta ya te agota, claro.
Yo no me explico cómo la gente puede acostumbrarse a ver los árboles sin hojas y luego, volver a verlos con ellas, como si hubiesen caído y salido todas ellas en una sola noche. Yo me sorprendo cada día un poquito, desde que aparecen las primeras yemas en las ramas hasta que tienen extendida la palma de su hoja y vuelven a quedar luego desnudos. En algún sitio hay una fuerza inmensa que empuja lo verde hacia fuera, y que luego, poco a poco, lo abandona y lo deja caer; es la misma fuerza que mueve las nubes y que madura los frutos… ¡Y si esa fuerza aparece un día de sopetón! ¡Como pasa con los volcanes, el día que revientan! Un día vas al mercado, y el lugar de las naranjas ha sido ocupado por los nísperos y las cerezas, y yo me llevo un susto, porque en esos cambios descubro cómo se desliza silencioso el tiempo ¡Y contemplar en los puestos del pescado los ojos cristalinos de los besugos, no digamos! O cuando llegan al mercado los primeros boquerones. Yo los veo, y me entran ganas de llevármelos a casa y ponerles piso,  antes  de que su plata vire lentamente hacia el cobre.
Entre el impacto de las novedades diarias y los deseos vehementes que se alzan en mí, se me hace muy difícil vivir. Ya sé, hay personas que no sienten nada de esto, ni siquiera algo parecido, y pasan por la tierra sin enterarse de nada. ¡Benditos ellos! -digo yo; pero estarán condenados, en la próxima vida, a reencarnarse en cuadrúpedos e irán mirando siempre hacia el suelo.
Salir de casa ya tiene su aquel. Desde la puerta, puedo elegir tres direcciones, pero en cuanto me decido por una, muy pronto, en la misma calle surgen disyuntivas, incluso “trisyuntivas” que renuevan mi angustia. A la vuelta de cualquier esquina puedes encontrarte con quien no querías, o al revés, tropezarte con quien deseabas; y todo depende de un pequeño giro de pies que muchos hacen sin pensarlo. Decidir ir por aquí o por allí parece insustancial, al final todos los caminos llevan a Roma, pero yo ya he visto que no lo es. De esa pequeña decisión va a depender que tomes un café que ya no deseas, por la hora, no por su compañía, que te va a mantener despierto mucho más allá de tu hora habitual de dormir y va a envenenar la conversación con tu mujer y tus hijos, que hacen su vida sin conocer tu desvelo, cuando vuelvan a casa,  y ese veneno con el que tú los esperas, acíbar en su plato, les hará pensar que tienen un padre y un marido echado a perder. ¡Quién puede prever el efecto que tendrá en sus vidas aquel tóxico que les inyectas, del que ibas cargado por la simple circunstancia de un giro de pie…!
De todos los lugares del mundo, hay dos en los que la angustia que experimento excede a todos los demás.
Uno de ellos son los bares. Entrar en los bares es para mí un tormento y pocos lugares me imagino más ajenos a las buenas condiciones de una vida humana
- ¿Qué desea? – me pregunta el camarero, claro.
Y la respuesta a esa pregunta, que a la mayoría de la gente le parece sencilla, incluso rutinaria, a mí me deja en blanco, un blanco de angustia.
“Irme” -debería contestar, si en verdad dijese lo que deseo; o también, “no haber entrado”, como si fuese estúpido.
Pero como temo ser por tal considerado, simplemente dilato mi respuesta, como si dudase, a ver si el camarero se cansa y se enfrenta con algún acompañante que me dé una idea, para poder responder: “yo también”. Porque lo más frecuente es que a mí no me apetezca nada y que, como las palabras de camarero no suelen espabilar ningún deseo en mí, y mucho menos si se pone a esperar mi respuesta,  suelo dirigir mis ojos ansiosos hacia el mostrador para ver si alguna botella de las múltiples que sobre él se exhiben me provoca alguna incitación. No suele suceder. Las más de las veces termino en un bar por apego a la compañía con la que voy, y siempre me extraña que en alguien que se sienta bien acompañado pueda surgir el deseo de un café, un helado, una cerveza, o un güisqui y que me condenen a meterme en esos abrevaderos estruendosos e indeseables. Tome lo que tome en ellos, siempre salgo con la impresión de no haber acertado.
El otro lugar en el que se me disparan los temores es en las librerías. Os parecerá una tontería, claro, y quizá os habíais imaginado que sería las tiendas donde vender armas u objetos eróticos. Pues no. El tormento en las librerías viene de la contemplación de cuántos libros no conozco y de no saber qué elegir. Es muy sencillo de entender. Si más del noventa por ciento de los libros que contemplo me resultan desconocidos, por qué elegir uno y dejar a los otros ochenta y nueve. ¿Y si entre los que no elijo está el que realmente necesito, el que me está esperando, agazapado en los anaqueles, ajeno a listas, crítica, y consejos varios, escrito por un ser lejano y antiguo, lanzado al mundo, como se lanza al mar una botella con un mensaje, esperanzado que el juego de los días y las olas lo lleven hasta su destino? ¿Y si ese destino soy yo, y no me encuentra? Y así, el posible placer de comprar, con el que he visto alegrarse a muchos, se transforma, en mi caso, no solo en la penosa tarea de elegir, es decir de renunciar, sino en la sospecha de haberme equivocado.  Después de haberme agotado de mirar estanterías, consultar índices y ojear apresuradamente algunos capítulos que me resultan más sugerentes, muchas veces, desconcertando a los vendedores, salgo sin comprar nada; y otras, cuando para no morirme de vergüenza, termino comprando algo, me dura muchos días la duda de si no habré dejado escapar otra vez la oportunidad de adquirir el libro que salvaría mi vida, que para mí es tanto como esperar salir de esta angustia de vivir.