o que nos trae el tiempo (5)
Pasado imperfecto
Lo que nos trae el tiempo (4)
Presente complejo
Lo que nos trae el tiempo (3)
Las tropelías de mis conmilitones eran un argumento definitivo contra los vencedores de aquella guerra. El arrojo obediente y suicida con el que se había peleado derivó en cobardía y matonismo gratuito cuando finalizó la guerra. Aquel sufrimiento, aquella repugnancia de mí mismo que yo sentía a veces, era el precio que tenía que pagar para ahorrar a mis padres, a mi hermano y a mi cuñada, incluso al su pequeño hijo, los mismos abusos que contemplaba diariamente con mis ojos. A veces pensaba que la vida de mi sobrinito podría contenerles, otras, viendo lo que veía diariamente, pensaba que, en el caso de que quisiesen que tomar venganza, les daría igual.
Lo que nos trae el tiempo (2)
Pretérito perfecto
Lo que nos trae el tiempo (1)
Pasado imperfecto
Un grito en la noche
Cuando
falleció mi padre, en 2005, mi madre se quedó sola en casa. Desde entonces, y
va ya para nueve años, cada día, al atardecer, he llamado a casa para charlar
un rato con ella y darle las buenas noches. La mayoría de los días no tenemos
casi nada que decirnos, su vida y la mía han discurrido por caminos tan
alejados, pero busco cualquier excusa para alargar la conversación y tener ese
pequeño y extraño rato de intimidad con
ella. A veces ha fallecido alguien, casi siempre muy mayor, y la conversación
se alarga por los vericuetos de las relaciones familiares y de los nombres casi
olvidados de las calles del pueblo, hasta que sus esfuerzos logran rescatar, del
fondo de mi memoria la imagen lejana de a quién se refiere. Otras veces, ha
caído una tormenta, los termómetros han registrado una nueva marca en su
descenso, o en su imparable ascenso, y entonces la conversación discurre
alrededor de lo que ha hecho para combatir el frío, para protegerse del calor,
o sobre cómo ha corrido el agua por la calle. A veces me permito alguna
recomendación, pero no le gusta que le diga lo que tiene que hacer.
-A
lo mejor te crees que soy tonta, para salir de casa con estos calores..
-Estás
tú bueno, que voy a pasar yo frío, como si no tuviera leña para quemar toda la
que quiera...
Para
hablar de la intensidad de la lluvia recurre siempre a su efecto sobre la
calle, y cuando la oigo no puedo dejar de imaginarla sentada detrás de los
visillos, apoyada en la mesa de la cocina, pendiente de cuanto discurre por
delante de la ventana.
-Apenas
se ha mojado la acera.
-Para
asentar el polvo.
-Ha
corrido el agua por la calle de lo lindo.
-Ha
corrido el agua por la calle y casi se subía a la acera.
-El
agua ha levantado las tapas de las alcantarillas.
Yo
le noto contenta cuando tiene alguna noticia que contarme, independientemente
de que sea más o menos buena; basta que sea una novedad en su vida para que
despierte su interés y el entusiasmo de tener algo nuevo que decirme. El colmo
de la novedad es algún acontecimiento que haya juntado en el pueblo a mucha
gente. Da lo mismo que se trate de la fiesta del pueblo, de algún entierro, o
de la visita del Arzobispo. -¡Anda,
que no había personal! ¡Mucho personal!. ¡Mucho, mucho personal!
Y el no va más es que estén las calles como si fuese Madrid, sin un sitio para aparcar.
También
en el grado de personal hay gradaciones.
Cuando
no es así, un tema de conversación frecuente lo constituyen los acontecimientos
relacionados con la Iglesia: Misas, novenas, procesiones y homilías de los
párrocos, que ella oye con la devoción que se merecían las palabras venidas
directamente de la divinidad, entran con frecuencia entre los asuntos que le
mueven a hablar.
A
veces se interponen entre nosotros obstáculos impredecibles que nos mantienen
algunos días sin comunicación, pero no suelen durar mucho. A lo mejor resulta
que un día ha dejado mal colgado el teléfono, y cuando llamo suena persistentemente
como ocupado. Otras veces la palanquita del teléfono se queda pegada y la
comunicación no se establece. Me la imagino a ella gritando dígame a un lado y me veo yo al otro, oyendo sonar el timbre como si nadie atendiera mi llamada. En estas ocasiones
no suelo preocuparme demasiado. Tengo la seguridad de que si esta ausencia de
comunicación se debiese a algún infortunio no faltaría algún familiar, amigo o
vecino que me llamase, y suelo esperar a que algún incidente circunstancial
ponga de nuevo el teléfono en funcionamiento. Suele suceder así.
Pero
la última semana de noviembre transcurría sin poder hablar con mi madre y sin
que nada pareciese alterar el casual motivo por el que el teléfono de su casa
había dejado de funcionar. Aquella imposibilidad de comunicarme con ella
comenzaba a inquietarme: sabía que ella también estaría echando en falta mi
llamada, pero que, como hace con muchas cosas, justificaría la ausencia de ella
pensando en las múltiples tareas que me tendrían ocupado. Ella nos imagina, a
mi hermano y a mí, metidos en una vida voraz que no nos deja tiempo ni aliento
para cumplir obligaciones elementales.
El
jueves por la noche, a las tres de la madrugada, oí en mi sueño una voz clara,
irreconocible, pero de una claridad infrecuente, que me llamaba, mejor, que
gritaba mi nombre Me desperté sobresaltado. ¿De quién era aquella voz cargada
de urgencia? Era una voz de mujer, eso estaba claro. Pensé en primer lugar en mi madre, sola, en casa. Después, mi
mente divagó por los nombres y los rostros de personas que se habían tejido en
mi vida, gentes con las que había perdido el contacto, pero que de alguna
manera formaban parte del mosaico de mis días. ¿Cómo saber de quién era aquella
voz? ¿Cómo conocer el camino que había recorrido aquella voz hasta llegar a mi
sueño? No tenía ni idea, pero la
pesadilla hizo que me decidiera a llamar a mi amigo Julio, en
cuanto saliese del trabajo, y pedirle que se pasase por casa, Me
contestó con voz seria. Le pregunté, para no trasmitirle mi desazón, si había
visto esos días a mi madre y me contestó que sí, que acababa de verla esa misma
mañana. Le conté lo que sucedía con el teléfono y le pedí que le echase un
vistazo, a ver qué pasaba. Me dijo que bueno, que estaba en el entierro de M L.,
que si no lo sabía, que cuando terminase el entierro se pasaría por casa. Fue
él quien me dio la noticia.
¡La
había querido tanto! En un tiempo la había querido desesperadamente, como solo
se quiere lo inaccesible, aquello que uno desconfía de poder alcanzar, o quizá
como aquello que uno confía en no tener que someter a la tiranía de lo
cotidiano. Éramos vecinos, y casi de la misma edad. Los caminos de nuestra
infancia se habían entrecruzado a veces,
como pueden cruzarse los vuelos de las aves con los caminos por donde se
arrastran las mulas tirando de sus carros, es decir, sin tocarse ni reconocerse. De puro conocida, la situación deviene en tópica: ella era la hija del hombre
que contrataba a mi padre para labrar sus tierras, en una época en que el duro
trabajo del labrador era demasiado parecido al de las bestias que arrastraban
los distintos aperos de labranza. Su padre se paseaba a lomos de una yegua
alazana por las fincas, y desde la inalcanzable altura de su grupa, vigilaba a
los obreros que realizaban las tareas propias de cada estación. Desde aquella
distancia que le separaba del común de los mortales administraba su
complacencia con los más fieles y trabajadores o su enojo con quienes
consideraba que intentaban engañarle por su escasa dedicación. Los domingos y
días de fiesta su familia salía junta de casa y acudían juntos a la Iglesia, y
ocupaban un mismo banco, mientras las familias de sus obreros salían de casa
sin ningún orden y, si asistían a la Iglesia lo hacían desperdigados, como
ignorándose unos a otros. Compartimos la calle algunos días de nuestra
infancia, los escasos días en que ella correteaba por la calle, porque desde
pequeña pareció estar destinada a que sus zapatos de charol no se manchasen de
barro, a que sus rodillas no estuviesen afeadas por las cicatrices que
producían, en las nuestras, los roces de la tierra de las calles, a que su
coleta o sus trenzas de pelo rubio fuesen y viniesen delante de nuestros ojos
negros e inquietos. Mucho más tarde sabría que llevaba en la cabeza la cicatriz
de una brecha que yo le produje en alguna de aquellas escasas tardes que
compartimos un trozo de nuestra infancia. No guardo recuerdo del incidente y
hasta aquel día en que se apartó el cabello para enseñármela, la vi siempre tan
lejana de mí, que no sospeché que ningún acto de mi vida pudiera haberla rozado
siquiera.
- Mira - me dijo- y se separó el
pelo ya castaño para enseñarme la blanca cicatriz que tenía en la cabeza, en la
piel que cubre el hueso parietal del cráneo- me lo hiciste tú
- No te creo – dije desconcertado.
- Sí, me lo hiciste con un trozo de
teja. Fue sin querer, pero me hiciste esta brecha
- Y cómo fue – le pregunté
- ¿De verdad, no te acuerdas?
Tenía un año más que yo y quizá esa
diferencia de edad suponía la diferencia entre recordar y no recordar lo vivido
en aquella etapa. Ella era la paciente y yo el culpable, ella fue consolada y
yo reprendido, quizá fuera esa distinta perspectiva en el acontecimiento la que
marcaba la distancia entre recordar y haber olvidado.
Al
inicio de su adolescencia, tan distante de la mía, nuestras vidas se distanciaron.
Nuestras familias vivieron en distintas localidades y, aunque nadie lo hubiera
sospechado, los dos comenzamos los estudios del bachillerato el mismo año, en
la misma ciudad, ajenas sin embargo nuestras vidas.
Cuando
ella ya había cumplido veinte años y yo diecinueve, volvieron a cruzarse
nuestros caminos: ella descendía del coche de línea y yo lo cogía. Ella llegaba
al pueblo y yo me iba. A ella se le
salía la luz por los poros de la piel, a mí el deseo por los ojos.
Nos
miramos, nos saludamos, pronunciamos recíprocamente nuestros nombres, y nos
despedimos, todo a la vez, en el instante que duraba la parada del coche de
línea, ajeno a cualquier cosa que no fuese la puntualidad de sus horarios.
Los
siete años que habíamos estados separados habían pasado por nuestra vida de
distinta manera: en su caso, confirmando la promesa que fue desde niña; en el mío,
por una de esas piruetas del destino, alterando el camino que por nacimiento
parecía tener señalado. Los dos habíamos terminado el bachillerato, los dos nos
preparábamos para ser profesionales de algo distinto a lo que históricamente
habían sido nuestras familias, los dos parecíamos ajenos a las distancias que
habían separado a nuestros padres.
Volvió
a transcurrir el tiempo sin vernos, y cuando volvimos a encontrarnos, ambos estábamos
instalados en esa edad indeterminada en que transcurre el paso de la juventud a
la edad adulta, un paso que, dependiendo de las circunstancias de cada uno,
puede abarcar cinco años o veinte. “Fa vint anys que tinc vint anys”, cantaba
Serrat cuando ya caminaba por la década de los cuarenta. Nosotros seguíamos
solteros, habíamos conseguido trabajar en aquello que habíamos estudiado, ella
era enfermera en Valladolid y yo profesor de literatura en un colegio de Valencia,
y los dos teníamos ya un pasado de amores y desamores en el que habíamos
aprendido, no sin dolor, la educación sentimental que forma el caparazón
indispensable para movernos por la vida. Mis ojos eran menos vehementes, la luz
que se desprendía de su piel había perdido el insultante brillo de días
pasados, la emoción de antaño volvió a alzarse en mi pecho con una violencia
antigua. Aquel verano coincidimos en el pueblo algunas semanas, y nos hicimos
los encontradizos en paseos vespertinos, en viajes en bicicleta por los caminos
del valle, al atardecer ante la barra de algún bar... Conversábamos, nos
contábamos nuestras vidas con sinceridad de amigos y yo sentía cómo mis manos
deseaban sentir su tacto y se iban hacia ella mis brazos como atraídos por un
imán que ella tuviese guardado en algún lugar misterioso debajo de su piel.
Consumíamos aquellos días de vacaciones de verano con la conciencia de su
limitación y su final, sabiendo que se terminaría el verano y volveríamos a
nuestras tareas, cada uno en su ciudad, a seiscientos kilómetros de distancia.
Nuestros planes no iban más allá de poder encontrarnos, como por casualidad,
otro atardecer.
-
Me gustaría besarte – le dije un día de finales de agosto, protegido de su
mirada y de otras ajenas por la oscuridad tamizada en rojo que envolvía el
valle.
Me
acercó la cara y se dejó dar un beso en la mejilla.
-
¿A ti no te apetece besarme? – le pregunté mientras le acercaba hacia mí por la
cintura e intentaba sentir su cuerpo rotundo, vestido con una blusa ligera y
unos pantalones cortos, no tan minúsculos como los que llegaron a usar las
mujeres de la edad que ella tenía entonces solo unos años después.
-
No llevamos luces en las bicicletas, tenemos que volver al pueblo antes de que
anochezca –fue su respuesta.
Detrás
de aquellos silencios, o mejor de aquellas huidas a mis preguntas, yo adivinaba
no una negativa, sino una lucha sorda en su interior, una incertidumbre similar
a la que yo vivía.
Ninguno
de los dos hacíamos referencia explícita a ninguna relación presente, ninguno
levantaba la muralla de un nombre entre los dos, los dos parecíamos vivir en
una disponibilidad afectiva ante la que la distancia de nuestras residencias
parecía ser un obstáculo infranqueable.
A los dos nos había costado mucho esfuerzo conseguir la estabilidad en
nuestro trabajo. No sólo habían sido los estudios, en una época en que estudiar
bachillerato suponía salir de casa, había sido también compartir pisos de
estudiantes, alternar trabajos alimenticios mal pagados con horas de estudio a
destiempo, arrastrar horas de sueño, encadenar comidas frugales en restaurantes
baratos, dormir en colchones de espuma dura o reseca, según, sobre jergones de
muelles distendidos y oxidados... También había sido el esfuerzo de preparar
oposiciones y de recorrer destinos incómodos hasta lograr un lugar que
consideramos adecuado y empezar a hacerlo nuestro. Ninguno de los dos
parecíamos dispuestos a renunciar a aquello que habíamos conseguido con tanto
esfuerzo, ambos parecíamos haber aprendido de alguna manera a tomar distancia
de nuestras pasiones...
Nos
despedimos un día de finales de agosto sin habernos concedido entregarnos sin
límites ni reservas al disfrute de nosotros mismos, pendientes de si la
distancia que interponíamos entre nosotros apagaría el deseo o sería un
acicate, pendientes de si el paso del tiempo apagaría el fuego o, al contrario,
avivaría los rescoldos hasta acabar con nuestras reticencias. Porque los
hombres y las mujeres no sabemos nada del poder de nuestros deseos, y más bien
parece que asistimos a ellos, como si fueran ajenos a nosotros y no hiciésemos
otra cosa que ser sus fieles esclavos.
Hablábamos
por teléfono: a veces llamaba ella y otras lo hacía yo, pero ninguno de los dos
llegó a pronunciar esas palabras que adquieren el peso de lo definitivo en la
relación de un hombre con una mujer.
-
Me acuerdo mucho de ti.
-
Lo hemos pasado bien este verano.
-
Estoy deseando verte.
Nuestras
conversaciones evitaban el “te quiero”, o el “la vida se me hace insoportable
lejos de ti”, el “te echo de menos”, en
fin, algo que significase un salto al
vacío.
Paradójicamente,
nunca llegué a soñar con ella. Parecía como si todo lo vivido con ella se
quedase a las puertas de mis párpados, como si cuanto hervía en mis sueños lo
hiciese al margen de aquella obsesión que ocupaba cada minuto de mi vida
consciente: cuanto me gustaba parecía incompleto porque no estaba ella, y
cuanto me dolía se hacía más doloroso por su ausencia.
Un
día me dijo que vendría un fin de semana, que no conocía la ciudad, que
aprovecharía para ir a la playa, ahora que todavía hacía calor, que había
cogido un viaje muy barato que organizaba una agencia y que se quedaría en un
hotel de la ciudad
Llegó el
día y me llamó desde el hotel. Me dijo que había venido con una amiga, y que si
podíamos quedar a cenar. Parecía desconocer que estaba totalmente disponible
para ella, pero que me molestaba la presencia de la amiga.
Quedamos
a cenar los tres, paseamos por la ciudad hasta altas horas de la noche y las
acompañé hasta el hotel. Allí, al despedirme de ellas y de vuelta a casa me
consideré el hombre más triste del mundo.
Al
día siguiente fuimos a la playa. Eran finales de septiembre de una época que
parece hoy muy lejana sin llegar a serlo; una época en la que los valencianos
abandonaban las playas cuando llegaban las fiestas de los pueblos y se
olvidaban del bañador hasta la primavera próxima; una época, sin trenes AVE, sin vuelos low
cost, sin cruceros, inventos todos que depositan desde hace pocos años cada fin
de semana miles de pasajeros dispuestos a dejarse sorprender por la vitalidad
de una ciudad mediterránea que nunca duerme y deseosos de abandonarse y reposar
en sus arenas cálidas durante el día. La amiga que la había acompañado
comprendía la situación, se hizo discretamente a un lado y se puso a tomar el
sol, sus ojos ajenos a nosotros, hundidos a veces en un libro, cerrados otras.
Paseamos por la arena, gozamos de la brisa en nuestra piel, nos sumergimos en
el agua, dejamos que se rozaran nuestros cuerpos, nos libramos a la alegría del
sol, liberamos nuestras manos, dejamos sueltas nuestras bocas y sentimos la
efervescencia de nuestra sangre golpear nuestros pechos...
Se
fueron el domingo por la tarde.
Volvimos
a encontrarnos otros veranos en el pueblo. Seguíamos solteros los dos;
aparentemente, sin un nombre que interponer entre nosotros, pero, como de común
acuerdo, huimos de aquellas situaciones que en el verano de 1983 buscábamos
para estar juntos.
Uno
de aquellos veranos, como si nos hubiésemos puesto de acuerdo, los dos
aparecimos con compañía por el pueblo. Los dos, como sin darnos cuenta,
habíamos llegado a la edad en que los amigos tienen una familia que les ocupa
el tiempo y que reclama todas sus energías para sacarla adelante, son años en
que un soltero parece haber perdido los amigos de la juventud sin haber
encontrado aquellos que, la crianza de los hijos, suelen traer a los padres,
los padres de los amigos de sus hijos. Los dos parecíamos un poco desubicados, con
demasiado tiempo libre, con demasiada disponibilidad, con demasiadas pocas
responsabilidades...
La
vida nos distanció. Nosotros tuvimos un hijo, y aquel primer verano, cuando me
vio con él en los brazos, se acercó a nosotros y la vi mirarlo con cariño, no
podría decir si casi con envidia.
Más
tarde supe que ella tuvo un cáncer y que salió de aquella situación grave. Que
volvió a trabajar en el hospital, de comadrona, ella que no había tenido hijos,
ayudando a nacer a los hijos que no había podido, o no había querido, nunca lo
supe, tener...
Alguna
vez la vi pasar de acompañante de quien supuse su pareja, en el coche, por
delante de casa y desde allí nos hicimos alguna señal de saludo, pero ya nunca
volvimos a hablar. No sabemos descifrar qué encierra una mirada ajena, una
simple señal con la mano, la simulación de unas palabras que no llegamos a
pronunciar, lo que alguien lee sin motivo en las nuestras…
El
tiempo hizo su mella en nosotros. Yo salía de una operación grave cuando me
enteré de que ella había vuelto a recaer de su antiguo mal. Había dejado de
trabajar y su madre se había trasladado a la ciudad para cuidarla.
Fue
Julio el que me dio la noticia. Un día de aquella semana última de noviembre
había fallecido a las tres de la mañana y la enterraban ese mismo día, por la
tarde.
Ahora,
cuando escribo, también Julio se ha ido, arrastrado por el mismo mal.
Lo que nos trae el tiempo (4)
Presente complejo
El lenguaje de las flores
Las
rosas son símbolos antiguos del amor y de la belleza. La rosa era sagrada para
un número considerable de diosas de la antigüedad, Las rosas son tan
importantes, que de ellas derivan términos como color rosa o rojo en una considerable
variedad de idiomas. La rosa también es el símbolo de dos dinastías reales
inglesas: la Casa de Lancáster (rosa roja) y la Casa de York (rosa blanca), que
se vieron enfrentadas en la conocida como Guerra de las Dos Rosas.
I
Cuando
estaba a punto de bajar la persiana de metal de la oficina, vacía ya de los demandantes de empleo que la
habían llenado a lo largo de toda la mañana, se oyó el sonido chirriante de las
bisagras de la puerta de hierro que daba al exterior, e instintivamente, quienes
trabajábamos allí, que dábamos la mañana por terminada, levantamos la vista de
nuestros papeles con una mueca de fastidio hacia quien a ultimísima hora,
cuando uno ha dado ya por concluida la tarea, nos iba a interrumpir esa marcha
lenta hacia el reposo. Pero lo que vimos allí no fue ningún nuevo parado que
pedía con cara de conmiseración la realización de algún último trámite
pendiente, sino a un joven con cara alegre, un poco desorientado de entrar en
un lugar que no conocía y que llevaba un hermoso ramo de frescas rosas rojas en
su mano. Yo, como me imagino que cada una de mis seis compañeras, deseé ser la
afortunada; pero en mi caso, y desconozco si en el de alguna más,
inmediatamente después de ese primer deseo, comencé a sentir el temor de que
fuese para mí. Mi vida, por aquellos días, era lo suficientemente turbulenta
como para que un ramo de rosas pudiera contribuir a revolverla un poco más.
Me había casado muy joven. Poco después de
nuestra boda la empresa en que trabajaba mi esposo había sido absorbida por una
multinacional y, de repente, en pocos meses, nuestra vida dio un vuelco, en
esos momentos consideramos que para bien, que trastornaba todos nuestros planes,
al tiempo que nos abría posibilidades económicas que jamás nos habíamos imaginado.
Por su buen dominio del idioma inglés, su ascenso en ella fue meteórico y le
llevó a ocupar puestos de responsabilidad mucho más altos de lo que eran sus
pretensiones hasta ese momento. Aquello que considerábamos un regalo del
destino, con un incremento en sus ingresos muy sustancial, traía unas condiciones
también imprevistas en nuestro recién estrenado proyecto de convivencia. “No
hay nada perfecto”, dice el Principito al zorro, cuando le cuenta que, en su
planeta, donde no hay cazadores, tampoco hay conejos. Ahora Juan viajaba por
toda Europa, y dormía en hoteles de aquí y allá, sin un lugar fijo. La única
condición que habíamos consensuado, en aquellos días tan llenos de novedades y
sorpresas, fue que el fin de semana estuviera en casa. Los dos nos
enfrentábamos a aquella nueva situación con tanta ilusión como inquietud.
Muchas semanas llegaba a la ciudad en el último avión del viernes por la noche,
pero desde hacía año y medio, que fue cuando comenzó aquella vida de locura,
solamente no había cumplido aquella condición una vez y, por suerte, aquel fin
de semana estaba en Berlín. Como desde la ciudad donde vivimos hay vuelo
directo a Berlín, aquel fin de semana viajé yo, y cuando terminó la reunión del
sábado por la mañana tuvimos la oportunidad de pasear por la ciudad. En
aquellos días Berlín era una ciudad en obras: Foster acababa de finalizar el
edificio del Reichstag, y los visitantes encontrábamos una cierta fascinación
por recorrer la cicatriz de aquella herida que la dividió durante medio siglo.
Visitamos la Isla de los Museos con sus tesoros, paseamos por lugares de
nombres conocidos: Unter
der Linde, Friedrichstrasse, Alexanderplatz, y la increíble Puerta de
Branderburgo, símbolo de la Alemania reunificada. Las riberas del Spree eran un
hervidero de vida joven e indolente en los atardeceres de aquellos días de
primavera. Recuerdo aquel fin de semana como un gran momento de felicidad
común. Durante la semana, las tardes sola, en casa, se me hacían eternas, así
que, para huir del tedio y de la inquietud que me embargaba muchas veces cuando
pensaba en Juan, me las organicé con obligaciones que me tuviesen entretenida.
Los lunes y miércoles iba al gimnasio; los martes y jueves visitaba a mis
padres, comía con ellos y luego iba a clase de Inglés, en una academia cercana,
y los viernes iba a la peluquería, porque quería estar radiante para él, para
competir con esas miles de zorras que rondan a los ejecutivos de todo el mundo.
Tenía confianza en Juan, pero había admitido ya la posibilidad de que alguna de
las múltiples noches fuera de casa no hubiese dormido solo. ¿Y qué iba a hacer
yo? Evitaba torturarme con estas ideas que rondaban con frecuencia por mi
cabeza y me negaba a preguntarle sobre este asunto, pero cuando iba a casa de
mis padres, mi madre se encargaba de reavivar los fantasmas que yo apenas
lograba mantener callados. Quería saberlo todo de Juan, y nuestras
conversaciones solían terminar en el silencio o en un suspiro de mi madre que
lo interrumpía y en el que yo veía expresado cuanto habíamos hablado antes, cuanto
habíamos callado y cuanto en ese silencio habría imaginado.
-Hija, el mundo en que vivís es un mundo
de locos. Así no se puede tener una familia. Para eso, no casarse – decía ella
En el trabajo, algunos compañeros, entre
risas, me hacían bromas con las aventuras de película de los ejecutivos, que
eran más o menos las mismas historias que a mí me venían a veces a la mente,
con una mezcla de envidia por la vida que mi marido llevaba y de conmiseración,
que yo sentía como algo vengativa, hacia mí. Había aprendido a sobrellevar sus
bromas y a zaherirlos a veces con mis respuestas. Aquellas suposiciones sobre
la vida de mi marido me parecían, sobre todo, fantasías de cuanto les
hubiera gustado vivir a ellos en su propia vida, tan lejana de la de Juan, en
su rutina de funcionarios. Por supuesto que nunca les hablé de mis temores y,
ante ellos, me esforcé siempre por aparentar ser una mujer afortunada, pues sin
duda, en alguna manera, lo era, y que disfrutaba de los éxitos de mi marido como
si fueran propios. Y era verdad, pues gracias a su sueldo muchísimo mayor que
el mío y el de cualquier empleado público, mientras las vacaciones de mis
compañeros se repartían entre el pueblo y un hotel de tercera en cualquier
playa, nosotros viajábamos por el mundo: en poco más de año y medio que Juan
llevaba en la nueva empresa habíamos visitado Kenia, viajado por los fiordos
noruegos, navegado por el mar Egeo, entre las islas griegas y visitado Egipto.
No me costaba demasiado soportar sus bromas.
El ramo de rosas fue para mí. El chico de
la floristería preguntó por mi nombre, los ojos de mis compañeros se dirigieron
hacía mí y yo me levanté para recibirlo. Firmé el recibo, busqué azorada una
propina en mi bolso y se la di, él la cogió y salió de la oficina más alegre de
lo que había entrado. En todo este ritual viví totalmente ausente de la
presencia de mis compañeros. Solo cuando levanté los ojos del ramo de rosas
volví a tomar conciencia de su presencia, de sus miradas curiosas y de sus
bromas sobre el encuentro de nuestro próximo fin de semana. Sentía la cara como
una estufa y supuse que me habría puesto roja como las rosas que había
recibido. No di explicaciones. Nadie tenía que suponer que yo pudiese recibir
un ramo de rosas rojas de alguien distinto a mi marido. Estaba segura de haber
sido discreta.
Sin embargo, conociendo a Juan como yo lo conocía,
no pensé en que fuese un envío suyo. Que hubiese aparecido aquel admirador
incondicional, de quien yo suponía que eran las rosas, había sido algo ajeno a
mí. De alguna manera, como supongo que todas las mujeres, lo había imaginado,
hasta deseado me atrevo a decir, pero no me había puesto a buscarlo ni había
intentado provocar su aparición. Surgió y lo recibí. Era el director de
recursos humanos de una empresa de hostelería y se había presentado un día en
la oficina del INEM para hacer una oferta de empleo. No era frecuente que
apareciesen los empresarios por allí. Solían encargar ese tipo de trámites a
gestorías o personal administrativo de la propia empresa. Su presencia en la
oficina fue como una aparición: joven, con el cabello rubio, con una ligera
onda que le caía hacia la cara, bien arreglado, vestido con un traje de verano,
y con una camisa rosa de cuello abierto que mostraba el color dorado de su
cuerpo atlético. Mis compañeros bromeaban conmigo por mi supuesta habilidad
para detectar la presencia de alguien interesante en la oficina, pero aquel día
fui la última en percatarse de la presencia de aquel ángel. Cuando llegó a mi
mesa, me dio la mano para saludarme y después se sentó frente a mí, como
cualquier otro, para hablarme de las ofertas que pensaba hacer y para rellenar
los impresos correspondientes. Buscaba un contable y un jefe de administración.
Tenía muy claros los perfiles profesionales y hablaba con seguridad acerca de
lo que la empresa ofrecía en sueldo, horario y formación, que superaba los estándares
de las ofertas que solíamos gestionar. Por supuesto, estaba en contra de la
discriminación por sexo, aunque tenía ciertas preferencias en la edad.
-En todo caso, prefiero personas con buena
actitud hacia el trabajo y de presencia agradable – me dijo, como lo más normal
del mundo - por dos razones –añadió - porque voy a trabajar todos los días con
ellas y porque estoy convencido de que las dos cosas van juntas.
Me costó decirle que no podíamos
discriminar en la selección y que, en último caso, la presencia agradable es una
apreciación tan personal ,que nadie más podría hacerla por él –pero se lo dije.
-No tan personal – me contestó. Hay
bastante unanimidad en lo que es una persona de presencia agradable. Usted lo
es y lo sabe. De todas maneras –añadió- no se preocupe, si usted no puede
hacerlo, lo haré yo.
Aquellas palabras me desarmaron. No estaba
acostumbrada a aquellas cortesías.
-Es muy amable por su parte – dije, un
tanto aturrullada.
Rellené los documentos de la oferta de
empleo, los leímos para verificar las condiciones, lo firmó y despegué uno de
los ejemplares multicopia para él. Le expliqué cómo debía proceder con cada uno
de los demandantes que le enviáramos y me levanté para despedirme. Volvió a
tenderme aquella mano grande, sólida y fresca y se fue. Levanté la vista de mi
mesa y me vi observada por mil ojos que habían seguido nuestra conversación.
Sentí el color de mi cara encendida y se me enturbió la mirada como a una
adolescente.
-¡Qué hombre! – me dije para mí misma.
Durante las dos semanas que duró la
tramitación de las ofertas de empleo tuvimos ocasión y necesidad de hablar con
frecuencia y tanto como era él amable y hasta galante conmigo me esforzaba yo
en ser profesional y distante. El día en que decidió la elección de las dos
personas para cubrir los puestos de trabajo de su oferta me llamó para
comunicarme los nombres y para agradecerme la gestión que habíamos realizado.
Le respondí con palabras profesionales y neutras, mientras sentía cómo mis
manos comenzaban a transpirar y cómo se me enrojecía el rostro. Había pensado
demasiadas veces en él aquellos días y ahora, aquellas llamadas tan temidas
como deseadas tendrían su fin. Lo viví como cuando se está a punto de perder
algo, ¿Me estaba enamorando de él?
-Me pasaré un día al final de la mañana,
para llevarte los contratos.
-Vale – contesté yo.
-Dime a qué hora puedo invitarte a un café,
que se haya despejado un poco la oficina…
-A la hora del almuerzo, o mejor, al final
de la mañana -rectifiqué- cuando vayamos a cerrar.
-Vale, cambiamos el café por un aperitivo.
Nos vemos.
Yo tenía a mi marido, aunque la mayoría de
los días no lo tenía, y me había casado enamorada de él. ¿Pero qué mujer es
insensible a los halagos de un hombre atractivo? De repente en su mirada me
volví a sentir apetecible, y de repente y sin pretenderlo, su interés por mí me
devolvió al mercado de lo deseable, de alguien que puede despertar pasiones en
hombres que tendrían fácil acceso a mujeres más jóvenes que yo. Todo era nuevo
y sorprendente en aquella situación. Porque, sin duda, aquel hombre estaba
dando muestras de querer que lo nuestro fuese a más. No sabía nada de su vida
personal, y esperaba que él tampoco de la mía; solo que él no llevaba anillo de
compromiso y me imaginaba que se habría dado cuenta de que yo sí. La inquietud
por lo que hiciese mi marido había pasado a un segundo plano, ahora lo que me
inquietaba era qué haría yo, y yo todavía no quería hacer lo que, sin embargo,
comenzaba a imaginar que podría suceder, siempre que fuese por casualidad, es
decir, sin que yo tuviese que provocar aquello que deseaba, siempre que fuese
sin querer.
El jueves, cuando ya íbamos a cerrar,
apareció en el vano de la puerta, con su planta de triunfador. Saludó a todos,
se acercó a mi mesa, me dejó los contratos firmados, yo le sellé sus copias y salimos
al bar de enfrente.
-Vente a tomar algo – le dije a Teodoro,
un compañero y amigo con el que llevaba el área de ofertas y con quien
Alejandro había hablado también alguna vez durante aquellas dos semanas de
trámites.
Observé la expresión de “no me hagas esto”
que apareció en su cara cuando Teo se levantó para acompañarnos, y disfruté de
mi habilidad femenina. No estaba dispuesta a que entre los compañeros de
trabajo surgiese la más mínima duda sobre la fidelidad a mi marido.
Hablamos de trabajo, de viajes, de las
nuevas líneas de negocio que se abría para las empresas de hostelería con la nueva
normativa del gobierno autonómico sobre los comedores escolares…De lo eficaces
que habíamos sido en la gestión de las dos ofertas de empleo, de lo bien que se
había sentido tratado, de lo injustamente mal valorado que estaba el servicio
público de empleo… En cualquier asunto encontraba un motivo para decir mi
nombre, para que yo oyese mi nombre en su boca y sintiera su mirada sobre mí y
destacar algún detalle de mi persona. Yo se lo agradecía, o difuminaba su
interés evidente con alguna broma. Nos despedimos a la salida del bar y
volvimos a la oficina.
¡Este tío bebe en tus manos, eh! – me dijo
Teo mientras cruzábamos la calle.
-Así los tengo –bromeé yo. Solo los compañeros
de la oficina no valoran lo que tienen –añadí, haciéndome la interesante.
Fui a comer con mis padres, y luego a la
clase de Inglés, y en mis idas y venidas, como si en el vino blanco que tomé me
hubiese puesto algún filtro de amor me acompañaba como una sombra la presencia
enfervorecida de Alejandro. ¿Hasta qué punto su interés por mí se estaba
metabolizado en mis venas en mi interés por él? Aquella noche mi cama se me
hizo más ancha que nunca y el sueño que convocaba con todas mis ganas para
librarme de aquel tormento de mi mente se hacía el remolón. Me di placer a mí
misma pensando en él, oyendo que su voz repetía mi nombre como lo había hecho
en el bar, pero ahora cerca de mí, sintiendo su mano fuerte en mis muslos, en
mi vientre, en mis pechos, deseando sentir la fuerza de sus músculos y el peso
de su cuerpo sobre mí, ansiando poder ser de dos hombres a la vez y no
volvernos locos…
Mi primer pensamiento a la mañana
siguiente fue para él, no para mi marido que vendría por la tarde, y mientras
me arreglaba para ir a trabajar pensaba en él. A lo mejor se acercaba otra vez
a la oficina, a lo mejor nos encontrábamos por la calle, a lo mejor llamaba por
teléfono para preguntar cualquier cosa, a lo mejor pasaba con el coche por
delante de la parada de mi autobús, a lo mejor me ha espiado y sabe donde vivo
y un día suena el timbre y es él, a lo peor no pasaba nada de nada…Pero en la
elección de cómo salir de casa pensé en él: la blusa rosa era como la camisa
que llevaba él el primer día que fue a la oficina, la falda era casi del color
de su traje, elegí los zapatos con un poco de tacón, que me hacían otra, y me
puse un collar que compré en Egipto y que recordaba al del busto de Nefertiti
que había visto el Neues Museum de Berlín. Estaba segura de que aquel cambio en
mi vestir habitual en el trabajo no pasaría desapercibido para los compañeros
de la oficina, y me preparé para sus bromas habituales sobre el encuentro con
mi marido por la tarde. Aquella posibilidad de ser otra distinta a la que todos
veían, o suponían ver, aquel mundo exclusivamente mío, llegaron a parecerme
divertidos y, al tiempo, un poquito preocupantes.
II
El miércoles, estaba en la parada del
autobús, esperando a que llegase el que suelo coger para ir a casa después del
trabajo. Desde el día que vino a traer los contratos, Alejandro parecía haber
desaparecido del mundo. En mi cabeza, sin embargo, no había hecho más que crecer
su presencia. La posibilidad de una llamada suya se había despertado en mi
mente cada vez que sonaba el teléfono de mi mesa y el deseo, el temor y la
esperanza de que fuese él o de que apareciese en cualquier momento por la
puerta me tenía inquieta y me agotaba. Nada había sucedido, sin embargo, pero
la inquietud y una cierta astenia primaveral de aquellos días de finales de
abril me habían dejado exhausta. Eran las tres de la tarde y estaba yo sola
sentada, en aquella parada que era la última del pueblo. Había desistido ya,
como otros días y no sin cierta amargura, de la posibilidad que me había fabricado
nada más levantarme. Pensaba en lo que había contado mi marido en la última
llamada y en la rutina de gimnasia que me esperaba aquella tarde. De repente,
sin que lo hubiese visto acercarse, un Audi negro se paró ante mí e hizo sonar
ligeramente el claxon. El conductor quedaba oculto a mi vista y hube de
inclinarme para ver su cara. ¡Era él!. El flequillo lacio sobre su frente, su
camisa impecable, su corbata estudiadamente floja, y aquellas manos grandes
cuidadas, frescas que me hacía una señal para que subiera. Bajó el cristal de
la ventanilla que quedaba a mi lado y alargó su cuello para hablar conmigo.
- ¿Esperas
el autobús? ¿Adónde vas? - me preguntó.
Lo que menos deseaba en mi vida era
decirle no a él, porque todo mi cuerpo estaba diciendo sí. Aquel momento surgido
en mi fantasía, más aún, deseado, aparecía ante mí con toda la crudeza que no
había sabido imaginar. No era una niña, sabía que subir al coche era el inicio
de un camino cuyo final no podía controlar. Ahora, él ya no era el gerente de
la empresa ni yo la encargada de las ofertas de empleo. Yo sabía que él había
visto la alianza de casada en mi mano y él sabía que yo me había fijado en las
suyas, limpias de cualquier señal de compromiso.
-Me espera mi madre para comer –le dije, acercándome un poco hacia la ventanilla, pero sin llegar a abandonar mi postura sentada.
-Me espera mi madre para comer –le dije, acercándome un poco hacia la ventanilla, pero sin llegar a abandonar mi postura sentada.
-Sube, te llevo.
-Son tres paradas nada más y ya está
ahí el autobús- le dije, viendo que el autobús salía de la última curva y se
acercaba a la parada.
Hizo un gesto de extrañeza, algo así
como si dijera “¡me pones esa excusa tan poco convincente!” y la vergüenza que
me dio haber sido tan poco imaginativa hizo que, al mismo tiempo que decía que
no con la cabeza y con las palabras, estuviese acercándome hacia el coche sin
saber si era para subir o para decirle que gracias.
Y subí. El olor fresco que se
desprendía del interior del Audi frente al ambiente de mil sudores sucios impregnado
en los asientos del autobús que se anunciaba, ejerció en mí el efecto de un
panal de miel para cualquier mosca. Miré alrededor para cerciorarme de que
nadie conocido me veía subir, y vi que la calle estaba desierta, como casi
todos los días a esa hora.
Nos saludamos con dos besos, y
mientras ponía en marcha el coche, me contó de la suerte que había tenido de
encontrarme, lo contento que estaba de volver a verme, lo guapa que me veía.
-Tú me dices –me dijo.
-Nada, son tres paradas de autobús.
Mi madre vive en una paralela. Los miércoles como con ella. Me dejas en la
parada, que la calle es contra el tráfico y tienes que dar mucha vuelta.
-Te acerco.
-No, por Dios. Si mi madre me ve
bajar del coche de un extraño…- Le dije, exagerando la expresión, dando
oportunidad de que mis palabras se entendieran como una broma, como una alusión
a las típicas advertencias que nos hacen las madres a las hijas cuando
comenzamos a salir al mundo.
-Podemos quedar para comer otro día
que no sea miércoles. Realmente estoy agradecido a la selección que habéis
hecho. Me habéis enviado a dos personas muy buenas: profesionalidad, disposición,
juventud, en fin, dos personas que no te imaginas sin trabajo. No entiendo cómo
las empresas no acuden con más frecuencia al servicio público de empleo.
Cualquier empresa de selección de personal me habría soplado mil euros por lo mismo
que vosotros hacéis gratis.
- Yo tampoco lo entiendo, pero ya
sabes…Los funcionarios no tenemos buena prensa
-Ya me encargaré yo de haceros
publicidad – dijo, con aquella confianza de quien se siente capaz de influir en
el devenir del mundo.
Le señalé la parada donde deseaba
que me dejase. Paró, volvimos a darnos dos besos de despedida y yo me bajé, Aquellos dos besos de despedida tenían vocación de ser uno solo. Nos dimos dos besos que querían ser uno se juntaron las comisuras de un lado y otro de nuestras bocas hasta rozar esa parte del labio que ya no es piel, sino interior del cuerpo.
-Gracias, le dije
-Ha sido un placer –contestó,
siempre galante.
- Queda pendiente la comida – me
dijo cuando ya cerraba la puerta.
Me volví, y con la mejor de mis
sonrisas le di a entender que sí.
Crucé la calle y me fui a comer a mi casa,
que estaba solamente unas calles más allá de la parada donde me había dejado.
La excusa de la comida con mis padres me había servido como escudo.
El viernes de aquella semana
apareció el mozo de la floristería con un ramo de rosas rojas en la puerta de la
oficina, y cuando pronunció mi nombre sentí como si alguien revelase un secreto
mío; la sangre de todo mi cuerpo se concentró en mi rostro y temí quedarme con
el corazón y que se quedase allí para siempre.
-¿Quién me enviaba aquel ramo de rosas sin
una tarjeta que me permitiera agradecérselo…o devolvérselo?
El ramo era precioso. Las rosas
frescas, recién abiertas, de tallo largo, sus pétalos carnosos y aterciopelados
absorbían la blancura de la luz y la devolvían irisada y fresca.
¿De quién podía ser aquel ramo?- me
quedé pensando mientras miraba la tarjeta donde aparecía mi nombre solo, sin
ningún apellido, y en el que no constaba ningún nombre más.
-Son de mi marido .dije a mis compañeros- procurando esconder bajo mis palabras la perplejidad que me embargaba..
-
Tal día como hoy nos conocimos hace muchos años –añadí para dar una explicación
y añadir intriga.
-¿En
sentido bíblico? -añadió un compañero, especialmente gamberro.
Pero yo no sabía de quién era aquel ramo.
Y de la respuesta que tuviese aquella inquietud mía dependía lo que pudiese hacer
con él. Si no era de mi marido, no podía llevar aquel ramo de rosas a casa.
Tendría que depositarlo en cualquier contenedor de basura y vigilar que nadie
me viera hacerlo. Pero si las rosas eran suyas, no podía no encontrarlo en casa cuando
llegase. Cuando salí de la oficina, entre las bromas de mis compañeros y quizá
la envida de mis compañeras, aquellas rosas comenzaban a ser ascuas en mis
manos.
Pensé en llamar por teléfono a Alejandro.
Tenía el número de su móvil, que me había dado cuando estuvimos gestionando las
ofertas de empleo, y le había llamado alguna vez desde el teléfono de la
oficina, pero no podía hacerlo desde el mío. Juan trabajaba en la compañía
telefónica y yo sabía que un teléfono móvil es un chivato de nuestra vida que,
en aquel tiempo, nadie ajeno a aquel sector imaginaba. Luego lo hemos sabido.
Los sucesos del 11-M, en Madrid, se esclarecieron a partir de los teléfonos
móviles con los que los yihadistas hicieron explotar las bombas. Más tarde, los
espías del gobierno de Madrid, aquella “gestapillo” que se montaron para dar
cuerpo a sus desconfianzas, fueron dejando un reguero de huellas delatoras de
sus actividades delictivas con el uso tan ignorante como imprudente de sus
móviles. Nosotros disfrutábamos de terminales gratuitos pero, a cambio, mi vida
se había vuelto transparente a los ojos de mi marido. La suya, en cambio, era
totalmente opaca para mí. Podía llamar a Alejadro desde una cabina, pensé, pero
deseché aquella posibilidad. ¿Cómo explicar que le llamase desde una cabina? ¿Y
si no había sido él? ¿Qué mensaje le estaba enviando con mi suposición de que
las rosas pudieran ser suyas? Estaba casi segura de que no eran un regalo de Juan.
De haber sido suyas aquellas rosas, habrían sido enviadas por Interflora, y no
era el caso. Eran de una floristería del pueblo. También pensé en pasarme por
la floristería y preguntar quién había hecho el encargo, pero no lo hice. Era
comenzar a dar tres cuartos al pregonero y sabía que forma parte del secreto de
su profesión no revelar datos de quien quiere permanecer en secreto. Esperé en
la parada del autobús, ansiosa y temerosa de que apareciese Alejandro con su
coche y me viese allí con las rosas que comenzaban a pesarme como un castigo, y
cuando vi que venía un taxi, lo detuve y pedí que me llevara a casa. Necesitaba
tomar una decisión antes de abrir la puerta de casa. Me costaba deshacerme de
ellas y me atemorizaba entrar con ellas. Pensé en poder decir a Juan que las
había comprado yo, pero claro, sería un riesgo si me las había enviado él,
aunque no era probable. Al final, después de dar muchas vueltas, del poso en la
memoria de alguna película que no recordaba surgió una idea que me pareció salvadora
para enfrentarme a la llegada de Juan por la tarde sin tener que deshacerme del
ramo. Repensé aquella solución y me pareció que no contenía fallos, además de
servirme para confirmar o descartar a uno de los posibles implicados. Una vez
decidida, y antes de llevarla a cabo, se me tranquilizó un tanto el ánimo, me
hice algo de comida, comí y descansé antes de acudir a la peluquería, como
todos los viernes. Cuando regresé de la peluquería, me duché y me dispuse para
ir a esperar a Juan al aeropuerto, que ya me había anunciado su llegada para
las nueve de la noche. Volví a reconsiderar atentamente mi decisión y me puse a
ejecutarla. Antes de salir hacia el aeropuerto deshojé todas las rosas, pétalo
a pétalo, sobre el edredón de nuestra cama, cogí los tallos y los arrojé al
contenedor de los materiales orgánicos.
Me sentí más nerviosa que de costumbre,
camino del aeropuerto, y me volvió la tranquilidad en cuanto vi salir a Juan de
la zona de pasajeros arrastrando su maleta. Venía desde Bruselas. Me hizo una
seña con la mano, como siempre, nos dimos un beso que desde fuera podía parecer
apasionado, pero que nosotros sabíamos que ya era de rutina en aquellos encuentros
que se habían tornado rutinarios y nos dirigimos hacia casa. Me dijo que estaba
muy guapa, como todos los fines de semana, me dijo que venía muy cansado, como
todos los fines de semana, me dijo que la compañía estaba subiendo mucho, como
todos los fines de semana, y no dijo nada de un ramo de rosas, como todos los
fines de semana. En ese momento pensé en Alejandro y deseé más que nunca estar
con él. Con aquel deseo de salir corriendo en su búsqueda y que me alejaba de
Juan, subimos a casa. También él podría guardar un secreto como el mío, un
deseo que no se transparentase en su cara ni apareciese en nuestra
conversación, pensé. Los cuerpos son opacos, lo que bulle en la conciencia de
las personas que amamos sigue siendo oscuro e indescifrable. La expresión de lo que yo sentía otros días se
parecía tanto a la expresión de lo que en ese momento había dejado de sentir
que comencé a dudar también de la verdad de cuanto él me decía.
Cuando
entramos en el salón observé si Juan hacía algún gesto que yo pudiese
relacionar con el ramo de rosas que había recibido aquella mañana, pero no tuve
suerte.
-¡Qué bien huele! – dijo- ¿Has cambiado de
ambientadores? – añadió para confirmar mi sospecha.
- Si – le respondí- Hay unos nuevos que
huelen a rosa natural.
-Es verdad –dijo- tienen un olor muy
natural- confirmó, mientras se dirigía al servicio que estaba cerca de la
entrada y donde soltó, sin molestarse en cerrar la puerta, una meada sonora y
larga como la de un buey.
Finalmente, cuando yo ya había deseado que
se hubiese ido por el desagüe del inodoro, ahogado en aquella cascada de orín,
se dirigió al dormitorio aflojándose la corbata y dispuesto a desvestirse.
-¡Hostia!. ¿Qué has hecho? – me dijo,
volviendo el rostro hacia mí, con la mirada despierta, como si me viese por
primera vez después de un siglo.
- He cambiado de ambientadores – le contesté,
dejándome abrazar y besar, pero sin fuerzas para responder ni a su abrazo ni a
sus besos.
- ¿Cómo se te ha ocurrido? ¡Esto es muy
romántico! –continuó diciendo- mientras me conducía hacia el lecho y nos
arrojábamos sobre los pétalos que lo cubrían. Es una pena que venga tan
cansado, mañana lo celebramos a lo grande.
- No estamos seguros de estar vivos mañana
–dije yo, queriendo expresar la urgencia de mi deseo y sin pensar en la dureza
de aquellas palabras- me levanté de su lado y me fui a ponerme ropa cómoda,
mientras él se duchaba.
Estaba claro que las rosas no me las había
enviado él. Pensé en Alejandro y me propuse averiguarlo el lunes próximo, pero
llegó el lunes y aplacé mi decisión. No podía ni siquiera darle a entender mi
sospecha y dejé pasar los días. No sé qué pensar. No sé qué podrán significar
esas rosas para quien me las haya enviado…Para mí son solo un enigma
inquietante.
III
“Detesto el lugar donde trabajo. Cuando
llegué, hace ya años, era un lugar gris, con el mobiliario de los antiguos
sindicatos verticales y con unos empleados ignorantes que escribían a máquina
con dos dedos y desconocían la ortografía y la sintaxis. Con el paso de los
días y de los años, aquellos testimonios del paleolítico administrativo fueron
retirándose o jubilándose y fue viniendo gente más joven. mientras yo me iba
haciendo más viejo. Hoy soy el mayor de la oficina. La llegada de los
ordenadores desterró a las máquinas de escribir, y las costumbres mezquinas
de la administración han sido remplazadas por el derroche del dinero público:
hemos pasado de tener que entregar el resto del lápiz viejo para que te dieran
uno nuevo, a tener un armario lleno de material de trabajo sin ningún control.
La mayor parte de los compañeros que han ido viniendo estos años han terminado por
hacérseme insoportables y odiosos, algunos solamente tolerables. Entre tanto,
las mujeres se han tornado el grupo más numeroso, para desgracia mía. De los
antiguos, de los anteriores a la llegada de los ordenadores con sus promesas y
sus enredos solo quedo yo. Cuando llegué a la oficina, era de los más jóvenes y
todavía trabajábamos con fichas de cartón en unos ficheros manuales que, vistos
desde hoy, parecen contemporáneos de las hachas de sílex. La mayoría de los
funcionarios habíamos compartido nuestra niñez con las cartillas de
racionamiento, y cuando llegaron los de aquella generación que no las había
conocido notamos ya un cambio. Luego vendrían los que ya habían tenido
televisor en casa cuando eran niños, y más tarde quienes desde pequeños aprendieron
a usar el mando para elegir entre distintos canales, con esa magia bíblica de
los objetos que cumplen inmediatamente la propia voluntad por el simple procedimiento
de expresarla, como hizo Dios todo aquella primera semana del mundo, o como
artilugio milagrero, como Moisés abrió con su bastón las aguas del Mar Rojo. Últimamente han
aparecido personas que tuvieron teléfono móvil ya en la escuela y el mundo se
me ha hecho totalmente incomprensible.
Yo me hice funcionario después de fracasar
en lo que quería ser. Porque yo quise sobre todo ser poeta. También me hubiera
gustado ser biólogo y dedicarme a la investigación. No me gusta el campo, pero
me entusiasma descubrir los misterios sobre los que se sustentan la vida, esta
anomalía del cosmos. Biólogo para conocer el asombro, poeta para poder
cantarlo. Hubiera querido escribir la poesía de la ciencia: expresar el asombro
ante la mitosis, hacer ver en mis palabras la magnificencia de los líquenes, o
la maravillosa simplicidad del H2O. Pero no pude. Estudié en una época en que
en España solo había curas, militares, funcionarios del estado que engendraban
ya a futuros funcionarios, o empleados de las grandes empresas públicas que se
nutrían de trabajadores de entre los vástagos de las propias familias, cada uno
respetuoso con su ascendencia: los directivos salían de las familias de los
directivos, los técnicos de las de los técnicos y los operarios criaban a los
operarios que les sucederían en sus puestos, todos ellos orgullosos de lo que
eran, todos ellos vigilantes de que nadie desconocido se sumase a lo que
consideraban su fortuna Los hijos de los de Renfe trabajaban en Renfe, los de
Iberia, en Iberia, los de las empresas eléctricas en las eléctricas, y los
puestos de las universidades se reservaban a los hijos de los profesores
universitarios. Yo, sin conseguir despojarme de la sensación de haber llegado
donde no me tocaba, con la convicción de ser un intruso, estudié Biología en
la Universidad, y cuando obtuve el título no encontré nada que pudiera hacer para
aquello que se suponía que mis estudios me habían habilitado. Al mismo tiempo
bordeé los treinta y el temor a una vida de miseria. Por eso me hice funcionario.
Preparé unas oposiciones de administrativo en el Estado, las aprobé con
facilidad y buena nota, y me dispuse a vivir modestamente, sin sorpresas y sin
pasión.
Yo ya era funcionario antes de que se
inventasen esto de las autonomías, y a ésta en la que estoy vine a parar, velis nolis, en una de las transferencias.
Nunca tuve intención de hacer carrera en la Administración, cansado de mis
primeras experiencias como profesor en colegios privados, busqué simplemente un
trabajo que me diese de comer y en el que no tuviese que soportar demasiadas
veleidades de mis jefes. Creo que la mayoría de los que encontré en la
Administración, cuando me incorporé a este puesto, en el que sigo, compartíamos
circunstancias, aspiraciones y frustraciones muy parecidas.
Luego han venido gentes con otros motivos,
y que cargan con otras ilusiones y con otras ambiciones. Me sorprendí cuando
comenzaron a llegar gentes que querían hacer carrera en la Administración u
otros que llegaban a aquí presumiendo de algo. El colmo de lo que detesto en
los nuevos empleados públicos lo representa en estos momento Luisa, una
compañera que llevo sufriendo ya un tiempo. Trabaja justo detrás de mí, lo cual
me permite oír (o me hace sentir y padecer) toda su cháchara. No es una mujer
fea, sin llegar a ser irresistiblemente guapa, aunque reconozco que puede
ataviarse de manera estudiada tanto para llamar la atención de los hombres como
para suscitar la envida entre las mujeres. Pero se me hace insoportable su permanente
esfuerzo por conseguir halagos de la gente, junto a la exhibición permanente de
su estado de felicidad.
Yo no me creo nada de ella, y algo se me
debe notar, porque un día me dijo que la miraba como miro a las mujeres feas.
Aquella observación me dejó un poco
perplejo, pues en un primer momento pensé en una perspicacia fuera de lo común,
ya que yo me esforzaba en que no se trasparentara en mi trato el rechazo real
que me provocaba. Por supuesto, lo negué, pero me quedé pensando en sus
palabras. Llegué a la conclusión de que no era verdad que la mirara como a las
mujeres feas, sino como a las mujeres que no me gustan, que es algo muy
distinto y que algunos y algunas (como se dice ahora) no llegan a diferenciar
en toda su vida. He conocido mujeres, si no feas, porque no soy capaz de
aplicar ese calificativo a ninguna mujer, no guapas oficiales, que eran
encantadoras y con las que me he divertido mucho. Y al revés, guapas oficiales
que me han resultado insoportables.
Si alguna actitud tiene en común todas
estas personas de las que me siento tan lejos y que me son tan ajenas, es su
visión acrítica del mundo, sí, su ceguera para la complejidad de la vida. Son
personas que confunden, para sí y en el trato con los demás, la risa con la
felicidad, la comunicación con el hablar, la amabilidad con las palabras
amables, el trabajo con el atosigamiento de tareas inútiles, el ahogo de
cualquier relación social con la compañía, la soledad con la tristeza…
Me he ido ganando con mis actitudes, con
mis palabras y mis silencios, la fama de raro y desde hace tiempo sobrevivo
entre ellos como en una isla de marginación que, paradójicamente, a mí ha
llegado a resultarme cómoda: asisto al tráfago de sus vidas y me dejan en paz.
No comparto sus interminables almuerzos, tampoco sus ocasionales salidas a
comer o cenar en grupo, ni el rito de los regalos inútiles con los que suelen
celebrar sus cumpleaños. Saben que soy solidario en el trabajo, esta tarea que
llevo haciendo a mi parecer toda mi vida, y en la que he desarrollado una
eficacia difícil de adquirir. Cuando acuden a mí, están seguros de mi
respuesta, me lo agradecen y me he ganado su respeto.
A veces pienso que el sistema binario, en
que se basan todos los lenguajes informáticos, está habituando a los usuarios a
mecanismos mentales planos, muy rápidos, pero alejados de los procesos propios
de los humanos. Las personas podemos decir sí y no al mismo tiempo, podemos
construir excelentes mensajes convincentes para los demás sobre lo que no
creemos, podemos mentir sobre nuestras intenciones y nuestro comportamiento
obedece a estímulos tan complejos que pueden resultar desconocidos para
nosotros mismos. Sobre el escaso abanico de nuestras necesidades vitales,
construimos el fantasioso mundo de nuestros deseos, y al tiempo que nos dedicamos
a satisfacernos nos volvemos esclavos de él
Vivo al lado de la oficina donde trabajo y
cuando salgo, al final de la jornada laboral, doy un rodeo por un trayecto que
tiene la misma duración que el cigarrillo que me fumo, y en el paseo, que es
como un proceso de descompresión del ambiente de la oficina, pienso muchas
veces en estas cosas, de las cuales me deshago en cuanto entro en mi casa. Es
una hora rara para los hábitos de la gente que vive en el barrio, las calles,
tan llenas de tráfico y ruido a todas las horas, parecen sestear también. Sólo
se ve el movimiento de los coches de quienes salimos de la oficina, y en la
parada del autobús veo frecuentemente a Luisa, sola, sentada en el asiento de
la marquesina, mientras espera la llegada del autobús, que suele ser puntual.
Para mi sorpresa, el otro día, la vi subir
en un Audi-6 igualito al que tiene el gerente de la empresa de hostelería que
puso hace un mes la oferta de empleo. Durante los quince días que ha durado la
tramitación de la oferta he tenido la oportunidad de asistir, involuntariamente
al principio y con interés después, a las conversaciones ya habituales con su
marido, que viaja mucho y trabaja en una de estas empresas modernas de
telefonía, y que como no paga nada de teléfono la llama a todas las horas para
contarse las cosas más ridículas, y a las que tenía con el gerente. Me
fascinaba asistir a la complejidad de la vida que se manifestaba en aquellas conversaciones,
a mi espalda, y precisamente en ella, que inunda la oficina de fotos cuando llega
de sus viajes de ensueño, o que no desaprovecha cualquier circunstancia para
hacernos ver lo felices que son. Alguna vez, mientras estaban las ofertas
pendientes de cubrirse, hablé con él, contesté al teléfono de Luisa, al de su
mesa, si no dejaba de sonar y ella no se encontraba en la oficina, y me pareció
percibir en la voz del que llamaba la frustración de que no fuera ella quien
contestase. Yo solía dejarle en un pósit el recado de la llamada, que ella devolvía
en cuanto se sentaba, y sin pretenderlo, pero no sin cierta complacencia de
etólogo que ve confirmar sus hipótesis en el comportamiento de los animales que
estudia, y a pesar de que Luisa se esforzaba por hablar quedo, la proximidad
que compartíamos me permitía reconstruir con solo sus palabras aquellas
conversaciones en las que también se hablaba de las ofertas de empleo. Detrás
de sus contestaciones profesionales y distantes, comparadas con las manifestaciones
habituales de simpatía que prodigaba entre empresarios y asesores, sospechaba
yo montañas de orgullo y autocomplacencia en poder hacerse la inaccesible ante
quien evidentemente no cesaba de pretenderla En aquellos días, Luisa venía aún
más radiante, como si hubiese encontrado un motivo extra a su habitual cuidado,
o como si el deseo de aquel admirador inyectase un brillo nuevo en su mirada.
El otro día, en una de aquellas veces que le cogía las llamadas de teléfono, vi
en el cajón superior de la mesa, que sorprendente estaba abierto, su cartera
repleta de tarjetas de pago, de fotos de la familia y de billetes de dinero. En
sí misma, aquella cartera me pareció una exhibición obscena de consumismo.
Cuando volvía a mi mesa y a mi silla, me vino a la cabeza, no sé qué diablo me
lo inspiraría, hacerle a Luisa una jugarreta. Estaba decidido a poner en
práctica aquella ocurrencia, como un ejemplo de la complejidad del mundo, como
una enseñanza sobre la verdad y la apariencia, como un cuestionamiento de la
interpretación simple de los mensajes. Durante su ausencia, en el rato del
almuerzo, una nueva llamada me dio ocasión de poner en práctica mi plan: cogí
veinte euros de su cartera, era tanto el dinero que tenía que no temí que lo
echara en falta y cerré el cajón de la mesa, que ella dejaba habitualmente
cerrado. Cuando me tocó salir a almorzar, me fui a la floristería del pueblo
más lejana, donde no me conocían, y encargué que llevaran un ramo de rosas a la
oficina, a las tres de la tarde, a nombre de Luisa. Por supuesto, ni di mi
nombre ni pedí que en la tarjeta figurara ningún otro. Que en la tarjeta
figurase solamente estúpida la leyenda "porque tú lo vales".
Estuve atento a la hora que debía entrar
el ramo, y en cuento vi pasar al chico que lo llevaba por delante de la ventana
me levanté con tranquilidad y me fui hacia a los aseos, que están al fondo de
la oficina. Esperé un rato y salí cuando ya se había ido el de la floristería. Alcancé
a oír la voz de Luisa.
-Son de mi marido – Tal día como hoy nos conocimos hace muchos años.
-Son de mi marido – Tal día como hoy nos conocimos hace muchos años.
-¿En sentido bíblico? – oí que preguntaba
Raimundo, con una risotada de gamberro que provocó la hilarante reacción de los
demás.
IV
El lunes llegué a la oficina el primero,
como casi siempre, con una cierta curiosidad por saber cómo se habría resulto entre
Luisa y Juan el asunto de las rosas del viernes, pero decidido a no dejar traslucir
mi interés. Esperaba que alguno de los compañeros sacase la conversación, y aunque
no esperaba que Luisa dijese la verdad de nada relacionado con el ramo, me
intrigaba la forma en que inventaría una salida para aquella putada de la que
no me sentía nada orgulloso. Estoy seguro de que ella también había ideado alguna
forma para salir del posible atolladero en que podría verse si las bromas de
los compañeros comenzaban. Pero nadie dijo nada. El fin de semana había pasado
sobre nuestras vidas y había arrasado con cualquier veleidad. Cada lunes,
parece que comienza el mundo de nuevo.
La guerra no acaba nunca
Las tropelías de mis conmilitones eran un argumento definitivo contra los vencedores de aquella guerra. El arrojo obediente y suicida con el que se había peleado derivó en cobardía y matonismo gratuito cuando finalizó la guerra. Aquel sufrimiento, aquella repugnancia de mí mismo que yo sentía a veces, era el precio que tenía que pagar para ahorrar a mis padres, a mi hermano y a mi cuñada, incluso al su pequeño hijo, los mismos abusos que contemplaba diariamente con mis ojos. A veces pensaba que la vida de mi sobrinito podría contenerles, otras, viendo lo que veía diariamente, pensaba que, en el caso de que quisiesen que tomar venganza, les daría igual.
Después de la entrada triunfal en Madrid, mi compañía fue destinada a Asturias, a combatir a los maquis. Envalentonados por la victoria y seguros de que nadie les pediría cuentas de lo que hacían, aquellos pobres hombres se entregaban con codicia a los más absurdos rituales de amedrentamiento y a las burlas más procaces sobre los efectos que el miedo a sus despropósitos tenían en personas humildes e indefensas. El objeto de su venganza eran sobre todo las mujeres que habían sobrevivido al exterminio de la guerra en aquellos territorios conquistados. Una vez identificadas las mujeres y las hijas de “los fugaos”, las cogían en cualquier lugar, y con cualquier pretexto, las llevaban hasta la guarnición. Allí, ante aquellas criaturas indefensas, todo era valentía, atrevimiento y exaltación patriótica: les quitaban los vestidos y así, desnudas o semidesnudas, les hacían limpiarles las botas, lavarles la ropa, coserles un botón de la bragueta mientras les decían palabras soeces, les insultaban y se excitaban sexualmente con la visión y la cercanía de sus cuerpos temblorosos y desnudos. Había algo que les impedía consumar su deseo, y entregarse al placer que la tensión del sexo excitado pedía, quizá el miedo a un pecado que los ojos del capellán no aprobaban, mientras consentía, indulgente, la exhibición de prepotencia y falsa gallardía ante aquellos seres asustados. En el catecismo no había ningún mandamiento que prohibiese abusar del débil, y así nadie se sentía culpable. Luego, si no lo habían hecho antes, les rapaban sus cabezas y las devolvían, pelonas y desnudas al pueblo, mientras se aliviaban de su excitación con otras monstruosidades. Todo sucedía en un bullicioso y exaltado ambiente de camaradería que ayudaba a desdibujar en la conciencia individual los perfiles de la crueldad. Los crímenes sucedían sin que nadie se sintiera criminal, sólo un poco gracioso, la complacencia de sentirse el más ingenioso de los presentes en una competencia por dilucidar a quién de ellos se le ocurría la mayor gamberrada, con ese punto de desvergüenza que impone la vitalidad juvenil y que resulta tan atractivo entre alguna gente joven, ciegos al dolor que provocan en quienes han convertido en el objeto de su diversión. La exaltación con la que vivían el momento les impedía ver más allá de sí mismos.
A veces simulaban ejecuciones de los familiares de los huidos y vengaban en ellos las penalidades y los fracasos que sufrían en su búsqueda. Un soldado vestido de oficial les leía los cargos, todos ellos disparatados e inverosímiles y a continuación la sentencia, y los conducía al lugar de ejecución cumpliendo todo el ritual de las verdaderas. Algún soldado cogía un crucifijo y se presentaba como el cura que les ofrecía confesión, y buscaban un nuevo motivo de escarnio tanto si el condenado accedía a confesarse como si repudiaba aquella ignorada e insolente representación de piedad. Luego simulaban con balas de fogueo lo que muchas veces hacían con las de verdad, o disparaban muy por encima de sus cabezas. Los oficiales lo sabían, pero consentían aquellas diversiones de sus cachorros para ayudarles a pasar el tiempo sin guerra con la borrachera de carcajadas que les proporcionaba la simulación de ella.
Yo mismo sufriría más tarde una de aquellas simulaciones, y sentiría en mí el pavor de quien se enfrenta a un fusilamiento sin encontrar piedad en los ojos de quienes te apuntan con las armas, y me enfrentaría a sus burlas por haber manchado los pantalones. Lo sufrí yo, pero libré a los míos de aquella humillación.
En las ejecuciones reales, el capellán dirigía a quienes iban a ser fusilados palabras piadosas, les exhortaba a la oración y al arrepentimiento y les prometía la vida eterna y el perdón de Dios si confesaban sus pecados. Al tiempo, les auguraba los peores tormentos eternos, la ira del mismo Dios, si renunciaban al perdón que él les ofrecía. Pero callaba ante los crímenes de sus despiadados verdugos. ¿No sentía piedad por las víctimas? ¿No iluminaban de ninguna manera aquellas palabras que salían de su boca los horrendos crímenes que se cometían casi a diario ante sus ojos? ¡Qué lejos me encontraba de todos ellos! El más grande dolor de mi vida había permanecido ajeno a la ficción de aquella convivencia de campaña. Lo de mi hermano no se podía decir. Tuve la suerte de que me tocase hacer la guerra lejos de la gente que me conocía y que lo hubiera podido contar.
Desde que sucedió lo de mi hermano, se había instado en mi cabeza una idea fatalista de la vida que me hacía vivir como si nada tuviera sentido, o más, como si el único sentido de cuanto vivíamos, de cuanto la vida nos traía, fuera hacer una burla de nuestros propósitos.
¿Cómo entender lo que nos había sucedido?
No podía sospechar el buen hombre que aquel domingo, tomándose un café de recuelo en la cocina, con su intento de ayudarnos, estaba dando la ocasión de que llegara aquella desgracia que nos rompió por la mitad. Otras veces, con más conformidad, pienso que hubiera sido igual, que visto lo que vino, más pronto o más tarde nos habría sucedido lo mismo.
Vivía frente a nuestra casa y en las largas tardes de invierno se había acostumbrado a pasar sin llamar y entretener el tiempo bebiendo un vaso del buen vino que nunca faltó junto a mi padre, jugando a las cartas o comentando la actualidad que venía en el “Norte de Castilla” que le traía el coche de línea y que el recogía en la oficina de correos después de comer. A veces llevaba un libro y nos leía de él.
- Como no venís vosotros a verme, vengo yo a veros a vosotros- nos decía a veces, para justificar burlonamente su visita, pues sabía de sobra que apreciábamos su compañía.
La verdad es que, en nuestra casa no nos comíamos los santos, y que acudíamos a la iglesia con escasa asiduidad, lo que no parecía importarle mucho.
-Dios no necesita de las alabanzas y las procesiones de los hombres... ¡Qué tontería! ¿Qué podría añadir a Dios lo que los hombres podamos darle, si todo es de Él? - le explicó un día a mí padre, que se llevaba mal con los beatos.
-Dios lo que quiere son buenas personas, y yo creo que tú no andas lejos de serlo...
Aquellas palabras del sacerdote le tranquilizaban. A mi padre se le hacía insufrible la compañía de algunas personas que frecuentaban la iglesia, pero se sentía cómodo con el párroco.
-¿Por qué no pones un aserradero?
La conversación se había desparramado por las dificultades de nuestra vida, que parecían crecer con el paso del tiempo y no tener fin a medida que los hijos íbamos creciendo y pasábamos de los pupitres de la escuela al cultivo de la tierra. La escasez de terrenos cultivables, la ingratitud del trabajo en el campo, el crecimiento de los hijos, la dureza de una vida que no encontraba otra salida a la escasez que redoblar los esfuerzos y vigilar el ahorro para un futuro que nos imaginábamos peor que el presente, y las privaciones...
-¿Y de donde saco yo dinero para comprar una sierra?
- Si sólo es cuestión de dinero... Dejó caer el buen sacerdote como si estuviese esperando algo más de nosotros.
- Todo es cuestión de dinero, D. Andrés - añadió mi padre, con la convicción de que no había problema que no encontrase la solución en el dinero.
- A lo mejor... Dijo el sacerdote, Y dejó las palabras así suspendidas en el aire, como si dudase cómo continuar.
- Pero en este caso, no tiene que ser por dinero. Continuó.
- He estado mirando en Valladolid y por diez mil pesetas se puede poner un aserradero...
- No tenemos diez mil pesetas... Jamás tendremos diez mil pesetas, D. Andrés - sentenció mi padre, con absoluta seguridad en su infortunio.
Como otras tardes, antes de despedirse, leyó un relato de aquel libro del Tolstoi, cuya imagen patriarcal e imponente aparecía en la cubierta, y que él tenía en gran estima.
Y así terminó de pasar aquella tarde, él intentando hacernos ver y nosotros emperrados en nuestra ceguera.
Al final ganó él, y a los pocos días hicimos el viaje a Valladolid, con diez mil pesetas escondidas entre los sacos de cebada cargados el carro y presos de las más encontradas emociones: a medias ilusionados, a medias atemorizados por el camino que estábamos emprendiendo. Salimos de casa muy de madrugada, de noche, iluminando el camino con la luz escasa que salía del farol colgado del toldo del carro. En ningún momento llegamos a imaginar siquiera el final al que llegaríamos. No podíamos sospechar en aquellos días la locura que estaba creciendo en cabezas lejanas y ajenas a nosotros y que terminaría madurando, explotando y arrastrándonos en su deflagración.
Llegamos a la dirección que el sacerdote nos había dado, después de descargar la cebada en el depósito de cereales y recibir algo de dinero, no sin antes preguntar un sinnúmero de veces por la calle que llevábamos escrita en un papel. Allí nos recibió alguien que nos esperaba y nos enseñó la máquina que debíamos cargar. Nos enseñó su aserradero, y vimos, boquiabiertos, trabajar con rapidez y precisión la maquinaria recién estrenada. La cinta sinfín fraccionaba los grandes troncos en trozos manejables para el tren de la sierra y los transformaba en tablas con una celeridad nueva para nuestros ojos. Por primera vez vimos el uso industrial de la electricidad, más allá de su utilidad para alumbrar la tristeza de nuestras casas. El zumbido de las cintas dentadas que despedazaban las maderas nos daba miedo, era como un aviso permanente de su peligro.
En el aserradero, como no era cosa de detener las máquinas cada vez que uno tenía que hablar, todo el mundo se hablaba a gritos
El hombre que nos vendía la sierra nos ofreció que mi hermano se quedase algunos días trabajando en el taller, para que aprendiese a instalar la máquina y al mismo tiempo el oficio de aserrador, y nos advirtió de su peligro.
- La ventaja de estas máquinas es que no hay que darles de comer, el peligro, que estos dientes que no comen sí muerden, y lo mismo que cortan un tronco pueden tronzar a un hombre – dijo aquel hombre gritando por encima del ruido ensordecedor de las sierras.
-A buen entendedor, pocas palabras - sentenció mi padre mirándonos.
Volvimos mi padre y yo con la máquina y se quedó mi hermano, que era mayor, hasta el domingo, para aprender el oficio.
La llegada de la sierra revolucionó el pueblo. Tuvimos que pedir una instalación eléctrica especial para la sierra, pero aquel señor cura allanaba con su presencia montañas inaccesible para un simple mortal. Montamos la máquina en el corral de la casa, que quedaba a las afueras, sin importarnos ni el ruido de la sierra ni el polvo del serrín, sólo condicionados por la distancia al enchufe de la luz y por el espacio necesario para mover los troncos que debían ser serrados, pero espacio era lo que nos sobraba. Pronto, el aserradero se transformó, como la fragua, el molino o la casa del herrador, en lugar que atraían a los hombres los largos días de lluvia y en los que entre el ruido de la sierra o los martillazos sobre el yunque o las cabriolas del ganado iban y venían las noticias del pueblo. De repente, sin saber por qué, algunas tardes, una pandilla de chicos que daban vueltas por el pueblo, aterrizaban en el aserradero, suspendían por unos instantes sus correrías para observar asombrados aquellas tareas tan nuevas en el pueblo, llenas de misterios para sus ojos y de paciencia para su inquietud y con la misma rapidez con la que habían llegado desaparecían sin decir adiós. El aire, siempre cambiante a lo largo del día llevaba y traía el bramido de la sierra por las calles del pueblo, y las mujeres encerradas en las cocinas sabían de los caprichos del viento por las idas y venidas de aquel zumbido que alcanzaba a todo el valle.
Los del pueblo agradecían tener tan a mano un lugar que les ahorraba tantas horas de trabajo, el esforzado y tedioso uso de tronzadores y azuelas , o largos viajes incómodos, cargados con los troncos de los árboles, a los aserraderos de otros pueblos cercanos, pero distaban más de diez kilómetros, Nosotros, que cobrábamos menos que los de otros pueblos, y que recibíamos encargos de pueblos cercanos más pequeños que el nuestro, comenzamos a ver que diez mil pesetas no eran un montón de billetes imposible de juntar.
Desconocíamos las montañas de envidia que se estaban levantando a nuestro alrededor. Envidia de la mala, la de quien es incapaz de compartir ninguna felicidad ajena, la del que sufre con el bien de su vecino mucho más que con el mal propio. Esa envidia cobarde que, sólo un poco más tarde, teñiría del indefinible color de la sangre derramada los campos y los ríos de España se adelantó un poco para nosotros y destrozó nuestra vida.
Mucho más tarde supimos que lo que nosotros sufrimos, aquellos golpes en la puerta, aquellos modales chulescos, aquellos empujones por los pasillos, aquellas camisas cruzadas con correajes, aquellas polainas que ceñían sus piernas, aquellas palabras de amenaza, aquella seguridad de sentirse impunes, no sólo los habíamos sufrido nosotros, sino que recorrieron los pueblos y las ciudades de España y dejaron un ejército de personas que no comprendía, un ejército de madres atribuladas que nunca jamás volvieron a conciliar el sueño tranquilo, muchos padres con un rencor y una impotencia que les cerraban los puños, muchos vecinos que bajaban los ojos al cruzarse por las calles, muchas sillas al lado de la mesa que permanecieron para siempre vacías, muchas camas que se desmontaron definitivamente... Pero aquel día no sabíamos todavía nada de esto, y lo que sucedió en nuestra casa nos pareció dejarnos solos en el mundo.
La acusación fue que éramos comunistas, sin necesidad de demostrarlo, porque alguien del pueblo, que nos conocía bien y que sabía que no lo éramos, nos había acusado de serlo, sin posibilidad de negarlo, porque los comunistas son unos cobardes y lo niegan siempre, saben lo que les espera; sin darnos la oportunidad de que alguien saliese en defensa nuestra, porque había otros comunistas igual de cobardes siempre dispuestos a jurar lo que fuese por salvar a los suyos.
Se llevaron a mi hermano, lo subieron a empujones al coche que había parado delante de la puerta de nuestra casa y nos quedamos temiendo lo peor.
D. Andrés, cuando se enteró, se acercó a casa, a saber qué había pasado, y nos prometió hacer lo posible para solucionar aquella situación, que no podía ser sino la consecuencia de un malentendido. La visita de aquel buen hombre nos trajo un algo de sosiego, pero no despejó nuestros temores. Corrió el tiempo y nadie supo darnos noticia de la suerte de mi hermano. D. Andrés averiguó que no llegó a las cocheras, el lugar donde en Valladolid se juntaba a quienes un poco más tarde se ejecutaría, y en ningún sitio quedó huella de los pasos que diera desde su salida de casa. Su rastro se perdió como se pierde definitivamente una llama que se apaga.
Volví a casa, cuando acabó la guerra, de donde me habían sacado a empellones y adonde más de una vez en aquellos años perdí la esperanza de regresar, a pesar de que en mis cartas esporádicas a la familia me esforzaba siempre en alimentar la de mis padres y la de mi cuñada, que se había quedado con su hijo a vivir con nosotros después de aquello. Pensando en ellos hice la guerra a favor de gentes que odiaba y detuve mis pasos las veces que se me ofreció la oportunidad de desertar y pasarme a quienes consideraba de verdad los míos. Pero sabía de su espíritu vengativo, sabía que tomarían venganza en los míos de lo que yo hiciera y la vida ya nos había traído demasiado dolor. Cuando volví, encontré colgada en sus ojos la extrañeza de verme de vuelta, sano y a salvo, y en sus palabras, siempre dichas en voz baja, la comprensión del precio que todos habíamos tenido que pagar por seguir vivos. Cuando llegué a casa, vi que había desaparecido la sierra, y que el lugar que había ocupado el aserradero se había transformado en unas conejeras, sobre las que se había construido con adobes un gallinero en que se recogían las gallinas dócilmente al atardecer. El corral estaba lleno de animales. Se ocupaba de ellos sobre todo mi madre, que no paraba en todo el día y la que había sido mujer de mi hermano, que criaba a mi sobrino, el hijo que había nacido después de que se lo llevaran. Nosotros, cuando volvíamos del campo, traíamos la hierba que escardábamos, las remolachas que entresacábamos o las mielgas de las cunetas para alimentarlos. Aquellos animales nos ayudaron en las penurias de la posguerra y nos permitieron pasar aquellos días de escasez con cierta comodidad. A veces nos daba para vender a algún vecino algunos huevos o algunos conejos, pero lo hacíamos en secreto, pues hasta esto podía ser un motivo de acusación para quienes nos querían mal. El niño me miraba como si me viera por primera vez y yo lo cogía en brazos como si fuese mi hijo, porque como tal lo quería.
Pero aquella guerra parecía no terminar nunca. El cura de la Iglesia de arriba que, en su bondad, había sido la causa involuntaria de todos nuestros males, había fallecido, y con él se había ido el poco amparo que nos quedaba en el pueblo. Aunque todo había comenzado un día no muy lejano, la guerra había cavado un abismo entre cuanto la precedió y cuanto vino después, y ese abismo alejaba lo sucedido antes de ella como al principio de toda la historia.
Una tarde, sus vociferaciones, sus correajes, su soberbia, su envanecimiento, su crueldad volvieron a hacerse presentes en nuestra casa y durante unas horas, las que pasaron desde mi salida hasta mi vuelta, ya de noche, todo el dolor acumulado en aquellos años volvió a erguirse de nuevo en nuestra casa, un lugar del que, pese a las apariencias, no había abandonado nunca. Eran gente joven, no creo que hubiesen pisado el frente, pero hablaban de sí mismos como los salvadores de la patria, de la humanidad, incluso.
Todos habíamos vuelto de la guerra con la camisa azul de la Falange, el yugo y las flechas bordadas en rojo a la altura de donde se supone erróneamente que se encuentra el corazón, un órgano mucho más cercano a las vísceras de lo que la gente cree. Algunos hicieron de aquel uniforme orgullosa ostentación diaria, otros, traje ocasional y festivo, pero sólo yo lo guardé, aunque mi deseo hubiera sido quemarlo, y no volví a sacarlo más. Alguien del pueblo hizo saber en Valladolid mi poco apego a aquella vestimenta y dedujo otras traiciones que sólo bullían en mi cabeza, porque sabía que su sed de venganza no se detendría en mí y porque mi apego a la vida seguía siendo superior a mi desesperación.
Un día de la primavera siguiente volvieron a llamar a nuestra puerta con el mismo ímpetu y chulería que lo había hecho cuatro años antes, cuando se llevaron para siempre a mi hermano. Esta vez venían a por mí. Me llevaron al Ayuntamiento y me hicieron mil preguntas, a las que yo contesté con la verdad, que a ellos les parecía increíble y que yo no podía demostrarles sino con mi historia. Realmente podría haberles mentido, porque me di cuenta de que estaban en la inopia de cuanto había sucedido en el frente, pero no lo hice, aunque les parecía que mentía porque les resultaba increíble que hubiese estado presente en Badajoz, con el capitán Gutierrez, en Guadalajara, con el General Montero, en el Ebro, integrado en el Cuerpo de Ejército del Maestrazgo, al mando del General Rafael García Valiño, y que hubiera entrado en Madrid el mismo día que lo hacía el Caudillo. Me preguntaron si era rojo y les dije que no. Me preguntaron si era falangista y les dije que sí. Me preguntaron si me pondría la camisa azul y volví a decirles que no.
-¡Es un desafecto! –gritó el que mandaba – ¡un rojo maricón que no se atreve a decirnos la verdad, y que cree que nos la va a dar!
-“Éste se pone la camisa azul, por mis cojones” - continuó - “Vete a su casa y tráela” – le ordenó al que parecía más joven.
-“Te la vas a poner delante de mí y luego todos los domingos para ir a misa” –añadió acercándose a mi cara y apretando la pistola bajo mis costillas.
“¿O qué crees, que no sabemos que tampoco vas a misa? Lo sabemos todo. Ándate con cuidado – Me amenazó con su mirada airada mientras se alejaba dando pasos teatrales hacia la puerta del despacho donde me interrogaban.
Yo no sabía qué iba a hacer cuando tuviese el uniforme allí delante, aunque mi intención era seguir negándome a obedecer sus caprichos. Tampoco sabía a qué tendría que enfrentarme si seguía con aquella obstinación. Volvió el más joven con la camisa azul, la desdobló, soltó los botones, la dejó encima de la mesa y salieron un momento del despacho.
-Cuando volvamos, quiero verte con ella puesta- me dijo el que mandaba, con la esperanza de que le hiciese caso. Pero había dado ya muchos pasos en ese camino sin retorno que era no hacer caso a las bravuconadas de aquellos novatos, y cuando volvieron a entrar me encontraron tal como me habían dejado a su salida.
Mi persistencia en la negativa acabó por sacar de sus casillas a aquel hombre acostumbrado a que sus más ligeros deseos fuesen interpretados como órdenes. Me subieron al coche en el que me habían traído hasta el ayuntamiento entre voces y empujones y salimos camino a Valladolid. La noticia de que el coche negro se había detenido en nuestra casa, y que me habían llevado al ayuntamiento rodó por las calles del pueblo como una carrasca seca empujada por un turbión y las gentes se habían resguardado detrás de los visillos de las ventanas para poder ver sin ser vistas Pensaba en mi madre, en mi hermano, en mi padre, en quien fue mujer de mi hermano, la que había empezado a querer en su hijo Paquito que sentía como mi propio hijo. Pensaba en la inutilidad de aquella traición a mí mismo que había supuesto luchar en el mismo bando de aquella gente que siempre vería en nosotros a un enemigo. Pensaba en cuándo acabaría aquel destino que había caído sobre nosotros como una maldición.
Al llegar a la altura de la “casa los pobres”, un caserón abandonado que queda al lado de la carretera a un kilómetro del pueblo, pararon el coche, me empujaron fuera y me condujeron hacia aquel lugar que frecuentemente ocupaban gentes que deambulaban por los caminos sin destino fijo. Había visto tantos simulacros de fusilamiento y tantos fusilamientos reales que no sabía cuál sería mi final. Estaba tranquilo, con los brazos caídos, pero tranquilo, con esa tranquilidad que nos entra en los momentos en que ya no podemos dudar, ni escapar, ni elegir. Me pusieron de cara a la pared. Se pusieron a la distancia reglamentaria, el que hacía de jefe dio las órdenes pertinentes y sonaron tres disparos a mi espalda. Tardé un momento en darme cuenta de que los disparos reales habían impactado en el suelo, lejos de mí y que ninguno de ellos me había dado, sin duda porque no me habían apuntado, pero el aflojamiento de los esfínteres que yo había contemplado tantas veces también lo sufrí yo y aguanté sus burlas y risotadas mientras me dejaban allí y volvían a subir al coche camino de Valladolid.
Volví a casa bien de noche, y encontré en ella algunos familiares que hacían compañía a los míos y se esforzaban inútilmente para consolarse mutuamente. Fui recibido con la incredulidad y la alegría de un resucitado, pues en cuanto llegó la noticia de que me habían subido a su coche y de que habíamos salido camino de Valladolid, perdieron toda esperanza, se entregaron a pensar lo peor y me imaginaron de cualquier modo menos vivo.
¿De dónde salía aquella inquina que nos perseguía en el pueblo?
Desde el principio, y después de haberlo hablado con D. Andrés, y de habernos dejado animar con sus palabras, que previó muchas cosas, menos las que nos iban a pasar y nos destrozaron la vida, decidimos cobrar todos los trabajos. Había gente con tierras que estaba acostumbrada a pagar a sus obreros con aquello que a ellos les sobraba, una hogaza de pan, unos chicharrones, lana de oveja, algún trozo de queso, unas patatas, garbanzos, media fanega de cebada para las gallinas. De vez en cuando se cobraban en las hijas que servían en su casa el escaso jornal que pagaban a sus padres. Pero nosotros, desde el principio decidimos que íbamos a cobrar en dinero, porque lo que podían darnos ya lo teníamos, pues con las pocas propiedades que seguíamos cultivando nos abastecíamos de cuanto necesitábamos para mantenernos y porque necesitábamos devolver al señor cura las diez mil pesetas que nos había prestado sin más interés que su amistad. Aquella decisión no gustó a todos. A los mismos, les gustó menos aún que gentes con carros llenos de troncos de pinos y chopos de los pueblos vecinos comenzasen a venir al aserradero, y que se fuesen agradecidas, con los carros llenos de tablas serradas más la leña de los desperdicios. Y cuando llegó el invierno y comenzamos a vender el serrín que habíamos almacenado en sacos quisieron quemarnos el aserradero. El médico, el farmacéutico, el veterinario, los maestros, el secretario del ayuntamiento, todas aquellas personas que no tenían en casa herramientas ni animales, que se veían en la necesidad de comprar todo y no tenían en su casa sitio para leñeras, habían traído unas estufas que funcionaban con serrín prensado, más limpio y barato que el carbón, y nos compraban el serrín gustosos. La envidia echó raíces en las entrañas de algunos, y se propusieron hacernos caer.
Pero desde aquel día, como si el simulacro de fusilamiento hubiese sido un conjuro sobre todas las insidias que nos perseguían, nadie volvió a molestarnos. Hicimos nuestra vida al margen de la Iglesia y la Falange, y nos acompaña una fama de raros que justifica nuestra ausencia de muchos acontecimientos que concitan los fervores de la mayoría de la gente del pueblo alrededor de un madero tallado con forma de virgen, de santo o de Cristo, pero nos han dejado vivir en paz con nuestro dolor. He vivido muchos años, pero nada he encontrado que me haga olvidar aquellas desdichas de mis años mozos: la desaparición de mi hermano, mi participación en la guerra junto a mis enemigos, aquellos meses de un verano persiguiendo cruel e inútilmente a los maquis, la frialdad de las miradas de nuestros vecinos o la simple ignorancia de nuestra presencia en muchos casos, La vida con quien fue la mujer de mi hermano y los hijos que tuvimos han sido mi única alegría.
- Yo fui de los que ganamos la guerra. ¿Y qué gané yo? Vosotros no podéis entender nada de lo que nos ha pasado, estáis en otro mundo. Todavía es un poco pronto para saber si será mejor.
Pretérito perfecto
“Pero nos representamos el futuro como un reflejo del presente proyectado en un espacio vacío, cuando es el resultado, a veces muy inmediato, de causas que en su mayor parte ignoramos”
Marcel Proust. “En busca del tiempo perdido. La Cautiva”. Ed. Aguilar.
Se encontraban con frecuencia en el mismo autobús que hacía el trayecto entre el aeropuerto y la estación de autobuses de la ciudad. Ella subía en la parada próxima a la oficina de empleo, donde trabajaba, él lo había hecho en alguna anterior y se bajaba tres paradas después, nada más cruzar el cauce nuevo del río Turia, un accidente orográfico artificial que en su pretensión de conjurar la amenaza de las inundaciones que había sufrido la ciudad de Valencia a lo largo de su historia, partió los términos de varios municipios y que desorientaba sobre la pertenencia municipal a los habitantes de ambas orillas. La parada estaba a la entrada de Mislata, frente al hospital militar, que sin embargo pertenecía al ayuntamiento de Quart de Poblet, al lado de un solar que había sido fábrica y que en aquellos días comenzaban a urbanizar. La publicidad de los paneles con los que ocultaban a los ojos de los curiosos las montañas de escombros y las obras que hacían, anunciaban una de las más modernas urbanizaciones del pueblo: Un espacio cerrado en el que se levantarían seis torres de catorce alturas, piscina privada, jardines con plantas exóticas, imágenes de risueñas y coloridas parejas jóvenes rodeadas de niños que juegan en el césped o se encaraman a artilugios infantiles recién pintados, garita de seguridad a la entrada, cerca de tres metros de altura de valla metálica, que dejaba ver aquel lujo prometido a la vez que impedía entrar a los no elegidos. A lo largo de aquel tiempo que duraron las obras, que fue largo, los dos cogieron todos los días laborables el mismo autobús, a la misma hora.
Ella salía de trabajar, y suponía que él, a aquellas horas, estaría yendo hacia algún lugar donde haría cualquier chapuza, para ayudarse con los escasos ingresos que percibía del subsidio que cobraba. Al subir, siempre lo encontraba en el mismo lugar, de pie, frente a la puerta de salida del centro del autobús, y en la misma posición, agarrado a la barra horizontal, mirando de reojo a quienes subían por la puerta delantera que, a aquellas horas, solían ser pocos y casi siempre los mismos. También ella solía echar una mirada rápida hacia donde esperaba encontrarle a él y, después de ver los asientos vacíos, llevada por la costumbre, se encaminaba siempre hacia el final del vehículo, al lado de la sombra, pues su viaje finalizaba en la última parada del trayecto; casi siempre había algún asiento libre. En su caminar inseguro por el pasillo del vehículo que ya había arrancado pasaba junto a él, y él, sin soltarse de la barra, se movía para hacer más amplio el espacio por donde ella iba a pasar. Se saludaban como personas que se conocen, los párpados levantados, una media sonrisa y un ¡hola! en los labios que quizá, ninguno de los dos llegaban a pronunciar, conscientes de que el estruendo del motor y de la carrocería del autobús engullía cualquier sonido humano. Su mirada le producía cierta inquietud. Era una mirada llena de temor, como ella solo la conocía en los perros apaleados, y aquel temor le incomodaba porque le hacía sentir como si ella tuviese alguna culpa del aquel miedo que se desprendía de sus ojos.
-“Quizá él pensaba que, realmente, yo conocía muchas cosas de él -pensé-, o quizá fuese a realizar alguna tarea que le hiciera sentirse culpable y mi presencia le provocase la ansiedad de verse pillado fuera de la ley…”
Inútil intentar adivinar lo que pasa por dentro de quien nos mira. Pero ella solía dejar su trabajo en cuanto cruzaba la puerta de salida y pisaba la acera y se limitaba a contestar amablemente a quienes la saludaban por la calle, porque después de trabajar durante seis años atendiendo al público, en aquel barrio la conocían todos y a ella también le sonaban sus caras..
-“No fue fácil para mí aprender a dejar los problemas de trabajo en la oficina. Al principio, me costaba quitarme de la cabeza algunas historias que me contaban los desempleados que atendía, tanto como la preocupación que me causaba la aplicación de normas legales que levantaban las protestas de quienes las sufrían. Con el tiempo me di cuenta de que eran producto de una comprensión muy superficial de mi tarea; a medida que fui comprendiendo la complejidad en la que se inscribía mi pequeña actividad individual fui ganando en tranquilidad y también en efectividad en el trabajo. Ahora se necesitaba algo más que palabras para conmoverme y la experiencia en la oficina me había llevado a dudar de muchas cosas que veía con mis propios ojos. La necesidad estimula el ingenio a cosas nunca vistas y, lamentablemente, por aquellos días, en aquellos barrios, nunca faltaron necesidades que avivasen la invención.”
A lo largo de múltiples entrevistas en la oficina de empleo, aquel hombre había ido mostrándome el mundo de abatimiento y desesperación al que había llegado como quien baja una escalera peldaño a peldaño, poco a poco, con tiempo suficiente para irse acostumbrando a una oscuridad y un frío que no habría podido soportar de haber caído de repente sobre él, pero yo recibía a muchas personas todos los días y era incapaz de separar las historias de cada uno, ni podía asociar siquiera cada cara a la historia que recordaba. Tenía asociado su rostro con un estado de postración, pero mi memoria no alcanzaba a los detalles del camino por el que había llegado a ella.
Aquel día, por la mañana, antes de abrir la puerta de la oficina al público que esperaba impaciente, había leído por encima las historias laborales de las personas que iba a entrevistar. En ellas, se recogían sus datos personales, los de las empresas en que habían trabajado, la formación y experiencia laboral que tenían, las ocupaciones que demandaban y algunas circunstancias más que podían ayudarnos a orientar de alguna manera a los demandantes de empleo. Los parados (esa palabra tan poco precisa, al tiempo que popular y tan cargada de negatividad para designar a un colectivo tan heterogéneo) no esperaban casi nada del Servicio Público de Empleo y agradecían, sobre todo, que no les ocasionásemos molestias. Hasta aquel día, yo no había asociado todavía el rostro de aquel hombre que había visto ya otras veces en la oficina con ninguna de las historias que había ojeado, aunque después de aquel día ya no pude podido olvidarlo. Cuando se sentó a mi mesa, con la hoja de la citación que le habíamos enviado para informarle de un curso de impresión offset en cuatricromía, fue cuando lo asocié con el historial del impresor que había sobreleído poco antes. Me alegré de que el curso que iba a ofrecerle coincidiese con su profesión, cosa que no siempre sucedía, y deseé que fuese de su interés.
-Buenos días.
-Buenos días - me contestó con una voz cansada que, de repente, me pareció reconocer de otras veces. Aquel hombre hablaba como si le pesase la vida. Sin duda, pertenecía a aquel cuerpo flaco, con barba de algunos días, de escaso pelo canoso, con unos ojos claros y acuosos que parecían mirar sin ver, con quien compartía diariamente el autobús en el escaso recorrido que media entre la última parada de Quart de Poblet y la primera de Mislata.
Siguiendo el protocolo de las entrevistas, le llamé por su nombre y le hice algunas preguntas intranscendentes, intentando romper el hielo que suele aparecer en situaciones semejantes, antes de abordar el asunto que le había traído convocado hasta allí. Me contestaba con parsimonia, quizá con desgana o con mucha prevención hacia cómo se pudiesen interpretar lo que decía. Una vez superado el contacto preliminar, segura de que no lograría una comunicación más fluida ni más veraz con él, le hablé del curso que se estaba organizando en la ciudad, a sólo cuatro kilómetros, en un lugar bien comunicado, y le enseñé el temario, que estaba seguro sería de su interés. Como vi que no reaccionaba a mis palabras, entendí que se lo estaba pensando y le propuse que realizase las pruebas de selección. Cuando di por concluida mi propuesta, me callé, mientras esperaba su reacción. Tecleé en el ordenador sus datos y los del lugar al que debía dirigirse para hacer la prueba de selección y me levanté a recoger el impreso de la citación oficial que le entregaría antes de irse, El hombre, como si desconociese el significado de mi silencio, se quedó mirándome fijamente, con su mirada lánguida y su boca muda, sus antebrazos apoyados en los muslos, extrañamente alejado de la mesa sobre la que había estado acodado mientras hablábamos, como balanceándose en la duda de alejarse de allí y dejarme con la palabra en la boca o de acercarse y hundirme en su mismo abismo.
- ¿Qué pasa si le digo que no me interesa? –me preguntó finalmente, con ese tono de agresividad que suelen revestir las palabras de los tímidos en los momentos conflictivos que desconfían en poder controlar.
- Pues depende de las razones que me dé- le contesté.
- No estoy cobrando la prestación por desempleo –añadió.
-Si, sí, ya sé. Está usted cobrando el subsidio para mayores de 55 – confirmé yo.
- Y me lo quita, si no voy – afirmó él, convencido.
- Bueno, yo no le quito nada –continué. Usted, como desempleado, tiene unos derechos y también unas obligaciones. La misma ley que le reconoce el derecho a la prestación, le exige estar disponible para participar en los cursos de formación acordes con su trabajo. Me imagino que lo que más desea es volver a trabajar como impresor, claro, pero no tenemos ofertas de su profesión en este momento. En todo caso, para eso le citamos, para hablar con usted, para informarle y también para escucharle.
-Pero me quitan la prestación, sí o no –volvió a insistir- no me líe usted -añadió como una prolongación de su timidez.
- A ver, yo no le voy a quitar nada, ya se lo he dicho, porque yo no le doy nada, pero usted está en un listado de desempleados a quienes, por su edad, por su profesión y por el tiempo que lleva sin trabajar les puede interesar realizar este curso. Yo soy un trabajador, como usted, y tengo que informar de lo que pasa con las personas de este listado: quiénes aceptan hacerlo, quiénes se niegan y por qué, quiénes ya están trabajando, quiénes a lo mejor ya han hecho el curso… En fin, de todas las incidencias.
- Es que a mí no me interesa.
En realidad, había una serie de cursos muy valiosos y demandados y otros, a veces carísimos, para los que era muy difícil encontrar personas interesadas. Las razones no estaban muy claras. Con mucha frecuencia sucedía que los colectivos de trabajadores a los que iban orientados los mejores cursos tenían miedo de ponerse en situación de aprender. Sabían muchas cosas y todas las habían aprendido en el tajo, pero aquella oportunidad de hacer un curso les sonaba a libro, escuela, maestro… a todo de lo que ellos habían huido toda su vida, quizá odiado y en lo que posiblemente habían fracasado. De aquella experiencia de entrevistar a muchas personas para seleccionar candidatos a cursos de formación, saqué la convicción de que muchas veces la enseñanza reglada carga sobre los niños un peso que les lasta el resto de su vida, pues les convence de una incompetencia para aprender que les va a perseguir día a día. Personas inteligentes, con mentes despiertas, pero poco adaptables a las rutinas, a la inmovilidad, a la dosificación del conocimiento y a la rigidez de la enseñanza escolar, pueden aprender de sus fracasos académicos, que por otra parte ocupa un lugar tan importante en su infancia, una vida de fracasados
-¡A mis años voy a volver yo a la escuela…! –me decían, como argumento definitivo, para negarse a ponerse en situación de aprender alguna tarea nueva que, siendo mucho más fácil que la que había sido su profesión, imaginaban imposible para ellos
Estaba muy acostumbrada a diálogos muy parecidos a aquel. En realidad, hasta ese momento, en su actitud ante la posibilidad de participar en los cursos de formación yo no había encontrado nada nuevo. Cada entrevistador lo hacíamos lo mejor que podíamos y no era lo mismo entablar una conversación de este tipo a las nueve de la mañana que a las dos de la tarde. El abanico de excusas para no ir era bastante limitado y para cada una de ellas habíamos formalizado ya una contestación, siempre dentro de la legalidad, y más o menos convincente.
Algunas personas, perceptores de la prestación por desempleo, y por lo tanto inscritos como demandantes de empleo, se sentía acorralados, cogían la citación y acudían a la prueba de selección, pero con la idea de hacerla mal y la esperanza de no ser seleccionados.
Otros, ante ese mismo acorralamiento, reaccionaban con palabras coléricas:
- ¡A mí no me están regalando nada! ¡Lo que cobro es mío, para eso he cotizado!
-¡Usted cobra de lo que cotizo yo! – añadían, indignados, otros
Los había más broncos:
¡Como me quiten lo que cobro la preparo, le juro que la preparo!
Y también pasaban por allí personas con muchos recursos, con más tablas, con más habilidad, con más información de lo que allí se hacía, o simplemente habituales del desempleo, por edad, por la volatilidad de su profesión, por ser personalidades inquietas y desorientadas, más habituadas a lidiar con situaciones como aquella.
- Bueno, es que a mí me van a llamar de la empresa en la que estuve en cuanto levante la faena, y ya sabe, a mí lo que me interesa es seguir con mi profesión. En cuanto me llamen de la empresa yo me voy.
- Estupendo, me interesa muchísimo- decían los más enterados, los más espabilados, los que sabían de qué iba la cosa, y luego no se presentaban a la prueba.
Aquellas batallas con la realidad de mi trabajo fueron haciéndome pensar y dar muchas vueltas a aquel sistema de solidaridad social que habíamos construido y del que disfrutábamos sin llegar a entenderlo. Recuerdo haber leído en aquel tiempo unas palabras del filósofo Antonio Marina que no hizo sino profundizar en mi proceso de reflexión. Venía a decir él, si no recuerdo mal que, de todas las invenciones de la modernidad, quizá ninguna podía compararse con la creación del sistema de seguridad social del que disfrutamos los países europeos; que era tan grandioso, y exigía tales esfuerzos y equilibrios, que resultaría difícil que no llegáramos a estropearlo. Yo veía ese sistema de solidaridad, trabajaba en él, y contemplaba cómo se mantenía milagrosamente, pues no veía a los solidarios. Las personas contribuían lo menos que podían y procuraban aprovecharse de él sin poner límites a su desmedida ambición. Habían desaparecido de la conciencia de la gente las razones que lo habían hecho nacer, pero parecía haber adquirido vida propia, y las razones que lo conservaban ya no provenían de su utilidad buscada.
No faltaban quienes pretendían utilizar mi condición de mujer para eludir sus obligaciones, y así venían algunas mujeres cargadas con un niño pequeño para justificar su voluntad de seguir cobrando la prestación sin tener que estar disponibles para las ofertas de empleo, pero todos habíamos aprendido a desconfiar de esos argumentos, pues conocimos a quienes llegaron a venir con un niño que no era suyo y que lo pedían prestado para dar peso a su argumento. También tenía que atender a quienes se dedicaban a exaltar mis supuestos encantos femeninos para obtener lo que querían. Situaciones ridículas y penosas para cualquiera con dos dedos de frente.
Contra lo que dijese la publicidad institucional, hacer un seguimiento de todas las personas que se enviaban a las pruebas de selección de cursos o a ofertas de empleo y tramitar una propuesta de sanción a aquellos que no cumpliesen con su obligación, era un trabajo inabarcable para los efectivos que tenía la oficina. Aunque la carta de citación advirtiera al demandante de empleo de la posibilidad de ser sancionado si no se presentaba primero en la oficina y luego en el lugar de trabajo que se le ofrecía, o al centro de formación al que se le enviaba, solo muy excepcionalmente se tramitaba algún expediente de sanción. En los quince años en que yo trabajé en aquella oficina sólo se tramitó uno.
Pero aquel hombre hablaba sin agresividad y al mismo tiempo sin malicia. Su “es que a mí no me interesa” fue dicho como una súplica.
-Escúcheme, primero – le dije
Le enseñé el temario, le hablé de la empleabilidad de su profesión, de actualizar su perfil profesional, (estos eran los términos en que nos expresábamos) de aprender a redactar su currículum, de aumentar su ocupabilidad, de hacer un taller para aprender a realizar las visitas a las empresas, de cambiar totalmente su forma de búsqueda, no ir pidiendo trabajo (solucióneme usted mi problema), sino ofreciendo soluciones (yo puedo ser la solución a su problema) En fin, con variantes apropiadas al caso, un discurso que repetía varias veces todos los días y al que procuraba dotar de toda la persuasión de que era capaz.
Me había dejado hablar, y cuando terminé se me quedó mirando como si no supiese qué decir. Yo le hice un gesto, como queriendo decirle “ahora le toca a usted”.
Se acercó un poco más a la mesa, volvió a apoyar los codos en ella y, como si tuviese que sacar cada palabra con una polea de un pozo muy hondo, sin saber dónde fijar la vista, comenzó a hablar él.
-Le agradezco todo lo que me ha dicho –me contestó. Le agradezco sobre todo que me salude cuando sube al autobús cada día, que no desvíe la mirada y haga como que no me ha visto, y aunque no sé nada de usted, le voy a contar algo que no ha quedado recogido en mi historia de vida laboral.
No estábamos allí para oír historias, ni para hacer de confesores o de psicoanalistas, pero muchas veces dejábamos que las personas hablasen de lo que les angustiaba porque era la única forma de atisbar por dónde podíamos ayudarles a salir de ese pozo profesional o personal, frecuentemente era el mismo, en el que habían aprendido a malvivir y del que con frecuencia parecía se negaban a salir.
-No he tenido una vida fácil- comenzó- pero he tenido una vida muy feliz durante bastantes años, hasta que hice caso a un hijo de puta, perdone, pero no tiene otro nombre, que se cruzó en mi vida y me la partió por la mitad. Yo tengo una hija de veinticuatro años que se casó el año pasado y que vive en Mislata, y por las tardes voy a cuidar a mi nieto, para que ella pueda ir a trabajar a la Consellería de Educación, que trabaja allí en la limpieza. No pudo estudiar en la Universidad, como hubiera sido mi ilusión y la de ella, porque cuando ella debía ir a la universidad yo me quedé sin trabajo y en mi casa vivimos unos tiempos terribles.
Estaba allí, con su cara pálida, su mirada más vivaz, hablando ahora con seguridad de un pasado tan rumiado, nombrado tantas veces, que comenzó a salirle con cierta fluidez, con firmeza en su voz, con una rabia que había dejado de contener.
-Al poco tiempo de casarme, me ofrecieron trabajo en Onill y allá que me fui. Yo soy tipógrafo, como usted sabe. Trabajé en FAMOSA, en la fábrica de muñecas. Llegué allí a principios de los setenta, cuando D. Isidoro Rico fue sustituido por D. Jaime Ferri. Casi nadie sabe que FAMOSA es el acrónimo de “Fabricas Agrupadas de Muñecas de Onill, S. A.”. La empresa dio el gran salto en aquellos años, fue cuando comenzó a salir en la TV, en la campaña de Navidad, con aquella canción que nos sabemos todos los españoles: “las muñecas de famosa se dirigen al portal…”. Todos los catálogos desde 1972 hasta 1996 los imprimí yo. Yo podría contarle la historia de las muñecas FAMOSA, porque la he impreso yo, y viví aquellos años muy feliz. Las primeras muñecas que empaquetábamos, con un embalaje y con un cuidado especial, eran las que enviábamos a las infantas, las que D. Jaime regalaba a su familia más allegada y la que yo me traía para mi niña. Mi hija fue también muy feliz. Yo fui feliz durante 25 años, que son muchos, con una felicidad que no supe que la tenía hasta que la perdí el día en que se cruzó aquel hijo de puta en mi camino, perdóneme.
Me callé. Temí que cualquier palabra mía pudiese interrumpir el hilo de aquella historia que llevaba guardada bajo aquel caparazón de timidez, y que sin duda habría contado muchas veces, pero nunca ante aquellos funcionarios que seguramente, a sus ojos, no hacían otra cosa que dar vueltas a los papeles.
- El hombre tenía conexiones políticas, iba a tener mucho trabajo para las elecciones de 1996 y alguien le habló de mí. Un sábado por la tarde vinieron a casa para ofrecerme trabajar con ellos. No me lo creía. ¡Trabajar en Valencia!
- Llevaba 23 años trabajando en aquella empresa de Onill, y era como un hijo más de D. Jaime. No contaba las horas que hacía, y como estaba allí solo, sin familia, y el trabajo de impresor me apasionaba, pues la fábrica era mi casa. Cada viernes, después de comer, cogía mi maleta de ropa usada, me acercaba a la estación de autobuses y me venía a Valencia, y cada domingo por la tarde cogía mi maleta de ropa limpia y me volvía a Onill. Así, de semana en semana fui viendo crecer a mi hija hasta que cumplió diecinueve años. ¡Y ahora me ofrecían trabajar al lado de mi casa!
Los demandantes de empleo que esperaban después de él comenzaron a impacientarse con la espera, y mis compañeros me miraban por si necesitaba auxilio. Les hice el gesto para que se repartieran entre ellos la cola que esperaba delante de mi mesa.
- Tenían una imprenta pequeña y con una maquinaria un poco anticuada y querían renovarla y crecer. El hijo mayor había tomado otros derroteros profesionales y no quería saber nada del negocio, y el pequeño estaba en la mili, bien que sin oficio ni beneficio, y su padre le había obligado a trabajar con él en la imprenta. Había jurado que a la vuelta de la mili no volvía allí. Valoraban mis conocimientos profesionales y me aseguraban que sería el jefe de impresión. Necesitaban alguien muy profesional porque iban a hacer la cartelería del partido político que, según las encuestas, iba a ganar las próximas elecciones autonómicas, y luego sería la imprenta de referencia para las tareas del partido y para otras muchas provenientes de la Administración. Habían acabado de reformar la fábrica y les estaba llegando la maquinaria moderna, que habían comprado y que yo conocía perfectamente. La oferta no podía ser más tentadora, pero pensaba en decírselo a D. Jaime y me echaba para atrás. Hasta que, presionado por los de la imprenta, por mi mujer y mi hija, a quien tardé en contarles la oferta porque sabía lo que iban a decir, un día me armé de valor y se lo dije. Él lo entendió. Solamente me dijo:
-Tenías que haberte venido a vivir a Onill. Ya has durado mucho, tenía que pasar.
-Pero D. Jaime, ¿cómo iba a suponer yo que esto iba a durar tanto? Además, mi mujer era tan feliz en Valencia…Y a mí no me pesaba el viaje ni estar lejos. ¡He sido tan feliz en el trabajo! – le contesté.
- Me imagino que te harán un contrato fijo – me dijo, como si fuese un padre.
- Por supuesto, le contesté. Porque yo ya había previsto lo del contrato y llegamos a ese acuerdo.
Le habían hecho una fiesta de despedida, porque todos se consideraban sus amigos pues, al no tener su familia con él, todos los compañeros le consideraban un trocito de la suya y con mucha frecuencia le invitaban a cenar a sus casas y a compartir un café en el bar.
- El me comprendió y mis compañeros también. Me hicieron una fiesta de despedida y me acompañaron mi hija y mi mujer, que se emocionaron al ver el cariño que todos me tenían. Lloré en la despedida, porque me costó irme, pero creía que estaba dando un paso seguro. Pero me equivoqué.
- Entré en la imprenta, vinieron las máquinas, se contrató personal, comenzamos a recibir encargos, y estábamos hasta los topes. Todo iba bien, hasta que el pequeño se licenció. Cuando llegó a la imprenta se encontró algo muy distinto a lo que había dejado, y sobre todo olió el dinero, que había comenzado a correr como no lo había visto nunca. Que cambiase sus planes, que se desdijese de sus promesas y decidiese quedarse en la imprenta comenzó a mosquearme. “Éste busca algo aquí” pensaba, al ver el interés que ponía en lo que decían que antes no le gustaba nada. Hasta que sucedió lo que estaba temiendo. Un día me llamó su padre y me dijo que iban a despedirme. Que su hijo había cambiado de idea y que quería llevar la imprenta y que tenerme allí le incomodaba.
-Me quedé de piedra. “No te preocupes – me dijeron, estaba con su abogado- te pagaremos la indemnización que te toca y podrás cobrar la prestación por desempleo durante dos años. Mientras tanto te saldrá algo, seguro. Si necesitas cartas de recomendación, cuenta con nosotros”.
Al día siguiente me dieron la carta de despido, firmé el enterado y se terminó todo. Así de rápido se vino abajo el castillo que yo había construido en el aire.
-Tardé un mes en decirlo en casa. Seguí levantándome todos los días como si no hubiese pasado nada, me inventé el día a día de la empresa y entretenía las cenas hablando de la marcha del trabajo.
- Llevaba un año durmiendo en casa, cenando con mi mujer y mi hija, acostándome todos los días en mi cama, saliendo los domingos por la tarde al cine, lamentando el tiempo perdido lejos de ellas y agradeciendo al cielo la bendición de trabajar a media hora de mi domicilio. ¿Cómo podía haberme sucedido, habernos sucedido, porque lo padecimos los tres, aquello? Un destino fatal parecía haberse vuelto celoso de mi felicidad.
-Al final tuve que confesárselo. Me llegó la carta certificada donde me reconocían la prestación por desempleo y se destapó aquella mentirá que yo estaba defendiendo con mi vida para no hacerles sufrir. Durante las primeras semanas, la casa pareció un cementerio, y yo no podía hacer otra cosa que dar vueltas a lo sucedido. Hubiera incendiado la imprenta, me hubiera llevado por delante a aquellos dos hombres que me despidieron sin ninguna consideración hacia sus promesas, hacia mí, hacia mi trabajo, hacia mi familia, como si estuvieran hablando de dónde colocar una estantería. Me dedicaba a hacer discursos inútiles de lo que tendría que haber dicho aquel día, a imaginar planes de venganza que me mantenían despierto, aunque sabía no los iba a llevar a cabo y terminé por caer enfermo. Yo, que no había faltado al trabajo en toda mi vida ni por un constipado, caí enfermo. Y aquí sigo. Llevo viniendo cuatro años a renovar la demanda de empleo y nunca me han ofrecido un trabajo. Cursos, charlas, controles, pero ningún trabajo en cuatro años. Olvídense de mí. No quiero hacer nada. Voy a cumplir pronto sesenta años, seguramente no podría aguantar ya una jornada de ocho horas. Tengo de todo, hipertensión, azúcar en la sangre, problemas de vesícula, problema en la vista, no salivo y se me reseca la boca... No me haga que le cuente mis males…. Mi mujer y yo nos hemos acostumbrado a vivir con muy poco. Mi hija está casada, felizmente por ahora, que ya he aprendido a dudar de todo, y tenemos una nieta preciosa. Déjeme tranquilo. Que haga el curso alguien que tenga ilusión por la vida.
Había asistido en silencio a aquel monólogo. Los demandantes de empleo que esperaban para pasar la entrevista y que se habían colocado en las colas que atendían otros dos compañeros ya se habían ido y mis compañeros, pasaban por detrás de mí e intentaban satisfacer su curiosidad.
Cuando termino, volvió a apoyarse los codos sobre las rodillas, dudó un momento, se levantó y se fue.
Yo también me había quedado petrificada. No hice intención de retenerlo; no tenía nada que decirle a aquel hombre.
Este hombre camina como alguien a quien le pesa la vida -pensé, al verle alejarse de mi mesa y temí por el final del camino de aquella desesperanza.
Atendí la petición que me hizo y no volví a llamarle para ofrecerle ningún otro servicio. Seguimos viéndonos en el autobús durante años y continuamos repitiendo los ritos de saludo y cortesía que habíamos iniciado en un tiempo del yo había perdido la cuenta, y cada vez que nos encontrábamos volvía a mi cabeza aquella historia tremenda que había estado a punto de hundirle. Un día cambié el lugar del trabajo y dejé de coger aquel autobús, dejamos de vernos sin despedirnos, pero su historia sigue muy viva en mi recuerdo. Ninguno sabemos lo que nos tiene reservada la vida, lo que nos traerá el tiempo.
Futuro imperfecto
Cuando terminaba el horario laboral, salía rápido
de la oficina y caminaba deprisa, muy deprisa, con dirección a su casa, pero
elegía el camino más largo que podía hasta llegar a ella. Era consciente de que
huía de un lugar que detestaba y que se dirigía a otro que había dejado de
amar.
En la elección de
destino, después de haber aprobado la oposición, harto de soportar pisos
compartidos y empresarios desalmados, decidió trabajar en el lugar más próximo
al hogar familiar. Encontró un departamento de la Administración del Estado en
su mismo pueblo, a siete minutos justos de casa, y eligió trabajar allí. Ahora
se cumplían treinta años.
Pero cuanto él había
imaginado e incluso vivido durante los primeros años, había ido destrozándolo
el paso del tiempo. En estos momentos, el trabajo se le hacía insoportable y la
casa se le caía encima.
También se daba mucha
prisa cuando tenía que escribir en el ordenador, y aunque había aprendido
mecanografía en aquellas viejas máquinas Remington que tenían en la academia,
cuando cobró el primer sueldo, decidió que escribiría solamente con los dos
dedos índices, porque consideraba su trabajo muy mal pagado. Lo hacía con mucha
prisa, y los que lo veían admiraban su rapidez, pero él sabía que escribía
lento.
Se había licenciado en
Biología en la Complutense. Se enorgullecía de haber sido compañero y amigo del
hijo mayor de Miguel Delibes, el escritor castellano, que había llegado a
dirigir durante doce años la Estación Biológica de Doñana, pero él comenzó su
vida laboral de profesor de ciencias en algunos colegios de la periferia de
Madrid. Harto de dar vueltas y de soportar los abusos de las direcciones de los
centros, al cumplir los 30, había dado un giro de ciento ochenta grados a su
vida: se había preparado unas oposiciones a la Administración del Estado y
había abandonado cualquier ilusión juvenil.
Ahora, pasaba sus días
en aquella oficina de empleo, atestada de archivadores “AZ” repletos de
documentación, que él consideraba inútil, y que cubrían las paredes hasta el
techo. Cada día atendía a multitud de personas que viajaban hasta allí en el
metro, que llegaban en oleadas predecibles y que hacían largas colas ante los
mostradores donde serían atendidos. Acudían cargadas de ansiedad por encontrar
un trabajo, de enojo por haber sido despedidas del que tenían y, a veces, de
fingimiento porque querían disfrutar de una prestación por desempleo que creían
tener bien merecida. Sabía distinguirlos a todos, porque por todas aquellas
circunstancias había pasado antes él. El espacio de trabajo era un intrincado
cruce de senderos delimitados por mamparas que pretendían dar cierta autonomía
e intimidad a lo que se hablara en cada mesa, pero sin conseguirlo. Cada
funcionario trabajaba delante de la pantalla de un ordenador que ocupaba la
misma mesa desde que atendían a los demandantes de empleo y que cada uno
personalizaba a su gusto. En la pantalla del suyo, en vez de paisajes idílicos
o agrestes, de doradas puestas de sol o playas de palmeras seductoras, había
puesto la imagen aumentada no sé cuantos miles de veces de un ácaro, que a casi
todos les parecía repugnante y cuya razón él explicaba así.
-“Prefiero una imagen
que me recuerde donde estoy a otra que me ilusione engañosamente. Aquí entre
las hojas muertas que una vez fueron bosque, habitan no solo ácaros, sino
cucarachas, gusanos, moscas y mosquitos, carcomas, polillas, algún ratón,
quizá…Ellos son nuestros compañeros, la fauna administrativa que nos acompaña”
Compartía el lugar con algunas decenas de
personas, que iban a trabajar desde Valencia, y que solían durar tan poco en
aquella oficina que tenía fama de difícil, que renunció a encariñarse con
ellos. Le estimaban como compañero de trabajo, pues era la historia viva de
aquel lugar, y muchas veces tenían que recurrir a él para entender los misterios
administrativos, pero él se protegía de inminentes desengaños y apenas creó con
ellos otros lazos que los estrictamente laborales.
Desde el principio, cogió la costumbre de irse
a almorzar a casa, y allí, mientras comía frugalmente lo que su madre le hubiese
preparado y se tomaba un café bien cargado que le ayudase a pasar el resto de
la mañana revisaba diversos objetos de su fervor, que parecían rebelarse contra el paso
del tiempo, en soportes que habían envejecido definitivamente: discos de vinilo, cajetines de cintas VHS, enciclopedias, casettes...
En los ratos muertos que tienen todas las oficinas de atención al público, no participaba en las conversaciones insustanciales, ni en bromas no siempre de buen gusto. Tampoco iba a las cenas o comidas en las que se celebraba algo. Aquel tiempo perdido lo aprovechaba él para cultivar sus aficiones: Cuando comenzaba la liga de fútbol se aprendía las alineaciones de los equipos que seguía; en la temporada de ciclismo, repasaba los componentes de los equipos y los campeonatos de los años anteriores. Sabía en todo momento cuál era el orden de los diez primeros de la ATP, la clasificación general en las grandes vueltas de ciclismo, y las veinte mejores puntuaciones ELO de la historia, porque el ajedrez fue desde muy joven su pasión. Guardaba con nitidez en su memoria aquel día que pudo jugar unas simultáneas en la Casa de Campo contra el gran maestro español Arturo Pomar y fue uno de los que más tiempo duró en la partida. Tenía en un altar al armenio Tigran Petrosian, de quien admiraba la variante de la defensa india de rey, que fue la que utilizó cuando jugó contra el que había sido niño prodigio, Arturo Pomar. También amaba el cine y guardaba su admiración para las películas en blanco y negro, desde las películas de Charles Chaplin, King Vidor, Michael Kurtis y Orson Wells hasta las últimas de Spielberg o Los Hermanos Cohen. Tenía verdaderas joyas musicales, grabadas en directo, porque sus años en Madrid coincidieron con aquella apertura de España al mundo, y tuvo ocasión de oír a músicos inimaginables: Edith Piaf, Jacques Brell, Yves Montán, Toquiño de Moraes y María Creusa, José Afonso, Lluis Llach, Raimond, Serrat, Aute, Tete Montoliu...Y también asistió a los primeros conciertos dirigidos por Baremboim, o Zubin Metha, Miguel Angel Gómez Martínez a un concierto de violonchelo de Jacqueline Du Prè y al primero que dio en España Mstislav Rostropóvich. Venirse a vivir Valencia, a aquel pueblo que en algunos lugares compartía calle con la ciudad, y aquella casa, separada de la ciudad por el extenso cauce artificial, siempre seco, que se construyó para proteger a Valencia de futuras inundaciones, fue un corte abrupto en su vida, y el recuerdo del pasado glorioso tomó en él el lugar que el presente dejaba baldío.
En los ratos muertos que tienen todas las oficinas de atención al público, no participaba en las conversaciones insustanciales, ni en bromas no siempre de buen gusto. Tampoco iba a las cenas o comidas en las que se celebraba algo. Aquel tiempo perdido lo aprovechaba él para cultivar sus aficiones: Cuando comenzaba la liga de fútbol se aprendía las alineaciones de los equipos que seguía; en la temporada de ciclismo, repasaba los componentes de los equipos y los campeonatos de los años anteriores. Sabía en todo momento cuál era el orden de los diez primeros de la ATP, la clasificación general en las grandes vueltas de ciclismo, y las veinte mejores puntuaciones ELO de la historia, porque el ajedrez fue desde muy joven su pasión. Guardaba con nitidez en su memoria aquel día que pudo jugar unas simultáneas en la Casa de Campo contra el gran maestro español Arturo Pomar y fue uno de los que más tiempo duró en la partida. Tenía en un altar al armenio Tigran Petrosian, de quien admiraba la variante de la defensa india de rey, que fue la que utilizó cuando jugó contra el que había sido niño prodigio, Arturo Pomar. También amaba el cine y guardaba su admiración para las películas en blanco y negro, desde las películas de Charles Chaplin, King Vidor, Michael Kurtis y Orson Wells hasta las últimas de Spielberg o Los Hermanos Cohen. Tenía verdaderas joyas musicales, grabadas en directo, porque sus años en Madrid coincidieron con aquella apertura de España al mundo, y tuvo ocasión de oír a músicos inimaginables: Edith Piaf, Jacques Brell, Yves Montán, Toquiño de Moraes y María Creusa, José Afonso, Lluis Llach, Raimond, Serrat, Aute, Tete Montoliu...Y también asistió a los primeros conciertos dirigidos por Baremboim, o Zubin Metha, Miguel Angel Gómez Martínez a un concierto de violonchelo de Jacqueline Du Prè y al primero que dio en España Mstislav Rostropóvich. Venirse a vivir Valencia, a aquel pueblo que en algunos lugares compartía calle con la ciudad, y aquella casa, separada de la ciudad por el extenso cauce artificial, siempre seco, que se construyó para proteger a Valencia de futuras inundaciones, fue un corte abrupto en su vida, y el recuerdo del pasado glorioso tomó en él el lugar que el presente dejaba baldío.
¿Por qué había dejado de amar aquella casa,
donde había llegado a ser tan feliz? Porque el paso del tiempo lo había
carcomido todo: había muerto primero su madre, su padre poco tiempo después, el
año pasado su hermano, algo mayor que él. Con él había compartido muchas correrías
de jóvenes y su pasión por la poesía desde hacía algunos años, cuando se
emparejó con una chica que les descubrió los Haikus japoneses y los Koan
chinos, a los que se dedicaron los tres con empeño durante un tiempo. Susana
cuidó a su hermano hasta sus últimos días y se despidió a los pocos de que lo
enterraran. La ausencia de su hermano se agrandó más sin la presencia de ella,
que era capaz de llenar cualquier soledad. Vivía ahora en la casa familiar con
su hermana, mucho más joven que él. No hace mucho, sin tenerle en cuenta para
nada, había decidido vivir con una amiga. Se habían instalado las dos en la
habitación que había sido la de sus padres, que ellos habían respetado tal como
ellos la habían vivido mientras vivieron y aquel primer cambio arbitrario e
innecesario, le había trastornado.
Así que ahora, cuando
salía del trabajo, daba vueltas por el pueblo antes de aterrizar en casa, y
llegaba tarde para no tener que comer con ellas. Caminaba muy deprisa para
llegar cansado, y que el cansancio le sirviese de somnífero para aquella siesta
que, hasta aquella situación desazonadora, siempre había sido larga, porque
había encontrado desde hacía tiempo que lo mejor del día son las noches y él
las alargaba hasta muy entrada la mañana.
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