viernes, 10 de enero de 2020

Visión de futuro


                                                 Visión de futuro       

¿Existe realmente el futuro antes de que llegue, antes de que aparezca ante nuestros ojos, antes de hacerse presente? No lo sabemos. Sí, no lo sabemos. Lo que sí que conocemos es nuestra incapacidad para habitar en él. Y si alguien dice que no existe el futuro, ¿podrá estar seguro de si se halla, sin embargo, inscrito en algún lugar? Porque hay futuros que están inscritos en las leyes de la física, o de la química, o en la fisiología de los cuerpos. Por ejemplo un objeto de un determinado peso lanzado a una cierta velocidad en una dirección determinada lleva ya inscrito en sí mismo el futuro de su lugar de caída, a veces hasta el daño que causará. Un cuerpo tendido en la arena de la playa, al sol, todo un día de verano, tiene un futuro escalofriante que cualquiera puede predecir. Esperamos con certeza un trueno, un poco más tarde o más temprano, cuando vemos un relámpago próximo. Pero no hablemos de esos futuros, sino del azaroso porvenir de la vida de los hombres y de si ese azaroso porvenir existiera “escrito” en algún lugar ¿ Podría alguien acceder a él? ¿Está ya ese porvenir fijo y el tiempo es sólo el camino por el que nos acercamos nosotros, pobres mortales ignorantes, hacia él, o él, como el trueno, hacia nosotros? ¿Será esa distinción entre pasado, presente y futuro sólo una ilusión pertinaz de nuestra limitada experiencia de cuanto existe? ¿Podrá alguien, con una facultad para ver en el tiempo similar a lo que es una vista de lince para los fenómenos espaciales, anticipar el conocimiento de nuestro destino? Y así, como hubo durante mucho tiempo un error acerca del movimiento del sol, quizá siga aún el hombre sumergido en un engaño acerca del movimiento de lo venidero. Quizá, igual que en nuestra experiencia espacial hay un aquí y un allá, exista al mismo tiempo un ahora y un luego, y que sólo la materia de la que estamos hechos nos haya impedido hasta ahora acceder a esa dimensión. Lo que llamamos destino no sería entonces algo que nos sobreviene desde fuera, sino algo que nace de nosotros y que se hace presente a nuestra conciencia sólo en la línea del tiempo; y de esta manera nos vamos descubriendo sucesivamente, y los momentos que pasamos, aquellos en los que hacemos nuestra vida, son la forma humana de ser, que no es un ser en bruto y de una vez, sino un asistir a lo que ya somos, pero todavía desconocemos. De la misma manera, pues, que el trueno se hace presente en nuestros oídos mucho más tarde que el relámpago del que forma parte, no por la limitación de nuestros sentidos, sino por la materia misma que los constituye a ambos, así el tiempo venidero podría existir ya, y nosotros ser ajenos a su devenir y a su forma.
 Todas estas preguntas y especulaciones me vinieron a la mente mucho después de la fecha en que se cumpliera lo que aquel hombre me había predicho que me sucedería un año antes, más o menos, sin que yo pudiera de ninguna manera influir en el cumplimiento de ninguna de las palabras con las que él me lo anticipó. Y aquí me surge otra pregunta: ¿Para qué intentar conocer el futuro? El futuro ya ha sucedido, y nada podemos hacer hasta que llegue a nuestra vida. Como nos llega hoy la luz de aquellas estrellas que sabemos que ya no están, y aunque podemos modificar la manera en que recibimos aquella luz, no tenemos ningún poder de modificar, aumentar o disminuir, la luz que nos llega.
La llegada de ese futuro predicho, sin embargo, estuvo envuelta en tales complicaciones no nombradas, que pasó desapercibido para mí el carácter de cumplimiento de lo que un año antes se me había anunciado, aunque no para quienes me rodeaban; fueron ellos los que me hicieron caer en la cuenta.
-Es verdad, me predijiste que ese mes me iba a llegar dinero, una cantidad que no sería suficiente para solucionarme la vida, aunque sería mucho mayor que mis ingresos ordinarios, pero no me dijiste que me iban a despedir del trabajo, ni que me iba a dejar mi novia, ni que dos meses antes, incomprensiblemente, me iban a suspender en unos exámenes de oposiciones para profesor de Lengua y Literatura ¿Qué pasa, que no lo viste?
- Sí que te dije que tu vida laboral no iba a seguir el camino de la docencia.
-Todavía es muy pronto para decirlo.
-Ya te lo digo yo. No vas a seguir siendo profesor.
- Yo veo lo que veo y luego digo lo que digo -me contestó.
            - ¿Qué quieres decir con “veo”? No te entiendo.
            - Pues eso, que veo. ¿Qué significa cuando tú dices que ves?
            - Pues que está delante de mis ojos, que lo veo. Veo su forma, su color, su tiempo, el espacio que ocupa…                                               
- Pues eso mismo significa para mí.
            - ¿Quieres decir que el futuro se presenta ante tus ojos, como lo hace ante los tuyos y los míos el presente? No te lo creo.
            Aquella tarde también me adelantó que mis entornos laborales estarían cargados de hostilidad a lo largo de mi vida, que mi vida laboral sería inestable, pero que finalmente no tendría gran importancia para mí. Pero estas cosas son tan generales y predecibles en nuestro país, pensé, que no hay ningún mérito en saberlas y poco riesgo en anunciarlas
         Me costaba aceptar lo que me decía y, sin embargo, tenía la prueba de su acierto en el cumplimiento de lo que sus palabras me habían predicho con casi un año de adelanto. Ahora, al final de mi vida laboral, puedo corroborar la verdad de cuanto me anunció aquella tarde.
            La cosa había sido más o meno así: por extrañas circunstancias, habíamos coincidido viviendo en el pueblo, que era el de los dos, después de que ambos hubiésemos dado muchas vueltas por el mundo, y aquella coincidencia había devenido en amistad a través de mis padres, que eran más o menos de su edad y le recordaban de su lejana infancia rural, y por el interés que él tenía en aprender a cultivar hortalizas, tarea en la que mis padres tenían varios doctorados. Me contó, después de haberse informado sobre lo que de mi vida sabían las gentes del pueblo, que le hacía gracia lo similar que habían sido nuestras vidas, a pesar de llevarnos treinta y cinco años de diferencia: él había nacido en 1915 y yo en 1950. Cuando nos conocimos, en el pueblo, él tenía alrededor de 70 años y yo alrededor de treinta y cinco. Como era un especialista en las cartas astrales, intentó descubrir las similitudes de nuestras vidas leyendo las líneas de mi carta astral y, por lo que me dijo, en ella había encontrado la causa de cuanto le intrigaba: el era escorpio con ascendente tauro y yo tauro con ascendente escorpio. Aquí residía, según él, el misterio de nuestras vidas paralelas que finalizarían, según él, de manera muy dispar. Aquella tarde, después de haber buscado pretextos algunas veces para eludir otras tantas invitaciones, en que por fin acepté hacerle una visita en su casa, me regaló la carta que me había realizado a partir de los datos que le había dado mi madre, que guardaba memoria precisa de la hora de mi nacimiento, y me encareció que la guardase y que la llevase conmigo. Sucedieron otras visitas a aquella primera, pues habíamos descubierto, aunque parece ser que él ya lo sabía, que teníamos más cosas en común de lo que podía sospecharse, a causa de nuestras respectivas edades. Más tarde, en unas vacaciones de navidad en las que yo solía recalar en el pueblo para pasar esos días con la familia, cuando fui a visitarlo a charlar con él, ni llevé la carta astral, ni sabía dónde había ido a parar en el revuelo de mis papeles aquel que me había entregado con tanto cuidado. Aunque no importó. Él tenía una copia de todas las cartas que hacía y, por supuesto, de la mía, así que la buscó en su gabinete, la sacó y comenzó a dar vueltas con el dedo por encima de las líneas que unían, en un galimatías incomprensible para mí, los distintos símbolos que se representaban en la carta.
            Después de un buen rato con su atención puesta sobre el papel, y durante el cual mi presencia parecía haber desaparecido, me miró y me habló con palabras que tenían el difícil tono entre profecía y diagnóstico:
            - Te espera un año interesante- me dijo- y al final del año, en octubre en concreto, vas a recibir una cantidad de dinero que no te esperas. No será una cantidad que te solucione la vida, pero sí mucho mayor que tus ingresos habituales.”
            -Bueno, pues ya lo veremos. Yo no juego a la lotería, ni a las quinielas, ni a nada parecido. así que como no me llueva del cielo...
            -Recuérdalo - recuerdo que me dijo.
           Pero yo lo olvidé pronto, como casi siempre olvidamos lo que nos encargan recordar, y cuando llegó el mes de octubre del año siguiente, se me complicó el presente de tal modo y me exigió dedicarle tantas energías que olvidé cualquier anuncio anterior.
            Cuando llegué a casa, comenté con mi familia la charla con el Profe, y todos se quedaron con la profecía de ingresos extraordinarios. Al fin y al cabo, parecían buenas noticias. ¡Ojalá se cumpliesen!
            Sin duda el año 1987 fue un año importante en mi vida. Poco antes de las vacaciones de verano, rompimos mi novia y yo, quizá debiera decir que rompió ella conmigo, para ser más exactos. Al final del curso, me presenté a las oposiciones de agregado de instituto, y en una decisión incomprensible para mí y que el presidente del tribunal no supo explicarme, en la última prueba, hasta la que llegué con la tercera mejor nota de todos los aprobados, suspendí. A la vuelta de las vacaciones, el mismo día que entregué las notas de las recuperaciones del mes de septiembre, creo que el día 7, el director del colegio donde trabajaba me llamó y me comunicó que agradecían mi dedicación y que prescindían de mis servicios. A continuación, me extendió una carta de despido infamante, donde se recogían una lista de incumplimientos que abarcaba todos mis deberes como profesor. Todo era mentira, pero aquella lista de acusaciones me dejó momentáneamente sin palabras: Sólo haciendo un esfuerzo para que no me temblara la voz, y aun así sentía que me temblaba de indignación, pude preguntar al Padre Rector que la firmaba.
            - ¿Y usted, sacerdote, ha sido capaz de firmar esto?
            - No es este el lugar para discutirlo - me interrumpió la persona que lo acompañaba, padre de uno alumno de segundo de bachillerato y de otro de COU, a quienes había dado clase ese año, y que era a la vez presidente de la Asociación de Padres y Decano del Colegio de Abogados de la provincia, – si no está de acuerdo, tiene los tribunales para defenderse.
            No podía creer que el rector del colegio dijese y firmase que yo solía faltar habitualmente a clase, que ponía las notas sin corregir los exámenes, que estaba a favor del aborto y hacía campaña entre los alumnos, porque eran mentiras manifiestas. Mis alumnos, durante los ocho años que fui profesor en el centro, habían aprobado sobradamente las pruebas de selectividad en la asignatura de Literatura, de la que yo era profesor, y la mayoría con notas excelentes. Aquellos resultados eran incompatibles con el descuido de mis obligaciones como profesor. En cuanto a la defensa del aborto era un tema de extrema sensibilidad en la época, sobre todo en el ámbito eclesiástico, pues era la primera vez que un gobierno se decidía a legislar sobre él, y la derecha española había tomado este asunto como bandera para reagrupar a toda la jerarquía de la iglesia a su alrededor y erosionar todo lo posible a un gobierno que planteaba algo sensato y admitido en los países a los que queríamos compararnos. Yo no estaba a favor del aborto, por supuesto, quién podría estarlo, como no estaba a favor de que a alguien le corten la pierna, pero me parecía imprescindible que hubiese una legislación que lo regulase, lo sacase del código penal y se dispusiese de medios para que las mujeres que optaran por interrumpir un embarazo no deseado, o deseado pero no viable, no tuviesen que añadir el riesgo para su salud y una dosis de culpabilidad a la circunstancia de tener que abortar.
            - Yo admito que usted no quiera tenerme como profesor en su colegio- le dije- es su empresa, pero no veo que sea necesario firmar una carta calumniosa y difamatoria como ésta. Hubiera sido suficiente con que se me hubiesen comunicado y estuviesen dispuestos a pagar la indemnización correspondiente.
            Pero el rector permaneció mudo. Sólo su acompañante, en su triple papel de padre de los dos alumnos, presidente del APA y Decano del Colegio de Abogados respondía a mis palabras, a pesar de que mi atención estaba focalizada en el mutismo del Rector, en sus ojos que miraban una carpeta que tenía sobre la mesa y en los gestos nerviosos de sus manos. En un momento determinado giré mi vista hacia el acompañante multifuncional del rector, atendí a sus palabras y le contesté:
              -Yo, con usted no tengo ningún contrato, y creo que está de sobra aquí.
          - El Padre Rector ha delegado en mí este asunto, y no hago sino cumplir cuanto él me ha encargado - me contestó él.
              Volví a mirar al Padre Rector y él, con una inclinación de cabeza expresó su asentimiento.
            - Me interesa dejar claro que yo no he hecho proselitismo a favor del aborto –añadí cuando pude tranquilizarme un poco. No creo que nadie esté a favor del aborto, y mucho menos las mujeres que se someten a él. Con lo que estoy de acuerdo es con que se regule de alguna manera y con que se proteja a las mujeres que por múltiples razones tangan que sufrirlo, para no añadir a la tragedia del aborto el trauma del delito y los riesgos que conlleva su práctica clandestina.
            - Usted sabe que esa no es la posición oficial de la Iglesia, y que nuestro centro responde a los principios de la doctrina cristiana – añadió el padre de familia
            - Pues no lo sé. Lo que le digo es que mi posición no tiene nada que ver con estar a favor del aborto. Solo eso.
         - Debe firmar la copia de la notificación. No le compromete a nada, es solamente un “enterado”.
            Firmé como que había recibido la notificación de mi despido del trabajo y salí de allí. No encontraba un ápice de tranquilidad en mi ánimo. A la sorpresa del despido se añadía la ofensa de la mentira sobre los motivos, la prepotencia con la que actuó aquel hombre acostumbrado a batirse en los tribunales, y la cobardía del silencio del Padre Rector. Llamé a algunos amigos y les comenté mi nueva e inesperada situación. Vivía solo desde hacía dos años, en un apartamento cómodo, no lejos del lugar del trabajo, pero cualquier cosa me parecía mejor que meterme allí y dedicarme a lamerme las heridas. De pronto, caí en la cuenta de mi desvalimiento. No tenía ni idea del mundo laboral ni de aquel otro  al que veía abocado: el del desempleo. Algún amigo me habló de un abogado laboralista que podía ayudarme a enfocar aquella situación, y como su despacho quedaba cerca del colegio donde trabajaba, llamé por teléfono y me presenté allí. De pronto, las palabras de aquel profesional pusieron un poco de orden en mi ánimo inquieto.
            - No te preocupes por lo que te han puesto en la carta. Es la típica carta para poder defender, en el caso de que lleguemos hasta los tribunales, un despido disciplinario; pero como dices que no tienes ningún aviso a lo largo de los ocho años de tu relación laboral con ellos, tampoco sería fácil mantener esa línea de defensa del despido. De cualquier manera, lo que tienes que decidir es si quieres volver a ser readmitido o no, es decir si aceptas el despido con la indemnización que te corresponda.
         - Yo lo que quiero es que se tengan que comer lo que han puesto en esta carta, porque es mentira.
            -Bueno, sí, yo te creo. El problema es que, si terminamos en los tribunales, el resultado no va a depender solamente de si lo que han escrito es verdad o no, sino de qué va a pensar el señor juez. Y ahí entramos en palabras mayores.
            - ¿Por qué? - le inquirí sin saber todavía el alcance de lo que me decía.
            Como cualquier ciudadano que no se haya visto en pleitos, yo tenía una gran confianza en los jueces. Además, yo sabía que era inocente de aquellas acusaciones, que cuanto habían escrito para tratar de justificar mi despido era una sarta de mentiras. Estaba seguro de poder contar con el testimonio de mis alumnos, algunos de ellos mayores de edad.
        -Pues, porque da la casualidad de que el colegio es religioso, y esa sola circunstancia condiciona definitivamente el fallo antes de que se celebre el juicio.
            - No entiendo –contesté para confirmar la sospecha del abogado, que ya se había dado cuenta de mi inexperiencia en las sutilezas de los juzgados.
            Me explicó el intrincado mundo de las leyes y su aplicación y decidí fiarme de él y dejarme llevar por su experiencia. Según él, si el caso caía en unos determinados juzgados lo teníamos perdido ya de entrada, porque los jueces no iban a fallar en contra de una congregación religiosa, También había alguno en el que teníamos muchas probabilidades de ganar, por la razón contraria, y si caía en otros, pues dependería. Pero, en conjunto- me dijo- teníamos más posibilidades de perder que de ganar.
            -En el momento en que acepten indemnizarte, es que consideran el despido improcedente, y por lo tanto que no es verdad la carta de despido - me dijo, para calmar en algo mi cólera que hasta ese momento no lograban calmar sus palabras.
            Me quedé pensando. Realmente no quería volver al colegio. Lejos de mí intentar compartir mi vida con personas que no me querían entre ellos. Yo también había dejado de estimarlos, y sólo por necesidad trabajaba en su centro. Mi relación diaria era con los alumnos, y por ellos el esfuerzo que hacía por estar a la altura de lo que de mí esperaban. Desde que se había instituido el examen de selectividad para entrar en la Universidad, los colegios religiosos se habían visto en la necesidad de desplazar hacia la educación general básica a los religiosos que habían dado clase hasta entonces en bachillerato y de contratar a verdaderos profesionales de las distintas materias de las que los alumnos serían examinados. En ese momento, hacía ocho años, habíamos entrado una docena de licenciados para dar las clases de Bachillerato y los resultados en la selectividad y el prestigio del Colegio había mejorado tanto que se había convertido en un centro de referencia en la ciudad.  Que fuéramos nosotros, los que entramos aquel año, los contratados para llevar a cabo aquel cambio no obedeció a ninguna selección concienzuda de candidatos, sino a aleatorias y casuales relaciones de conocidos que hablaron de nosotros a la dirección. Así había llegado yo allí.
        Al final hice caso al abogado y no hubo juicio. El asunto se resolvió en el Servicio de Mediación, Arbitraje y Conciliación y el colegio se avino a pagar la indemnización por despido improcedente más los salarios de tramitación, que fue una cantidad inesperada para mí.
            El día uno de octubre de aquel año, el Colegio hizo efectiva la cantidad de la indemnización.
            Habían pasado demasiadas cosas aquel año como para que yo me acordara de lo que me había predicho El Profe diez meses antes. Sin embargo, cuando volví a casa aquellas navidades, mi padre sí que se acordaba, y refrescó mi memoria, en la que aquella profecía ya cumplida había quedado sepultada por los desechos del presente.
            - Al final El Profe acertó, te llegó el dinero que te había predicho.
            Me di cuenta de que habían desaparecido de mi memoria las palabras dichas hacía un año, y las de mi padre volvieron a hacerlas presentes de una manera extraña.
            - ¿Qué me lo había anunciado El Profe?
            - ¿No te acuerdas?
         - Pues no – dije, mientras se alzaban en mi mente lo recuerdos, confusos al principio, de aquella tarde. Y de pronto, las imágenes y las palabras aparecieron claras en la pantalla de mi memoria: su mano yendo por la carta astral, la concentración de su mirada dirigiendo su dedo sobre aquellas figuras geométricas, su voz escasa pero segura, su anuncio de que en el mes de octubre de aquel año, que estaba a punto de comenzar me llegaría un dinero que no esperaba, y que sobrepasaría mis ingresos habituales...
            - ¿Y no vio que me iba a quedar sin trabajo? - contesté yo para protegerme de aquel acierto en su visión.
            - A lo mejor lo vio y no quiso decírtelo -contestó mi padre. Hay gente que ve cosas del futuro – añadió. Mira, cuando volvía de la guerra se acercó una gitana y me ofreció leerme la mano. Yo se la di y me anunció cosas que luego se han ido cumpliendo en mi vida. Me acuerdo mucho de aquella mujer.
            - ¿Cómo cuáles? - Le pregunté, incrédulo y en tono desafiante.
            - Estas cosas no se deben contar. Casi todas han sido cosas buenas. Entre ellas, que tendría un hijo que estaría a punto de morirse, pero que se salvaría. Ése fuiste tú.
            No sabía qué pensar. No podía negar que se había cumplido aquel anuncio sobre los dineros que recibiría en el mes de octubre, aquella visión que se me anticipó, pero no me atrevía a sacar conclusiones. Solo se me ocurrían un montón de preguntas.

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