martes, 28 de enero de 2020

La mujer que hablaba a las plantas.


                                         La mujer que hablaba a las plantas
                                   
            Pilar decía que amaba a las plantas, pero en su casa no tenía ninguna porque mantenerlas daba mucho trabajo. En cambio, en el trabajo, en el alfeizar de la ventana que estaba junto a su mesa, tenía un geranio. Compartía el cuidado del geranio, al que llamaba Lola Flores, con otra compañera, y ambas conversaban sobre él con imágenes antropomórficas que tendían a confundir a quien desconociera el objeto de sus cuidados. La Lola había sido fresca y generosa hacía muchos años, en cada una de sus floraciones, aunque ahora sobreviviese a lo largo de las estaciones en unos troncos nudosos y retorcidos, con cuatro hojas amarillentas y raquíticas y unas flores descoloridas y escasas en el tiempo de florecer.
Pilar llegaba por las mañanas al despacho, siempre muy temprano, y las primeras palabras eran para la Lola Flores:
            - ¡Mírala, qué bonita! ¡Ay, mi Lola, qué viejecita que estás! ¡Menos mal que tienes aquí a tu Pilar, que te cuida como no lo hacen los padres con sus hijos! ¡Yo sé que me escuchas las cosas bonitas que te digo y que aguantarás al menos hasta que me jubile!
            A Pilar, con la legislación vigente, le faltaban al menos doce años para jubilarse, pero su deseo de gozar de aquel estado que suponía idílico era tan fuerte en ella que cualquier presente palidecía y era poco atractivo mientras tanto. La envidia sincera hacia cualquiera que llegaba a la edad de la jubilación le ocupaba muchos días antes y después de la fecha de la despedida, y su lamento era no poder jubilarse cuando todavía tenía ilusión y facultades para hacer cosas que en su imaginación eran excitantes: viajar  por Europa, conocer en persona lo que había visto mil veces en los documentales de la 2, ver las mil películas que no debes dejar de ver antes de morirte, visitar de vez en cuando famosos restaurantes y descubrir sabores nuevos, texturas sorprendentes, aromas embriagadores… Con su dedicación a aquel geranio moribundo parecía como si estuviese protegiéndose del temido deterioro y anunciándose a sí misma un nuevo y próximo renacer.
-¿Para qué quiero jubilarme yo cuando tenga artrosis, azúcar, triglicéridos y media docena de dioptrías más?
- No, si lo que quieren es acercar lo más posible la edad de la jubilación a la fecha del entierro -decía- y nadie le quitaba la razón, porque las medidas que tomaban los políticos para asegurar las jubilaciones futuras parecían caminar hacia aquel horizonte.
Ella se veía todavía bien, pero hacía todos los esfuerzos posibles para conseguir una jubilación por enfermedad, y con aquella intención repasaba continuamente los baremos de invalidez, por si juntando todas las molestias que decía que tenía podía conseguir que la jubilaran por enfermedad anticipadamente. Pero era difícil, porque ella no estaba dispuesta a perder ni un euro de su base de cotización.
      Mientras, seguía diciéndole al geranio cosas bonitas, que provocaban sonrisas entre los compañeros del despacho e incluso pequeñas carcajadas en ella misma, extrañada de las ocurrencias que la contemplación de la planta esmirriada le producían. Diariamente, le pasaba los dedos por las hojas con cariño, le quitaba las hojas que amarilleaban, y los pétalos que se le iban secando, antes de que se cayesen, los recogía y guardaba en un bote mientras conservaban el color.
          Después, se iba a la fuente de agua mineral, (la Lola había renegado del agua del grifo hacía tiempo) llenaba una pequeña botella de agua, y lo regaba, mientras seguía con su perorata de entusiasmo, como si la planta tuviese oídos en vez de hojas.
            -Las plantas también oyen -decía- y crecen raquíticas si las ignoras.
          -Y si no las riegas – pensó él la primera vez que asistió a aquel rito inveterado de Pilar con la Lola.
            El geranio, pese a todos los cuidados y palabras amables, crecía raquítico: los troncos nudosos y retorcidos, las hojas pequeñas y de un color verde poco intenso y las flores pálidas y escasas se le secaban con celeridad, pero ella lo achacaba a la edad, porque con la edad que tenía, sin sus cuidados se habría muerto hace ni se sabe.
            Pilar explicaba a todos los que quisieran oírla que aquel geranio era ya muy viejo, que, en realidad, si no fuese por sus cuidados, y por las palabras de ánimo y admiración que le dedicaba cada día seguramente habría muerto hacía tiempo. En el fondo, pensó él, aquella gran confianza en el poder clorofílico de sus palabras no era otra cosa que su gran confianza en conseguir lo que quería a fuerza de hablar.  Él veía que a la Lola Flores le atacaban todos los males justo cuando debía lucir más hermosa, a la llegada de la primavera, y en vez de una floración frondosa, la planta se veía colonizada por inexplicables pulgones o gusanos diminutos que, en el intermedio de las visitas diarias de Pilar hacían de las suyas en sus hojas. Pilar ponía el grito en el cielo, maldecía a todos los bichos y se iba a la floristería a contarle a la dependienta sus angustias. La dependienta, ya acostumbrada, le vendía unas papeletas que tenía que disolver en agua y con ella regar el geranio durante algunas semanas. A Pilar no le dolía ni el dinero ni la dedicación ocasional que le exigía el cuidado de la Lola Flores, más bien justificaba con ellas los escaqueos de sus obligaciones, y las preocupaciones pasaban a engrosar las peroratas matutinas, como muestra del amor que le tenía, para general conocimiento de sus desvelos y por si la planta no se había enterado.
          Un día llegó al despacho un compañero que sabía del cuidado de las plantas, que criaba plantas en su casa, en el interior y en el exterior y que asistió extrañado a lo que era un ritual habitual para el resto de sus compañeros y que lo vivían como una rareza más de las muchas que Pilar tenía. A él le pareció todo muy extraño: tanto los cuidados como la justificación que daba Pilar de aquella apariencia nada esplendorosa de su Lola Flores.
           El compañero, que desconocía la susceptibilidad de Pilar, habló con una franqueza que el resto de los compañeros habían perdido a la hora de dirigirse a ella.
       -Ese geranio está en el peor lugar posible para un geranio, la tierra está ya quemada y sin nutrientes, y lo riegues o no lo riegues se va a morir pronto.
           Aquel diagnóstico y aquella profecía hirieron el ánimo sensible de la protectora de la planta, e inició como respuesta un rosario de protestas y justificaciones que los compañeros ya conocían, pero que no hicieron variar un ápice las palabras del compañero recién llegado.
            - No, no, si ya veo que lo quieres mucho, pero lo cuidas mal.
          Aquellas palabras helaron la sonrisa con la que Pilar trataba de envolver la protesta ante las dichas anteriormente por el recién llegado y provocaron gestos de extrañeza en las caras del resto.
            -Son dos cosas distintas, Pilar, no te ofendas – añadió -. Si me dejas meter mano, te aseguro que en un mes tienes un geranio como nunca lo has conocido.
 Pilar accedió, rebajo su animosidad y le dijo que le dejaba.
            Al día siguiente, llegó con una bolsa de plástico. En ella traía tierra, una tijera, y unos guantes. Antes de que llegara Pilar, colocó un periódico sobre la mesa, volcó la maceta, sacó la tierra,  sacudió ligeramente las escasas raíces de la planta, recogió los pétalos que se soltaron con solo tocarlos y podó con decisión los troncos nudosos y frágiles. Después de rascar la cal adherida a las paredes del recipiente puso tierra nueva, hizo un agujero en el centro de la maceta, introdujo con cuidado la raquítica raíz de la planta, apretó con sus dedos la tierra próxima al tronco, cogió la botella de agua a medio llenar que Pilar había dejado allí y la regó un poco. Cuando hubo terminado, recogió los restos de la planta y la tierra calcinada que había sacado, limpió los sedimentos de cal y polvo que se habían acumulado en el plato, envolvió todos los restos en las hojas de periódico y lo llevó al contenedor que utilizaban los jardineros para depositar la materia orgánica. Finalmente, colocó la maceta en el alféizar de la ventana y dio la tarea por concluida.
            - A Pilar le va a dar un ataque cuando vea a su Lola - dijo alguno que llegó a ver lo que estaba haciendo.
            Pilar llegó al poco tiempo. Fue mirar la planta y echarse a llorar.
            -¿Pero qué te han hecho, Lola? - le dijo a la planta, antes de saludar a los compañeros.
            -¿Pero qué le has hecho? - dijo, luego mirando al solícito jardinero.
         - Nada, cuidarla - contestó él sin inmutarse. Si te fijas, las pocas hojas que he dejado ya tienen un color más oscuro que el que tenían antes. Y hace un cuarto de hora que he puesto tierra nueva.
           Pero Pilar no veía nada. Tenía los ojos llenos de lágrimas, la cara haciendo pucheros infantiles, las manos nerviosas, sujetándoselas en un gesto de contención que nadie sabía si era el del impulso cotidiano de ir a acariciar a la Lola Flores o el de soltar su rabia en golpes sobre el desdichado jardinero.
            Cuando terminaron sus suspiros, sus lamentos, sus protestas, y se secó las lágrimas, cuando el “geranicida” la vio ya sentada a la mesa, sus manos colocando el teclado, encendiendo el ordenador, poniendo en marcha la impresora, su atención en algo distinto a su tristeza, le habló con tranquilidad.
          -¿Cuánto tiempo hacía que no le cambiabas la tierra?.
          -¡Y yo que sé! -contestó aún enfurruñada Pilar.
         - A las plantas domésticas hay que cambiarles la tierra. Si no, se altera el ph, la tierra se vuelve ácida, y entonces las plantas, si no se mueren, se las ve como tristes y sin fuerza, como estaba tu Lola, y se cogen todos los bichos que pasan por su lado. Además, no debes ponerla en este lado de la ventana, que es el lado de la solana y el sol la achicharra durante toda la tarde, está mejor aquí, a este otro, donde comienza a darle la sombra mucho antes. Y no la riegues en la tierra con frecuencia, la tierra se lava demasiado, échale el agua en el plato y deja que coja la que necesite.
          No le quedaron ganas de bromas a Pilar el resto del día, e hizo su trabajo sin más referencia a la Lola Flores, como si se hubiese vestido de luto por lo que consideraba una tragedia vegetal.
        Pilar desconocía aquella terminología, estaba convencida de que las plantas se nutrían de las palabras cariñosas de sus dueños, y que cuidarlas consistía en decirles lo guapas que estaban, aunque fuese mentira y cuánto se las quería, aunque se las cuidase mal. 
         Los cuidados del compañero dieron pronto resultado, pero no fue un argumento suficiente para renegar de sus hábitos y sacar a Pilar de su error.
          Efectivamente, a los pocos días de haberle renovado la tierra, aquella primavera tierna se subió a las hojas de la Lola Flores, que comenzó a prometer, en la intensidad del verdor de sus hojas, en la energía de sus brotes y en la robustez de los troncos una floración colorida y copiosa que regaló cuando llegó su tiempo.
         Floreció la Lola Flores finalmente, sus tallos se irguieron muy por encima del tamaño de los que había tenido siempre y alegró con su frescura y su color la vista de los trabajadores que consumían los días amorrados a las pantallas de sus ordenadores. 
         El compañero duró poco en aquel despacho.El día que se fue, le recordó a Pilar que las plantas agradecen mucho más nuestros cuidados acertados que nuestras palabras, porque no nos oyen, pero ella pareció no entender.
         Volvieron los elogios de Pilar a su querido geranio y el bote donde guardaba los pétalos que ella le quitaba antes de que se cayeran ya secos rebosó. Siguió pregonando lo mucho que quería a la planta y lo guapa que estaba, ahora sin mentir, pero cuando llegó la hora de podarla y de poner tierra nueva, Pilar se hizo la desentendida, porque a Pilar le gustaban mucho las plantas pero aborrecía darles lo que ellas necesitan. Le parecía demasiado trabajo cuidarlas.
          Lo que realmente consumía sus esfuerzos era conseguir una jubilación por enfermedad cuando aún no la tenía, que era cuando merecía la pena estar jubilado.
            ¡Ah, mundo cruel!

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