-¿Cuándo podré hacer puntas?”
La profesora le contesta:
- "¿Qué tipo de estudiante de danza eres?”
Iniciar las puntas a los 12 años presupone que la niña esté empezando su cuarto año de clases de ballet, en una escuela de danza que sigue un programa diseñado para entrenar hasta un nivel profesional.
La aceptación en el programa indicaría que la niña, con ocho o nueve años, tiene la suficiente facilidad anatómica para poder dedicarse al ballet
El programa habrá consistido en clases que incrementen la dificultad y frecuencia de los ejercicios progresivamente, a lo largo de los primeros tres años.
Cuando alcance los 12 años, la estudiante estará cursando cuatro clases a la semana. Sus pies y tobillos estarán fuertes, el control de su torso y pelvis será bueno, y su habilidad propioceptiva estará bien desarrollada. (Internactional Association for Dance Medicin and Science)
(1) Los efectos secundarios del consumo de Helio
Cuando terminó el jaleo de la cabalgata que había pasado por delante de su casa, y se fueron sus hijos y nietos, ella se quedó sola, agradecidamente sola; la alegría que le daban cuando llegaban se acrecentaba cuando se iban: aquellos nietos que no paraban terminaban por hartarla. Se dirigió a su sillón, encendió el televisor y se puso a ver “Amar es para siempre”, serie que seguía desde aquel lejano año de 2005, y que ella continuaría llamando con su primitivo nombre “Amar en tiempos revueltos”.
Aquel día, mientras veía la serie, comenzó a comer de las bolsas de chucherías que habían dejado los chicos encima de la mesa y, sin darse mucha cuenta, acabó con unos restos de “cheetos”, unos cuantos “doritos”, algunos “piponazos” y también con los cacaos, el maíz frito, algunas las nubes de azúcar de diferentes colores y una especie de bombetas que reventaban en la boca y le daban mucho gusto.
En el primer corte publicitario se fue al aseo, como solía hacer, para poder seguir la segunda parte sin apreturas. A la vuelta, se dio cuenta de que las chucherías le habían dado mucha sed, pasó por la cocina y tomó un poco de agua. Se dirigió al sillón y volvió a sentarse. Le pareció que le costaba más de lo normal doblar las rodillas, así que estiró las piernas y se recostó en el respaldo. Cuando iba a comenzar la segunda parte, sintió una sensación rara, como si su cuerpo se despegara del sillón, y le pareció que tenía algo hinchadas las manos. Se asustó, e hizo fuerza para agarrarse a los reposabrazos, pero se le habían hinchado los dedos, le resbalaban por el tapizado sin poder sujetare a nada. De repente, vio que se elevaba, que el suelo se alejaba de sus ojos, que ascendía hacia las vigas de madera, y que allí abajo, sobre la mesa, junto al mando de la tele, se quedaba el teléfono que le hubiera sido tan útil en aquella circunstancia.
Se agobió, y soltó un grito de socorro, aunque sin esperanza de ser socorrida por nadie, pues vivía en una casa unifamiliar antigua, de techos altos, el salón quedaba lejos de la calle y daba a un patio soleado y grande. Pero lo peor fue escuchar su propia voz. Volvió a hablar: “me llamo Pilar, vivo en la calle mayor, hoy es la fiesta de la parroquia de san Miguel”. Le pareció ridícula, aflautada, ajena, extraña ¿Qué le estaba pasando? Sintió preocupación por lo que le pasaba y al tiempo una cierta extrañeza de que aquella situación tan inesperada no la angustiara más, pues le daba un cierto gusto andar por allí, por las alturas, viéndose ahora como alguna vez ya se había visto en sueños
- “¿Estaré soñando también ahora?” pensó- Pero lo descartó enseguida. Estaba despierta y bien despierta, seguía la serie, que se había reanudado, y sentía hasta un cierto gusto de verse allí, ella, que había jurado no subirse a un avión jamás.
Aquello no se había visto nunca, ni ella había oído en su vida contar algo semejante. Menos mal que nadie le habría oído aquella voz tan ridícula, pensó. Se dio cuenta de que seguía ascendiendo suavemente, y si al principio le preocupó que fuera a darse un cabezazo contra el techo, ahora comenzó a temer que se acabara aquel efecto y cayera de golpe al suelo. Pero no podía hacer nada, excepto preocuparse; tendría que esperar a que viniese sus hijos, que solían pasarse a lo largo de la tarde a verla. Pero la idea de que pudiesen entrar sus nietos y la viesen allí arriba, como un globo hinchado, añadió una nueva preocupación a las que ya tenía. No podía soportar la idea de que mirasen hacia arriba y viesen lo que ocultaba su falda, pero que en el vuelo dejaba al descubierto: su ropa interior y sus piernas sin medias.
-“Dios mío”- pidió con todo el fervor de que era capaz en aquel trance- “que venga sola mi hija”.
Pasó un tiempo impreciso allí, sin atender ya a la telenovela, que volvía a continuar después de un nuevo corte publicitario. Algunas tardes, echaban tanta publicidad que llegaba a dar una cabezadita mientras tanto, pero aquella tarde…Discutía consigo misma, observaba lo mal que limpiaba el polvo de los altillos Olivia, la chica que venía los jueves a ayudarla en la limpieza y rezaba para que Dios le sacase de aquel apuro, y sobre todo para que no la llegasen sus nietos. De pronto oyó que se abría la puerta. Por la forma de girar la llave supo que Dios hacía escuchado sus deseos
- “Hija, no te asustes, que estoy aquí” – dijo con aquella voz rara de la que se había olvidado- y la advertencia no hizo sino anticiparle a su hija un susto inevitable y duplicar el que le esperaba al abrir la puerta del salón.
- ¡Pero madre! ¿qué hace ahí? Le dijo la hija. sin comprender lo que estaba viendo.
- ¡Gracias a Dios! -dijo la madre, sin responder a aquella pregunta que no tenía respuesta, y sintiendo el alivio de no oír el bullicio de los pequeños.
- ¿Y esa voz? ¿Cómo que gracias a Dios? Ya está bajando usted ahora mismo- le conminó como si su voz tuviese poder sobre las fuerzas de la naturaleza.
- ¡Ya me gustaría, hija, ya me gustaría! ¿Tú crees que estoy aquí por gusto?
Su ascenso se había detenido y su cuerpo se bamboleaba ligeramente en el espacio, ajeno a cualquier acto de su voluntad.
De pronto, la hija se dio cuenta del tamaño de su incomprensión y se puso a llorar. ¿Pero qué le ha pasado?
- ¡Eso quisiera saber yo, hija! ¿Qué me ha pasado? ¡Solo lo sabe Dios!
- A ver. Voy a coger el cepillo, se agarra y yo tiro para abajo.
- Pero si no puedo hacer fuerza con las manos. Si parece que me he espiritado
- ¿Cómo que espiritado, ni espiritado? Ahora mismo llamo al médico.
- ¿No sería mejor llamar al cura? ¡Que a lo mejor son cosas del demonio!
- ¡Qué demonio, ni qué demonio! Usted ha hecho algo, o comido algo que le ha sentado mal y por eso le pasa lo que el pasa.
- Si yo estaba viendo la telenovela, como todos los días…
Volvió a oírse la puerta y entró el yerno.
-Luis, tranquilo. Ven, pero no te asustes- le dijo su mujer.
Luis se dirigió con paso ligero hacia el salón y oyó la voz de quien era su suegra. - ¡Y que no mire para arriba!
- ¡Qué tonterías dice, madre! ¿Cómo no va a mirar?
- ¡Joder! -soltó Luis, sin poder reprimir su sorpresa cuando entró en el salón. ¿Qué ha pasado aquí? Y esa voz, tan rara…
- ¡Lo que ves y lo que oyes! ¡Ya he llamado al médico!
-Yo estaba viendo la telenovela…a lo mejor algo que he comido…, de las bolsas de chucherías…
Luis miró las bolsas vacías que había sobre la mesa y lo entendió todo.
- ¿Y se ha comido también las bombetas de helio? -preguntó.
- ¿Ésas que explotan en la boca? Y tan ricas. Pero casi sin darme cuenta, al tuntún – contestó la abuela, y se dio cuenta de que aquella voz ridícula de antes comenzaba a desaparecer.
- “Me está cambiando la voz” -añadió.
- “A ver. Póngase aquí, encima del sofá, por si acaso”, y con el cepillo la empujó suavemente en la vertical del sofá, esperando que el aterrizaje fuese suave.
Al tiempo que se le normalizaba la voz y parecía bajar la hinchazón, el cuerpo comenzó a perder altura y no tardó en aterrizar sobre el sofá con la suavidad de un copo nieve. Cuando sintió su cuerpo ya sentado, rompió a llorar desconsoladamente, las regañinas de su hija y el disgusto que les había dado la dejaron convencida de que la culpa de todo aquello había sido suya.
(2) Mis manos
Tengo manos femeninas, sin ser mujer, de pianista, sin ser pianista, manos de señorito, sin ser señorito. Mis manos son del color de las manos de mi padre, su dorso moreno y la palma sonrosada, en la forma de las manos de mi madre, la palma alargada, los dedos largos y flexibles, ágiles, precisos en el movimiento, fuertes como los de mi padre. No se me resiste el tapón de una botella, la tapa de un bote de conserva o un par de nueces. Mi hijo, de pequeño, creía que eran como las de Zeus ¡Que lo abra mi padre! -decía, si alguien se afanaba impotente con un tarro de miel, una botella de vino o una de cava.
Las líneas de mis manos harían las delicias de un quiromante. Las dos muy parecidas: larga la de la vida, profunda y segura la de la cabeza, trenzada e insegura la del corazón. En la mano derecha, casi en la base del dedo índice, pegada al final de la línea que representa al corazón, llevo desde siempre una pequeña peca; una estrella para unos y para otros una nube.
También conservo en ellas algunas cicatrices que me traen recuerdos dolorosos.
Siempre me fijo en las manos de otros, en la forma, los gestos, el tacto si las toco, en el mensaje que trasmiten del cuerpo al que pertenecen. Las manos son la señal del dar y del recibir, del ofrecer y del arrebatar, con esos dedos desproporcionados al tamaño de su palma.
No me gustan guantes, ni anillos. Nunca siento frío en ellas y pienso que ningún adorno puede embellecer unas manos bellas ni ocultar la fealdad de unas deformes.
Mis manos están llenas de memoria: saben atar los cordones de los zapatos, jugar a las canicas, conducir un aro, bailar una peonza, jugar con un teclado, tocar una melodía en una flauta, coger agua de una fuente, lanzar una piedra con una onda, partir leña, encender un fuego, moldear la arcilla, amasar pan, llevar una bicicleta, adivinar el punto de madurez de un melón, una breva o un aguacate, poner una tirita sobre una herida, cambiar un pañal, hacer finos aros de cebolla con un cuchillo, machacar un ajo, freír un huevo, lavar las hojas de la lechuga, rallar una zanahoria, consultar un diccionario, escribir y dibujar lo invisible, lo que aún no tiene existencia ni nombre, limpiarme las orejas, sonarme los mocos y acudir a otras necesidades del cuerpo que no nombro.
En ellas, solo en ellas, guardo el recuerdo de la geografía de los cuerpos: la sedosidad de unos cabellos, la anatómica curvatura de las frentes, la dureza de los pómulos, la suavidad de unas mejillas, la dulce humedad de unos labios, la palpitación invisible de los cuellos, la fatiga de los pechos, la dureza de unos pezones que se alzan al sentir una caricia, la tibia llanura de los vientres, la pedregosa extensión de las espaldas, la calidez del suave musgo que cubre los sexos, los pliegues más recónditos, la fuerza de unos muslos, la fragilidad de un tobillo, las cosquillas que esconden los caprichosos dedos de los pies.
También recuerdan la agreste corteza de los pinos, el terciopelo de los pétalos de las rosas y el placer de apretar la nieve entre los dedos.
Con ellas, solo por ellas, realicé también acciones viles: entre otras, tiré piedras a los gatos, abatí a un cernícalo en su vuelo suspendido y a una pareja de abejarucos posada en un cable de teléfono, desollé una nutria, inyecté formol en el cuello de un tejón y asfixié y disequé un colibrí.
En otras ocasiones acaricié a un perro callejero, devolví una implume cría de golondrina al nido del que se había caído, di de beber a los pollitos. De vez en cuando, deposito unas monedas en una mano, en un sombrero o en la funda abierta de un instrumento musical. Riego todos los miércoles por la noche las macetas de casa…
Nada me produce más tristeza que una mano cortada o el muñón de un brazo.
En la imagen de las manos de mi madre, juntas sobre su regazo, su piel translúcida pegada a la forma de sus huesos, recuerdo el futuro de las mías, con las que cerré sus ojos, poco después de cumplir cien años.
(3) La fea
(4) Ya han pasado treinta años
(6) Cuarenta años juntos
(3) La fea
No sabéis de dónde vengo. Ni imaginar podríais los abismos que he sorteado para estar todavía aquí. En realidad, yo debería haber florecido ya entre las hojas de las malvas, pero estoy aquí. Soy la fea oficial de España. La Preysler, la reina Letizia y yo, tres celebridades.
Yo nací fea. No que fuera engendrada fea, sino que aterricé en este mundo en un parto difícil, mal atendido. y cuando se me fue la hinchazón de la cara, eso dice mi madre, se me quedó esta que tengo. De no haber tenido las ganas de vivir que siempre he tenido, quizá hubiera muerto. Me desarrollé, crecí, me hice mujer, viajé, amé y fui amada, tuve hijos, y sigo con la misma cara.
Mi frente es estrecha, las cejas serían una sola sin la ayuda diaria de las pinzas, los ojos son desiguales y tengo un mirar algo bizco. La desviación lateral del tabique nasal estropea mi nariz aguileña y distinguida. Tengo los labios finos y la boca pequeña. En mis encías no caben tantos dientes y muelas y, aunque me quitaron las del juicio, siguen amontonados y sin orden. Debo cuidar mi espalda, que tiende a la joroba, y mis rodillas, que se juntan demasiado.
No os cuento mi infancia de niña fea. Para los chicos era “la fea”, así con un gesto de asco. Más me dolían los desprecios de las chicas, más crueles: “tú no vengas, que eres fea”. Los berrinches que yo me pasé en casa solo los conoce mi madre, que me había enseñado desde pequeña a no llorar en la calle, a no pelearme por aquellas palabras previsibles. “La suerte de las feas, las guapas la desean”, me decía siempre. “Tú, a lo tuyo; si tienes paciencia, serás alguien importante en la vida”. Con este ánimo crecí, y cuando me llegaron todas las cosas buenas que han venido, las he recibido con sencillez, pues nunca las había echado en falta; me pareció que habían sido siempre mías.
En las fotos de la escuela, como crecí rápido y soy alta, me colocaban siempre en la última fila, y ya me las apañaba yo para dejar caer mi melena al tiempo que el fotógrafo disparaba. Porque no tengo un perfil mejor que el otro; sino uno peor que el otro. Odio la fotografía. En la época de los selfis, un martirio.
Me fui, hui a Madrid, en cuanto terminé el bachillerato, a escapar de aquellas miradas de siempre, a perderme. Me matriculé en una escuela de teatro. “Siempre se necesita una fea en el escenario, para que la guapa sea más guapa”, me dije. “Me pido todos los papeles de fea.” Allí aprendí a colocar mi voz, que no era ésta, el silencio, a reconocer mis afectos y nombrarlos, y allí descubrí que hay mucha vida que discurre por los márgenes de la vida ordinaria: personas que odian su cuerpo, como yo llegué a odiar el mío, porque se sienten prisioneros de uno que no reconocen como suyo, o porque su belleza fue la excusa que alguien tomó para abusar de ellas; hombres encerrados en una coraza de timidez que les cohíbe la expresión de cualquier pasión, o que improvisan palabras y formas afectuosas sin hondura, sin contacto con su sentir más verdadero También me di cuenta de que todas las personas guapas tienen un parecido, y que las feas lo somos cada una a su una manera. Yo tengo la mía.
En una noche de más vino que rosas fui amada y disfruté por primera vez de tener encima y dentro de mí un cuerpo que había imaginado en otros brazos. Le gustaba el sabor de mi boca, el olor de mi piel y el tacto de mis manos grandes, ¡Cómo lo recuerdo! Se lo llevó el huracán del sida, con otros muchos. Antes, tuvimos dos hijos. En el esfuerzo por criarlos, en el empeño de que no les faltara nada de los hijos que tenían padre y madre, se me ha pasado la vida, y me ha llegado esta especie de felicidad en la que vivo. Muchas veces bordeé lo irremediable y lo evité por ellos. De mi vida en las pantallas, en las pasarelas, en las interminables sesiones con los fotógrafos de moda, lo sabéis todo, o podéis saberlo si os interesa. Odio la fotografía, no me importa repetirme, y aquello del “rostro picassiano”, una genialidad de mi amigo Paul Gautier para regalarme un lugar en el exclusivo y carísimo teatro del glamur; nunca me lo creí. Soy fea.
Guapos son mis hijos, los dos. Miro sus rostros, y juego a adivinar el mío antes de aquel parto difícil y mal atendido. Me siento mirada por ellos con esa mirada que solo les sube a los ojos cuando ven mujeres guapas.
(4) Ya han pasado treinta años
“ No te imaginas dónde estoy, tío! He dejado las maletas en casa y le he pedido al taxista, bueno, a la taxista, que me llevase al mejor lugar de Valencia para tomarme una horchata. Le tenía yo ganas a recordar el sabor de la horchata recién hecha, a la antigua, y no esas mierdas que nos vendían en el economato, ahí en el talego. Estoy sentado en la horchatería Daniel, pero no la de Benimaclet, no, en el mismito mercado de Colón. Que ya no es mercado, o sí, pero otro tipo de mercado ¿Recuerdas el puesto donde nos comprábamos aquellos bocatas de patatas fritas? Pues en el mismo lugar ¡Nada que ver! Ahora hay otro piso, pero en el sótano, todo lleno de restaurantes y tiendas, y arriba bares, pero a lo grande, con sillones de mimbre, terrazas... Aquí se ve mucha pasta, tío. No sé lo que me cobrarán por la horchata, pero lo perdonaré todo. ¡Treinta años sin probar una horchata fetén! Desde que me quité de todas las mierdas, es lo único que he echado en falta. Líquida, claro, con hielo no se saborea.
El barrio está igual, bueno, aunque igual, igual, tampoco. ¿Recuerdas las ruinas de aquí, en frente, donde escondíamos el pico? ¡Pues ahora es un edificio de oficinas y unas galerías comerciales, de puta madre! ¡Seguro que se merca más cruda ahora que hace treinta años! Las calles no han cambiado nada, aunque las aceras me parecen más anchas, y están llenas de gente. ¡La hostia, tío, los echan de casa! Y está todavía en Cirilo Amorós la tienda esa de música donde la cagamos. ¡Gilipollas, el empleado! ¿Acaso no tenía un seguro? No quiero recordar, porque se me amarga la horchata. Sabes qué es también distinto: las titis. No es verdad que haya más o menos el mismo número de tías que de tíos, o se han salido ellas de casa, les han encerrados con llave y se la han tragado como la del anuncio. Cuenta. Aquí, a mi alrededor, hay un corro de cinco mujeres, otro con siete, una mesa con tres, una parejita, mujeres también. ¿Cuántos hombres llevas por cuenta? Pues todos esos hay. Bueno, estoy yo, para salvar. Pero que me fijo, y en el resto de las terrazas es parecido. En ninguna hay un grupillo de tíos tomándose una birras. Hay alguno, alguna pareja, un par de ellos en medio de media docena de mujeres…Pero te digo una cosa, que jovencitas, jovencitas…tampoco se ven muchas. ¡Que las más jovencitas podrían haber sido nuestras tías…! No, las camareras, no. Sí, son todas mujeres jóvenes, y andan con un garbo y lucen un palmito…Bueno, no sigo por ahí porque no quiero ponerte los dientes largos y yo me condeno.
Lo que no sé es cómo voy a volver a casa. ¡Y menos mal que tengo casa! ¡Gracias a que mis viejos pensaron que algún día se terminarían los treinta años y estaría todavía el cabrón de su hijo por aquí! Pero he dejado las maletas y salido corriendo. Verme allí solo…Tío, que voy a echar en falta la sirena, los horarios, la cena, que ya os estarán llamando para cenar, y aquí comienza a animarse con el personal que sale de las oficinas. Parejitas: la secretaria y el jefe, colegas de despacho, juventud, juventud, divino tesoro ¡Qué de puta madre debe vivir esta gente! Pasta gansa, gachís jóvenes, coches caros…Pero oye, que aquí to el puto personal va pendiente de su móvil. Parece que están juntos, que van juntos, pero no, no. Aquí to cristo tiene otro rollo en otro sitio de donde está. De locos. La gente habla de sus cosas sin mirar quién los oye- ¡Como yo ahora, qué coño! ¡La locura, tío!
¡Ah, los coches! ¡Es otro mundo! Aquellos mierdecillas del R-5, el Pugeot 206, el Seat Panda…Ya ni se ven. Lo que se ve ahora son cochazos alemanes, japoneses, coreanos, suecos…Pero cochazos. Todo terrenos, SUV, berlinas gigantes. En este país hay mucha pasta, y muy malos tenemos que ser nosotros si no valemos para ganarnos la vida. Estoy deseando que salgas para poder hacer planes. Los cursos de fontanería que hicimos en el trullo nos tienen que servir para algo. Aquí debe haber mucha gente que no sabe cambiar un grifo, arreglar una cisterna, desatascar una taza de wáter o el desagüe de un fregadero…O simplemente que no quiere hacerlo, porque hay que agacharse y mancharse las manos, y yo veo por aquí mucho finolis que no lo va a hacer.
¡La pasma, tío! Verla y volver a sentirme culpable. Se me hace raro que no me miren como sospechoso. Ya sé, ya sé, he pagado lo que había que pagar, está claro. Soy un ciudadano como otro cualquiera que está aquí. No llevo escrito en la cara:” acaba de salir del talego”. No lo sabe nadie. Pero treinta años sin pisar una calle, sin cruzar un semáforo, sin pararme delante de un escaparate…Treinta años de galerías y patios cerrados es mucha tela, tío. ¡Más pasma! Pero ahora no los municipales, que no dejan de parecerse a los aparcacoches de los hoteles, sino los nacionales, tío. Con dos regaderas como para apiolar a un puto dinosaurio. Van como los Power Rangers. Dos armarios. Hostia, no. Uno es una tía. ¡Joder, que te decía! Hasta en la policía están ya, patrullando, a pie, por el medio del mercado, y la gente tan tranquila. Esto no es normal. ¿En la cárcel nos vigilan los funcionarios sin armas y en la calle los policías armados hasta las pelotas, como si se hubieran escapado de Apocalypsis now? Más los estupas que anden por aquí bicheando. Se me está poniendo mal cuerpo, tío. Esto lo ve el Fary y se vuelve a morir del susto. ¿A quién le iba a contar ahora la historia del hombre blandengue…? ¡No me jodas, que esto no es normal! Que la gente de aquí fuera se ha acostumbrado a cosas que no son normales…
El barrio está igual, bueno, aunque igual, igual, tampoco. ¿Recuerdas las ruinas de aquí, en frente, donde escondíamos el pico? ¡Pues ahora es un edificio de oficinas y unas galerías comerciales, de puta madre! ¡Seguro que se merca más cruda ahora que hace treinta años! Las calles no han cambiado nada, aunque las aceras me parecen más anchas, y están llenas de gente. ¡La hostia, tío, los echan de casa! Y está todavía en Cirilo Amorós la tienda esa de música donde la cagamos. ¡Gilipollas, el empleado! ¿Acaso no tenía un seguro? No quiero recordar, porque se me amarga la horchata. Sabes qué es también distinto: las titis. No es verdad que haya más o menos el mismo número de tías que de tíos, o se han salido ellas de casa, les han encerrados con llave y se la han tragado como la del anuncio. Cuenta. Aquí, a mi alrededor, hay un corro de cinco mujeres, otro con siete, una mesa con tres, una parejita, mujeres también. ¿Cuántos hombres llevas por cuenta? Pues todos esos hay. Bueno, estoy yo, para salvar. Pero que me fijo, y en el resto de las terrazas es parecido. En ninguna hay un grupillo de tíos tomándose una birras. Hay alguno, alguna pareja, un par de ellos en medio de media docena de mujeres…Pero te digo una cosa, que jovencitas, jovencitas…tampoco se ven muchas. ¡Que las más jovencitas podrían haber sido nuestras tías…! No, las camareras, no. Sí, son todas mujeres jóvenes, y andan con un garbo y lucen un palmito…Bueno, no sigo por ahí porque no quiero ponerte los dientes largos y yo me condeno.
Lo que no sé es cómo voy a volver a casa. ¡Y menos mal que tengo casa! ¡Gracias a que mis viejos pensaron que algún día se terminarían los treinta años y estaría todavía el cabrón de su hijo por aquí! Pero he dejado las maletas y salido corriendo. Verme allí solo…Tío, que voy a echar en falta la sirena, los horarios, la cena, que ya os estarán llamando para cenar, y aquí comienza a animarse con el personal que sale de las oficinas. Parejitas: la secretaria y el jefe, colegas de despacho, juventud, juventud, divino tesoro ¡Qué de puta madre debe vivir esta gente! Pasta gansa, gachís jóvenes, coches caros…Pero oye, que aquí to el puto personal va pendiente de su móvil. Parece que están juntos, que van juntos, pero no, no. Aquí to cristo tiene otro rollo en otro sitio de donde está. De locos. La gente habla de sus cosas sin mirar quién los oye- ¡Como yo ahora, qué coño! ¡La locura, tío!
¡Ah, los coches! ¡Es otro mundo! Aquellos mierdecillas del R-5, el Pugeot 206, el Seat Panda…Ya ni se ven. Lo que se ve ahora son cochazos alemanes, japoneses, coreanos, suecos…Pero cochazos. Todo terrenos, SUV, berlinas gigantes. En este país hay mucha pasta, y muy malos tenemos que ser nosotros si no valemos para ganarnos la vida. Estoy deseando que salgas para poder hacer planes. Los cursos de fontanería que hicimos en el trullo nos tienen que servir para algo. Aquí debe haber mucha gente que no sabe cambiar un grifo, arreglar una cisterna, desatascar una taza de wáter o el desagüe de un fregadero…O simplemente que no quiere hacerlo, porque hay que agacharse y mancharse las manos, y yo veo por aquí mucho finolis que no lo va a hacer.
¡La pasma, tío! Verla y volver a sentirme culpable. Se me hace raro que no me miren como sospechoso. Ya sé, ya sé, he pagado lo que había que pagar, está claro. Soy un ciudadano como otro cualquiera que está aquí. No llevo escrito en la cara:” acaba de salir del talego”. No lo sabe nadie. Pero treinta años sin pisar una calle, sin cruzar un semáforo, sin pararme delante de un escaparate…Treinta años de galerías y patios cerrados es mucha tela, tío. ¡Más pasma! Pero ahora no los municipales, que no dejan de parecerse a los aparcacoches de los hoteles, sino los nacionales, tío. Con dos regaderas como para apiolar a un puto dinosaurio. Van como los Power Rangers. Dos armarios. Hostia, no. Uno es una tía. ¡Joder, que te decía! Hasta en la policía están ya, patrullando, a pie, por el medio del mercado, y la gente tan tranquila. Esto no es normal. ¿En la cárcel nos vigilan los funcionarios sin armas y en la calle los policías armados hasta las pelotas, como si se hubieran escapado de Apocalypsis now? Más los estupas que anden por aquí bicheando. Se me está poniendo mal cuerpo, tío. Esto lo ve el Fary y se vuelve a morir del susto. ¿A quién le iba a contar ahora la historia del hombre blandengue…? ¡No me jodas, que esto no es normal! Que la gente de aquí fuera se ha acostumbrado a cosas que no son normales…
Ya se ha hecho de noche. Voy a darme una vuelta por el barrio. A mirar tiendas, para saber todo lo que no puedo comprar. Y a meterme al coleto un plato de jamón de bellota y lo que me quepa de una botella de rioja. Me gustaría una de 1989 ¿Te imaginas? Pero tengo que mirar la guita. Tiene que durar hasta final de mes. Con esto creo que cumplo mis deberes del primer día. A ver si llego un poco cansado a casa y logro dormirme. Me va a costar. Os voy a echar en falta. Te lo juro. Y saludos a los coleguis; los quiero más que a mi alma.
(5) Para que viva la pena
(5) Para que viva la pena
-Ya hemos pasado lo peor –
dijimos, cuando enterramos a Mario.
Al final, como nuestros deseos
de que viviera eran impotentes, llegamos a desear que muriera, y que su muerte
pusiese fin a nuestro sufrimiento y al suyo, que vivía contra sí mismo.
¿Qué padre llega a serlo y se
siente preparado para enterrar a un hijo? Ni siquiera la lengua tiene una
palabra que describa ese estado, esa orfandad del padre, de la madre, que dan a
la tierra lo que había venido para hacerles soportable la dureza de la vida,
ser el báculo de su vejez, y bendecir con sus lágrimas tibias el polvo de sus
cenizas.
Seguir viviendo sin él es un
peso cuya gravedad no habíamos calculado. Despertarse cada día con la memoria
de él y con el tormento de no saber ya, y no saber definitivamente, por dónde
se quebró aquel amor paternal y aquel amor filial en el que vivimos felices los
primeros años, que no fueron suficientes para protegerle del mal del mundo,
incapaces de salvarlo.
¡Comenzó todo tan pronto!
¡Éramos todos tan ingenuos, tan ignorantes! ¡Pasó todo tan en el principio del
principio!
¿Por qué no lo previmos? ¿Por
qué no vimos el alud que venía, que teníamos sobre nosotros y que
arrastró a los mejores? Muchas veces nos preguntamos por esa ceguera con la que asistimos a lo que nos negábamos a admitir. La facilidad con la que sus hermanos mayores habían transitado por aquellas edad difícil nos privó de ver lo que teníamos ante nuestros ojos ¿Por qué iban a ser las cosas tan distintas con él?
Pero en aquellos seis años que le llevaban, el mundo había cambiado ¡Se llevó a los más intrépidos, a quienes más amaban la vida, a los más libres, a los que se enfrentaron a aquella maldad con una sonrisa, a pecho descubierto!
Pero en aquellos seis años que le llevaban, el mundo había cambiado ¡Se llevó a los más intrépidos, a quienes más amaban la vida, a los más libres, a los que se enfrentaron a aquella maldad con una sonrisa, a pecho descubierto!
Cuando nos dimos cuenta, el
día que lo trajo la policía, porque lo habían encontrado desvanecido en el
escalón de una portería, en el trayecto del colegio a casa, resultó ser ya
demasiado tarde.
Él también se asustó. Juró
dejarlo, y debió dejarlo por algún tiempo, y volvió a ser la alegría de la
casa, la ruidosa discordia de sus hermanos mayores, el más simpático, el más
gracioso, el que mejor tocaba la guitarra, el más guasón, el más cariñoso, en
“esta familia con alma de cardo”, como repetía con toda su gracia él. Todo
parecía ir bien, menos las notas de la segunda evaluación de tercero de BUP,
que empeoraron luego en la tercera; una sombra de sus calificaciones hasta
entonces.
Por aquellos días, descubrimos
que aquella apariencia de normalidad escondía un mundo de sombras. Un día, su
madre se volvió loca buscando una pulsera que usaba solo en las ocasiones, se
devanó los sesos tratando de recordar la última vez que la había usado y dónde
pudo dejarla. Todos los recuerdos la llevaban hacia la misma caja disimulada en
un cajón del armario ropero que había sido su escondite desde el día que se la
regalé, pero allí no estaba. Y no sospechamos de él.
Otro día, cuando salía de
ducharme, lo encontré rebuscando en los bolsillos de mi chaqueta. Le reprendí.
Me pidió perdón. Me juró que era la primera vez que lo hacía, que había perdido
el dinero que le habíamos dado para la excursión del colegio y que no se
atrevía a volver a pedirlo, porque no quería aguantar sermones. Sabía mentir
como nadie. No me creí la excusa, pero volví a dárselo. Llevaba algún tiempo
encontrando sorpresas en mi cartera, y repasaba los gastos con frecuencia,
porque me duraban poco los cambios de los billetes grandes. Antonia me decía
que estaban subiendo mucho todas las cosas y que, si ponía atención, vería que
me lo gastaba. Que el dinero, al final es para gastarlo, que lo único que a
ella le dolía era perderlo, pero que, si se ha gastado, pues gastado está.
A nosotros nos iba bien.
Habíamos prosperado. Había sido una suerte deshacernos de la vieja pensión y comprar
aquel edificio de cuatro plantas a espaldas de la Gran Vía. Teníamos un hotel pequeño, coqueto,
confortable, y en el mejor lugar de Madrid. Solo dieciséis habitaciones y lo
llevábamos con cuatro empleados. Controlábamos los gastos y lo llenábamos casi
todos los días del año. Su hermano mayor había terminado arquitectura y
trabajaba en la construcción de hoteles en la Isla de Tenerife, y nuestra hija
estudiaba informática en Edimburgo. Les mentíamos a sus hermanos, les decíamos
que Mario estaba bien, con sus cosas, y que le quedaría alguna para estas
vacaciones, pero que había mejorado.
Desde ese día, comenzamos a
prestar más atención a lo que pasaba en casa y nos dimos cuenta de cuántas
cosas habían ido desapareciendo de ella, nuestras y de sus hermanos, sin que
notásemos su ausencia. Faltaban joyas de su madre, de esas que no se ponía
nunca, ropa y libros caros de las habitaciones de sus hermanos, un juego de
ajedrez con piezas de mármol, caro, y que quedó arrinconado como un adorno
después de la primera partida, ropa del ajuar de su madre que había dormido
años ignorada en los armarios, botellas de licor, dos relojes de bolsillo y
algunos Amadeos de plata, herencia de mi familia. Nos alarmamos. Supusimos que
seguiríamos encontrando vacíos en lugares que no esperábamos No sabíamos que
hacer.
El día que le quitó la cartera
al hermano de Antonia, que había venido a visitarnos y había dejado la chaqueta
colgada en la percha de la entrada, el problema salió de nuestra casa y se hizo
un runrún familiar. Por aquellos días, volvió a traerle la policía
inconsciente, con señales recientes de las agujas en los brazos. Tuvo fiebre
muy alta, deliraba, empapaba las sábanas de sudor y tiritaba de frío. Le
salieron bultos en los ganglios y no podía tragar nada. Tuvimos que internarlo
en La Paz. Los medios de comunicación comenzaron a hablar de una enfermedad
mortal que se propagaba especialmente entre homosexuales y drogadictos, y que
alguien quiso ver como un castigo divino a las conductas descarriadas.
Los médicos no sabían nada,
daban manotazos de ciego y asistían a jóvenes que morían en la flor de la edad.
En los laboratorios, los científicos investigaban el origen de aquella
enfermedad que se propagaba también entre personas de conducta sin tacha. Se
desconocían las vías de contagio y la gente temía acercarse a los infectados, pues se pensaba que la
enfermedad podía contagiarse por un contacto casual, como dar la mano, abrazar,
besar o compartir utensilios con un infectado. La palabra
SIDA se fue extendiendo para nombrar aquella enfermedad fatal y desconocida. Coincidimos
con familiares de otros enfermos como nuestro hijo y vimos en ellos el
desenlace de aquel proceso. Observábamos angustiados el deterioro de Mario y comprendimos que lo inevitable no estaba lejos. Vinieron sus hermanos,
que ya no se separaron de él hasta el final, doloridos, impotentes y a la vez
resignados. Y llegó el día, que todos
recibimos con inmenso dolor y a la vez como un consuelo, ante la inutilidad de
todos los esfuerzos.
Sigue
viviendo en nuestra memoria. Paradógicamente, su recuerdo no ha envejecido a la
vez que lo hacíamos nosotros, y en él sigue siendo aquel adolescente gracioso,
guasón, cariñoso, simpático y rebelde que un día se fue a otro país muy lejano,
del que nunca se vuelve. Nosotros seguimos aquí, para recordarlo, para prolongar
nuestra pena.
(6) Cuarenta años juntos
Solo si se
coge a peso, se da uno cuenta de la solidez en que se sustentan su aparente
fragilidad y las sutiles tareas para las que está fabricado. Ha sobrevivido a
tres traslados de casa, a la infancia de mi hijo, a miles de horas de uso y a tres
intentos de jubilación.
Bajo la tapa trasparente, el
plato que gira, un poco elevado, con dos líneas de puntos en su borde, cubierto
de un material oscuro, pesado y poroso. A mi derecha, el brazo rígido, con sus
tres contrapesos atrás, la pequeña abrazadera que lo asegura, y el cabezal orientado
en un preciso ángulo de 70 grados hacia el eje del plato, en el cabezal, casi
invisible, la misteriosa aguja de diamante. A mi izquerda, la pequeña luz
estroboscópica que lee la línea de puntos del plato y un pequeño botón estriado,
el “Pitch” que permite ajustar la velocidad del giro del plato: cuando el plato
gira, la hilera de puntos de su borde, que corresponde a la velocidad de
grabación del disco, debe parecer detenida, que está parada. En el fino frontal
metalizado, cuatro palanquitas, bajo unos letreros en inglés que indican la
función de cada una: “Cue, lower – lift”, el de mi derecha, “Turntable, star
-stop”, el siguiente, “Auto- Return”, el de al lado, y finalmente “Speed,
33-45” el último. Más a la izquierda, dos representaciones de los puntos del
borde del plato detrás de los letreros “50Hz, 60Hz”. En el lado izquierdo, con
letras un poco más grandes, y de trazo más grueso, la marca:” Garrad- D 450”;
bajo la marca, y en letras más pequeñas, “Semi Automatic direct drive”; debajo
y solo legibles con la ayuda de una lupa. “Made in England”.
Acercarme
al tocadiscos es evocar cuarenta años de vida, de música, de tecnología: no se
me ha borrado el recuerdo del primer vinilo de Deutsche Grammophone que escuché
en él, la Sinfonía nº 9 de Dvorak; conservo vivas las imágenes de mi hijo
asombrado de que aquellos microsurcos guardasen fielmente la música de un piano
o una orquesta, y de que aquella aguja casi invisible reprodujese en sus
imperceptibles movimientos la música allí registrada. Desde aquel año lejano en
que entró en casa, ha estado a punto de ser derrotado al menos tres veces: Lo
intentó el CD, más tarde el MP3 y hoy Spotify, pero ha sobrevivido a todos los
intentos. En tiempos de prisas y locura, el ritual que exige hacer sonar un
vinilo es casi un ejercicio zen: buscarlo en la apretada hilera de discos,
extraerlo de su doble funda, limpiarle el ligero polvo y la electricidad
estática, colocarlo suavemente sobre el plato, acercar con cuidado el cabezal
al surco de la música elegida, hacer descender la aguja sobre él, con más
cuidado, componen el tiempo que necesita el deseo para abrirse a la escucha de
la música esperada, a la sorpresa.
(7) Las fallas
(El infierno
son los otros- dijo Paul Sartre. Se refería a la mirada de los demás, que nos penetra
y nos declara) “En este caso la mirada será un virus y el terror vendrá porque
quien te maté será el que más te quiera, quien te bese, quien te abrace, quien
te dé la mano, quien te ceda el asiento en el metro, quien te ayude a cruzar la
calle. El miedo al otro, en eso consiste el infierno que se acaba de instalar
como un avance entre nosotros” (El País, Manuel Vicent)
¿Cuántas fallas hay?
¿Cuántos modos de vivir las fallas coinciden, se superponen, se contraponen, se
niegan o afirman en este período indeterminado de días festivos, del que solo
sabemos que finaliza en la madrugada del 20 de marzo con la “cremá”? Porque de
las fallas, siempre las mismas e imprevisibles, solo es cierto que, cuando
amanezca el día 20, en la ciudad no debe quedar ni rastro de ellas, y que, en
los “casals”, comenzarán al domingo siguiente las fallas del próximo año.
El
centro y origen de la falla es el fuego, y la palabra que las nombra, del latín
“fácula”, las antorchas que iluminaban las torres de vigilancia, lleva
escondida la referencia a las que se colocaban en Valencia, que, hasta finales
del XIX, fue ciudad cercada por altas murallas y altísimas torres antorchadas.
Pero la palabra que denomina las fiestas no dice nada de ellas. En las fallas,
que siguen tradiciones milenarias, se celebra la llama purificadora, el fuego
que se alza del mar cada mañana, el que se conserva encerrado en las brasas, el que enciende las
miradas, el que asoma, pequeñas llamas verdes, en los brotes de las plantas, el
que hace hervir la sangre, el fuego fatuo, el que alimenta los deseos fogosos,
el fuego doméstico de los fogones, el que calcina los huesos, el resumido en una
cabeza de misto, el comprimido en la pólvora que explota en el aire y se funde
con la nube…
-“Yo
las descubrí como aturdido turista. Desorientado en la ciudad, incapaz de
acumular el recuerdo de los “ninots” de una falla sobre los de otra, ciego para
los letreros que pretenden describir lo que allí se representa, atolondrado
entre innumerables bandas de música que dan vueltas por la ciudad, asustado con
los estruendos de la mascletás que se disparaban en cualquier plaza o calle, estupefacto
ante miles y miles de mujeres, todas la misma y todas distintas, que desfilan
con energía y seriedad festiva, desde la mañana a la noche, portando un ramo de
flores que formará el manto vegetal de una virgen de cartón. Como turista, yo
no participaba de la fiesta, no tenía nada que hacer, solo mirar, estar pendiente de los petardos que explotaban
en cualquier momento, dar vueltas por la ciudad, descubrir fallas nuevas y
pasar una vez más por las más céntricas, que resultaban ser las más suntuosas.
El aire estaba impregnado de olor a pólvora. Aquel año la festividad cayó en
viernes, y recuerdo la liberación que sentí al salir a la calle el sábado y
encontrarme una ciudad nueva. Las calles estaban limpias, había desaparecido el
ruido ensordecedor, se distinguían personas donde antes solo había aglomeración
de gente y multitud, tumulto; delante de los bares olía a café, de las puertas
de las panaderías salía un alimentico olor a masas horneadas, y descubrí, como
si acabara de abrirse aquella misma noche, en las ramas de los naranjos, el
azahar que perfumaba el aire fresco de aquella mañana. Como turista, observé
que estas fiestas se organizan con reiteración infrecuente alrededor de
acontecimientos que tienen una estructura paroxística, es decir, que se
interrumpen justo en el momento de su mayor exaltación e incitan al aplauso, como
el Bolero de Ravel, o como un orgasmo: las mascletás, los castillos, la
ofrenda, muchos pasacalles que finalizan en el chin-pun…Excepto la “cremá”. Las
fallas, después de la gran llamarada, languidecen poco a poco, transformadas en
brasas que caen lentamente, se consumen lentamente y provocan la tristeza, las
lágrimas. Yo también me llevé un poso de tristeza de las fallas, y me pareció
mucho más alegre la ciudad limpia, la brisa mañanera, el cielo azul de aquel
sábado, lejos el humo y el olor a pólvora, en que la pude disfrutar”
-“Yo
no supe lo que son las fallas hasta que no me vestí de fallera y fui a la
ofrenda. Me vestiría todos los años. Nunca pude hacerlo de pequeña. Me he dado
cuenta de que tenía una envidia olvidada hacia todas las niñas que se vestían
de falleras. Cuando me vestí, en 2017, me di cuenta de que mi desprecio por las
fallas tenía que ver con aquella frustración no confesada. El solo hecho de
verme de fallera en el espejo, ya me hizo llorar. Entrar en la plaza de la
Virgen en la ofrenda es mágico. Es verdad que la espera para que te toque es un
poco pesada, pero todo se olvida cuando comienzas a caminar. Cuando llegas a la
calle del Miguelete, dejas atrás todo el jaleo y notas el silencio, luego te
quedas tu sola, frente a la estructura de madera y al entrgar el ramo que
formará parte del tapiz que será el manto de la Chaperudeta se siente una
emoción indescriptible. Nos pasa a todas. Salimos todas llorando, y con pena
porque sabemos que tendremos que esperar a otro año para poder sentir algo
parecido.”
-“Me
hartaban los desfiles, las procesiones, las ofrendas…Me dolían los pies. Me
hacían daño aquellos zapatos ridículos. No veía el momento de arrancarme los
moños y los aderezos, soltarme las enaguas almidonadas, el sujetador con las
copas rellenas de papel de periódico, ponerme los vaqueros y las deportivas e
irme al casal. Todas las amigas hacíamos lo mismo y eso sí que era divertido.
Cenábamos allí, nos juntábamos con los amigos, venían sus “novietas”, que si
iba a otro colegio, hasta entonces no las conocíamos y con ellas venían otros
chicos y tonteábamos todos. Podíamos volver tarde a casa y no nos reñían. Y
aunque nos acostábamos tarde, nos levantábamos para la “despertá”, porque
esperábamos encontrarnos con las amigas y los amigos y continuar con el juego
(el fuego) de los amoríos. A veces íbamos con las falleras a visitar otras
fallas y cada una quería que fuesen a visitar la falla donde tenía algún chico
que le gustaba, discutíamos, nos quitábamos los “novietes” y había mucho jaleo
y mucha diversión. Yo recuerdo aquellas fallas y me parece que duraban un mes,
de la cantidad de cosas que nos pasaban. Éramos incansables. También hacíamos
caso de las fallas, de algún ninot que nos gustaba, pero poco.”
-“Yo
no entiendo las fallas, ni las siento. Parece todo tan a la vista, tan externo,
tan en la calle, tan parecido cada año, que vistas una vez, estaban vistas para
siempre. Con aquella seguridad, nos ausentamos de la ciudad en fallas. Al
principio, visitábamos a la familia lejana, luego aprovechamos a viajar por
España. Más tarde nos íbamos a esquiar y en ocasiones aprovechamos los días de
fallas, sobre todo si se juntaban venturosamente con fines de semana para
visitar las capitales europeas. Siempre nos encontrábamos personas que nos
decían en tono de reproche: “¡Ahora que son fiestas en Valencia, vosotros os
vais!”. “Sí, sí, hay que dejar sitio. No cabemos todos” -solíamos bromear como
respuesta. Pensar desde París, Berlín o Viena en el barroquismo costumbrista
fallero era una liberación: lejos de las músicas ensordecedoras hasta horas
intempestivas, de las multitudinarias mascletás, de los despertares imperiosos,
de los embotellamientos alrededor de los monumentos, de la invasión de
pasacalles sucesivos o superpuestos e indiferenciados, de la soberbia
insoportable de los falleros que cortan vías a su gusto, invaden espacios que
no les pertenecen y prolongan hasta lo indecible la música atronadora que sale
de sus carpas, lejos de aquel mundo que me había tocado soportar tantos años,
solo recuerdos torcidos me venían de lo que suponía estaría sucediendo en
Valencia, y no lo echaba de menos.”
-“Yo
heredé todos los prejuicios de mis padres sobre las fiestas de las fallas.
Nunca llegaron a vivirlas. Las conocían como turistas. En el grupo de teatro,
cuando tenía catorce años, me encontré con una chica que era fallera. Nos
hicimos amigos. Yo le picaba con todos mis prejuicios sobre las fallas y ellas
me contestaba siempre lo mismo.
¡Chiquet,
tu no saps quina cosa son les falles!
Y
a continuación me explicaba el origen de su entusiasmo. Le costaba imaginarse
una infancia sin el casal. Las fallas, los ninots, las historias que cuenta
cada falla eran el resultado del esfuerzo y el entusiasmo mantenido por muchas
personas a lo largo de un año, y continúan la ilusión de muchas generaciones.
Si no entiendes esto, ves las fallas como un turista, pero tú eres
valenciano.
¿Qué
falla es la de tu barrio? – me pregunto un día.
No
sé, me imagino que la de Dr. Olóriz.
Lo
sabía todo de aquella falla. Que había celebrado su centenario en 2014, que
había tenido una fallera mayor, que tuvo un artista fallero que fue famoso y
que no se hubiera hecho el parque de Marchalenes sin el empeño de la falla.
Ella se conocía la ciudad por los “casals” y tenía el plano de Valencia en la
cabeza, asociado a aquellos lugares y a los nombres de las falleras que había
conocido.
Cuando
casi nadie tenía teléfono en casa, la gente tenía el de la falla como suyo.
Cuando no había televisión en las casas, el casal tenía una y todos se juntaban
en el casal para ver los toros, el futbol o cualquier acontecimiento. La
primera internet que hubo en mi barrio fue la de la falla y en la falla puedes
encontrar ayuda para muchas cosas.
Aquel
año, viví por primera vez las fallas desde dentro, y lo pasé tan bien que no me
las he perdido desde entonces. Sí, son las fallas de siempre, pero yo las
siento ahora como mías. No me pidáis que os las cuente, me faltan palabras y
sería inútil. Si queréis saber cómo son las fallas, tenéis que vivirlas desde
dentro”
(8) La belleza del confinamiento
Hablemos de la belleza de la lluvia en las calles desiertas
Hablemos de la belleza del rosal del alfeizar de la ventana, florecido sin atenerse a ningún permiso en los días del confinamiento
Hablemos de la belleza de los ojos que dicen su mensaje discreto por encima de las máscaras.
Hablemos de las belleza de las manos que sueltan un torbellino de pájaros cada tarde desde la ventanas.
Hablemos de la belleza de los resucitados a una esperanza ya perdida.
Hablemos de la belleza de los guisos que hierven lentos y perfuman de recuerdos antiguos las estancias abiertas de las casas.
Hablemos de la belleza de las nubes que se abren en el ocaso para que el sol pueda despedirse cada día del mundo de los tristes.
Hablemos de la belleza de todos los muertos que se adelantaron a la llegada del virus y fueron despedidos por sus deudos como se lo merecían.
Hablemos de la belleza de quienes se imponen cada mañana al cansancio y su miedo y levantan el peso del mundo con los gestos minuciosos y precisos de su dedos.
Hablemos del silencio de los motores de explosión y de los neumáticos enmudecidos, que hacen sonoras las voces de los niños que doman un felino o una rapaz en sus pechos.
(9) Tiempos líquidos
(8) La belleza del confinamiento
Hablemos de la belleza de la lluvia en las calles desiertas
Hablemos de la belleza del rosal del alfeizar de la ventana, florecido sin atenerse a ningún permiso en los días del confinamiento
Hablemos de la belleza de los ojos que dicen su mensaje discreto por encima de las máscaras.
Hablemos de las belleza de las manos que sueltan un torbellino de pájaros cada tarde desde la ventanas.
Hablemos de la belleza de los resucitados a una esperanza ya perdida.
Hablemos de la belleza de los guisos que hierven lentos y perfuman de recuerdos antiguos las estancias abiertas de las casas.
Hablemos de la belleza de las nubes que se abren en el ocaso para que el sol pueda despedirse cada día del mundo de los tristes.
Hablemos de la belleza de todos los muertos que se adelantaron a la llegada del virus y fueron despedidos por sus deudos como se lo merecían.
Hablemos de la belleza de quienes se imponen cada mañana al cansancio y su miedo y levantan el peso del mundo con los gestos minuciosos y precisos de su dedos.
Hablemos del silencio de los motores de explosión y de los neumáticos enmudecidos, que hacen sonoras las voces de los niños que doman un felino o una rapaz en sus pechos.
(9) Tiempos líquidos
Si uno vive lo suficiente, todos los círculos se cierran. Pero a él se le terminó pronto el tiempo, no le dio de sí para acabar nada, y así quedó todo sin terminar de ser, como si la piedra quedase suspendida en el aire, amenazadora de cumplir su ley. Se mira a los espejos y hace años que su cara no le sorprende, los ojos con los que ve ya no le ven, mudo queda el azogue al movimiento de sus manos, al parpadeo de sus ojos, a la sonrisa que dibuja su boca, a las lágrimas que resbalan por sus mejillas. A fuerza de no verse, ha perdido las referencias de su rostro y de todos aquellos con los que vivió y aún perviven, ellos sí, en el mundo de las cosas, en el mundo de las cuatro dimensiones, al que él también perteneció. Solo palabras le quedan, ese hilo sin sustancia, en el que todo lo pone quien las recibe: Irene, Jesús, Priscila, Eduviges…Recuerda dónde vivían, qué le dijeron, los juegos con los que entretuvieron su infancia, las canciones del recreo…Pero ha perdido las imágenes que le hacían compañía, aquellas que le hacían la ilusión de seguir, como un equilibrista que se sustenta en el vacío, caminando en el filo del tiempo. Si este viaje hubiera dependido de su voluntad, no se hallaría donde ahora se encuentra, pero una vez se perdió y cuando rayaba el alba despertó en una de esas pesadillas en la que la luz brilla dos veces, y el sol se oculta a la vez por dos lados opuestos, por dos ocasos sin oriente.
Le costó encontrar el reposo, acostumbrarse a que todo lo iniciado un día siga aún sin conclusión ni descanso, abierto al albur de los acontecimientos, ya sin él, expuesto a que manos poco cuidadosas lo den por terminado, lo cierren de cualquier modo, sin paciencia, con prisas.
“Es lo que hace todo el mundo aquí, seguir viviendo por los demás, en las palabras de los que todavía pueden aprender nuevos decires, en la memoria de quienes deambulan entre los escombros, esperar que dure el palpitar de aquellos para quienes nuestro nombre todavía les dice algo, y los sonidos que lo componen les remiten a una huella en su memoria. alimentar la ilusión de pervivir en ese aire esquivo que, de pronto, en una boca, toma la forma de la palabra que nos evoca, recobrar vida de las memorias que aún la tienen.
“Si por mí fuera, estaría lloviendo todo el día, hasta que el agua arrastrara las ratas por las alcantarillas, hasta que con su repiqueteo en el asfalto horadase el tiempo y lo volviese líquido, para que el futuro cerrase todos los círculos que han ido quedando abiertos para siempre, y que inquietan la esperanza incierta de quienes aún tendrán tiempo, como bocas de cadáveres que nadie se detuvo a cerrar. “
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