Amor a primera
vista
Me
casé con un ciego.
Lo
nuestro fue amor a primera vista, como le gusta decir a él. Dice que le enamoró
mi voz. A mí me enamoraron sus palabras. Seguimos juntos después de quince
años. Tenemos dos hijos.
-Tienes
cascabeles en tu voz -eso me dijo el primer día que hablamos.
-¡Tengo cascabeles en mi voz! - me reí ¿Cómo es eso? Fue lo único que se me
ocurrió contestarle.
-Nada.
Hay voces así, y cualquier cosa que dicen suena a música en su boca.
-¿De
dónde eres?
-De
Valencia. Tengo una mezcla rara: mi madre es canaria y mi padre aragonés.
-¡Salió
bueno el cruce! -dijo él- y subrayó aquel cumplido con una risa, mientras me alejaba.
Fue
uno de aquellos primeros sorteos del sueldazo de la ONCE. Me acerqué a
comprarle un décimo. Había pasado durante seis meses delante de su garito sin prestarle
atención, pero aquel anuncio del sueldazo me pareció tan original y tan
prometedor. ¡Veinte años cobrando tres mil euros mensuales, eso sí que sería
suerte!
-¡Por
fin! -me dijo cuando me detuve y le pedí un décimo.
¿Por
fin, qué?
-Por
fin te decides a comprar el décimo. ¿Qué número quieres?
-Me
da igual, uno que vaya a tocar, ese mismo -señalé el que tenía en la mano.
-Haces
bien. Hay quien viene con supersticiones de números, persiguiendo a la suerte.
Y la suerte va donde quiere. El sueldazo para toda la vida le va a tocar a
quien quiera yo.
Esta
fue la conversación que tuvimos mientras separaba con parsimonia el décimo de
la tira y yo le daba los cinco euros que llevaba ya en la mano. Lo habría olvidado,
como olvidé el número que no me tocó, si él no hubiese guardado en su
prodigiosa memoria cada palabra. Cuando comenzamos a salir como novios, me la
recordó.
-Yo
te oía que te acercabas, que caminabas un poco más despacio, que dudabas y que
seguías. Así estuviste toda la semana, hasta el viernes. Te oí venir de frente
y dije, hoy es el día. Y fue. Me enamoré de tu voz un día que te encontraste
con una amiga delante del quiosco y os pusisteis a hablar allí. Pasé una vez
por la zapatería donde trabajas, pero no tuve suerte, me atendió la dueña. Te
oía caminar por la tienda, llevabas los zapatos incómodos, sentía tu olor, ibas
con falda, te toqué la mano a propósito, cuando me estregaste la bolsa con la caja,
después de cobrarme y me sentí feliz porque me acompañaste hasta la salida, me
diste las gracias y me dijiste adiós.
Sabía
ya tantas cosas de mí cuando comenzamos a salir, que si me las hubiera dicho
nada más conocerlo me habría asustado. Conocía mi nombre, por supuesto, que
trabajaba en la zapatería, que vivía en Benicalap, que tenía cinco hermanos y
yo era la mayor, que lo nuestro con Julián se había roto… Eran datos que había
guardado de aquella conversación con mi amiga Pilar, al poco de ponerme a
trabajar. Además, aquel día del décimo, supo que llevaba falda y chaqueta de
punto, zapatos de suela de goma con un poco de tacón, que acababa de pintarme
los labios, que no llevaba pintadas las uñas... También sabía que no salía a
almorzar, que traía el bocadillo de casa y me lo comía en la tienda. No olía a
café- me dijo- y de ahí sacó tantas conclusiones. Acertó, como siempre
-Me
gustaba más cuando te ponías los zapatos de tacón, porque te oía venir desde
más lejos, pero el paso era un poco más cansado.
Me
fui contenta con mi número, y pensé que era un ciego coqueto. Llevaba gafas de
sol de marca, lucía siempre un pañuelito en el bolsillo de su americana, iba
siempre bien afeitado y se peinaba su cabello lustroso con intención de gustar. Me imaginaba sus ojos, las
cuencas vacías, y me daba pena.
Finalmente,
un viernes que le saludé cuando pasé delante de su quiosco en dirección a la
parada del autobús, me pidió que esperase un momento. Salió del cuchitril y se
acercó a mí.
-¿Quieres
que vayamos al cine este sábado?
Me
desconcertó la propuesta y me reí.
-¡Qué
bromista eres! – le contesté.
-No.
En serio. Me gusta el cine. Me apetece ir a ver “Mar adentro”. Te invito.
-Bueno.
Pero yo pago mi entrada.
Subí
al autobús que cogía allí, cerca de donde él pasaba el día, dando vueltas a su
invitación. Era más alto de lo que aparentaba allí, sentado, y se movía con una
soltura que no te esperas en un ciego. Tendría que decir algo en casa, pero no
podía decir que iba al cine con un ciego. Tampoco se lo diría a las amigas.
De camino al cine me dijo que le
gustaba ver películas españolas, porque cada actor tiene su voz y los
sonidos son verdaderos, y que en los doblajes no respetan nada.
-Morgan
Freeman, Harrison Ford, Christopher Lee, Anthony Hopkins y un montón de anuncios
y spots publicitarios tienen, todos, la misma voz, la de Camilo García. A
vosotros os da igual, pero yo no puedo con ello.
Lo
dijo totalmente enfadado, y su tono me convenció, tanto como sus argumentos, de
que era de verdad un cinéfilo.
-Solo
tienes que ayudarme un poco en cada secuencia- me pidió. Contarme lo que se ve:
el lugar, cómo son los actores, cómo van vestidos los personajes, pero poco.
Nos ponemos en las primeras filas y tú me vas diciendo. Si nos ponemos atrás,
se oye todo y molestamos.
No
pudimos ir a ver peor película, o mejor, según se mire. Lloramos los dos todo
lo que quisimos. No se me quitaba de la cabeza que aquella película hablaba de
nosotros: de una vida tan difícil que aboca a la desesperación, de una mujer
tan entregada que se olvida de su propia vida, de las razones particulares para
vivir y para morir…Nos quedamos allí sentados hasta que se vació la sala y,
cuando salíamos, mi mano en su brazo izquierdo, acercó sus labios y me la besó.
Gracias-
me dijo- Lo has hecho muy bien. ¡Este Amenábar es un buen cabrón!
Se
empeño en invitarme a cenar y le dije que tendría que llamar a casa.
-Pero no les digas a qué hora vas a volver, que si luego te atrasas, se preocupan.
Me
pidió que parase el primer taxi que pasara. A ver si tenemos suerte -dijo
burlón.
Fuimos
a un restaurante gallego, donde le conocían, y el local no tenía secretos para
él. Nos pusieron en una mesa un poco apartada, con un grado de intimidad mayor
que el resto. Cenamos estupendamente. Probé el mejor vino de mi vida, el mejor
pescado de mi vida, un besugo al horno delicioso y el postre de mi vida: leche
frita con helado de horchata.
Cuando
terminamos de cenar nos habíamos contado la vida. La mía, una vida pequeña y
atareada, un montón de hermanos que cuidar, un bachillerato sin acabar, y un futuro resuelto de momento con aquel trabajo en la zapatería que me hizo tanta ilusión cuando lo
encontré, pero que ya había comenzado a cansarme. La suya, llena de altibajos: una adolescencia rebelde, unos estudios
brillantes, un accidente en una moto, un querer morirse antes que vivir ciego,
-Se
me habían apagado los ojos y todavía no se me habían encendido los otros
sentidos. Me costó más de un año aprender a oír, a oler, a tocar, a percibir el
espacio, la distancia, la luz y la sombra. Mi mente seguía atada a los rencores
de la vida pasada, a los miedos del futuro y no sentía el presente. Mi memoria
era débil, intermitente, absorbida por lo superfluo, inútil para mi nueva vida. Fue
un tiempo difícil. La ONCE me ayudó a salir de aquella desesperación y la
lectura de un librito de G.H. Wells “El país de los ciegos”. Tienes que leerlo.
Te lo regalaré.
Estudiaba
fisioterapia y no quería envejecer vendiendo cupones.
Se
quitó las gafas y me enseñó los ojos.
-Es lo más íntimo que tengo -me dijo.
Tenía ojos oscuros, de una mirada intensa, parpadeaba, parecía mirar a un lado
y a otro, dirigirme su mirada, verme allí, al otro lado de la mesa, pero no
veía nada.
-Ni
oscuro, ni claro, ni hombres como si fuesen árboles, como el ciego del
evangelio. Igual que si tú pones la mano delante del plato, ¿Qué ves con ella?
Nada, ¿no?, pues eso es mi ceguera.
Desde
el restaurante, cuando ya iban a cerrar, nos pidieron un taxi. Me acompañó a
casa, y antes de bajarme me cogió la mano y volvió a darme un beso.
-Gracias.
Ha sido una tarde perfecta. Ya tocaba.
-Gracias,
yo -le respondí. ¡Además, me has traído hasta casa!
Le
di un beso en la mejilla y salí del coche.
El
lunes, a la hora del almuerzo, salí de la zapatería y le invité a un café en el
bar.
-No
puedo siempre, pero hoy sí - le advertí.
Se
habían roto las fronteras entre nosotros y nos tratábamos como viejos
conocidos, amigos de siempre.
-Tenemos
que patentar este invento. Al próximo café te invito yo.
El
próximo, fue el jueves. Antes de entrar al trabajo, pasé por su garito y le
avisé.
-Dile
a tu jefa que vas a tardar un poco. Luego paso y me compro unas pantuflas.
-Te
voy a llevar al bar donde hacen el mejor café del barrio. No está ni cerca ni
lejos.
Salió del garito y me ofreció su brazo. Le
llevaba yo, pero me conducía él. Tenemos que ir hasta el final de la avenida,
luego ya te digo yo- me dijo con total seguridad.
Mientras
caminábamos me descubría el barrio que había pasado inadvertido para mí hasta aquel día: el
olor del azúcar tostado en un horno y a masas poco cocidas en otro, el ruido de
los bares de los chinos, tan distinto de los bares de españoles, el olor del
café en cada bar, a tortilla de patatas en este, o a embutido y col frita en el
otro, los olores frescos o fermentados de las fruterías, el sonido de las voces
en la calle, el inconfundible olor de la tienda de pinturas, el olor aséptico de la óptica y el banco, el olor de
los naranjos en una parte de la calle y de los jacarandás florecidos en la
otra, el sonido del tráfico cuando la avenida se estrecha, la dirección del aire
en el cruce de cada calle y su mensaje olfativo: a mar, a páramo, a naranjos.
Me habló muy cabreado del olor a caca de perro que inundaba las aceras.
-¡Siempre
terminas llevándote una a casa, o en el bastón o en los zapatos!
Nos
gustaba estar juntos. A él le gustaba mi voz, como me había dicho, y yo, en su
compañía, descubría un mundo para el que había permanecido ciega y muchos
aspectos del que veía y que él me enseñó a ver, desde su ceguera, En uno de
aquellos cafés, que pasaron a ser una esperada obligación dos veces a la
semana, me preguntó si sabía conducir, y cuando le dije que sí, se puso a dar
palmadas de contento.
-Pero
no tengo coche -le dije.
-
El próximo sábado nos vamos a la playa. ¿Conoces la playa de la Devesa en El
Saler?
No
la conocía. Me daba miedo la autopista. Me arrepentí de haber contestado tan
pronto que sí tenía permiso de conducir y él lo notó.
-No tengas miedo. Yo te llevaré- me
dijo- y me dio un manotazo en la mano con la que le sujetaba, o me sujetaba, ya
no sé, a su brazo izquierdo
Me hizo reír. Era tremendo. Yo tenía
miedo a llevar el coche, pero él no tenía miedo de venir conmigo. ¡Se puede ser
más insensato!- pensé.
El sábado quedamos en una casa de
alquiler de vehículos, cerca de la salida hacia El Saler. Lo tenía todo
organizado: La documentación, el
volkswagen polo, y los seguros. Todo estaba pagado. Por supuesto, conocía la
carretera, los lugares por los que pasábamos, los desvíos, las curvas…Creo que
se sabía hasta los baches. Yo conducía con nerviosismo, pero él iba confiado.
Muy bien, lo estás haciendo muy bien -me repetía continuamente- y sus palabras
infundían en mí una seguridad que no reconocía como mía.
Llegamos a la playa. Era un lugar
nuevo para mí. Un sitio extraño, casi salvaje. La zona de las dunas estaba
separada de la playa por un murete tapado de arena en algunas partes, y por entre
medio de las dunas se veían caminos asfaltados, tapas de alcantarillas, y aquí
y allá hierros retorcidos de algún proyecto de edificio abandonado. Mientras
paseábamos por aquellos caminos asfaltados, que la arena y las plantas habían
invadido hasta reducirlos a senderos, me contó la historia de aquel lugar y me
fue señalando las plantas aromáticas que lo cubrían, todas desconocidas para
mí. Hoy reconozco algunas y me he aprendido sus nombres: la siempreviva, el
espino negro, el lentisco, la ruda, el labiérnago, el pegamoscas, el lirio de
mar, y alguna más, y si las nombramos juntos, despertamos su olor y su imagen entre
nosotros y vuelven a florecer los recuerdos asociados a aquel paseo que
repetimos luego tantas veces.
Continuamos el paseo por la arena de
la playa, descalzos. No estábamos solos, pero casi. Hubo un momento de silencio
extraño entre nosotros; el rumor de las olas y los chillidos de las gaviotas se
hicieron muy presentes. Lo rompió él.
-¿Puedo tocarte la cara? – me dijo.
Lo
vi nervioso por primera vez y caí en la cuenta de que mi rostro seguiría siendo
un misterio para él. No le contesté. Me puse delante de él, le cogí las dos
manos y las elevé hacia mi boca. Le besé las manos y le dejé que explorara, con
aquellos sus ojos, cada milímetro de mi piel. Primero cubrió mi cara con las
dos manos, luego las desplazó hacia mi cabello, las juntó en mi nuca y me acercó
hacia sí. Allí, pegada a él, su mano izquierda en el inicio de mi cuello, fue
recorriendo con las yemas, como si pintase mi rostro con todo detalle, cada una
de sus partes: mi frente, mi ceja izquierda, mi ceja derecha, el párpado
izquierdo y luego el derecho, la mejilla izquierda y la derecha, mis labios,
cada lado de mi mandíbula, el cuello. Levanté mis manos y repetí en su rostro
lo que acababa de hacer él, los dos en silencio. Cuando llegué a su boca, alcé
un poco la mía y él adivinó mi gesto, se inclinó y nos fundimos en un beso.
.
¡Mi amor! -me dijo- con una voz muy bajita, llena de ternura, lejos de aquella
seguridad con la que se movía por el mundo.
La
brisa del mar había dejado en nuestras pieles un rastro ligero de sal, una sal
dulce, como la que mana en las bocas de los amantes. Nos demoramos en aquel
beso, y nuestras manos se perdieron en el cuerpo ajeno despertando y recibiendo
placeres que ambos habíamos soñado.
Fue
una tarde perfecta. En mi recuerdo, la mejor tarde de mi vida.
Al abandonar la arena de la playa nos limpiamos la arena de los pies con una toalla que llevaba en su bolso y me pidió que confirmara que no se había puesto los calcetines del revés.
-A veces me distraigo y me pasa. Pero no soporto llevarlos mal puestos. Donde esté, como me de cuenta, me los cambio
Volvimos
cuando atardecía. Sobre el espejo de las aguas de la Albufera, el sol del ocaso
derramaba un volcán de nubes enrojecidas que prendían de fuego el paisaje. No
le dije nada. Temía hacerle sentir su ceguera, pero fracasé en mi intento.
-¿Cómo
está la Albufera? Ya estará poniéndose
el sol.
Le
dije que sí, que estaba poniéndose el sol y que había gente allí, mirando, como
siempre.
No sabíamos cómo despedirnos, después de dejar el coche. Nos separábamos, pero nuestras manos querían seguir en contacto. Nos besábamos discretamente y demorábamos el contacto de nuestras bocas muy próximas en sus comisuras. Decíamos palabras de despedida y volvíamos a reanudar el camino juntos. Finalmente, me pidió que le parara un taxi en la Gran Vía, le abrí la puerta, nos dimos un último beso y se dirigió a su casa. Yo me fui caminando hasta la parada del autobús envuelta en aquella felicidad que desconocía.
Cuando
terminó fisioterapia, me pidió que nos casáramos y, aunque me lo esperaba y lo
deseaba, me asusté. Siempre había hablado de él en casa como mi amigo el ciego,
Miguel, aunque nuestra relación había pasado ya muchas leguas de la simple
amistad. Temía que no lo comprendiesen. Pero también aquello lo tenía pensado y
disipó cualquier reticencia de mis padres con su sola presencia.
-¡Te
dije que el sueldazo para toda la vida le iba a tocar a quien quisiera yo! - me dijo cuando bajábamos en el ascensor-
sabía que sería para ti.
Así
es Miguel. No ve con los ojos, pero no deja de ver muy lejos.
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